El Encuentro (27 page)

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Authors: Frederik Pohl

Después de haberse deprimido lo suficiente en la biblioteca, deambuló a través de Pórtico para comprobar qué cambios habían tenido lugar. El asteroide se había vuelto más impersonal y civilizado. Había muchos comercios en Pórtico ahora. Un supermercado, una sucursal de una cadena de restaurantes de comida rápida, un estereoteatro, un centro de salud física, hermosas y recientes pensiones para turistas, tiendas llenas de relucientes souvenirs. Había gran variedad de actividades en Pórtico. Pero no para Klara. La única que verdaderamente atrajo su atención fue el casino de juego instalado en la sala central en forma de huso que reemplazaba al antiguo Infierno Azul; pero no podía permitirse semejantes lujos.

No tuve oportunidad de conocer a Gelle-Klara Moynlin en la época en que Robin estuvo sentimentalmente unido a ella. Por lo demás, tampoco entonces conocía a Robinette Broadhead, puesto que era demasiado pobre para poder costearse la compra de un programa tan sofisticado como lo soy yo. A pesar de que no puedo experimentar personalmente el arrojo físico —ya que no puedo experimentar físicamente el temor—, aprecio el de ambos en lo que vale.

Y estimo como casi igualmente notable su ignorancia. No sabían cómo manejar el sistema de navegación MRL. No sabían cómo funcionaban los controles. No sabían interpretar las cartas de navegación Heechees, ni tenían ninguna que interpretar, ya que no se descubrieron hasta una década después de que Klara quedara atrapada en el agujero negro. Me sorprende la cantidad de acciones que pueden llevar a cabo las inteligencias biológicas con tan poca información.

La verdad es que no podía permitirse semejantes lujos ni ningún otro, y estaba bastante deprimida. Las revistas para mujeres de la época de su infancia estaban llenas de truquitos ocurrentes para combatir la depresión; les llamaban «escapes». Ordenar la casa. Llamar a alguien por el piezófono. Lavarse el pelo. Pero ella no tenía casa que limpiar y ¿a quién podía llamar en Pórtico? Después de haberse lavado el pelo por tercera vez, empezó a pensar de nuevo en el Infierno Azul. Unas pocas apuestas sin importancia no iban a perjudicarla demasiado, aunque perdiera. Únicamente, se vería obligada a prescindir de algunos caprichos...

Once vueltas de la ruleta más tarde, estaba sin un céntimo.

Un grupo de turistas gaboneses se alejaba, riendo y dando traspiés, y detrás de ellos Klara vio a Dolly en la barra corta y estrecha. Fue directamente hacia ella y dijo:

—¿Me invitas a una copa?

—Sí, claro —le contestó Dolly sin gran entusiasmo, haciéndole una seña al barman.

—¿Podrías prestarme algún dinero?

Dolly se rió sorprendida.

—Has perdido en la ruleta, ¿eh? Pues has ido a dar con la persona menos indicada. No estaría aquí bebiendo si no fuera porque algunos turistas me han regalado un par de fichas. —Cuando les sirvieron el whisky, Dolly dividió el escaso cambio en dos mitades y le pasó una a Klara—. Podrías intentar camelarte a Wan —le dijo—, pero no está de muy buen humor.

—Eso me suena a conocido —contestó Klara con la esperanza de que el whisky le subiera la moral. No fue así.

—Peor que de costumbre, quiero decir. Tengo la impresión de que se va a encontrar con el agua al cuello otra vez. —Se le escapó el hipo y puso cara de sorpresa.

—¿Qué pasa? —le preguntó Klara sin demasiado interés. Sabía que, en cuanto formulara la pregunta, la chica se lo contaría sin dilación, pero pensó que sería una manera como otra cualquiera de compensarle por la parte del cambio que le había cedido.

—Le van a poner las peras a cuarto antes o después —dijo Dolly echándose un trago al coleto—. Qué imbécil, venir aquí cuando podía haberte dejado en cualquier otro sitio y comprar allí su chocolate del demonio.

—En fin, yo prefiero estar aquí que en según y dónde —repuso Klara, preguntándose hasta qué punto era cierto.

—No seas boba. No lo hizo por ti. Lo hizo porque está convencido de que es capaz de salirse con la suya en cualquier situación. Porque es un imbécil. —Se quedó mirando la botella enfurruñada—. Hasta hace el amor como un imbécil. Es torpe, no sé si me entiendes. Incluso jodiendo es torpe. Se te acerca con esa expresión en la cara, como si intentara recordar la combinación de la caja fuerte; me entiendes, ¿no? Acto seguido me quita la ropa, y empieza. Un achuchón por aquí, una caricia por allá, otro magreo por allí. Creo que le voy a comprar un manual de instrucciones. El muy imbécil.

Cuántas bebidas se tomaron a costa de las fichas de Dolly, es algo que Klara no pudo comprobar; muchas, en cualquier caso. Tiempo después, Dolly recordó que tenía que comprar las galletas y el chocolate al licor para Wan. Más tarde aún, dando tumbos en soledad, Klara se dio cuenta de que tenía hambre. Lo que se lo recordó fue el olor a comida. Le quedaba aún algo del cambio que le había cedido Dolly. No era suficiente para tomarse una comida decente, y de todas formas, lo razonable hubiera sido volver a su cubículo para tomarse allí algún plato precocinado: ¿pero qué más daba comportarse de manera razonable ya? Además, el olor venía de cerca. Atravesó una especie de área de metal Heechee, ordenó lo primero que le vino en mente y se sentó lo más cerca que pudo de una pared. Levantó la rebanada superior del sandwich para saber qué había pedido; era algo sintético, pero desde luego no procedía ni de las minas de alimentos ni de las piscifactorías, como antaño. No era malo. O, por lo menos, no del todo, aunque tenía la impresión de que en aquellas circunstancias cualquier plato la habría dejado indiferente. Comió poco a poco, analizando cada bocado, no tanto porque la calidad de la comida lo justificase sino para posponer tanto como le fuera posible la siguiente cosa que iba a tener que hacer, esto es, decidir qué hacía con su vida.

Fue entonces cuando se apercibió del revuelo. La muchacha de la limpieza empezó a barrer el suelo con el doble de diligencia, mirando de soslayo por encima del hombro a cada pasada de la escoba; los del mostrador estaban aún más tiesos que antes, y hablaban más claramente. Alguien importante debía de haber llegado.

Era una mujer, alta, madura y hermosa. Espesas mechas de pelo dorado le caían espalda abajo, y conversaba atentamente, pero con autoridad, lo mismo con clientes que con los empleados. Pasó las manos por encima de las bandejas para comprobar que estuvieran limpias, probó algún bocado para comprobar su consistencia, se aseguró de que los servilleteros estaban llenos y rehizo el lazo del delantal de la encargada de la limpieza.

Klara se la quedó mirando con un sentimiento de creciente reconocimiento que se parecía bastante al miedo. ¡Era ella! ¡Ella! La mujer cuya fotografía había visto en tantos de los informes acerca de Robín Broadhead.
S. Ya
. Lavorovna-Broadhead inaugura cincuenta y cuatro sucursales de su cadena de restaurantes en el Golfo Pérsico.
S. Ya
. Lavorovna-Broadhead bautiza con su nombre a un carguero interestelar.
S. Ya
. Lavorovna-Broadhead dirige los trabajos de programación de las nuevas secciones de la red general de datos.

A pesar de que sólo le quedaba un último bocado de sandwich, que era el último que Klara podía costearse, no pudo obligarse a terminarlo. Se deslizó furtivamente hacia la puerta, con el rostro vuelto, dejó la bandeja en el contenedor de los residuos y desapareció.

Le quedaba un único sitio al que dirigirse. Cuando vio que Wan estaba solo allí, pensó que había sido cosa de la divina providencia el que hubiese tomado aquella decisión.

—¿Dónde está Dolly? —preguntó.

Wan estaba tumbado en una hamaca, mordisqueando con enfado una papaya fresca comprada, sin duda, a un increíble precio que Klara no era capaz de imaginar.

—¡Mira por donde a mí también me gustaría saberlo! —le dijo— ¡Voy a decirle cuatro cosas cuando vuelva!

—Me he quedado sin dinero —le dijo ella.

Él se encogió de hombros con indiferente desprecio.

—Y —se inventó sobre la marcha— he venido a decirte que tú también. Van a confiscarte la nave.

—¿Que me la van a confiscar? —chilló— ¡Los muy cerdos! ¡Los muy hijos de puta! Oh, créeme que cuando vea a Dolly... ¡Seguro que ha sido ella la que les ha dicho lo del equipamiento especial!

—O tú —le espetó Klara con brutalidad—, porque seguro que te has ido de la lengua. Sólo te queda una alternativa.

—¿Una alternativa?

—En el mejor de los casos, si eres lo suficientemente listo y no te falta el valor.

—¿Si soy lo bastante listo y no me falta el valor? ¿Es que te has olvidado de que pasé solo la primera parte de mi vida...

—No, no lo olvido —dijo con reticencia ella—, porque constantemente me lo repites. Lo que ahora importa es lo que tienes que hacer a continuación. ¿Lo tienes todo a bordo? ¿Las provisiones también?

—¿Las provisiones? No, por supuesto que no. Acabo de decírtelo: las barras de helado sí, pero las galletas y el chocolate al licor, todavía no...

—¡A la porra con el chocolate! —dijo Klara—. Y ya que no está cuando se la necesita, a la porra con Dolly también. Si quieres conservar la nave, vete ahora.

—¿Ahora? ¿Solo? ¿Sin Dolly?

—Con una sustituía —aventuró Klara—. Cocinera, amante, alguien a quien podrás gritarle... estoy a tu disposición. Y sé manejarme en la nave. A lo mejor no cocino tan bien como Dolly, pero sé hacer mejor el amor. Por lo menos, más a menudo. Y no te queda tiempo para pensártelo demasiado.

Él la miró con la boca desencajada durante unos instantes. Luego, sonrió.

—Coge esas cajas del suelo —le ordenó—. Y también lo que hay debajo de la hamaca y...

—Espera —le atajó ella—. Hay un límite para lo que soy capaz de llevar.

—Por lo que se refiere a tus limitaciones —le dijo él—, te aseguro que vamos a comprobar a su debido tiempo cuáles son. Ahora, no discutas. Recoge ese saco, llénalo y nos vamos; y mientras lo haces, te voy a contar un cuento que me explicaron los Difuntos hace mucho tiempo. Érase una vez dos prospectores que encontraron un gran tesoro dentro de un agujero negro, y no sabían cómo sacarlo fuera. Por fin, uno de ellos dijo: «Ya sé. Me he traído a mi pequinés: le ataremos el tesoro al lomo y que tire hasta sacarlo.» El segundo prospector le contestó: «¡Qué estupidez! ¿Cómo quieres que un perro tan pequeño sea capaz de sacar un tesoro de un agujero negro?». Y el primer prospector le contestó: «El estúpido eres tú, por no creer que podrá. ¿Es que no ves que he traído también un látigo?».

16
RETORNO A PÓRTICO

Pórtico me proporcionó mi inmensa fortuna, pero también los momentos más angustiosos de mi vida. Volver a Pórtico fue como retroceder en el tiempo para volver a encontrarme conmigo mismo. Yo era en aquella época un ser humano joven, sin un céntimo, asustado y desesperado, cuyas únicas posibilidades en la vida eran salir en una misión que podía significar la muerte, o bien pasar el resto de mis días en un lugar en el que nadie deseaba vivir. No había cambiado demasiado, Pórtico. Aun ahora nadie habría querido vivir, aunque la gente vivía y los turistas no hacían más que llegar o irse constantemente. Al menos ahora las misiones no eran tan temerariamente arriesgadas como acostumbraban a serlo. Mientras atracábamos, le dije a mi programa Albert Einstein que acababa de hacer un descubrimiento filosófico; a saber, que existe una ley de mutua compensación. Pórtico se había convertido en un lugar más seguro mientras que el planeta Tierra, nuestro hogar, se había convertido en un lugar más peligroso.

—A lo mejor es que hay una ley de conservación de la miseria que asegura un mínimo de infelicidad para cada ser humano, y todo lo más que puede hacerse es esparcirla en un sentido u otro.

—Cuando dices cosas como ésas, Robin —suspiró—, es cuando me pregunto si mis diagnósticos no son tan buenos como deberían. ¿Estás seguro de que no es consecuencia de la operación?

Albert estaba, o así aparecía, sentado en el borde de su asiento, guiando nuestra nave para aterrizar mientras me hablaba, pero yo sabía que su pregunta era retórica. Tenía mis constantes ininterrumpidamente monitorizadas.

Tan pronto como la nave quedó asegurada, desconecté la cinta del programa de Albert y me la encajé debajo de la axila, encaminándome hacia mi nueva nave.

—¿No quieres echar un vistazo? —me preguntó Essie, estudiándome con una expresión casi idéntica a la que me había mostrado Albert—. Entonces, ¿quieres que vaya contigo?

—La verdad es que me muero por ver la nueva nave —le dije—; sólo quiero acercarme para ver cómo es. Nos podemos encontrar allí más tarde.

Yo sabía que estaba ansiosa por ver cómo marchaba la nueva sede de su amadísima cadena de restaurantes de comida rápida en Pórtico. Por descontado, yo ignoraba con quién iba a encontrarse.

Así que yo no pensaba en nada en concreto mientras me encaramaba por la escotilla de mi nave personal, construida por manos humanas, mi propio yate interestelar, y maldita sea si no resultó cierto que estaba tan excitado como le acababa de decir a Essie. Vaya, ¡es que fue como ver convertidas en realidad mis fantasías de niño! Era de verdad. Y era enteramente mía, y tenía de todo.

O por lo menos, casi de todo. El camarote principal tenía una cama anisoquinética maravillosamente ancha, y al otro lado de la puerta había un genuino cuarto de aseo. Tenía una despensa repleta hasta los topes y algo que se parecía muchísimo a una cocina de verdad. Tenía también dos camarotes-despacho, uno para Essie y otro para mí, que podían convertirse en sendos dormitorios extra en caso de que decidiéramos estar en compañía de invitados. Poseía el primer sistema de navegación jamás construido por seres humanos en una nave civil a mayor rapidez lumínica; bien, algunos de sus componentes eran Heechees, rescatados de naves de exploración dañadas, pero la mayoría eran de factura humana. Y era potente, con un sistema de navegación más amplio y veloz. Incluía un cubículo para Albert, un receptáculo para cintas de datos con su nombre grabado encima; deslicé el rollo dentro, pero no lo activé porque quería gozar a solas de aquel espectáculo. Había cintas con música o piezas de PV grabadas, obras de consulta y programas especializados capaces de llevar a cabo casi cualquier cosa que o bien Essie o bien yo les pidiéramos que hicieran. La pantalla panorámica era una copia de la del transporte
S. Ya.
, cuyo tamaño era diez veces superior al de las borrosas planchas de las naves de exploración. Tenía todo lo que yo había soñado que pudiera haber en una nave, realmente, y lo único que le faltaba era un nombre.

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