El enigma de Copérnico (2 page)

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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

Por fortuna, cuando fui a Cracovia a seguir sus cursos, me permitió leer esa treintena de folios cubiertos por una escritura amplia y elegante, que proyectaba colocar como prefacio a una nueva edición de la obra de Copérnico. Como bien sabes, no hubo tal nueva edición. Recuérdalo: hace cinco años, cuando te transmití la teoría de Copérnico, el heliocentrismo, fue en el secreto más absoluto, porque mi posición oficial de profesor me obligaba a enseñar la inmovilidad de la Tierra fijada por Tolomeo.

Nada ha cambiado desde entonces. Diría incluso que las cosas han empeorado. Vivimos en tiempos de inquietud y de sospechas. Enviarte documentos relativos a un filósofo al que los papistas tachan de hereje y nuestros hermanos reformados de papista no es una iniciativa muy prudente. ¿Qué sería de nosotros si cayeran en las manos de un censor o de un espía? ¿No sería preferible, Johannes, que me dieras la alegría de hacerme una visita en Tubinga para hablar de todas esas cosas en privado, o por lo menos para que consultaras mi biblioteca?

Adivino lo que piensas: un viaje así sería para ti una pérdida de tiempo y de dinero, sobre todo si de lo que se trata es de venir a escuchar mis chismorreos. A mis veinte años yo era como tú, y también creía que todo instante perdido es un instante ganado por la muerte. De modo que he decidido contarte yo mismo la vida de Copérnico, en esta carta y en las que seguirán. No como un profesor que dicta un curso a un alumno, ni como lo hizo Rheticus: él describió a un ángel, no a un hombre. Así suele suceder con los testimonios que narran lo que han conocido por sí mismos. Son como esas personas que miran un lienzo de Da Vinci desde demasiado cerca, y no ven en él más que la bruma. Rheticus estaba demasiado cerca de Copérnico, y no veía sino su luz.

Mi relato seguirá el estilo de esas novelas castellanas en las que los personajes cobran vida al hablar y moverse delante de un decorado de colores vivos que simula la naturaleza y en el que aparecen príncipes y mendigos de carnaval. ¡Por lo menos, así me parecerá que aún tengo, en algún terreno, algo que enseñarte!

Has de saber, de todos modos, que si voy a dedicarme a esa tarea, no es sólo por ti. No te oculto que lo haré también para complacer a Helena. ¡Sí, ella se llama Helena! Yo que tengo la vista cansada de tanto fijarla en columnas de cifras o escudriñar los cielos, el otro día la elevé, en la calle mayor de Tubinga, hacia una calesa que pasaba. Y en ella vi el rostro de mujer más bello que imaginarse pueda. Es la hija del decano de la universidad. Al parecer las mujeres se deleitan en este género de relato, y sobre todo en los escritores que los redactan. ¡Johannes, me casaré con ella, y espero que vengas a mi boda!

Una palabra aún. Repito mis consejos de prudencia en lo que respecta a las cartas que te enviaré. Según algunas informaciones que han llegado a mis oídos y que circulan a escondidas, me ha parecido entender que la Sagrada Congregación de la Santa Sede apostólica, en Roma, tiene la intención de incluir la obra de Copérnico en el índice, o por lo menos de suspender su difusión hasta que sea corregida. ¿Pero qué podrán corregir? Copérnico dejó este mundo en 1543, es decir hace cincuenta y dos años, y su astronomía fue levantada sobre fundamentos tan sólidos que quien intente oponerse a ellos se esforzará en vano. Sin contar con el hecho de que las defensas de su fortaleza son más sólidas y están mejor protegidas de lo que creía el propio Copérnico, como lo evidencian tus propios trabajos y los míos. ¡Bien podemos decir, por tanto, que no hay gran diferencia entre la censura de esos cardenales y el juicio que los ciegos hacen sobre los colores!

Algunos filósofos antiguos parecen haber intuido algo de esa astronomía copernicana y, en consecuencia, haberse apartado de la opinión vulgar, hasta que finalmente Aristarco, como un segundo Atlas, la colocó sobre sus hombros. El, te lo recuerdo, enseñó la misma disposición de las esferas celestes que ha venido a demostrar y confirmar ahora con total solidez Copérnico mediante razonamientos absolutamente irrebatibles, hechos a partir de observaciones astronómicas y por medio de la geometría. Ese Aristarco floreció en el año 280 antes de Jesucristo, pero ya en su época fue acusado de herejía por los sacerdotes egipcios. Lo mismo que ocurre ahora con Copérnico y su astronomía.

Tu maestro y amigo,

MICHAEL MAESTLIN

I

N
icolás Copérnico vino al mundo en Torun el 19 de febrero de 1473, a las cuatro y cuarenta y ocho minutos de la tarde. El nombre de esa pequeña ciudad de la Polonia prusiana, a orillas del Vístula, procede de
tarn
, nombre del endrino, un árbol muy abundante en la región. Pero nosotros los alemanes la llamamos Thorn, desde que los caballeros de la orden teutónica la transformaron en fortaleza hace dos siglos, y la poblaron con colonos de lengua alemana con el fin de consolidar su dominio sobre unas tierras arrancadas por la fuerza a sus habitantes anteriores.

Cuando nació Copérnico, esa orden mitad religiosa y mitad guerrera, enemiga de los polacos, disputaba aún la ciudad a los súbditos del rey Casimiro IV Jagellon. Diez veces vencidos, diez veces rechazados a lo largo de una guerra que duró trece años, aquellos bárbaros que se llamaban a sí mismos los últimos defensores de la Cristiandad, acabaron por inclinarse y firmaron con Polonia un tratado que llevaba el título, muy irreal, de «paz perpetua». Luego hincaron sus rodillas revestidas de hierro ante el rey Jagellon. No conservaron en Prusia más que un puñado de sus encomiendas, y se replegaron hacia el oeste, a su feudo de Brandenburgo, y hacia el este, a Königsberg, en la frontera de Moscovia.

No por ello terminaron las rapiñas y el bandidaje de los caballeros teutónicos, sus asesinatos y violaciones. Como fantasmas ensangrentados de las edades oscuras, siguieron siempre al acecho de las cuatro sedes episcopales prusianas y de las ricas tierras sometidas al rey de Polonia, de las que las villas de Danzig y Thorn no eran las joyas de menos brillo. Esa fortaleza austera, con su ajedrezado de calles rectilíneas, era frecuentada por los mercaderes de la Hansa, que volcaban en ella, descendiendo con sus barcos por el río, toda clase de riquezas venidas de Italia. De esos comerciantes uno de los más prósperos era el padre de Nicolás, llegado hasta allí desde Cracovia para abastecer a la Liga prusiana, aliada de Polonia en la tarea de combatir a los caballeros teutónicos.

Sería un error, Johannes, creer que los burgueses de aquella época se parecían a los que conocemos, que engordan detrás de sus mostradores. Eran hombres de armas, audaces, capaces de arriesgar su vida por un gulden o un zloty de más. Copérnico padre se casó con la hermana de uno de sus compañeros de armas, Lucas Watzenrode, burgomaestre de la ciudad, comerciante también él, pero sobre todo un eclesiástico que manejaba la espada con más vigor que el hisopo o el ábaco.

De esa mujer lo ignoro todo, excepto su nombre, Bárbara, y Rheticus apenas sabía nada más. Su marido le dio cuatro hijos. Dos varones, Andreas, el mayor, y Nicolás, el menor, y dos hembras de las que tampoco sé nada más que una de ellas se casó con un notable de Danzig y la otra ingresó en un convento. Como sabes, a mi maestro Rheticus no le agradaban las mujeres y no sentía interés por ellas. En cambio, siguiendo la moda de Grecia y de Platón, le atraían los jóvenes bien parecidos. Yo lo era, y me costó bastante sustraerme a sus atenciones durante el año que pasé a su lado. Mi condiscípulo Valentin Otho no compartía mi repugnancia por esas prácticas, de modo que cedió y se convirtió en su discípulo favorito. Vivíamos entonces una época voluble, en la que cada cual organizaba su vida en función de sus gustos y sus placeres.

Bárbara, la madre de Nicolás Copérnico, murió en el parto de su hija menor, y el padre falleció cuando su segundo hijo sólo tenía diez años. Su tío materno, Lucas Watzenrode, acogió entonces a los cuatro huérfanos bajo su tutela, hacia la misma época en que se convertía en el hombre más poderoso, no ya de Thorn, sino de toda Prusia. Y tan pronto como el cargo quedó libre, el rey de Polonia, que lo estimaba por haber combatido a su lado contra los teutónicos, asignó a aquel hombre de treinta y seis años el obispado prusiano de Ermland. Con la bendición del Papa, naturalmente. La elección era la mejor posible. Lucas era un guerrero heroico pero además un sabio en gran número de materias, en épocas de paz; y poseía tanta energía en la batalla como habilidad en la diplomacia. Ermland, fronteriza con Prusia, mantenía su independencia respecto de su soberano el rey de Polonia, y el nuevo obispo tenía la ambición de convertir su dominio en una Florencia del Norte, de la que él mismo sería el Médicis. Se le habría podido llamar Lucas el Magnífico. Ese sobrenombre habría infundido mayor terror aún a sus enemigos teutónicos, que decían de él que era el Diablo encarnado y rezaban todos los días para pedir al cielo su muerte. Alegaban que era un tirano brutal, venal y disoluto, calificativos que no suscribo: ellos lo hicieron a su imagen y semejanza. Es cierto que tuvo concubinas que le dieron por lo menos dos bastardos, uno de ellos Philip Teschner, al que educó con tanto cuidado y cariño como a sus cuatro sobrinos huérfanos. Pero no hacía nada distinto de los príncipes de la Iglesia en su época, ¡empezando por los pontífices! Y podría muy bien decirse que en aquellos tiempos la castidad no era para el clero la norma, sino la excepción. Hubo que esperar aún muchos años para que Martín Lutero, al casarse, pusiera fin a una situación absurda, ¡y aquello escandalizó mucho más a los hipócritas que sus noventa y cinco tesis!

¿Cómo fue la infancia de Nicolás, en la villa bien protegida y próspera que era entonces Thorn? ¿Pasó largo tiempo entristecido por la muerte de sus padres, o por el contrario se consoló rápidamente gracias a ese tío afectuoso junto al que vivía con su hermano, sus hermanas y los hijos de su tutor, durante un tiempo en su ciudad natal y más tarde en el palacio episcopal de Heilsberg? Ese palacio estaba situado a pocas jornadas de camino a caballo o en barco, siguiendo un afluente del Vístula.

Sabemos quién fue su primer preceptor: un joven bachiller tan pobre como erudito, del que se decía que era también hijo bastardo del obispo: Bernard Soltysi, que adoptó el nombre latino de Sculteti al ser nombrado secretario del cardenal Giovanni de Médicis, antes de ser su capellán cuando aquel gran señor florentino fue elegido Papa con el nombre de León X. Sin duda las enseñanzas de Soltysi fueron excelentes, porque Nicolás fue enviado a la universidad a la edad de dieciocho años.

La Universidad Jagellon de Cracovia era entonces una de las más prestigiosas de la Cristiandad, al menos en nuestros países septentrionales. Estaba abierta a los vientos que soplaban de Italia, portadores de las traducciones latinas de Platón por Ficino, y de los autores árabes por Pico della Mirandola, que afirmaba que «nada existe en el mundo más admirable que el hombre». El rey Casimiro IV, que apenas sabía escribir su nombre, leer y contar, quería ser el nuevo mecenas del Vístula, y estimulaba a los artistas incluso a pintar a la manera italiana. Así, hizo venir de Nuremberg al famoso Stoss, que creó el admirable y gigantesco retablo del altar mayor de la catedral, y ayudó económicamente al cronista Jan Dlugosz a escribir su
Historia de Polonia
, mientras los impresores de la ciudad sacaban de sus cajas tantas matrices de plomo con caracteres latinos como griegos o cirílicos.

Lucas acompañó con gran aparato a sus dos sobrinos y a su bastardo Philip hasta Cracovia, más cómodo montado a caballo, con la espada golpeando contra su muslo, a la cabeza de su nutrida escolta, que en su pesada carroza que lucía las armas del obispado de Ermland. Las puertas de la ciudad real se abrieron de par en par para acoger como merecía a uno de los señores más poderosos del reino. Desde lo alto del caballo que caracoleaba junto al vehículo en el que por fin había consentido el obispo instalarse para hacer su entrada en la ciudad, Nicolás se sintió deslumbrado por el esplendor de la capital. En lo alto de la colina, el inmenso castillo Wawel y el campanario de la catedral de San Estanislao relumbraban con mil destellos bajo el sol del verano, mientras que al pie de las murallas se agolpaban las aguas tumultuosas del Vístula.

El cortejo del obispo de Ermland ascendió por la calle mayor, que se abría a una plaza inmensa rodeada de palacios de una blancura suntuosa, con arcadas llenas de gracia. Delante, los puestos del mercado parecían ofrecer a una multitud de paseantes todos los frutos, todas las especias, todos los paños del mundo. Y Nicolás se decía que la austera fortaleza de Thorn no era más que una aldea rústica en comparación con tanto bullicio y esplendor.

Su tío lo arrancó de su ensueño al pedirle que volviera a subir al coche para entrar en el recinto del castillo real. Luego despidió a la escolta, que se dirigió a su residencia, situada en la ciudad baja.

Si visto desde abajo Wawel parecía una fortaleza tosca, una vez cruzado su gran portal guarnecido, se tenía la impresión de entrar en el palacio del Gran Turco en Constantinopla. Se sucedían uno tras otro los patios, con uno o dos pisos de peristilos con columnas esculpidas como si fueran de encaje, y en el centro de esos claustros manaban fuentes que surgían de un estanque circular, o flotaban nenúfares coronados por flores rosas y blancas. Falanges de señores, que Nicolás consideró de la alta nobleza por la riqueza de sus atuendos, se apartaron de la compañía de bellas damas que protegían bajo parasoles su piel delicada de los rayos del sol de agosto, para ir a inclinarse ante el obispo y recibir una bendición trazada en el aire con dos dedos, con una desenvoltura que complació a Nicolás, que se dio cuenta con orgullo de que su tío era un personaje muy poderoso.

La sala de audiencias real estaba cubierta de tapices y de cuadros inmensos que representaban, con mucho realismo, las victorias de la dinastía Jagellon sobre los otomanos, los húngaros, los moscovitas y los caballeros teutónicos, pero también y sobre todo la conversión al cristianismo del primero de ellos, Ladislao II. Se le veía renunciar al paganismo, o tal vez a la herejía de Arrio, arrodillado delante de san Estanislao, que colocaba sobre sus sienes la triple corona de Polonia, Hungría y Lituania.

En cambio su hijo, Casimiro IV, estaba presente en carne y hueso. Era un vejete bonachón sentado con negligencia en el trono, que miraba al obispo de Ermland mientras éste se prosternaba ante él para rendirle pleitesía. Luego, el rey ayudó con familiaridad a incorporarse a Lucas, le tomó del brazo y lo condujo a una sala más pequeña, en la que habían dispuesto una mesa colmada de manjares muy apetitosos para un estómago de dieciocho años que no había recibido nada desde el amanecer. El rey tomó asiento, invitó a Lucas a hacer lo mismo a su lado, y luego, alzando la mirada hacia los tres jóvenes, dijo:

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