Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (63 page)

Echamos a andar juntos.

—Otros reyes han tenido ese mismo temor, pero les convencimos, ¿recuerdas? Y no hay creyente tan devoto como el recién converso. ¿Por qué no los convocas aquí y dejas que persuadan a los eduos? Han puesto a sus guerreros bajo tu autoridad, pero siguen controlando a sus propias tribus. Serían el argumento más persuasivo a tu favor. Sin duda en estos momentos, tras el triunfo en Gergovia, todos ellos están muy satisfechos de ti.

—Hummm —se limitó a decir Rix, pero noté que su irritación remitía y se relajaba.

Tuve la seguridad de que así era cuando volvió la cabeza para mirar a una hermosa mujer edua que le sonreía desde el umbral de su vivienda. Rix estaba dispuesto a prestar oídos a la razón; la sordera de la ira había pasado.

Le repetí mi sugerencia y él asintió.

—Sí, podemos hacer eso, y al mismo tiempo pedirles que traigan consigo más guerreros. Así estaremos mejor preparados cuando llegue el momento de marchar contra César.

Envió mensajeros reclutados entre la caballería arvernia, a lomos de nuestros caballos más rápidos. En respuesta a su convocatoria vinieron a nosotros los hombres más poderosos de la Galia, excepto los dirigentes de los remos y los lingones. Los primeros parecían estar demasiado atemorizados por César para querer trato alguno con la confederación, y en cuanto a los lingones, en sus tierras había demasiados romanos acampados para que su tribu se arriesgara a unirse a nosotros. Tampoco estuvieron presentes los tréveros, debido a la gran distancia que les separaba de nosotros, y los nervios, entre los que César había practicado un genocidio casi total.

Una vez reunidos en Bibracte los dirigentes tribales, Rix les dio tiempo para que convencieran a los eduos de que deberían darle el mando supremo del ejército y luego pidió que el asunto fuese sometido a votación.

A pesar de la presión ejercida por sus pares, los príncipes eduos mantuvieron su negativa. Si Rix hubiera pertenecido a una tribu distinta de los arvernios le habrían aceptado con más facilidad, pero la antigua animosidad les cegaba, del mismo modo que le había hecho perder la calma a él.

Teníamos mucho que perder y yo no quería dejar nada al azar. Mientras ellos se disponían a votar, yo me preparaba para practicar la magia.

Cuando cierta magia ha revelado su eficacia, debe repetirse con la menor desviación del ritual que sea posible. En la ocasión en que Vercingetórix fue elegido rey de los arvernios yo había copulado con Briga. No subestimaba el poder de la magia sexual, pero por desgracia ahora Briga no estaba presente.

Observé la acción de la norma en el hecho de que otra mujer que tenía una conexión íntima con Vercingetórix estuviera disponible. Pero ¿cómo podía pedirle a mi amigo que me dejara usar a su esposa en un ritual druídico? No podía apelar a su propio interés, puesto que él no creía lo más mínimo en la magia.

Sólo confiaba en que Onuava no compartiera sus puntos de vista.

Hacía largo tiempo que las carretas habían llegado a Bibracte, añadiendo su pintoresca confusión al vasto campamento alrededor de los muros de la fortaleza. No encontré a Onuava enseguida. Muchos afirmaban haberla visto, pero nadie recordaba dónde.

Empezaba a desesperar cuando descorrieron una cortina de cuero que ocultaba el interior de una carreta pintada con brillantes colores. Onuava me miró.

—¡Ainvar! ¿Qué te trae a esta parte del campamento?

Parecía contenta de verme, como si hubiera olvidado nuestra reciente pelea. Se hallaba en una tierra desconocida y todo rostro familiar se convertía para ella en el amigo querido.

—Te estaba buscando, Onuava.

De haber sido la clase de mujer que yo inicialmente creía que era, tal vez habría sonreído. En cambio se limitó a mirarme con los ojos entrecerrados, descorrió más la cortina y me hizo una seña para que me reuniera con ella en el interior de la carreta.

—Si quieres hablar conmigo, es mejor que lo hagas aquí.

El interior de la carreta me sorprendió. Había sido diseñada para transportar equipajes y víveres, pero aquel amplio vehículo de cuatro ruedas había sido convertido en una casa móvil. Onuava se había equipado con cojines, mantas y mantos de piel, jarras de agua, ánforas de vino y hasta un pequeño brasero de bronce.

—Si enciendes fuego ahí vas a quemar la carreta —observé.

—No voy a encenderlo aquí, no soy idiota. Sólo lo he traído por si el verano se vuelve frío y húmedo, como puede suceder en la Galia. Y he traído mis propios suministros de carne seca, fruta y sal, de modo que si necesitas algo ya lo sabes. He pensado en todo —añadió, sin duda pagada de sí misma.

—Tengo una necesidad, en efecto, pero no de carne y fruta.

Manteniendo el rostro impasible y sin la menor emoción en la voz, le hablé de la magia sexual.

Onuava se quedó boquiabierta.

—¿Quieres decir que así fue como mi marido fue elegido rey?

Me di cuenta de que lo creía.

—Tan sólo te digo lo que sucedió. Ahora quiero repetir el ritual para asegurar que sea elegido jefe de los ejércitos unidos de la Galia, porque existe la posibilidad de que los eduos se nieguen a aceptarlo. Te pido que me ayudes.

Ella no replicó. Ni siquiera oía el sonido de su respiración.

Tardíamente mi cabeza me sugirió que quizá Onuava no deseaba que los galos vencieran, quizá prefería ir a una cuadriga romana, como Hanesa había sugerido, y vivir en una lujosa villa romana. Mi cabeza me recordó que no era un experto en mujeres, y aquella hembra orgullosa, sensual y salvaje era como las mujeres celtas en las antiguas leyendas, tan poco sentimental como el mismo suelo.

—Te ayudaré —dijo Onuava bruscamente.

Me cogió desprevenido, mientras todavía estaba pensando.

—Ah..., bien, ¡muy bien! ¡Es magnífico! Pero...

—¿Qué?

—No es necesario que hablemos de esto con tu marido. A él le gusta creer que vence sin la ayuda del Más Allá.

—Sí, claro, Ainvar, lo comprendo, lo comprendo —y oí la risa oculta en su voz—. Lo comprendo muy bien.

Confié en que no estaba cometiendo otro error.

Los jefes guerreros de la Galia se reunieron en la sala de asambleas de Bibracte. Eran un grupo de guerreros altos y poderosos, cada uno de ellos el símbolo de la virilidad para su tribu. Cuando todo estuvo dispuesto, Cotuatus, de los carnutos, pidió silencio y anunció que la selección de un jefe para sus fuerzas combinadas se iba a someter a votación.

Mientras los príncipes votaban, yo estaba en el bosque sagrado de los eduos con la esposa de Vercingetórix.

Ninguna mujer es como cualquier otra, si bien algunas comparten una actitud de indiferencia que mueve a uno a olvidarlas. Onuava era inolvidable. Se entregó al ritual con tal entusiasmo que hube de refrenarla, pues amenazaba con invadir partes de mi espíritu que estaban reservadas a Briga.

—¿Te gusta esto? —me preguntaba una y otra vez—. ¿Pongo la mano aquí? ¡Ah, sí, frótame así! ¡Ah, sí! ¿Y qué sientes cuando yo lo hago?

Desde luego Onuava era inolvidable. Juntos logramos culminar la magia sexual. Cuando la magia funciona, uno lo sabe. Nos acoplamos con una ardiente alegría. La alegría es una fuerza, una energía, un poder. La alegría se eleva hacia el cielo.

En el apogeo de nuestra elevación, Vercingetórix fue elegido comandante en jefe del ejército galo.

Una vez concluido el ritual en el bosque, Onuava y yo partimos en distintas direcciones. Regresé apresuradamente al fuerte para tomar parte en las celebraciones en honor de Rix y por la próxima victoria. Onuava volvió a su carreta y esperó allí hasta que Rix envió un mensajero para pedirle que se reuniera con nosotros.

Me senté a un lado de él y Onuava al otro, mientras los galos vitoreaban al líder elegido hasta que el aire vibró con su nombre gritado por tantas gargantas.

Más tarde le pregunté a Cotuatus si el voto había sido unánime.

—Litaviccus estuvo de nuestra parte desde el principio, pero los dos príncipes que estuvieron con la caballería supuestamente destruida se resistieron casi hasta el final. Entonces, de improviso, cambiaron de actitud y votaron a Vercingetórix. Un instante después volvieron a cambiar de idea, pero afortunadamente ya era demasiado tarde: había sido proclamado comandante en jefe.

—Pero ¿ellos y sus seguidores están con nosotros?

—Así es, aunque no me gusta la idea de combatir al lado de esos hombres que se nos han unido de mala gana.

—No lucharás a su lado —le aseguré—. Como siempre, los eduos pelearán junto a los eduos y los carnutos junto a los carnutos. Ahora somos un solo ejército, pero ni siquiera Vercingetórix puede convertirnos en una sola tribu.

Tales palabras muestran lo erróneas que podían ser mis profecías.

Tras haber sido confirmado en el mando, Rix actuó con tal celeridad que me di cuenta de que había trazado sus planes con mucha anticipación. Reunió una fuerza de caballería de quince mil hombres, que sería el principal cuerpo de ataque del ejército. Examinó personalmente el armamento y los suministros de los millares de infantes que apoyarían a los jinetes. Exigió rehenes nobles de varios clanes cuya lealtad todavía era cuestionable. Pronunció un discurso estimulante instando al ejército a que estuviera dispuesto a incendiar sus propias ciudades antes de que cayeran en poder de los romanos. Yo mismo no podría haber hablado mejor sobre la importancia del sacrificio.

En realidad, la mayor parte de aquel discurso era creación mía.

Varias veces al día llegaban a la tienda de mando mensajes enviados por las patrullas distantes, las cuales mantenían a Rix informado de todos los movimientos de César.

—César ha comprendido que nuestra caballería es superior a la suya —me dijo Rix—. Nuestros quince mil jinetes le están poniendo nervioso. Ha solicitado jinetes germanos del otro lado del Rin, pero como sus animales son caballos enanos de bosque los monta en caballos de calidad que quita a sus propios oficiales, a fin de que el mejor caballo corresponda al mejor jinete.

—No creo que a sus oficiales les guste mucho ese plan —observé.

—Si yo hiciera una cosa así a los galos, se rebelarían. ¿De qué modo refrena César a sus hombres?

—Por medio del temor y el respeto.

—Y el afecto —dijo Vercingetórix con una expresión reflexiva en los ojos—. También deben de quererle.

—Tus hombres te quieren.

—Algunos, Ainvar, sólo algunos. Aquellos que no han sido enemigos recientes.

Al amanecer del día siguiente sonaron las trompetas de guerra y Rix se dirigió al ejército ante las puertas de Bibracte. A pesar de la voz profunda y los potentes pulmones de Rix, sólo las primeras filas de la enorme masa de hombres pudieron oírle, pero se transmitieron las palabras rápidamente unos a otros.

—¡César se ha puesto en marcha! Sus legiones han abandonado el campamento y ahora se dirigen a las fronteras del territorio de los lingones. Se propone regresar a la Provincia, donde podría conseguir más refuerzos, pero se lo impediremos. ¡Partiremos enseguida para interceptarle y aplastarle de una vez!

Me abrí paso entre el frenesí de los hombres que levantaban el campamento y llegué al lado de Rix cuando él salía de la tienda de mando.

—¿Ha habido alguna noticia de lo que César ha hecho con los cautivos de la Galia?

Su mirada se perdió más allá de donde yo estaba. Los cautivos no tenían prioridad en su pensamiento.

—Supongo que se los ha llevado con él. ¡Eh, tú! —gritó bruscamente—. ¡Tráeme mi caballo negro!

Aquel día, muy temprano, el ejército a las órdenes de Rix se puso en marcha. César no podría haberlo hecho mejor. No tuve ocasión de visitar el bosque, entrar en comunión con el Más Allá y examinar con tranquilidad los signos y portentos. Casi sin darme cuenta me vi montado y cabalgando en medio del polvo levantado por Vercingetórix, rodeado de guerreros de la Galia libre que golpeaban los escudos con sus armas y entonaban cánticos de guerra para enardecerse.

Cuando llegamos a lo alto de la primera elevación miré atrás. La tierra que había albergado al ejército estaba llena de cicatrices y pisoteada, ennegrecida por las fogatas, desfigurada por bosques de tocones mellados, todo lo que quedaba de los árboles talados para alimentar aquellos fuegos. En otro tiempo los campos verdes se extendieron ondulantes hasta fundirse con el cielo; ahora sólo había tremedales de barro, estiércol y montones de basura.

Aquella visión me recordó el daño producido por la migración de los helvecios al comienzo de la guerra con los romanos en la Galia. Ninguna tribu había querido que los helvecios cruzaran sus tierras por temor a la misma clase de destrucción que yo ahora contemplaba. Algunos habían llamado a César para prevenirle. Ahora el ejército de la Galia devastaba la tierra que se proponía salvar de César. Me dije que tal era la pauta de la guerra.

Azucé a mi caballo y cabalgué en pos de Vercingetórix. Aquel primer día en varias ocasiones pensé en regresar para ver si Onuava nos seguía en las carretas del equipaje, pero mi cabeza me reprendió por semejante necedad, recordándome que podía cuidar de sí misma y que lo haría.

Pero no podía olvidarla del todo. Juntos habíamos realizado la magia y ahora ocupaba un lugar en mi pensamiento.

No transcurrieron muchos días de marcha antes de que nuestros exploradores informaran de que los romanos se hallaban a corta distancia por delante de nosotros. Rix nos ordenó acampar cerca de un río y luego deambuló entre sus guerreros mientras éstos preparaban la cena. En el crepúsculo tuve atisbos de su cabello dorado que destellaba entre la multitud de sus favoritos, los jinetes, los cuales le vitorearon y se rieron a carcajadas de algún chiste que les contó.

Aquella noche, por dondequiera que iba, Rix esparcía confianza como quien arroja semillas en la tierra. Sus hombres se durmieron seguros de la victoria.

Según los exploradores, César tenía ahora once legiones a su disposición. Nosotros casi teníamos el doble de hombres. Más adelante me enteré de que César había afirmado que nuestro número era todavía mayor, aumentando las proporciones del ejército galo de una manera imposible, a fin de que los éxitos de sus hombres parecieran mayores y las derrotas, si las había, más perdonables. Antes de que finalizara el conflicto, afirmaría que nosotros le superábamos en la proporción de cuatro a uno. Hay que tener cuidado con la versión romana de la historia.

Other books

Owning Up: The Trilogy by George Melly
Grace Takes Off by Julie Hyzy
My Naughty Little Secret by Tara Finnegan
Shoes Were For Sunday by Weir, Molly
Crais by Jaymin Eve
Appleby on Ararat by Michael Innes
A Gangster's Girl by Chunichi
Fast Women by Jennifer Crusie