El Encuentro (24 page)

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Authors: Frederik Pohl

Se lo pregunté a Albert más tarde, claro está, porque ni pude ponerme en comunicación entonces con él. Naturalmente lo primero que hice después de la explosión fue intentar hablar con él, o con cualquier otro programa de actualización de datos o de simple información que me pusiera al corriente de lo que estaba pasando. Los circuitos de comunicación estaban colapsados; nos habíamos quedado sin energía. No obstante, el circuito local de PV estaba aún en funcionamiento, por lo que me planté delante para contemplar la imagen del hongo de la explosión y la información que al respecto iban facilitando. Había una nave en aceleración en el momento en que la rampa se vino abajo; aquélla había sido la primera explosión, tal vez porque la cápsula llevaba una bomba. Otras tres cápsulas se encontraban en el túnel de acceso. Más de doscientos seres humanos eran ahora carne picada; eso sin tener en cuenta a los que no habían podido contar todavía y que se encontraban trabajando en las instalaciones o en las freeshops o en los bares que había debajo del acelerador, o los que estaban paseando por las cercanías.

—Ojalá pudiera hablar con Albert —le mascullé a Essie.

—Por lo que a eso se refiere... —empezó vacilante.

Pero no pudo acabar, pues llamaron a la puerta: ¿Serían el señor y la señora tan amables de venir en seguida a la sala Bolívar, por favor, pues se trata de un asunto de la máxima importancia?

El asunto de la máxima importancia resultó ser un control policial, y yo nunca había visto semejante control de pasaportes. La sala Bolívar era una de esas habitaciones multiuso que se cierran en pequeños compartimentos cuando se celebran reuniones y que se abren del todo para dar cabida a banquetes, y uno de esos compartimentos estaba lleno de turistas como nosotros, la mayoría sentados sobre sus maletas, todos con cara de enfado y de temor. A ellos les hicieron esperar. A nosotros no. El botones que había ido a buscarnos llevaba las iniciales «S.E.R.» en un brazalete, y nos llevó hasta el entarimado en que un teniente de la policía estudió nuestros pasaportes rápidamente y nos los devolvió.

—Señor Broadhead —me dijo en un inglés impecable, con un ligero acento del Medio Oeste—, ¿se le ha ocurrido pensar que este acto "de violencia terrorista podía haber estado dirigido contra su persona?

Me lo quedé mirando con cara de tonto.

—Hasta este preciso momento, no —conseguí contestar. El asintió.

—No obstante —continuó, tocando con su pequeña y elegante mano una copia de un informe—, hemos recibido de la Interpol el informe de un atentado terrorista llevado a cabo en la persona de su esposa hace tan sólo dos meses. Bastante bien organizado, por cierto. Los comisarios de Rotterdam coinciden en subrayar que no parece un acto casual, y que nuevos atentados podrían tener lugar.

Yo no supe qué contestarle. Essie se inclinó hacia e Teniente.

—Dígame, Teniente —le dijo mirándole—, ¿es ésa su teoría?

—Ah, mi teoría. Ojalá tuviera una teoría —dijo con enfado—. ¿Terroristas? Sin duda. ¿Atentando contra ustedes? Es posible. ¿Atentando contra la estabilidad del gobierno? Es más que probable, me temo, porque ha habido un malestar creciente en las zonas rurales; hasta circulan informes, y se lo digo a título de confidencia, que hablan de la posibilidad de que un grupo de oficiales esté preparando un golpe de mano. ¿Cómo puede uno estar seguro? Por eso voy a hacerles las preguntas de rigor: ¿Han visto a alguien cuya presencia les haya extrañado por casual o sospechosa? ¿No? ¿Tienen alguna idea de quién pudo haber atentado contra ustedes en Rotterdam? ¿Pueden arrojar alguna luz sobre este terrible incidente?

Disparaba las preguntas a tanta velocidad que parecía que no esperara nuestras respuestas o que no quisiera escucharlas. Eso me inquietó tanto como la destrucción del acelerador; era un reflejo, en este lugar, de lo que había estado viendo en otras partes del mundo. Una especie de desesperada resignación, como si todo tuviera que ir a peor y no hubiera manera de hacer que mejorara. Me hizo sentirme angustiado.

—Nos gustaría partir cuanto antes y dejarles el terreno libre —le dije—, de manera que si ha terminado con las preguntas...

Se tomó un instante antes de contestar, y empezó a mirarme como alguien que tiene que empezar de nuevo la misma tarea.

—Tenía la intención de solicitarles un favor, señor Broadhead. ¿Sería posible que pudiéramos pedirle prestada su nave durante un par de días? Es para los heridos, porque nuestro hospital general se encontraba, desgraciadamente, en el mismo recinto del acelerador.

Me avergüenza reconocer que vacilé antes de contestar, pero no así Essie.

—Por descontado que sí, Teniente —dijo—, porque además vamos a tener que hacer una nueva reserva en otro acelerador antes que decidamos adonde queremos ir.

El Teniente sonrió:

—Eso, mi estimada señora, podemos arreglarlo nosotros a través de los servicios de comunicación del ejército. Mi más sincero agradecimiento por su generosidad.

Todos los servicios de la ciudad estaban fuera de orden, pero cuando entramos en nuestra suite, encontramos flores en las mesas y una cesta de frutas y botellas de vino que no estaba allí antes. Las ventanas habían sido cerradas. Al abrirlas de nuevo, descubrí por qué. El lago Tehigualpa había dejado de ser un lago. No era más que el recalentado sumidero en el que estaba previsto que se precipitara la rampa en caso de tener lugar el accidente en el que nadie creía y que acababa de producirse. Ahora que había ocurrido, el lago había quedado reducido a un montón de cieno. Una neblina recubría lo que quedaba del acelerador, y había un hedor de fango recocido que me hizo cerrar inmediatamente la ventana.

Probamos con el servicio de habitaciones. Funcionaba. Nos sirvieron una comida francamente buena, y se disculparon por el hecho de que el mayordomo no pudiera estar presente para escanciarnos el clarete; pertenecía a los
Servicios de Emergencia de la República
, y había sido llamado a servicio. Así que nos atendieron las camareras del servicio de habitaciones y, aunque nos aseguraron que al cabo de una hora dispondríamos de un camarero regular, mientras tanto esperaron formadas junto a las paredes de la antecámara.

Soy muy rico, no lo niego, pero eso tampoco quiere decir que me haya mal acostumbrado. Pero me gusta el servicio eficiente, sobre todo el que me prestan los eficientísimos programas que Essie ha ido creando a lo largo de veinticinco años para mi uso exclusivo.

—Echo de menos a Albert —comenté al tiempo que miraba a la nebulosa escena nocturna.

—No sabes qué hacer sin tus muñecos, ¿eh? —se burló Essie, pero adiviné que se traía algo entre manos.

Bueno, tampoco en ese sentido me he mal acostumbrado, pero después de tanto tiempo he llegado a la conclusión de que cuando Essie parece que se trae algo entre manos, suele ser que lo que quiere es hacer el amor, y de ahí a que yo también quiera, hay tan sólo un pequeño paso. No hago más que recordarme, de cuando en cuando, que por lo que hace a la mayoría de los seres humanos, personas de nuestra edad se habrían mostrado mucho menos deseosas de hacer el amor y menos exuberantes en su actividad erótica, aunque ése es su problema. Consideraciones de este estilo no me detenían. Sobre todo por ser Essie quien es. Además de premio Nobel, Essie había recibido otros galardones, entre los que se incluía el aparecer cada dos por tres en las listas de las diez mujeres mejor vestidas del mundo. El Nobel se lo merecía; lo de ser de las mejor vestidas es, para mí, injusto. El aspecto de Essie Broadhead no tenía nada que ver con lo que llevaba puesto, sino con lo que había debajo de lo que llevaba puesto. Lo que lucía en aquel preciso momento era un ajustado vestido deportivo de líneas sobrias y de color azul celeste; un vestido como los hay a montones en los grandes almacenes, y aun así, habría vuelto a ganar el premio a la más elegante.

—¿Por qué no te acercas, eh? —le dije, recostado en el amplio y largo diván.

—¡Sátiro! ¡Bof!

Pero fue un «¡Bof!» bastante permisivo.

—Verás —proseguí—, he pensado que, como no hay manera de ponerse en contacto con Albert y no tenemos nada que hacer...

—Oh, Robin —dijo al par que movía la cabeza a lo desesperado. Pero sonreía. Juntó los labios en un mohín de meditación y añadió—: Te diré lo que vamos a hacer. Vete a recoger mi maletín de viaje a la antecámara. Tengo un regalito para ti. Ya veremos entonces lo que hacemos.

De la bolsa salió un paquetito envuelto en papel brillante que contenía un molinete de oración Heechee mayor de lo habitual. No era Heechee, desde luego; era demasiado grande. Era del tipo de los que Essie había desarrollado para su uso exclusivo.

—Te acuerdas de los Difuntos y de Vida Nueva, ¿verdad? —me dijo—. Software Heechee de muy buena calidad que decidí quedarme. Con ello he reprogramado a tu antiguo programa de actualización de datos. Te garantizo que vas a tener un Albert Einstein real.

Sopesé el molinete en mis manos.

—¿Un Albert Einstein real?

—Ay, Robin, ¡no seas tan literal! Real, real, no. No puedo resucitar a los muertos. Pero es real en lo concerniente a la personalidad, recuerdos, manera de pensar... casi es real, de todas formas. Programé una actualización de datos de toda la información disponible acerca de Einstein: libros, papeles, correspondencia, biografías, entrevistas, fotografías... Todo. Hasta las películas del barco en el que fue hasta Nueva York en 1932, de Pathé Films. Está todo aquí dentro, o sea que, cuando tú le hablas a Albert Einstein, ¡es el propio Albert Einstein el que te contesta!

Se inclinó sobre mi cabeza y me besó la coronilla.

—Luego, para quedarme más satisfecha —se jactó—, le añadí algunas habilidades que el Albert Einstein real no tuvo nunca: pilotaje de naves Heechees, reciclaje total en ciencias y tecnologías desde 1955, fecha del deceso de Einstein; hasta habilidades más sencillas como cocina, secretariado, abogacía, medicina. No me quedó sitio para Sigfrid von Shrink —se disculpó—, pero ya no necesitas más psicoanálisis, ¿eh, Robin? O tal vez sólo para que te cure de ciertos inexplicables lapsus de memoria.

Me estaba mirando con una expresión que había logrado reconocer en las dos últimas décadas. Alargué la mano y la atraje hacia mí.

—Venga, Essie, hagámoslo.

—¿Que hagamos el qué? ¿Estás hablando de sexo otra vez, Robin? —me preguntó, sentada con aire de inocencia en mi regazo.

—¡Venga ya!

—Oh, no es por nada... Yo ya te he dado mi regalo de plata.

—¿El qué, el programa? —Sí, era cierto que iba envuelto en papel plateado... ¡Entonces caí en la cuenta!—. ¡Ay, no, Dios! ¡Se me ha olvidado que era nuestro veinticinco aniversario!

¿no es eso? ¿Cuándo...? —pero, pensando rápidamente, callé pregunta.

—¿Cuándo ha sido? —concluyó por mí—. Bueno, es aquí. Es ahora. Es hoy, cariño. Felicidades, Robín, amor.

Yo la besé, mucho más para compensarla por el olvido que por otro motivo, he de admitirlo, y ella me devolvió el beso muy seria. Le dije, sintiéndome despreciable:

—Essie, cariño, de veras que lo siento. Te prometo que cuando volvamos te haré un regalo que hará que se te ponga los pelos de punta.

Pero ella presionó su nariz contra mis labios para acallarme.

—No hace falta que me prometas nada, Robin, amor-me susurró desde, más o menos, la altura de mi nuez—, porque durante estos veinticinco años me has dado, cada día, espléndidos regalos. Sin contar los dos años que estuvimos tonteando. Claro que —añadió, levantando la mirada—, ahora estamos los dos solos, y la cama está en la habitación de al lado, hemos de pasar aún varias horas más aquí. Así que, si de vera quieres que se me pongan los pelos de punta con un regalo acepto encantada. Sé que tienes algo para mí. Y, además, es di mi talla.

El hecho de que no quisiera tomar el desayuno puso todo; los sentidos de Essie en estado de máxima alerta, pero la tranquilicé diciéndole que me apetecía entretenerme con mi nuevo juguete. Era cierto. Como también lo era el hecho de que, a fi de cuentas, yo no siempre tomaba desayuno, y ambas razone; consiguieron que Essie bajase al comedor a desayunar sin mí aunque la auténtica razón —que a mi estómago no le apetecí en absoluto tomar nada— era la que en realidad contaba.

Conecté al nuevo Albert en el procesador y se produjo un rápido y rosado relampagueo, y allí apareció, sonriéndome.

—Hola, Robin —me dijo—, y feliz aniversario.

—Fue ayer —dije yo, un poco decepcionado. No esperaba pillar a Albert en descuidos tan tontos.

Él se restregó el extremo de la boquilla de su pipa por la nariz, al tiempo que parpadeaba por debajo de aquellas ceja suyas tan espesas.

—Según el horario hawaiano, ahora son... déjame ver —y simuló mirar la hora en un reloj de pulsera digital que asomaba de modo anacrónico por debajo de la manga de la chaqueta de su pijama a rayas—. Sí, las once y cuarenta y dos minutos de la noche, así que a tu veinticinco aniversario le quedan aún casi veinte minutos de existencia, Robín—. Se inclinó hacia adelante para rascarse el tobillo—. Poseo un buen número de nuevas capacidades —añadió con orgullo—, que incluyen el manejo de todo tipo de sistemas horarios y la adaptabilidad a todo tipo de ambientes, y que funcionan lo mismo estando conectado como no. Tu mujer es una experta en este tipo de cosas, ya lo sabes.

Ya, ya sé que Albert no es más que un programa computerizado, pero aun así fue como reencontrarme con un viejo amigo.

—Tienes un aspecto magnífico —le felicité—. De todas formas, no sé si deberías llevar un reloj digital. No creo que tuvieras uno antes de morir, ya que por aquel entonces no existían este tipo de cosas.

Puso cara de enfurruñado, pero me devolvió el cumplido:

—Veo que estás muy fuerte en historia de la tecnología, Robín. No obstante, aunque yo sea el redivivo Albert Einstein en la medida en que ello es posible, no me veo limitado por las capacidades del auténtico Albert Einstein. La señora Broadhead ha introducido en mi programación lo último en materia de tecnología Heechee, por ejemplo, y el Albert Einstein de carne y hueso no sabía ni tan siquiera que los Heechees existieran. Además, he asumido casi todas las atribuciones de los otros programas que poseías, así como sistemas de rastreo de información, que, por cierto, están trabajando en estos momentos para conseguir establecer contacto con la red general de gigabits de información, si bien tengo que admitir —añadió en son de disculpa— que no he tenido en ello éxito alguno, aunque me las estoy apañando con los servicios de información militares. Tu vuelo a Lagos, Nigeria, está confirmado para mañana al mediodía, y tu avión particular se te devolverá a tiempo para que puedas enlazar los vuelos. —Me miró ceñudo—. ¿Pasa algo?

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