Cantando al unísono, observamos y esperamos, sin atrevernos apenas a abrigar esperanzas. Los dos líderes mantenían sus posiciones, tal vez hablando. Bruscamente, César hizo girar a su caballo y se alejó a medio galope, dando arrogantemente la espalda a Vercingetórix.
¿Había detenido mi magia la mano de César? Nunca lo sabré. Aquel día, en lo alto de la muralla de Alesia, Hanesa y yo quisimos creer que habíamos salvado la vida a Vercingetórix.
Pero si hoy tuviera que hacerlo de nuevo, rezaría una plegaria muy diferente y emplearía toda mi fuerza para instar a la espada de César a que cortara a mi amigo del alma en dos mitades mientras permanecía sentado en su caballo.
Con la sabiduría que proporciona la amarga experiencia reconozco: ¡qué amable es el don del sacrificador!
La lucha se intensificó. La mayoría de los galos encerrados en Alesia no había conseguido cruzar la línea romana, sólo unos pocos habían ido con Rix, y los que permanecieron atrás dirigían toda su atención a la maquinaria de asedio de César, escalaban las torres de madera desde donde el enemigo lanzaba piedras al fuerte y desalojaban de ellas a los romanos sin más armas que sus manos desnudas.
Desde las alturas de Alesia podíamos observar claramente a César, cuyo manto era inequívoco. Había reunido cuatro cohortes frescas y un considerable cuerpo de caballería, y estaba dando un rodeo para atacar a nuestros refuerzos desde la retaguardia.
Todos gritamos advertencias, pero a semejante distancia nadie podría haberlas oído. De hecho, un gran griterío se elevó desde ambos lados, resonó en las murallas de Alesia y a lo largo de la línea de refuerzos romanos, aumentando el pandemónium. Era como si todo el mundo supiera que había llegado el momento crítico.
Vimos impotentes cómo los romanos caían sobre los galos, los cuales estaban exhaustos tras haberse arrojado en una inútil oleada tras otra contra las fortificaciones externas romanas. Entonces los romanos arrojaron las lanzas a un lado y atacaron a nuestros hombres con sus espadas, ocasionando una carnicería. La tierra se empapó de sangre, pues recibía demasiado para beber y no podía absorberlo. La sangre formaba charcos y los hombres resbalaban y caían en ella.
Cuando los hombres que formaban nuestros refuerzos intentaban retroceder, encontraron a la caballería romana detrás de ellos, impidiendo toda posibilidad de huida. Los romanos rodearon a los galos y acabaron con ellos como si fuesen ganado, aunque puede decirse en honor suyo que lucharon como el ganado jamás lo haría y a César le costó caro matarlos.
Pero los hombres habían recorrido un largo camino a gran velocidad para intentar salvarnos, estaban cansados y la mayoría de ellos desacostumbrados a la guerra. Recientemente los romanos no habían hecho nada más fatigoso que levantar sus fortificaciones y burlarse de nosotros desde sus murallas. En la lucha eran superiores a los galos, y nosotros asistíamos impotentes a la derrota de nuestro pueblo.
—Hemos perdido —dijo Hanesa a mi lado, en una voz tan pesada y opaca que parecía de plomo, sin retórica ni florituras.
Me volví hacia él. El hambre había diluido su jovial y afable exceso carnoso, dejando la piel colgando de los huesos como si fuese la de una persona mucho más voluminosa. Su color intenso se había desvaído, tenía los ojos apagados.
Yo sabía que mi aspecto no era mejor. César nos había chupado la vida a todos como una sanguijuela.
El lugar desde donde observábamos la contienda ya no era ventajoso, pero permanecimos en las murallas con una fascinación horrorizada, viendo lo que no queríamos ver. Del gran ejército que tan valientemente había acudido a rescatarnos y mantener la Galia libre, sólo sobrevivían unos pocos, a los que los romanos perseguían implacablemente, pues tal era la norma de Roma. Algunos podrían salvarse si se dirigían al campamento. Otros incluso podrían regresar a sus tribus para contar lo sucedido. Pero la mayoría estaban muertos. Nuestra última oportunidad yacía muerta en la tierra desgarrada por la lucha, a la vista de Alesia.
En el crepúsculo vi un manto escarlata en el centro del campo de batalla, que atrajo mi mirada como una llama. Los oficiales de César convergían hacia él desde todas partes, llevándole los estandartes desgarrados y ensangrentados de los líderes galos caídos.
Era increíble que Vercingetórix hubiera sobrevivido. Miré hacia abajo desde lo alto de la muralla y pude verle, todavía en su caballo negro, en el momento en que cruzaba las puertas de la fortaleza con los guerreros supervivientes para pasar la noche.
No se podía hacer nada más.
Después de la derrota, los hombres evitan mirarse a los ojos. Rix me necesitaría más que nunca.
Las escalas de acceso estaban llenas de gente que subía y bajaba, ansiosa de ir a lo alto de la muralla y luego de bajar, gente que gritaba, maldecía, lloraba. Prescindí de las escalas, flexioné las rodillas y salté.
El impacto del aterrizaje fue tan fuerte que me dejó sin aliento. Mientras esperaba que mis piernas se recuperasen del golpe, recordé la noche en que salté por encima del muro en el Fuerte del Bosque para ver cómo los druidas realizaban su gran magia.
Todo traza círculos, incluido el tiempo. Incluso las líneas rectas y las columnas precisas de los ejércitos romanos eran incapaces de cambiar esa ley natural.
Me encaminé hacia la tienda de Rix.
Lo hice solo. En otro tiempo me habría rodeado de príncipes y seguidores que le alabarían e intentarían conseguir su atención. Ahora nadie quería conocerle. Sin embargo, era el mismo joven gigante dorado que había sido nuestro paladín.
Sólo sus ojos parecían tener mil años.
Cuando iba a verle no sabía qué le diría.
—Hace un momento he saltado desde lo alto de la muralla —le dije en un tono informal—. Me ha sorprendido descubrir que todavía soy lo bastante joven para hacerlo sin romperme el cuello.
—Ainvar.
—¿Qué?
—¿Todavía somos jóvenes?
—Sí.
—Ah... —Se sentó pesadamente y empezó a masajearse los brazos doloridos. Blandir una espada es agotador. Observé que tenía nuevas heridas y sangre fresca en diversos lugares—. ¿Has visto a mi esposa, Ainvar?
—Está con las demás mujeres.
—Tenemos que sacar de aquí a las mujeres y los niños. César será implacable. Esclavizará a los mandubios, pero probablemente matará a todos cuantos crea que tienen alguna relación conmigo.
—Onuava no teme morir.
—Lo sé, pero está gestando un hijo mío, Ainvar.
—Ah.
Permanecimos en silencio durante un rato.
—Creo que puedo sacarlos de aquí —dije por fin—. Tengo una magia que he reservado hasta ahora.
El tono de su voz era amargo.
—Toda tu magia druida no serviría para ganar esta guerra.
—No, no serviría, es cierto, pero tampoco tú querrías vencer gracias a la magia, aun cuando eso fuese posible. Matar a millares de romanos sería...
Él agitó la mano con un gesto de fatiga.
—¿Es preciso que hablemos de esto? No quiero conversar sobre la magia. Lo único que deseo saber es si puedes llevarte de aquí a las mujeres y los niños.
—Haré cuanto esté en mi mano —le prometí.
Vercingetórix suspiró.
—Yo hice cuanto pude —comentó.
Sentí que se me desgarraban las entrañas.
—Necesitaré al Goban Saor y un par de carpinteros para que esta noche construyan un armazón con ruedas. También necesitaré dos animales de tiro.
—Ahora estamos faltos de animales. Y, al margen de lo que me suceda, no voy a separarme de mi caballo negro.
—No tiene que ser tu semental negro. Cualquier cosa servirá. Un par de asnos, incluso un par de perros grandes.
—Nos los hemos comido todos.
—Entonces usaremos animales de tiro humanos. Todo lo que necesito es una plataforma con ruedas y algo para tirar de ella.
—Llévate al Goban Saor —dijo Rix—, ya no me sirve de nada.
No podía dejarle allí, solo en las sombras, con las largas piernas extendidas y una palidez mortal en el rostro.
—Nadie podría haber derrotado a César, Rix —le dije suavemente—. Tú te has aproximado más que nadie a la victoria.
—¿Dices eso para consolarme?
—No, sé que el consuelo es imposible. Es sólo... la verdad. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Convocar un último consejo, esta misma noche, después de que la gente haya descansado un poco. ¿Estarás a mi lado por última vez, Ainvar de los carnutos? ¿Como mi amigo?
Hice un doloroso descubrimiento. No sólo era lo bastante joven para saltar desde lo alto de un muro, sino también para llorar. Dejé que viera mis ojos arrasados en lágrimas.
Yo vi las lágrimas en los suyos.
Mientras el Goban Saor construía el artefacto que le había pedido, acompañé a Rix al último consejo de la Galia libre.
La Galia libre. Las palabras colgaban en el aire como escarcha, o tal vez realmente estaban congeladas. El asedio de Alesia había visto la muerte del verano, y el primer aliento frío del otoño soplaba sobre nosotros mientras permanecíamos reunidos en la casa de asambleas de los mandubios. Teníamos en la boca el sabor de un sueño muerto, el único alimento de que disponíamos.
Cuando Vercingetórix se levantó para dirigirse a los líderes tribales supervivientes, los magullados capitanes de su ejército destruido, al principio no reaccionaron y se quedaron mirándole como si fuese un desconocido.
Luego, a medida que el significado de lo que les decía penetraba en sus cerebros aturdidos, sus ojos empezaron a brillar con una lealtad angustiosa y desesperada.
Por una vez no habíamos planeado su discurso previamente. Las palabras que pronunció eran suyas, procedentes de su cabeza y sus entrañas, y era tan nuevas a mis oídos como lo eran para los demás presentes.
Vercingetórix comenzó así:
—No emprendí esta guerra por mi propia ventaja personal, sino con la esperanza de mantener la libertad general. Si he tenido un motivo egoísta, ha sido el de vivir como un hombre libre entre hombres libres. Pero ¿quién de vosotros no ha experimentado lo mismo? Cuando nuestra libertad fue amenazada por los invasores, sentí que no tenía más alternativa que luchar. A tal fin he empleado mi fortuna, mi fuerza, a mis seguidores, y habría sacrificado con gusto mi vida. Sin embargo, aunque he estado en primera línea de cada carga y en medio de cada batalla, todavía estoy vivo. Y César ha ganado.
Parecía realmente perplejo por ambos hechos.
Aspiró hondo y siguió diciendo:
—El honor exige que me someta al vencedor, pero tal vez al hacerlo así pueda obtener por lo menos alguna última concesión para mi pueblo, una pizca de misericordia de ese hombre implacable. Enviaré una delegación a César para anunciarle mi intención de rendirme sin más lucha y sin más pérdida de vidas por su parte. Además le dirán que estoy dispuesto a dejarme matar aquí, a manos de mi propio pueblo, o a que me entreguen vivo a él, lo que prefiera, con sólo que conceda un salvoconducto desde Alesia a quienes han servido a la Galia durante tanto tiempo y tan bien.
Me sentí profundamente conmovido y, al mismo tiempo, profundamente avergonzado. Había creído que Rix era indiferente a los conceptos del druidismo y, sin embargo, podía darnos a todos lecciones de sacrificio. Su nobleza hacía que los demás nos sintiéramos ennoblecidos sólo por pertenecer a la misma raza que él.
Algunos de los hombres reunidos en la sala de asambleas no podían disimular las lágrimas.
Éramos un pueblo que lloraba.
—¡No! —gritó una voz.
Onuava corrió hacia él, abriéndose paso entre la multitud hasta que estuvo frente a su marido.
—¡No! —gritó de nuevo—. ¡No dejes que César tome la iniciativa! ¡Ve a él vivo! Eres un hombre de recursos, y mientras tengas aliento puedes encontrar alguna manera de huir de él y volver con nosotros.
Él la miró por debajo de sus pesados párpados.
—¿Crees entonces que debería arrastrarme a sus pies?
Ella retrocedió horrorizada.
—¿Un rey de los arvernios? ¿Arrastrarse a los pies de un romano? ¡Prefiero verte muerto!
A pesar suyo, Rix se echó a reír. Muchos le secundamos. Onuava enrojeció, algo que yo no hubiera creído posible.
Rix se dirigió a su esposa.
—¿Te das cuenta? Es una elección imposible. Por eso prefiero dejar que César decida. Es el único soborno que me queda para ofrecerle, pero los romanos entienden de sobornos.
—Es un precio demasiado alto —dijo Cotuatus—. Tu vida por las nuestras...
—Mi vida está perdida en cualquier caso —le recordó Rix—. Sabes tan bien como yo que César me matará, de un modo u otro. Pero no hay motivo alguno para que nadie de los aquí presentes muera conmigo si es posible evitarlo.
—Es mejor morir que vivir esclavizados —dije entonces—. La muerte sólo es temporal.
Rix se volvió hacia mí.
—¿Crees eso de veras, druida? —me preguntó como si los dos estuviéramos solos.
—En efecto, lo sabes bien.
Él suspiró.
—Si tuviéramos más tiempo, quizá podrías convencerme. Ojalá pudieras. Pero se nos ha terminado el tiempo. Ésta tendrá que ser otra de esas conversaciones inacabadas... —Se volvió hacia los reunidos—. Elegid una delegación para enviarla a César, ahora mismo.
Onuava se cubrió el rostro con las manos, Rix le dio unas palmaditas en el hombro y me dijo:
—Si César quiere que muera ahora, Ainvar, te ordeno que me mates.
Sentí un escalofrío.
—¡No soy un sacrificador! —repliqué.
—Pero te enseñaron a usar el cuchillo, ¿no es cierto? Y eres mi amigo. ¿A quién más se lo podría pedir? —Entonces añadió en un tono irónico—: Además, si no crees en la muerte, no me harás nada tan terrible.
¡Qué inteligencia la suya! Vercingetórix habría sido un gran druida, soberbio en todo cuanto emprendiera. Sus ojos fijos en los míos eran irresistibles. Me sentí abrumado por el peso aplastante de la responsabilidad definitiva.
¿Acaso cuando, durante todos aquellos largos años, temía contemplar los sacrificios, preveía y temía aquel momento?
Mientras aguardábamos el regreso de la delegación enviada a César, Rix se retiró a su tienda. Quería estar con él, al igual que Onuava y los príncipes de la Galia. Pero él insistió en que le dejásemos a solas.
Le comprendí. Existen ciertos arreglos que un hombre debe hacer con su espíritu y que sólo puede llevar a cabo en privado.