El Encuentro (19 page)

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Authors: Frederik Pohl

Éramos un caso particular, de acuerdo.

Me senté y miré a Essie. Su nariz estaba todavía un poco hinchada, pero no parecía molestarle. Aun así:

—Tal vez deberías meterte en cama —sugerí.

Me miró con aire de tolerancia.

—¿Porque tengo la nariz hinchada, Robín? Qué bobo eres. ¿O es que te traes algo más interesante entre manos?

Es un merecido tributo a mi esposa reconocer que, en cuanto hubo mencionado el asunto, sin que ni mi entristecido ánimo ni mi colon se opusieran a ello, antes al contrario, una idea interesante surgió en mi mente. Es posible que piensen que después de veinticinco años de matrimonio, hasta el sexo empezara ya a parecer aburrido. Mi procesador de datos y amigo, Albert, me había enseñado experimentos hechos con animales de laboratorio que mostraban que el proceso era inevitable. Se emparejaba a las ratas y se medía la frecuencia de sus apareamientos. Con el tiempo, se producía un acusado descenso de frecuencia. Aburrimiento. Entonces se llevaban a las hembras viejas y las cambiaban por otras. Las ratas se animaban y se ponían manos a la obra con renovados deseos. Se trataba de un hecho científico sólidamente fundado... para las ratas; pero me temo que, al menos en ese sentido, no soy una rata. De hecho, estaba disfrutando enormemente cuando, de pronto, alguien me clavó una daga en el vientre.

No pude evitarlo; grité.

Essie me echó a un lado. Se incorporó rápidamente, llamando a Albert en ruso. Obediente, su programa se materializó. Me echó una ojeada y asintió.

—Sí —dijo—, por favor, señora Broadhead, apoye la muñeca de Robin sobre el dispensario de la mesilla de noche.

Yo estaba doblado por la mitad, abrazándome contra el dolor. Por un momento pensé que iba a vomitar, pero lo que tenía en el estómago era demasiado malo para arrojarlo tan fácilmente.

—¡Haz algo! —gritó Essie frenética, mientras me apretaba contra su pecho desnudo al presionar con mi brazo sobre la mesilla.

—Lo estoy haciendo, señora Broadhead —dijo Albert, y lo cierto es que experimenté la súbita sensación de adormecimiento que se produjo cuando sus agujas introdujeron a la fuerza algo en mis venas. El dolor retrocedió y se hizo soportable—. No hay necesidad de que te alarmes antes de tiempo, Robin —dijo Albert con suavidad—, ni usted tampoco, señora Broadhead. Hace horas que había previsto este repentino ataque de dolor. No es más que un síntoma.

—Maldito programa arrogante —dijo Essie, que lo había programado—, ¿síntoma de qué?

—Del inicio del final del proceso de rechazo, señora Broadhead. No es crítico todavía, sobre todo teniendo en cuenta que le estoy administrando la medicación junto con los analgésicos. No obstante propongo que la operación se efectúe mañana.

Me sentía ya lo suficientemente bien como para sentarme al borde de la cama. Seguí con la punta de mi pie el dibujo de unas flechas que señalaban a la Meca, que algún magnate del petróleo tiempo atrás desaparecido y amigo de la ostentación había hecho grabar en el pavimento, y dije:

—¿Qué hay del nuevo tejido que va a hacer falta?

—Ya está arreglado, Robin.

Dejé de contraer el estómago a modo de prueba; no explotó.

—Tengo muchos compromisos para mañana —señalé.

Essie, que me había estado acunando tiernamente, dejó de hacerlo y suspiró.

—¡Qué hombre tan obstinado! ¿Por qué seguir posponiéndolo? Hace semanas que se te podía haber hecho el trasplante y toda esta situación absurda no sería necesaria.

—No quería —le expliqué—, y además, Albert me dijo que había tiempo.

—¡Que había tiempo! Sí, claro que había tiempo. ¿Te parece que ésa es razón para andar tanteando con el tiempo hasta que, oh, vaya, lo siento, de repente pasa lo que nadie se esperaba y se acabó el tiempo y te mueres? ¡Me gustas cálido y vivo, Robin, no convertido en un programa Vida Nueva!

La rocé con mi nariz y mi pecho.

—¡Qué hombre tan desagradable! ¡Déjame estar! —me espetó, pero lo cierto es que no se separó un milímetro—. ¿Te encuentras mejor ya?

—Mucho mejor.

—¿Lo bastante como para discutirlo con calma y hacer la reserva en el hospital?

Susurré en su oído:

—Essie, te aseguro que lo haré, pero no en este preciso instante, porque, si no recuerdo mal, tú y yo tenemos un asunto pendiente. No con Albert. Así que, por favor, desaparece, mi querido amigo.

—Desde luego, Robin. —Sonrió y desapareció.

Sonrió y desapareció. Pero Essie me mantuvo separado de ella, y me miró con detenimiento durante un buen rato antes de mover negativamente la cabeza.

—Robin —dijo—, ¿es que quieres que te convierta en un programa Vida Nueva?

—En absoluto —le contesté—, y, es más, no es de eso de lo que quiero hablar en este preciso instante.

—¡Hablar! —se mofó—. Ya sé yo cómo hablas... En fin, todo lo que quería decirte es que, si tengo que hacerlo, Robin, apuesta lo que quieras a que, como programa, te voy a hacer muy diferente a como eres.

Menudo día había sido aquél. No es de extrañar que por eso no recordara ciertos detalles de escasa importancia. Mi programa secretarial sí los recordaba, y por esa razón, algunos de aquellos detalles me vinieron a la mente cuando se abrió la puerta de servicio que daba con el gabinete del mayordomo y apareció una procesión de camareros con la comida. No para dos, sino para cuatro.

— Oh, Dios mío —dijo essie, golpeándose la frente con el dorso de la mano—. Ese pobre amigo tuyo con cara de rana, Robin, ¡lo habías invitado a comer! ¡Mira qué aspecto tienes! ¡Sentado descalzo y en calzoncillos! De lo más
nekulturny
, Robin. ¡Ve a vestirte inmediatamente!

Me levanté, porque no tenía objeto discutir, pero discutí de todas formas:

—Pues si yo estoy en calzoncillos, mira que eres tú...

Me dirigió una mirada penetrante. La verdad es que no iba en paños menores; llevaba puesta una de esas cosas chinas que se abrochan a un lado. Lo mismo me parecía un vestido que una bata, y ella lo llevaba a veces como lo uno o a veces como lo otro.

—Siempre se considera adecuado lo que lleva puesto un premio Nobel —me dijo en tono de reproche—. Además me he duchado, y tu no, así que dúchate, porque hueles a actividad sexual y... —añadió, prestando atención a un ruido que se oyó junto a la puerta—: ¡santo dios, me parece que ya están aquí!

Me dirigí al baño mientras ella lo hacía a la puerta, y me detuve lo justo para alcanzar a oír sonidos de voces que discutían. El menos experto de los camareros del servicio de habitaciones estaba escuchando, él también, con el ceño fruncido y la mano puesta automáticamente sobre el bulto que su axila ocultaba.

Suspiré, dejé el asunto en sus manos y me metí en el baño.

De hecho, no se trataba de un baño. Él solito formaba una suite de baño. En la bañera había sitio de sobra para dos personas. A lo mejor cabían tres o cuatro, pero yo no tenía en mente un número superior a dos... aunque me hizo pensar en los gustos de los antiguos clientes árabes. En la bañera había luces semiocultas; a su alrededor, estatuas que vertían agua caliente o fría; sobre el suelo, a lo largo y ancho, una alfombra de frondoso rizo. Todas esas cosas vulgares como los lavabos estaban alojados en sus propios y decorados cubículos, aparte. Era raro, pero era agradable.

—Albert —le llamé mientras me pasaba una camisa por encima de la cabeza.

—¿Sí, Robin?

No había video en el baño, sólo su voz. Le dije:

—Me gusta esto. Mira si puedes conseguir los planos para instalar uno parecido en la residencia del mar de Tappan.

—Por supuesto, Robín —me dijo—; pero, ¿me permites recordarte que tus invitados te están esperando?

—Sí que puedes, ya lo has hecho...

—Y también que te diga que no debes extralimitarte. La medicación que te he suministrado tiene un efecto pasajero, así que...

—Desaparece —le ordené, y entré en el salón principal para recibir a mis invitados. Habían preparado una mesa con vajilla de porcelana y cristalería fina, con velas encendidas, el vino en la cubitera y los camareros esperando solícitos. Incluido el del bulto debajo del sobaco—. Siento haberos hecho esperar —les dije sonriéndoles—, pero ha sido un día duro.

—Ya se lo he dicho —me informó Essie mientras le tendía un plato a la joven oriental—. He tenido que hacerlo por culpa de ese estúpido policía de la puerta que los había tomado también por terroristas.

—He intentado hacérselo entender —masculló Walthers—, pero no hablaba una palabra de inglés. La señora Broadhead ha tenido que encargarse de él. Es una suerte que hable usted holandés.

—Hablar holandés, hablar holandés —dijo encogiéndose graciosamente de hombros—, lo mismo da con tal de hablar bien alto. Además —continuó informándonos—, se trata sólo de un estado mental. Dígame, capitán Walthers, si usted le dice algo a alguien y no lo entiende, ¿qué piensa usted?

—Bueno, pues que lo he dicho mal.

—¡Aja! Exactamente. Pues yo, lo que creo es que no me han entendido bien. Ésa es la regla de oro para aprender idiomas.

Me acaricié el estómago.

—¿Qué tal si comemos algo? —dije, mientras los guiaba a la mesa. Pero no me había pasado desapercibida la mirada de Essie, por lo que me esforcé por parecer educado—. Tenemos un aspecto más bien tristón —dije gentilmente, advirtiendo que Walthers llevaba el brazo vendado y el moretón del ojo de Yee-xing y la nariz todavía enrojecida de Essie—. Parece como si os hubieseis estado pegando, ¿eh?

Al final, aquel comentario resultó de un tacto más bien escaso, al informarme Walthers al poco de que así había sido, bajo la influencia del TTP de los terroristas. Nos pusimos a hablar de los terroristas durante un rato. Y a continuación, del estado al que había llegado la humanidad. No era una conversación animada, sobre todo porque a Essie le dio por ponerse filosófica.

—Qué cosa tan despreciable es un ser humano —sentenció, y acto seguido, rectificó—: No, soy injusta. Un ser humano puede ser muy agradable, como nosotros cuatro aquí sentados en estos momentos. No es perfecto. Pero sobre una base estadística del, digamos, ciento por ciento, tan sólo en un veinticinco por ciento de ocasiones en que poder hacerlo, se mostraría amable, altruista y honrado, en fin, todas esas virtudes que los humanos apreciamos tanto. Pero, ¿y las naciones? ¿Y los grupos políticos? ¿Y los terroristas? —Sacudió la cabeza—. Sobre esa misma base estadística, un cero por ciento. O tal vez en un uno por ciento, pero en ese caso, podéis estar seguros, habrá alguna carta escondida en la manga. Tengo la impresión de que la malicia es proporcional al número de individuos. Quizás haya tan sólo un granito en cada ser humano. Pero elevad esa cantidad a, digamos, unos diez millones de seres humanos por cada nación, y el resultado es una maldad suficiente como para echar el mundo a perder.

—Estoy listo para tomar el postre —dije, haciendo una señal a los camareros.

Cualquiera podría pensar que la indirecta era lo bastante clara, sobre todo si tenemos en cuenta que ya sabían que habíamos tenido un día especialmente duro, pero Walthers era testarudo. Siguió con lo mismo durante el postre, y entre una cosa y otra empezaba a encontrarme bastante incómodo, no sólo a causa de mi estómago.

Essie dice que no tengo paciencia con la gente. Tal vez sea cierto.

Los amigos con los que mejor me encuentro suelen ser programas computerizados, más que gente de carne y hueso, y no hay peligro de herir sus sentimientos... bueno, no estoy seguro de que eso sea cierto en el caso de Albert. Pero lo es, por ejemplo, en el caso de mi programa secretarial o en el de mi programa culinario. La verdad es que me estaba impacientando con Audee Walthers. Su vida era como un mal serial televisivo. Había utilizado el equipo de la
S. Ya.
sin autorización, con la connivencia de Yee-xing, y había logrado que la despidieran. Se había quedado sin blanca al venir a Rotterdam; No especificó la razón, pero estaba claro que tenía que ver conmigo.

Bueno, no es que me disguste «prestar» dinero a un amigo que está pasando una mala racha, pero, la verdad, no estaba de humor. No se trataba simplemente del susto de Essie ni de lo desastroso del día, ni tampoco la punzante preocupación de que cualquier individuo armado pudiera querer matarme. Mi estómago me estaba incordiando. Finalmente les dije a los camareros que recogieran la mesa, por más que Walthers anduviera por la cuarta taza de café. Me dirigí súbitamente a la mesa de los licores y los cigarros y me lo quedé mirando mientras continuaba.

—¿De qué se trata, Audee? —le dije ya sin más miramientos—. ¿Dinero? ¿Cuánto necesitas?

¡Menuda mirada me lanzó! Vaciló, mientras veía como el último de los camareros desaparecía por la puerta, y entonces me lo dijo:

—No se trata de lo que yo necesite —dijo con voz trémula—, sino de lo que usted quiera darme a cambio de algo que yo tengo y que usted quiere. Es un tipo con mucha pasta, Broadhead. Quizá le importe un comino la gente que pierde el culo por usted, pero he cometido ese error ya dos veces.

No me gusta que se me recuerde que debo un favor, pero no tuve la oportunidad de decir nada. Janie Yee-xing puso delicadamente su mano sobre la muñeca rota de él.

—Dile simplemente qué es lo que tenemos —le ordenó.

—¿Que me diga el qué? —pregunté, y el muy hijo de perra se encogió de hombros y me dijo de la misma manera en que hubiera podido decirme que había encontrado las llaves de mi coche sobre la alfombra:

—Bueno, lo que tengo que decirle es que he encontrado lo que creo que es un Heechee vivo y real.

12
DIOS Y LOS HEECHEES

He encontrado un Heechee... Tengo un fragmento de la Verdadera Cruz... Hablé con Dios, literalmente, lo hice. Todas estas afirmaciones son del mismo estilo. Uno no las cree, pero le asustan. Y luego, si uno descubre que son verdad, o si no consigue estar seguro de que no lo son, entonces hay que recurrir al milagro y al terror hasta la muerte. Dios y los Heechees. Cuando era pequeño apenas los diferenciaba e incluso cuando crecí, la confusión persistió.

Pasaba de medianoche cuando finalmente me decidí a dejarles marchar. Pero para entonces les había sacado bien el jugo. Tenía en mi poder el panel de datos que ellos habían sustraído de la
S. Ya.
Había invitado a Albert a intervenir en la conversación para que hiciese cuantas preguntas pudiese inventar su fértil mente digital. Me sentía bastante podrido y raído, y hacía ya rato que había pasado el efecto de la anestesia, pero no podía irme a dormir. Essie anunció firmemente que si estaba dispuesto a matarme con un exceso de ejercicio, al menos se quedaría levantada para disfrutar del espectáculo, y en cuanto se quedó dormida sobre la cama, llamé a Albert otra vez.

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