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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (69 page)

Vi que el pánico se apoderaba de ellos como en otro tiempo se apoderó de nuestros guerreros cuando los germanos los atacaron. Los jinetes más adelantados empezaron a tirar de las riendas desesperadamente, intentando que los animales dieran la vuelta. Los que iban detrás chocaron con ellos. Caballos y hombres gritaron al mismo tiempo. La atmósfera se llenó de gritos.

La figura que estaba a mi espalda emitía un calor pulsátil, horrible.

Permanecí de cara a los germanos, con un brazo extendido hacia atrás para que mis dedos permanecieran en contacto con la imagen. Tenía la sensación de encontrarme dentro de una burbuja de luz ardiente. Los germanos intentaron huir de aquella luz, se pisotearon unos a otros en su temor maníaco y sufrieron una transformación ante mis ojos, pasando de ser una fuerza militar de asalto a una jauría de salvajes espantados dispuestos a matarse entre ellos para huir de lo desconocido.

Estaban totalmente desorganizados. Enfrentados a una magia que estaba más allá de su comprensión, se apresuraron a huir en todas direcciones. La piedra devoró mis últimas fuerzas y noté que me flaqueaban las rodillas.

El Goban Saor soltó el arnés y me cogió antes de que cayera al suelo. Por encima de su hombro tuve un atisbo de lo que habían visto los germanos. Sobre la plataforma con ruedas estaba agazapado un monstruo de dos caras que ardía con fuego sobrenatural, cuatro ojos de mirada furibunda, dos pares de fosas nasales resoplantes, dos bocas de labios que, al contorsionarse, revelaban unos dientes afilados. Un ser vivo, ardorosa, innegablemente vivo.

Perdí el sentido al tiempo que el fuego se desvanecía.

Cotuatus volvió a ocultar la figura con la cubierta de cuero. El Goban Saor me apoyó en la plataforma y me restregó los miembros hasta reanimarlos. Las mujeres y los niños se nos acercaron tímidamente. Una vez estuvieron todos reunidos, los dos hombres volvieron a tirar de la carreta y partimos al trote, las mujeres y los niños siguiéndonos como un desfile de gansos camino del río.

No sé si alguno de los germanos se recuperó lo suficiente para informar a César, pero nadie más nos persiguió.

Cuando el sol se ponía enterramos la imagen de piedra en medio de un bosque. Quemamos la plataforma de madera en la fogata del campamento y, al amanecer, proseguimos nuestro camino hacia el oeste y luego el norte.

* * * * * *

Me dirigía a casa, al gran bosque de los carnutos.

Pregunté a toda persona con la que nos encontrábamos si tenía alguna noticia del ejército de la Galia. Recibimos informes contradictorios. Empecé a confiar en que Aberth no se hubiera enterado de nuestra derrota, aunque era una esperanza absurda. Sabía con qué rapidez puede viajar la palabra.

Como para aumentar nuestro dolor, aquel otoño la tierra presentaba una lozanía espléndida. Predominaban los colores ámbar y esmeralda, las mañanas eran tan suaves y frescas como el primer bocado a una manzana, las noches estaban cuajadas de luz estelar.

Al principio apenas hablábamos entre nosotros. Estábamos ensimismados, cada uno aislado en sus recuerdos. Incluso los niños estaban menos nerviosos de lo que había previsto. Se aferraban a sus madres y arrastraban los pies al andar. Cuando la gente que encontrábamos por el camino nos daba algo de comer, alimentábamos primero a los niños.

Algunas personas no nos daban nada. Se ocultaban tras los muros de sus viviendas, olvidada la tradición celta de la hospitalidad, y sus perros gruñían cuando pasábamos. Roma era ya una presencia reconocida en lo que había sido la Galia libre.

En varias ocasiones vimos patrullas romanas. Cada vez que esto ocurría llevaba a mi grupo a un bosque y nos escondíamos hasta que habían pasado.

La tercera vez que acampamos pudimos por fin conversar un poco entre nosotros. Me senté en un árbol caído al lado de Cotuatus y estiré las piernas hacia el fuego.

—¿Qué crees que le habrán dicho a César esos germanos? —me preguntó al cabo de un rato.

—Dudo de que le hayan dicho nada. Sospecho que se han quedado con los caballos que les dio y han cabalgado en línea recta hacia el Rin.

—Hummm —replicó Cotuatus, contemplando las llamas—. Yo habría hecho lo mismo. Ojalá nos hubieras advertido primero.

Un niño gemía en alguna parte. El suave murmullo de una madre le acalló. La noche olía a humo de leña.

Por alguna razón, ese aroma tan familiar me intranquilizaba.

Onuava se reunió con nosotros. Nunca dejaba de sorprenderme. Yo había esperado que, de todas las mujeres, ella fuera la que más se quejase y echara de menos las comodidades que había abandonado. Sin embargo, estimulaba a los demás cuando estaban fatigados y repartía consuelo. Si una mujer más débil estaba demasiado cansada para cargar con su hijo, Onuava cogía al pequeño en brazos y seguía caminando como si no pesara nada.

Sin embargo, también ella debía de estar exhausta y con el corazón desgarrado. Y yo sabía que llevaba un hijo en sus entrañas.

Me hice a un lado en el tronco para que ella se sentara. Onuava se inclinó, cogió del suelo trozos de corteza y ramitas y los echó a la fogata.

—¿Qué le sucederá, Ainvar?

Supe a quién se refería, lo mismo que Cotuatus, el cual exhaló un suspiró y se puso en pie. Musitó que iba a hacer sus necesidades y nos dejó.

Pensar en Vercingetórix era doloroso para todos nosotros.

—César dijo que lo llevaría a Roma para exhibirlo. Nunca ha tenido un cautivo semejante.

—¿Entonces cuidará de él? —inquirió esperanzada.

—Si te refieres a si le alimentará bien, le vestirá con ricos ropajes y le ofrecerá el mejor cobijo, como hacemos nosotros con nuestros rehenes nobles, la respuesta es que no, Onuava. Ése no es el estilo romano.

—¿Qué hará entonces? Tú puedes ver el futuro, Ainvar. Examínalo por mí y dime qué le ocurrirá a mi marido.

—No puedo ver el futuro. Por lo menos no puedo verlo de una manera ordenada. A veces tengo atisbos al azar, pero nunca se producen cuando lo deseo o espero. No poseo ese don, y aunque lo tuviera no querría ver el futuro. No quiero presenciar más dolor.

—Pero ¿no has intentado ver por anticipado lo que le ocurrirá a tu propio pueblo? Tu esposa, tus hijos...

Ella notó que me ponía tenso a su lado.

—Tengo una hija —le dije con los labios prietos—. O más bien tenía una hija, y me la robaron. Creo que la llevaron a un campamento romano, pero no estoy seguro. Me temo que ahora nunca lo sabré. Es posible que sea una de las cautivas de César. Si hubiéramos vencido, habría tratado de encontrarla entre ellas, pero ahora...

—Oh, Ainvar.

Me tocó el brazo y no dijo nada más, por lo que me sentí agradecido.

Aquella noche, cuando extendí mi manto en el suelo para intentar dormir, Onuava vino a mi lado. Yació en mis brazos y tiró del manto para que nos cubriera a los dos. La sentí cálida contra mi cuerpo, pero su calor no me estimulaba, y supongo que a ella le sucedía lo mismo con respecto a mí. La abracé con más fuerza, apliqué la mano a uno de sus senos, abundante y suave, y no era más que una mano sobre un seno. Igualmente podría haber sido una mano sobre un montón de tierra.

Ella me tocó los genitales, los acarició sin que respondieran, y entonces retiró la mano y la depositó en mi pecho, su palma sobre mi corazón.

Permanecimos juntos hasta el alba, cuando nos levantamos y proseguimos nuestro camino.

Rodeamos las ruinas de Cenabum. Ni Cotuatus ni yo teníamos ningún deseo de acercarnos lo suficiente para ver la destrucción. Pero cuando proseguimos la marcha hacia el norte y la blanda tierra marrón saludó a mis pies, empecé a alargar el paso sin darme cuenta.

—Estás dejando atrás a las mujeres —me dijo el Goban Saor.

Caminé más despacio, procurando esperar a que llegaran a mi lado, pero allá delante había una mujer que me esperaba. Briga me estaba aguardando.

Y Lakutu y Glas y Cormiac Ru.

Y el bosque. Mi espíritu estaba más hambriento del bosque que mi estómago lo había estado de alimento durante el asedio de Alesia. Mis pies se movían veloces sin el permiso de mi cabeza, dejando a los demás atrás.

Hacia el mediodía rodeé un grupo de alisos y encontré a un viejo pescador sentado a la orilla de un afluente del Autura. Estaba remendando su red, anudando pacientemente los cordeles sueltos. Me miró sorprendido.

—¿De dónde vienes? —inquirió.

—De Alesia.

Él abrió mucho los ojos.

—Creía que todos habían muerto en Alesia. El ejército de la Galia y todos los demás con ellos.

—¿Cuándo oíste decir tal cosa?

—Esta mañana, al amanecer. Lo gritaron río arriba. Habíamos oído rumores durante días, pero esta vez han afirmado que era verdad.

Me quedé inmóvil.

—¿Lo habrán oído en el Fuerte del Bosque?

—Supongo que sí. No voy mucho por allí, pues está a media jornada de camino. Ésta es mi pequeña parcela y me quedo en ella.

Miró de nuevo la red, deseoso de volver a su tarea. Su mundo era muy pequeño y se agotaba en sí mismo. En realidad no le importaban gran cosa ni César ni Alesia.

Tal vez era un hombre afortunado. Sin embargo, sus palabras habían destruido mi mundo.

Briga ya habría seguido mis instrucciones, el cuchillo del sacrificador habría realizado su trabajo. Eché a correr.

Mi cabeza intentaba decirme que era mejor así. Era mejor que hubieran muerto, que sus espíritus se hubieran liberado, antes que seguir viviendo para que los vendieran como esclavos.

Pero argüí que yo seguía vivo. ¡Quería que ellos vivieran conmigo!

Corrí con más rapidez. Los hitos familiares se deslizaban borrosos a mi lado. Corrí hasta que la falta de aliento amenazó con desgarrarme los pulmones y tuve que apoyarme en la pared de una choza de adobe, jadeando.

Cotuatus y el Goban Saor habían quedado muy atrás. Tendrían que cuidar de las mujeres y los niños y llevarlos al Fuerte del Bosque... donde mi familia estaba muerta. Cerré los puños, los agité hacia el cielo y grité.

Unas tenues partículas de ceniza cayeron sobre mi rostro vuelto hacia arriba. El olor del humo de leña llenaba la atmósfera. Era demasiado intenso.

Me quedé muy quieto, explorando los sentidos de mi espíritu. Entonces eché a correr de nuevo.

El gran cerro se elevaba en la llanura circundante como había estado siempre desde que los celtas llegaron a la Galia. El sagrado corazón de la Galia, un lugar con un poder terrible... coronado de llamas.

Incluso desde tan lejos pude ver que el bosque estaba ardiendo.

Me sobrepuse a la fatiga de piernas y pulmones y corrí como no lo había hecho nunca, con los ojos fijos en la terrible visión del fuego que devoraba los robles. El viento dirigía las cenizas hacia mí y me traía los susurros de los árboles moribundos. Mis árboles.

Pensé por un momento en la magia de la lluvia, pero era demasiado tarde. El bosque entero ardía furiosamente. Cuando pudiera reunir suficientes nubes en el cielo despejado no quedaría nada que salvar.

Seguí corriendo. ¿Cuánto dolor puede absorber un espíritu? Ésta es una pregunta que se plantean los druidas una y otra vez. La amable muerte nos da la oportunidad de olvidar los dolores cuyo recuerdo es demasiado cruel. Mientras corría, mi mano buscaba el cuchillo que todavía llevaba al cinto, el que el Goban Saor había afilado para Vercingetórix.

El Fuerte del Bosque se levantaba a un lado y giré hacia allí, decidido a morir dondequiera que estuviese mi familia. Por entonces gemía con una furiosa mezcla de maldiciones e invocaciones, llamando a la Fuente por todos los nombres que conocía, con todo el poder del amor y la tristeza.

Y Briga corrió a mis brazos.

Fue así de sencillo: cruzó corriendo la puerta del fuerte y vino hacia mí.

La alegría puede ser más penosa que el dolor, y creer en ella puede ser más difícil. Nos abrazamos entre risas y lágrimas. Sus dedos exploraron mi rostro mientras la apretaba en mis brazos y la hacía girar una y otra vez.

—¡Eres tú! —exclamamos al mismo tiempo—. ¡Tú, tú, tú!

Entonces vinieron los demás, nos rodearon y gritaron de sorpresa y alegría. Lakutu, los niños, Sulis, Keryth, Grannus, Teyrnon, Damona, Dian Cet... No vi a Aberth.

—¿Dónde está el sacrificador, Briga?

—Oh, Ainvar, esta mañana, cuando nos enteramos de que tú...

—Lo sé, pero, como ves, todavía estoy vivo.

—Sí, pero cuando pensé que todo estaba perdido fui a ver a Aberth, como me habías pedido que hiciera. Mientras él hacía... preparativos para nosotros, el centinela gritó que el bosque estaba en llamas. ¡Una patrulla romana había incendiado el gran bosque! En cuanto lo supimos, Aberth se olvidó de nosotros. Nos dejó y corrió hacia allí con la rapidez del viento para luchar contra el fuego y los romanos. Narlos, el exhortador, fue con él, y tuve que retener a Cormiac Ru para evitar que se les uniera. Esperamos y confiamos, pero...

—No han regresado —concluí por ella—. Entonces están muertos.

—Sí —reaccionó ella en un susurro—. Los romanos se marcharon sin molestarse en atacar el fuerte. No sabíamos qué hacer. Nos hemos limitado a esperar y vigilar.

Ahora esperábamos y vigilábamos, mirando en el crepúsculo hacia la pira funeraria que formaban los robles.

Pensé que habían sido sacrificados. ¿Con qué motivo?

Los sentidos de mi cuerpo y mi espíritu fluyeron juntos en una sola conciencia. Contemplé cómo los árboles en llamas se convertían en columnas que se alzaban para unirse a unas agujas de gracia incomparable, coronando el cerro con un templo en llamas.

Envolví a Briga en mis brazos e incliné la cabeza sobre la suya. Permanecimos juntos, abrazados, mientras la ceniza nos caía lentamente encima.

CAPÍTULO XL

Dejamos de ser libres excepto en nuestros corazones, y la rueda de las estaciones siguió girando.

Después de la caída de Alesia, César mató a cuantos no eran adecuados para la esclavitud y entregó los restantes a sus hombres como botín. Él se quedó con los prisioneros de guerra eduos y arvernios, confiando en usarlos para lograr la lealtad de sus tribus. Recorrió la Galia exigiendo la sumisión de los líderes tribales uno tras otro. Cuando Cotuatus se presentó ante él en nombre de los carnutos y le escupió en los pies, el romano ordenó que mi amigo fuese decapitado.

César proscribió la Orden de los Sabios, obligando así a mi familia y a mí a vivir en el bosque, ocultos entre árboles y sombras. Pero vivimos. Sobrevivimos para cantar de nuevo, aunque en voz baja, y criar a nuestros hijos.

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