No tuvo valor suficiente para contestar. Se limitó a mirarla fijamente y se marchó lanzando un suspiro.
Cuando atravesaba el minúsculo jardín, acompañado por la sirvienta bizca, murmuró ensimismado:
—¡Pobre Gallet!
* * *
Pasó por el muelle de los
Orfèvres
para recoger la correspondencia, que no contenía nada concerniente al asunto. Cuando salió, se dirigió al comercio del armero que había examinado la bala extraída del cráneo del muerto, así como las dos balas disparadas contra Moers.
—¿Ha terminado de hacer el examen?
—¡Sí! ¡En este mismo momento! Ahora iba a empezar a redactar el informe. Los tres disparos fueron hechos con la misma arma, ¡no hay duda! Es un revólver automático de precisión, de modelo corriente, procedente de la fábrica nacional de Herstal.
Maigret estaba taciturno. Estrechó la mano del armero y tomó un taxi.
—Calle Clignancourt.
—¿Qué número?
—Déjeme en cualquier esquina de la calle, ¡no importa cuál!
Mientras estaba en camino, se esforzaba por rechazar el recuerdo pegadizo de la casa de Saint-Fargeau, quería huir de la obsesionante conversación de las dos hermanas para poder juzgar objetivamente los datos del problema.
Pero, una vez que había conseguido encadenar las ideas más elementales, volvía a imaginarse de nuevo a Francisca, cuyo esposo era consejero general —¡ella misma había cuidado bien de decirlo!— y que se había apresurado a acudir a
Las Margaritas
al enterarse de que la señora Gallet iba a obtener trescientos mil francos del seguro.
—
Emilio perjudicaba a la familia
.
Y en los primeros tiempos de matrimonio, habían hecho la vida imposible a Gallet para hacerle comprender que tenía que hacer honor a la familia Préjean, como lo hacían los demás yernos.
¡Un representante de artículos para regalo!
«¡Y tuvo el valor de firmar este seguro de vida y de pagar la prima durante cinco años! —se decía Maigret sin salir de su asombro, turbado, atraído y repelido a la vez por las muchas facetas del muerto—. ¿Acaso quería realmente a su mujer, que debía de haberle echado en cara más de una vez la humildad de su condición?».
¡Curiosa pareja y curiosas vidas! ¿No había sentido Maigret por un instante, y a pesar de todo, cierta simpatía por la señora Gallet?
¡A través de la puerta! ¡De acuerdo! Una vez delante de él la situación había cambiado al instante. La señora Gallet había vuelto a transformarse en la encarnación de la pequeña burguesía, desagradable y pretenciosa, y le había acogido fríamente igual que la primera vez, al estilo de su hermana Francisca.
¡Y Enrique, que cuando hizo la primera comunión tenía ya una mirada reflexiva y desconfiada y que, a los veintidós años, no se casaba con Eleonora por temor a perder la renta que ella podría obtener de su primer marido! ¡Había sufrido una crisis hepática y no había abandonado su trabajo!
Empezó a llover. El conductor aparcó el vehículo al borde de la acera para encapotar el coche.
—Los tres disparos son del mismo revólver. De ello parece deducirse que los tres han sido disparados por el mismo hombre. ¡Entonces, ni Enrique, ni Eleonora, ni San Hilario han podido tirar las dos últimas balas!
¡Un vagabundo tampoco! ¡Un vagabundo no mata por matar! Roba. Y no robaron nada.
Los pasos de la investigación que rodaban en torno a la figura opaca y melancólica del muerto eran descorazonadores, y Maigret, con aspecto adusto, entró en la primera portería de la calle Clignancourt.
—¿Conoce usted al señor Jacob? —preguntó a la portera.
—¿A qué se dedica?
—¡No lo sé! En cualquier caso, recibe cartas dirigidas a este nombre.
La lluvia seguía cayendo rápida, abundante, pero el inspector se alegraba de ello porque en este ambiente, la calle muy transitada, las tiendas estrechas y las casas pobres armonizaban más con su estado de ánimo.
—¿El señor Jacob?
—No vive aquí. Pregunte ahí al lado, que viven algunos judíos.
Había llamado a cien porterías y había pasado la cabeza por otras tantas ventanillas, había preguntado a cien porteras cuando una mujer gorda con cabellos de estopa le miró con aire de desconfianza.
—¿Qué quiere usted del señor Jacob? Es usted policía, ¿verdad?
—Sí, de la Brigada Móvil. ¿Está él en casa?
—¡No querrá usted que esté en ella a estas horas!
—¿Dónde podría encontrarle?
—¡En su lugar, claro! En la calle Clignancourt esquina bulevar Rochechouart. No irá usted a fastidiarle, supongo. ¡Es un pobre viejo que no ha hecho nunca nada malo! ¿Acaso no tiene la autorización?
—¿Recibe muchas cartas? La portera frunció el ceño.
—¡Por eso le busca usted! —dijo—. ¡Ya me parecía a mí que este cuento no estaba nada claro! Debe usted saber que a mí, esto de que recibiese una carta cada dos o tres meses.
—¿Certificada?
—¡No! No era exactamente una carta, era más bien un paquete.
—De billetes de banco, ¿verdad?
—¡No sé nada de eso! —replicó secamente.
—¡Claro que lo sabe! Usted palpó los sobres y tuvo también la idea de que eran billetes de banco.
—¿Y suponiendo que así fuese? ¡No creo que fuese el señor Jacob quien se aprovechase de ellos!
—¿Cuál es su piso?
—Su buhardilla, querrá decir. ¡Al final de la escalera! A pesar de que le resulta difícil subir ahí arriba cada noche con muletas.
—¿No preguntó nunca nadie por él?
—Hace unos tres años. Un señor con perilla que parecía un cura vestido de paisano. Le dije lo mismo que a usted.
—¿Entonces ya recibía cartas el señor Jacob?
—Acababa de recibir una.
—Aquel hombre, ¿llevaba chaqueta?
—Vestía de negro, ¡igual que un cura!
—El señor Jacob, ¿no recibe nunca visitas?
—Solamente su hija, que hace faenas en una pensión de la calle Lepic y que va a tener un hijo.
—¿En qué trabaja?
—¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿Y usted es policía? ¿Me está usted tomando el pelo? ¡El señor Jacob! ¡El vendedor de periódicos más antiguo del barrio y más conocido que Matusalén!
* * *
Una vez llegado a la calle Clignancourt esquina Rochechouart, Maigret se detuvo delante de un bar llamado
Occidente
. Al extremo de la terraza había un vendedor de cacahuetes y de almendras tostadas, que durante el invierno debía de vender castañas.
En la esquina de Clignancourt, un viejo delgado y bajo estaba sentado en un taburete repitiendo con voz ronca que se perdía entre los mil ruidos del cruce:
Intra. Libertad. Prensa. París Noche. Intra
.
Un par de muletas estaban apoyadas en la parte anterior del tenderete; llevaba un pie calzado con un zapato de cuero y en el otro una zapatilla disforme.
Cuando vio al vendedor de periódicos, Maigret comprendió que
señor Jacob
no era un nombre, sino un apodo, pues el viejo llevaba luengas barbas partidas en dos puntiagudos mechones y tenía una nariz aguileña como la de los narigudos a quienes se llama habitualmente un
Jacob
.
El inspector se acordaba de algunas palabras de la
carta
, que Moers había podido rehacer:
veinte mil / numerario / limes
.
De repente, preguntó inclinándose hacia el cojo:
—¿Ha recibido el último envío?
El señor Jacob levantó la cabeza y parpadeó.
—¿Quién es usted? —preguntó finalmente mientras alargaba un ejemplar de
El Intransigente
a un comprador y buscaba el cambio en un platillo de madera.
—¡Policía Judicial! Hablemos por las buenas, de otro modo me veré obligado a llevarle conmigo. Éste es un mal asunto.
—¿Qué más?
—¿Tiene usted una máquina de escribir?
El viejo rió con desprecio y escupió una colilla de cigarrillo masticada como las muchas que se veían en el suelo delante de él.
—¡No vale la pena jugar al ratón y al gato! —murmuró—. Usted sabe bien que no tengo nada que ver. Esto no impide que debiera haber tenido más cuidado. ¡Para los beneficios que sacaba!
—¿Cuánto?
—Ella me daba cien perras chicas por carta. Dígame, ¿es un asunto sucio?
—Es un asunto que va a conducir al interesado al tribunal de justicia.
—¡No! Entonces, se trataba de billetes de mil, ¿verdad? No estaba seguro de eso. Palpaba siempre los sobres y hacían un ruido sedoso. Intenté ver lo que contenían mirándolos al trasluz, pero el papel era demasiado grueso.
—¿Qué hacía usted con ellos?
—Los traía aquí. No tenía ninguna necesidad de avisar a nadie. Podía tener la seguridad de que alrededor de las cinco se presentaría aquí una señora que me pedía el
Intra
, ponía las cien perras chicas en el platillo del cambio y deslizaba el paquete en el bolso.
—¿Era una mujer baja y morena?
—¡Al contrario! ¡Era alta y rubia! El pelo tiraba a pelirrojo. ¡Muy bien vestida! ¡Salía de la estación del metro!
—¿Cuándo le pidió por primera vez que le hiciese usted ese favor?
—Hace unos tres años. ¡Espere!
»Mi hija acababa de tener el primer hijo y lo había llevado a una nodriza a Villanueva de San Jorge. ¡Sí! De esto hace al menos tres años. Era tarde. Había atado los periódicos y estaba a punto de ponerme el paquete en la espalda. Ella se acercó y me preguntó si tenía un domicilio fijo y si podía ayudarla. ¿Sabe usted?, cuando uno está apurado se hace cualquier cosa.
»Se trataba de recibir unas cartas a mi nombre que no debía abrir y de traerlas aquí por la tarde.
—¿Fue usted quien fijó el precio de cinco francos?
—Fue ella. Yo le hice observar bromeando que el servicio merecía estar mejor pagado, y más teniendo en cuenta el precio del vino tinto, pero ella se dirigió hacia el vendedor de cacahuetes. ¡Un argelino! ¡Son tipos que trabajan por nada! Le dije que sí.
—¿No sabe usted dónde vive esa mujer?
El señor Jacob dijo guiñando el ojo:
—¡Muy listo será usted si le echa el guante, por más que sea usted policía! Al principio vino un hombre que intentó averiguarlo. La portera de mi casa le dijo que yo vendía periódicos en esta esquina. Por la descripción que me hizo luego, creí que era el padre de la joven.
»Empezó a husmear a mi alrededor, sin decirme nada, cada vez que tenía que entregar un paquete. ¡Mire! Se escondía allí, detrás del escaparate del frutero. Después, salía corriendo tras de ella.
»¡No hubo manera! Acabó por venir a verme y me ofreció mil francos para que le dijese la dirección de la mujer. No quería creer que yo no la conocía más que él. Parece ser que ella le obligó a tomar no sé cuántos metros y tranvías antes de dejarle esperando delante de una tienda que tenía dos salidas.
»No era un hombre como para tomarlo a broma, además. Comprendí que no era su padre.
»Todavía probó suerte dos veces más. Creí que tenía el deber de prevenir a mi cliente, y no sé cómo debió de arreglárselas, pero no volvió a molestarla.
—¡Muy bien! ¿Sabe usted qué beneficio saqué en lugar de los mil francos que me ofreció el hombre? ¡Un luis! Y aun, para que me lo diese, tuve que decirle que no tenía cambio; entonces ella se fue murmurando no sé qué insulto que no pude comprender bien. ¡Es muy lagartona! ¡Pero de una avaricia!
—¿Cuándo llegó la última carta?
—Hace unos tres meses. Póngase usted a un lado, por favor, los clientes no pueden ver los periódicos. ¿No puedo hacer más por usted? Confiese que soy un buen hombre y que no he intentado sacar partido.
Maigret dejó veinte francos en el platillo de madera, esbozó un ligero saludo y se fue con aire abstraído.
Al pasar por delante de la boca del metro no pudo reprimir una mueca de disgusto al imaginar a Eleonora Boursang alejándose con un sobre lleno de billetes de mil después de haber dejado cinco francos en el platillo del viejo Jacob, tomando diez veces el autobús y el metro, tranquilamente, y teniendo además buen cuidado de entrar en una tienda con dos puertas antes de dirigirse a su casa.
¿Qué relación podía tener todo esto con Emilio Gallet, que le impulsara a quitarse la chaqueta y a escalar la cima de un muro de tres metros de altura?
El señor Jacob, en quien Maigret había fundado sus últimas esperanzas, se desvanecía.
¡El señor Jacob no existía!
¿Sería exacto suponer que detrás del nombre de
señor Jacob
se ocultaba una pareja, Enrique Gallet y Eleonora Boursang, que habían descubierto el secreto del padre y le hacían chantaje?
¡Pero Eleonora y Enrique no le habían matado!
San Hilario tampoco había podido matarle a pesar de sus muchas contradicciones, de la verja abierta y de la llave que él mismo había retirado en el camino de las ortigas y que había hecho que encontrase su jardinero después que el inspector le hubo advertido que estaba dispuesto a encontrarla costase lo que costase.
¡Esto no era obstáculo para que los dos balazos hubiesen sido disparados en la misma dirección en que dispararon a Moers, y para que Emilio Gallet, del que su cuñada decía que perjudicaba a toda la familia, hubiese sido asesinado!
En Saint-Fargeau se consolaban llenándole de injurias, señalando su mediocridad personal y su vida gris, y considerando que su muerte, en suma, producía un beneficio de trescientos mil francos.
¡Enrique se había reintegrado a su trabajo aquella misma mañana, colocando títulos en nombre del banco Sovrinos e intentando invertir sus cien mil francos de economías para poderse trasladar a vivir al campo con Eleonora!
¡Finalmente, esta última, que se dirigía calmosamente a cambiar el sobre del vendedor de periódicos por cinco francos y que, en Sancerre, espiaba las acciones de Maigret dirigiéndose después con frente serena y mirada limpia a contar su vida al inspector!
¡San Hilario jugaba a las cartas en casa del notario!
¡No quedaba más que Emilio Gallet por analizar! Estaba sólidamente encerrado en su ataúd, con una mejilla arrancada de un disparo, con el cuerpo triturado por el médico encargado de realizar la autopsia —el que tenía siete invitados a cenar—, con el corazón atravesado y sus ojos grises abiertos, sin que a nadie se le hubiese ocurrido cerrarle los párpados.
—¡El último camino a la izquierda, cerca del mausoleo de mármol rosa del antiguo alcalde! —había dicho el hombre que hacía el oficio de guardia del cementerio.