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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (68 page)

También yo tenía que hacer mis propios arreglos.

Pedí que avisaran al Goban Saor y le encargué que buscara el mejor cuchillo del fuerte y lo afilara al máximo.

—Amigo del alma —dije para mis adentros mientras esperaba—. Amigo del alma.

La delegación enviada a César regresó.

Vercingetórix me mandó a buscar.

CAPÍTULO XXXIX

Con el cuchillo de afilada hoja bajo el cinto, fui a ver a mi amigo. Tenía la boca seca y ocultaba mis emociones tras la impasibilidad de mi rostro.

La primera luz del alba teñía el cielo oriental, pero no me detuve a entonar la canción del sol. Mi estado de ánimo me habría impedido hacerlo.

Los habitantes de Alesia y los guerreros supervivientes estaban acurrucados en grupos silenciosos y me miraban al pasar. Mi cabeza observó que los guerreros ya no se dividían en tribus: eduos, arvernios, parisios y senones estaban mezclados. Ahora eran simplemente galos.

A fin de cuentas, Vercingetórix había hecho de ellos una sola tribu.

El jefe galo me esperaba dentro de su tienda.

—Te saludo como a una persona libre, Ainvar —me dijo cuando entré.

—Y yo a ti.

—Quería escuchar esas palabras una vez más. César ha dicho que quiere que le sea entregado con vida.

Me acometió una oleada de emociones contradictorias, hasta el punto de que no pude hablar. Rix miró el cuchillo que yo llevaba al cinto.

—No necesitarás eso —comentó.

—Por desgracia —logré decir.

—Sí, creo que tienes razón. Pero... eso es lo que desea el romano. Me quiere vivo a cambio de la misericordia que pueda tener hacia mi pueblo.

—¿Crees en serio que será misericordioso?

—Estoy apostando por ello, Ainvar. Se sabe de César que ha tenido gestos de extraordinaria generosidad.

—Para servir a sus propios fines.

—Lo sé. Apuesto a que esta vez ser generoso con un enemigo derrotado servirá a sus fines de evitar una nueva resistencia.

—Es posible que César no piense así —le advertí.

—Eso también lo sé. Si me equivoco y se propone vengarse en nuestro pueblo cuando yo esté en sus manos... ¿Intentarás llevarte de aquí a las mujeres y los niños, Ainvar?

—Desde luego. Hace tiempo hice planes para esa eventualidad.

—Ainvar el pensador. Debería haberlo sabido. ¿Cómo te propones salvarlos?

—Por medio de la magia —respondí en tono solemne.

Él se echó a reír. Era la última vez que le oía hacerlo.

Acompañé a la delegación que escoltó a Vercingetórix hasta César. No podría habérmelo impedido y él lo sabía. Los romanos habían prometido que la escolta tendría un salvoconducto para regresar a Alesia tras la entrega de Vercingetórix, pero aunque hubiéramos sabido que César tenía intención de matarnos a todos sobre el terreno, habría ido con Rix.

Era mi amigo del alma.

Se vistió para la ocasión con su mejor túnica, todas sus joyas de oro y su manto real forrado de piel de lobo. El semental negro, último caballo superviviente en Alesia, estaba flaco pero había sido almohazado por unas manos amorosas y relucía. Cuando Rix se sentó en su lomo el animal bufó suavemente y curvó el cuello con orgullo como lo había hecho siempre.

Nuestro grupo silencioso descendió por la pendiente desde Alesia hacia el campamento romano. César había levantado su tienda de mando en un pequeño altozano, en cuya cima las águilas romanas se recortaban en el cielo. Incluso a cierta distancia el punto carmesí que era el manto romano resultaba claramente visible. Nos estaba esperando.

Vercingetórix se acercó a César vestido con el atuendo completo de un paladín y llevando todas sus armas de guerra. Al aproximarnos a la línea romana, vi que los ojos del enemigo le evaluaban. Incluso en la derrota, sin el sonido de las trompetas, los gritos de desafío y el entrechocar de los escudos, el celta podía infundir temor a sus enemigos.

El caudillo galo había prescindido de su escudo abollado y llevaba uno nuevo con un diseño de espirales e incrustaciones de bronce. Del cinto laminado en oro pendía una daga, pero en la cadera derecha llevaba la larga y maciza espada de su padre, demasiado pesada para que pudiera blandirla un hombre menos fuerte. Con una mano sujetaba las riendas del semental negro, mientras con la otra sostenía una lanza cuya punta de hierro era casi tan larga como una espada romana.

Vercingetórix cabalgaba tranquilamente al paso, pero con el brazo hacia atrás y la lanza levantada, lista para arrojarla.

Los romanos le vieron aproximarse y la tensión ondeó a lo largo de sus líneas. Alzaron sus armas. Oímos a César gritar una orden y sus hombres quedaron paralizados.

Lanzando un solo grito salvaje, Vercingetórix emprendió de súbito el galope. En una espléndida hazaña de equitación, trazó un círculo sobre la llanura ante la tienda de mando romana, dejando que el enemigo viese quién era en toda su gloria, quiénes y qué éramos.

El corazón me dolía. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

Cuando el caballo negro hubo trazado un círculo completo, Vercingetórix tiró de las riendas con tanta fuerza que el animal se irguió sobre las patas traseras y rasgó el aire con las delanteras. En aquel momento el Rey del mundo arrojó su lanza, la cual entonó una canción de muerte a través del aire y se clavó en el suelo, vibrante, a los pies de Julio César.

César estaba sentado en una silla romana de campaña, delante de la tienda de mando. Durante la exhibición de Vercingetórix no se había movido. Incluso cuando el galo arrojó la lanza se limitó a reaccionar con un parpadeo y una tensión involuntaria de los músculos en sus brazos desnudos que descansaban sobre los brazos de la silla.

Con el último floreo valiente de su juventud, Vercingetórix se echó el manto hacia atrás y bajó del caballo mientras la lanza clavada en el suelo todavía vibraba. Permaneció inmóvil durante largo rato, con la cabeza alta. Entonces se arrodilló y puso la espada de su padre a los pies de César.

El conquistador se limitó a mirarle, pétreo, frío, silencioso.

—¿Hablas la lengua de Roma? —preguntó un ayudante que estaba al lado de César.

—Yo puedo interpretarla —le dije.

César me miró oblicuamente. Vestía la túnica con capucha, pero había echado ésta atrás. Se fijó en mi tonsura.

—¿Druida? —inquirió. Su voz era aguda y áspera.

—Pertenezco a la Orden de los Sabios.

—Brujos —dijo el romano en tono despectivo—. Ahora libraremos a esta tierra de los de vuestra calaña. En cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Vercingetórix—, ¿qué tienes que decirme?

Repetí la pregunta a Rix y luego traduje cuidadosamente su respuesta.

—Una vez, César, me enviaste regalos como símbolo de amistad. Si lo hiciste sinceramente, te lo recuerdo ahora. En nombre de la amistad te pido que perdones las vidas de los hombres que han luchado conmigo. Lo han hecho noblemente, sin buscar ninguna ventaja desleal, y su causa ha sido justa, la causa de la libertad, la cual sin duda tú mismo valoras. Haz lo que quieras conmigo, pues soy tu trofeo de batalla, pero perdona a mis hombres como yo habría perdonado a los tuyos. Nunca hemos tenido por costumbre humillar a un enemigo derrotado.

César escuchó estas palabras sin cambiar de postura en su asiento ni desviar de Vercingetórix su mirada pensativa. Cuando el galo terminó de hablar, replicó en aquel tono áspero:

—Los bárbaros no tienen concepto de la amistad ni del honor. He tenido numerosas pruebas de ello en la Galia. He extendido la mano de la amistad en numerosas ocasiones, sólo para ser traicionado. Ya no cometo ese error. El único enemigo al que no temo es un enemigo muerto... o un hombre encadenado.

Alzó el mentón y chascó los dedos. Unos hombres se adelantaron corriendo y cogieron a Vercingetórix. Fue un movimiento tan rápido que no tuvo tiempo de luchar, pero tampoco intentó hacerlo. Dejó que le ataran y le pusieran en pie ante César.

A pesar de lo delgado que estaba, el arvernio impresionaba por su altura. Sus largos huesos celtas hacían que superase en una cabeza al legionario más alto. El espectro de una sonrisa apareció en los labios de César.

—Te llevaré a Roma conmigo, para enseñarle al pueblo la clase de criatura que he sido capaz de conquistar. No morirás, al menos de momento. Serás mi trofeo, como has dicho.

Sentí que unas manos fuertes me agarraban por los costados. Los romanos aferraron a cada miembro de nuestra delegación, obligándonos a presenciar lo que ocurrió entonces.

César, al parecer divertido, hizo una seña a los centuriones que le rodeaban para que se acercaran y examinaran al bárbaro capturado. Eso era un insulto deliberado. Contemplamos con rabia e impotencia cómo se adelantaban para burlarse de Vercingetórix y escupirle.

Pero él ni se dio cuenta. Permaneció inmóvil, mirando por encima de las cabezas de los romanos, hacia algún espacio distante, interior, en el que ellos no podían penetrar. Dejó que revolotearan a su alrededor como mosquitos, pero no les prestó la menor atención. De su porte se deducía que los romanos eran menos que nada para él, no existían en ningún mundo que él conociera o comprendiera. Por ello no le afectaban, aunque palparan brutalmente todo su cuerpo, tocando los músculos de hierro con una admiración que no podían ocultar del todo. Acariciaban los largos brazos y piernas, incluso sopesaban los genitales e intercambiaban miradas significativas, pues ¿quién no se sentiría impresionado por su equipamiento?

Sin embargo, nada de esto afectaba a Vercingetórix. Cuando manoseaban por debajo de la túnica, él ni siquiera lo sentía. No tenían poder para obligarle a sentirlo. Finalmente notaron que el lacerante aguijón del ridículo se volvía contra ellos de una manera silenciosa y terrible. Se retiraron, sonriendo para preservar cierto sentido de superioridad, y dejaron a Vercingetórix solo en un lugar encumbrado que ellos jamás podrían alcanzar.

En aquel momento me alegré de no haberle matado. Su espíritu había ganado una victoria sobre ellos, y cuantos estaban presentes lo sabían.

César lo sabía. Hizo una mueca y me dijo con un gruñido:

—Regresa al fuerte y di a tu gente que abran todas las puertas a mis hombres.

Los romanos nos soltaron e hicieron regresar a Alesia a la carrera, lanzándonos gritos de burla.

Me arriesgué a mirar atrás, Vercingetórix estaba en pie, exactamente igual que antes, delante de Cayo César y mirando más allá de éste. Me pregunté qué vería.

Los galos nos estaban esperando a las puertas de Alesia. Se apiñaron a nuestro alrededor, tirándonos de las ropas, implorándonos que les diéramos alguna buena noticia. Pero no había ninguna.

—¿Entonces vamos a ser esclavos? —preguntó alguien con un gemido de desesperación.

Entre la multitud distinguí el rostro pálido de Onuava, que me miraba fijamente. Sacudí la cabeza.

—No podemos esperar misericordia de César. Creo que tomará a los más vendibles entre nosotros como esclavos y a los demás los matará. Pero vamos a intentar salvar a tantas mujeres y niños como podamos, especialmente los niños. Ahora escuchadme...

Ellos obedecieron. Ningún druida había tenido jamás un público más atento.

Cuando los centinelas en la muralla nos advirtieron de que las legiones estaban formando y pronto avanzarían sobre Alesia, ya estábamos preparados. Los niños y las madres más fuertes, las que tenían más probabilidades de sobrevivir, se habían reunido en una puerta lateral, a uno de cuyos lados, por la parte interior, estaba la plataforma de madera con ruedas que había construido el Goban Saor, y sobre ella descansaba un objeto cubierto de cuero pintado con símbolos druidas. El Goban Saor y Cotuatus harían las veces de caballo de tiro del extraño vehículo, delante del cual se hallaban, esperando mi señal.

Pedí a todos los demás que aún estaban lo bastante fuertes para ello que treparan por las escalas hasta lo alto de la muralla. Les había dado instrucciones: «Vamos a realizar la magia juntos. Cada uno de vosotros está vivo y la vida es magia, por lo que hay magia en cada uno de vosotros. Usadla hoy».

Había poco tiempo para despedidas, pero logré encontrar y abrazar a Hanesa. Le había repetido las últimas palabras de Vercingetórix, confiándolas a su memoria de bardo, y él quiso quedarse con los otros hasta el final. «Será el punto culminante de mi poema épico», me dijo.

Era un druida y no temía morir.

El ejército conquistador avanzó a través de la llanura hacia Alesia para apoderarse del botín. Los galos que estaban en la empalizada prorrumpieron en un griterío con la intención de distraer a los romanos para que no vieran lo que ocurría al lado de la puerta. Ésta se abrió y salieron por ella el rey y el artesano tirando de la plataforma con ruedas. Yo caminaba a su lado, con una mano apoyada en el objeto cubierto de cuero. Las mujeres y los niños se apretujaban a su alrededor.

Partimos en diagonal, alejándonos rápidamente de Alesia. Si teníamos suerte, podríamos desaparecer en las colinas antes de que los romanos nos vieran.

Pero no tuvimos tanta suerte. Oímos el sonido de las trompetas, y al mirar atrás vi que un destacamento de caballería germana había sido enviado para detenernos y obligarnos a regresar. Algunos niños gritaron y varias mujeres se tambalearon llenas de temor, pero yo les pedí a gritos que fuesen tan valientes como Vercingetórix. Su nombre pareció ejercer un efecto calmante.

Mientras los germanos avanzaban hacia nosotros, volví la cabeza para mirar al fuerte. Entonces retiré la cubierta del objeto sobre la plataforma con ruedas y agité el cuero a modo de señal.

Los observadores que estaban en la muralla lo vieron y enseguida se pusieron a cantar como yo les había enseñado, en una sola voz profunda y rítmica.

Me concentré para verter toda la fuerza que me quedaba en la imagen descubierta de Aquel Que Tiene Dos Caras.

Cuando mis dedos tocaron la superficie de piedra, un calor me recorrió el brazo. Latía rítmicamente con el canto que llegaba desde Alesia, su sonido nos rodeaba y conectaba, aumentaba mi fuerza y el poder de la piedra.

Las mujeres y los niños profirieron gritos y retrocedieron. Yo sabía lo que estaban viendo, pero no miraba la imagen. Observaba a la caballería germana, que seguía avanzando hacia nosotros.

Llegaron a todo galope, lanzando gritos salvajes, sus rostros distorsionados con manchas de sangre y tinte destinados a darles unas expresiones aterradoras. Pero cuando vieron la figura sobre la plataforma, su terror se hizo real.

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