El Encuentro (22 page)

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Authors: Frederik Pohl

Aceptamos que no debemos completar nuestro viaje.

Rogamos que nos lleven a un lugar en el que estemos seguros.

Preguntamos: ¿Han regresado los Asesinos?

El Capitán se encogió de hombros con comprensión. Contestó a Zapato:

—Transmíteles esto: «Les devolvemos a su sistema original durante un tiempo. Si es posible, les volveremos a traer aquí».

El rostro de Zapato seguía tenso y reflejaba una mezcla de emociones.

—¿Y qué hay de lo que desean saber acerca de los Asesinos? —le preguntó al Capitán.

Éste sintió un repentino dolor en el abdomen.

—Diles que todavía no —contestó.

No era el temor hacia los otros lo que ocupaba la mente del Capitán, ni siquiera su preocupación por Dosveces. Los Heechees compartían con los humanos un sorprendente número de rasgos: la curiosidad, el amor entre machos y hembras, la solidaridad familiar, amor por los hijos, y el placer por la manipulación de símbolos. La magnitud de los rasgos que se compartían no era siempre la misma, sin embargo. Había una característica física que los Heechees poseían en un grado mucho mayor que los humanos:

La Conciencia.

Los Heechees eran prácticamente incapaces de repudiar una obligación o de dejar algo equivocado sin enmendar. Para los Heechees, los seres de la nave alada eran un caso especial. Los Heechees estaban en deuda con ellos. De ellos habían aprendido el hecho más terrorífico con el que habían tenido que enfrentarse.

Los Heechees y los del velero se habían conocido bien, pero no recientemente y no por mucho tiempo. La relación había empezado mal para aquellas gentes. Para los Heechees, acabó todavía peor. No era posible que se olvidasen jamás los unos de los otros.

En los lentos y gorgojeaantes cánticos de las gentes de la nave con alas, se decía cómo habían aparecido repentinamente los vehículos cónicos de aterrizaje de los Heechees, terriblemente duros y terriblemente veloces, en la dulce nieve fundida de sus hogares. Las naves Heechees estuvieron lanzando destellos alrededor de los restos arqueológicos flotantes de aquellas gentes y haciendo aumentar sensiblemente la temperatura local. Murieron muchos. Se produjeron muchos daños antes de que los Heechees se diesen cuenta de que aquellos seres eran sensitivos e incluso civilizados, aunque lentos.

Los Heechees se quedaron terriblemente sorprendidos al ver lo que habían hecho e intentaron enmendarlo. El primer paso fue la comunicación, y resultó difícil. Les llevó mucho tiempo realizar aquella tarea, o al menos eso les pareció a los Heechees, aunque el tiempo para aquellos habitantes del lodo fue sorprendentemente corto, hasta que un prisma octaédrico, duro y caliente, se deslizó con mucho cuidado hasta el centro de uno de aquellos restos arqueológicos. Casi inmediatamente comenzó a hablarles en una forma de su propio lenguaje, comprensible, pero llena de divertidos errores gramaticales.

A partir de entonces, los acontecimientos se sucedieron a una velocidad espeluznante para los habitantes del fango. Para los Heechees, contemplarles en sus actividades diarias era como ver crecer líquenes. El propio Capitán había visitado su gran planeta, un gigante gaseoso, cuando no era un capitán, sino lo que podría llamarse el muchacho para todo, joven, frivolo, amigo de la aventura, con aquel considerable, aunque precavido, optimismo Heechee por el futuro sin límites que se les cayó encima tan aterradoramente. El gigante de gas no fue el único sitio maravilloso e interesante que visitó el joven Heechee. Visitó la Tierra y conoció a los Australopitécidos, ayudó a localizar nubes de gas y quásares, transportó tripulaciones a puestos exteriores y proyectos en construcción. Los años habían pasado. Pasaron décadas. El lento trabajo de traducir las comunicaciones con los habitantes del fango avanzaba paso a paso. Hubiese podido ir un poco más rápido si los Heechees hubiesen puesto un poco más de interés; pero no lo hicieron. Tampoco se hubiese avanzado demasiado porque los habitantes del fango no podían.

Robin no cuenta demasiado acerca de la gente del velero fotónico, principalmente porque entonces no sabía demasiado. Es una pena, porque son interesantes. Su lenguaje estaba formado por palabras de una sílaba: una consonante y una vocal. Tenían unas cincuenta consonantes diferenciables, y catorce vocales y diptongos con los que combinar, por lo tanto tenían, para unidades de tres sílabas, como los nombres, 3,43 x 10
8
combinaciones.

Era suficiente, en particular para los nombres, porque eso era más órdenes de magnitud masculinas de las que ellos tenían necesidad de nombrar, ya que no mencionaban las femeninas. Cuando un macho fecundaba a una hembra, producía una cría macho. Sólo lo hacía ocasionalmente, puesto que le suponía un gran gasto de energía. Las hembras que no eran fecundadas, producían hembras, más o menos rutinariamente. Parir machos, sin embargo, les costaba la vida. No lo sabían. Tampoco es que supieran muchas cosas más, la verdad. No hay canciones de amor entre los cánticos de las gentes de las naves fotónicas.

Pero era interesante, desde un punto de vista turístico y de contemplación de antigüedades, puesto que aquellos seres llevaban existiendo mucho tiempo. Su congelada bioquímica era tres o cuatro veces más lenta que la de un Heechee o un humano. Los datos más antiguos de la historia Heechee se situaban en torno a los cinco o seis milenios, más o menos los mismos que la humanidad, en el mismo grado evolutivo. La historia de los habitantes del fango era trescientas veces más antigua. Contaban con casi dos millones de años de hechos históricos fechados consecutivamente. Las canciones populares y leyendas más primitivas eran todavía diez veces más antiguas. No eran más difíciles de traducir que las más recientes, dado que los habitantes del fango tampoco se movían muy rápidamente en la evolución de su propia lengua, pero las mentes de los antepasados que las traducían no las juzgaban muy interesantes. Así que fueron posponiendo el trabajo... hasta que vieron que dos de ellas hablaban de visitantes llegados del espacio.

Cuando pienso en todos aquellos años en que el género humano trabajaba bajo el molesto conocimiento de su inferioridad —puesto que los Heechees habían hecho tantísimo más que nosotros, y mucho antes— me siento muy apesadumbrado. Lo que más lamento es que no supiese más acerca de las Dos Canciones. No me refiero a las canciones en sí, pues sólo nos hubiesen producido más preocupaciones, aunque remotamente tranquilizadoras. Hablo del efecto que tuvieron sobre el estado de ánimo de los Heechees.

La primera canción pertenecía a los mismísimos orígenes de los habitantes del fango y era bastante ambigua. Era una visita de los dioses. Llegaron con tal resplandor que incluso los rudimentarios nervios ópticos de los habitantes del fango pudieron distinguirlos; brillaban con tal turbulencia de energía que provocaron la ebullición de algunos gases y murieron muchos. No hicieron nada más, y, cuando se fueron, no regresaron nunca. La canción tampoco significaba mucho por sí misma. No había detalles que los Heechees considerasen dignos de ser creídos, y casi toda ella hablaba de un cierto habitante del fango que osó desafiar a los visitantes y, convertido en héroe, llegó a gobernar una zona cenagosa de su planeta como recompensa.

Pero la segunda canción era más concreta. Databa de millones de años después, casi del período prehistórico. Cantaba de nuevo a los visitantes de fuera del denso mundo que constituía su hogar, pero en esta ocasión no eran meros turistas. Ni tampoco conquistadores. Eran refugiados. Cayeron sobre la húmeda superficie, una nave llena de ellos, al parecer, y estaban poco equipados para vivir en un medio que era un veneno denso y frío para ellos.

Se escondieron allí. Se quedaron mucho tiempo, en su opinión: más de cien años. El suficiente como para que los habitantes del fango los descubriesen y estableciesen un tipo de comunicación con ellos. Habían sido atacados por asesinos de otro lugar que llameaban como el fuego y llevaban armas que aniquilaban y quemaban. Les arrasaron el planeta con fuego. Les habían perseguido y destruido todas las naves que poseían en el espacio.

Y entonces, cuando generaciones de refugiados habían logrado sobrevivir e incluso multiplicarse, todo se acabó. Los llameantes Asesinos los encontraron e hirvieron una porción enorme del fangoso mar de metano hasta que se secó y pudieron destruirlos.

Los Heechees hubiesen podido tomar esta canción por una fábula excepto por una palabra. El término no era fácil de traducir pues había tenido que sobrevivir tanto a la incompleta comunicación con los refugiados como al lapso de dos millones de años. Pero había sobrevivido.

Fue la causa de que los Heechee paralizasen cuanto estaban haciendo y se concentrasen en una única tarea: verificar el contenido de la antigua canción. Rastrearon el hogar de los fugitivos y dieron con él, un planeta totalmente quemado por la explosión de un sol. Buscaron, y encontraron, artefactos de civilizaciones anteriores que hubiesen viajado al espacio. No muchos. Ninguno en buen estado. Sólo unos cuarenta trozos de máquinas medio derretidas que gracias a los isótopos pudieron datarse en dos épocas diferentes. Una de ellas coincidía en el tiempo con los fugitivos que huyeron al planeta embarrado. La otra era muchos millones de años más antigua.

Concluyeron que las historias eran verdad; aquella raza de Asesinos había existido; habían barrido a su paso cualquier civilización con la que se habían encontrado, durante más de veinte millones de años.

Y los Heechees quedaron convencidos de que todavía estaban en alguna parte. Pues el término que resultaba tan difícil de traducir describía la expansión de los cielos y su cambio completo a manos de los lanzadores de llamas para que todas las estrellas y las galaxias chocasen entre ellas. Con una intención. Y era imposible no creer que estos titanes, quienesquiera que fuesen, no asomarían para ver los resultados del proceso que habían iniciado.

Y el bello sueño Heechee se vino abajo, y los habitantes del fango cantaron una nueva canción: la canción de los Heechees, quienes les visitaron, aprendieron a tener miedo, y salieron corriendo.

Así que los Heechees pusieron sus trampas, escondieron cuanto pudieron de las otras evidencias de su existencia, y se retiraron a su escondite en el fondo de la galaxia.

De alguna manera, los habitantes del fango eran una trampa más. LaDzhaRi lo sabía; lo sabían todos; por eso había seguido el mandato ancestral y dado a conocer aquel primer contacto de otra mente con la suya. Esperaba una respuesta, aunque habían pasado años, incluso medidos a lo LaDzhaRi, sin que hubiese habido una manifestación Heechee de algún tipo; y, de pronto, el rápido roce de una inspección TTP rutinaria. Esperaba, asimismo, que cuando llegase la respuesta, no le gustaría. Toda la batalla épica de construir y lanzar la nave interestelar, los siglos invertidos en aquel viaje suyo que duraba milenios, ¡desperdiciados! Era cierto que un viaje de mil años para LaDzhaRi no era más que una salida normal y corriente para un capitán de ballenero de Nantucket; pero a un barco ballenero no le hubiese gustado ser recogido en medio del Pacífico y devuelto a casa vacío. Aquello había molestado a toda la tripulación. La excitación surgida en la nave había sido tal que parte de la tripulación se «activó» en contra de su voluntad; el barro estaba tan revuelto que se formaron ampollas. Una de las hembras murió. Uno de los machos, TsuTsuNga, estaba tan desmoralizado que se dedicó a manosear a las hembras supervivientes, y no precisamente para cenar.

—Por favor, no perdáis el sentido —rogó LaDzhaRi. Pues que un macho fecundara a una hembra, como TsuTsuNga parecía dispuesto a hacer, conllevaba una pérdida tal de energía que en ocasiones hacía peligrar su vida. Para las hembras no suponía ningún riesgo; se las mantenía con vida para que pudiesen ser fertilizadas y tener descendencia. Pero por supuesto ellas lo ignoraban, como otras muchas cosas, la verdad. Sin embargo TsuTsuNga respondió con firmeza:

Lo que les atemorizaba más era pensar en seres que creían que serían más felices en un universo que tuviese unas leyes físicas diferentes.

Robin no explica muy bien de qué tenían miedo los Heechees. Habían deducido que el propósito de conseguir que el universo se contrajese de nuevo era para devolverlo a su primitivo estado de átomo, después de lo cual volvería a explotar en un nuevo Big Bang y empezaría un nuevo universo. También dedujeron que, en ese caso, las leyes físicas que regían el universo podían desarrollarse en otra dirección.

—No puedo llegar a ser inmortal viajando a otra estrella, así que al menos engendraré a mi propio hijo.

—¡No! ¡Por favor! Piensa, amigo mío —suplicó LaDzhaRi—, podemos ir a casa si lo deseamos. Podemos regresar como héroes a nuestros hogares, podemos entonar nuestras canciones para que todos nos oigan. —Pues el barro de sus viviendas transportaba el sonido tan bien como el mar, y sus canciones llegaban tan lejos como las de las grandes ballenas.

TsuTsuNga tocó brevemente a LaDzhaRi, casi con desprecio.

—No somos héroes —dijo—. Márchate de aquí y déjame esa hembra.

Y LaDzhaRi se alejó a pesar de todo y escuchó los decrecientes sonidos mientras se apartaba. Era cierto. Con suerte eran héroes fallidos.

Los moradores del velero no estaban desprovistos de un rasgo tan humano como el orgullo. No les gustaba ser de los Heechees ¿qué? ¿Esclavos? No exactamente, porque lo único que se les pedía que hiciesen era transmitir información acerca de cualquier otro tipo de vida inteligente. Les complacía hacerlo por ellos mismos, más que por los Heechees.

Si no eran esclavos, ¿entonces, qué?

Sólo cabía describirlo con un término: mascotas.

Así que la psique racial de los habitantes del fango llevaba una impronta que no conseguían borrar. Sabían que eran sus mascotas. No era la primera vez para ellos. Mucho antes de que llegasen los Heechees, habían sido enseres, casi de la misma manera, de seres diferentes a los Heechees, o a los humanos, o a ellos mismos; y cuando, generaciones atrás, sus juglares cantaron las antiguas canciones acerca de aquellos otros en el sistema de escucha Heechee, los habitantes del fango no dejaron de darse cuenta de que los Heechees habían salido corriendo.

Ser la mascota de alguien no era lo peor que le podía pasar a uno, después de todo.

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