El enigma de Copérnico (10 page)

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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

Behaim simuló no haber advertido la grosería de su compañero, y dijo en tono alegre:

—Querido amigo, voy a presentarte a uno de los mejores astrónomos y geómetras de nuestra época, que supera incluso a mi maestro Regiomontano o a Nicolás de Cusa. Posee unos instrumentos de observación sin igual. Debo añadir que quien se los ha fabricado es este humilde servidor tuyo.

Domenico Maria Novara era un hombre pequeño y enfermizo que vivía no lejos de la universidad, en una casa que, a los ojos del ingenuo joven de Thorn, más parecía la de un príncipe que la de un profesor. Martin y él se abrazaron como amigos íntimos. Nicolás se sintió herido en su amor propio cuando Behaim le presentó, con desenvoltura, como «el señor Copérnico, un compañero de viaje que viene a estudiar a Bolonia». Decididamente, aquel comerciante de mapas e instrumentos de marina se tomaba demasiadas libertades con él, un canónigo del capítulo de Frauenburg.

Y de hecho, después de los cumplidos de rigor y del relato de un viaje sin historia, más las noticias sobre la salud de personas cuyos nombres no decían nada a un Copérnico convertido en invisible, Novara y Behaim se enzarzaron en una discusión quisquillosa sobre el precio de un nuevo astrolabio perfeccionado por Behaim y que había traído expresamente para Novara en sus alforjas. Más aún, ni siquiera tuvieron la cortesía de expresarse en latín, sino en toscano, una lengua que Nicolás apenas comprendía. Cuando llegaron a un acuerdo y Behaim rebajó considerablemente sus pretensiones a cambio de información sobre las costas africanas, finalmente se dignaron hablar de Nicolás.

—El señor Copérnico no es tan sólo el más encantador de los compañeros de viaje —dijo entonces Behaim con su sempiterno tonillo irónico—, sino además un notable astrónomo y geómetra. Por lo menos, hasta donde pueden juzgarlo mis escasos conocimientos en tales materias. Tendrá usted en él a su mejor discípulo. No le he hecho la ofensa de incluirlo en nuestra negociación, pero créame que muy bien habría valido algunos portulanos de nuestro amigo Vespucio.

Novara se volvió entonces a Nicolás, como si lo viera por primera vez, lo examinó de pies a cabeza y le preguntó en latín:

—¿Has aprendido el griego?

La lengua de Cicerón, desembarazada de retorcidas fórmulas de cortesía, permitía que los dos hombres se encontraran en un plano de igualdad, a pesar de las diferencias de edad y de posición.

—Por desgracia no, porque en Cracovia es considerada aún, como el hebreo, una lengua diabólica. Peor aún, como la del Gran Turco.

El profesor apreció la respuesta con una sonrisa.

—Cracovia… ¿Da clases todavía Brudzewo? ¿Has leído su
Comentario sobre las Teóricas de Peurbach
?

—No a la primera pregunta. Ya no da clases. Sí a la segunda —respondió Nicolás con una irreverencia calculada—. Con el cambio de reinado, la cátedra de matemáticas fue suprimida. La enseñanza de Euclides y de Tolomeo debe parecerle a nuestro nuevo monarca incompatible con la preparación de la cruzada.

—¡Nada de política, por favor! Por lo demás, en Bolonia las matemáticas y la astronomía siguen sin contar con una cátedra, a pesar de mi petición y de la de algunos otros colegas. A la universidad más antigua de Italia le cuesta moverse. Pero te lo ruego, ¡nada de política! Imita a tu tío en las cosas que hace bien, y no en las que hace mal.

—¿Mi tío? ¿Monseñor de Watzenrode? No comprendo.

—Cuando Lucas desgastaba los fondillos de sus calzones en los mismos bancos que yo, aquí en Bolonia, ponía más empeño en reclamar de su rector ventajas para los estudiantes de la «nación alemana», de la que formaba parte, que en disertar sobre san Agustín. En cambio, era un compañero muy alegre.

Y Novara observó con ojos maliciosos el efecto de sus palabras en su interlocutor. Había dado en el blanco, Copérnico estaba con la boca abierta de par en par. Acababa de darse cuenta de que no sabía nada acerca del obispo de Ermland, de sus estudios en Bolonia, de su juventud… Y por fin tomó conciencia de que, desde que Lucas lo adoptó, su camino estaba trazado inexorablemente: un día, sería su sucesor. Una vaharada de revuelta le subió a la garganta.

Martin Behaim marchó al día siguiente a Roma, cuando había previsto que su estancia en Bolonia se prolongaría una semana. Pero Novara le informó de que en Florencia un monje fanático llamado Savonarola había sublevado al populacho y expulsado de la ciudad a los príncipes de Médicis. Los artistas y los sabios habían dejado de ser personas gratas en aquella infeliz urbe. De modo que, para llegar a Roma, el viajero tendría que hacer un largo rodeo por Pisa y seguir luego la costa.

Por su parte, Copérnico fue a inscribirse en la universidad, en el seno de la «nación alemana», que tenía un colegio y un rector propios. Decidido a tomar su destino en sus propias manos, visitó de nuevo a Novara y le pidió, como era costumbre en Italia en aquellos tiempos, que le alquilara una habitación en su casa, declarando de ese modo que sus estudios se centrarían esencialmente en las artes profanas, la astronomía, las matemáticas, el griego y las lenguas orientales. Novara lo interrogó largo tiempo sobre sus conocimientos y sus aptitudes, pero su decisión estaba tomada desde su primer encuentro. En aquella universidad en la que reinaba el derecho como amo absoluto, los cursos de griego estaban poco concurridos, e incluso llegaba a suceder, según expresión algo amarga de quien iba a ser en adelante el maestro y casero de Nicolás, «que Sófocles se representara con el teatro vacío». Fue así como Copérnico tuvo derecho, no a una habitación, sino a todo un piso de la casa de Novara. Y despidió a Radom de vuelta a Polonia con una carta dirigida al obispo, muy respetuosa pero en la que se traslucía cierta insolencia, porque anunciaba que cuando acabara el curso en Bolonia, su sobrino iría a inscribirse en Padua para convertirse en médico.

Lucas tuvo la habilidad de no oponerse frontalmente a esa vocación repentina que presentaba todos los síntomas de una rebelión, de una manera de sacar los pies del tiesto. Muy al contrario, en su respuesta lo animó a seguir ese camino hasta el final, y le aseguró que ejercería toda su influencia sobre el capítulo de Frauenburg para conseguir la prolongación del permiso tantas veces como fuera necesario, a fin de que Nicolás pudiera seguir percibiendo su renta. Era una manera de recordar a su sobrino que él seguía teniendo en su poder los cordones de la bolsa.

Nicolás entendió el aviso y se entregó con ahínco al estudio. Durante dos años, ningún estudiante recordaría haberlo visto en ninguna taberna, en ningún festejo, en ninguna batalla campal entre alemanes, italianos y franceses, cuando las tres naciones no se unían para zurrar a los burgueses. Sin embargo, en Cracovia nunca había sido el último en levantar la jarra ni el bastón. Y más de uno, en Bolonia, lamentaba no tener a su lado, en las expediciones peligrosas, a aquel tipo alto, de espaldas anchas, mentón poderoso, ojos negros de mirada franca y nariz abultada que debía de haber recibido más de un golpe. El, que antes era tan cordial que nunca dejaba de dar los primeros pasos hacia alguien que le parecía que contaba con una buena cabeza, ahora se aislaba, y más valía no abordarlo cuando no estaba de buen humor. A él, que en Cracovia siempre estaba dispuesto a coquetear con una florista bonita en la plaza mayor o en la taberna, o a palpar la popa de la camarera, no se le conocía ninguna aventura. Estudiaba.

Estudiaba con la voracidad de un ogro. Derecho, retórica, teología, por supuesto, pero eso no era más que tragaderas, desarrollo del músculo de la memoria. Y también griego, hebreo, árabe, toscano. El aprendizaje le resultó fácil porque, desde su primera infancia, había mamado con la leche de su nodriza dos lenguas tan distintas como el alemán y el polaco. Sin embargo, ya no exhibía su inmensa facilidad con la desenvoltura que había causado la admiración y la envidia de sus condiscípulos, en Cracovia. Ahora, se aplicaba. Y su maestro Novara sabía canalizar su temperamento fogoso, propenso a ceder con facilidad a todas las tentaciones que suscitaba el cálido clima boloñés, sobre todo a finales de primavera, cuando el aire soplaba a ráfagas brutales, perfumadas y lascivas.

A pesar de ello, Nicolás no era ni el más sumiso ni el más respetuoso de los discípulos. Novara acabó por saber cómo volverlo a la buena senda cuando su alumno se rebelaba o le discutía: «Te pareces a tu tío», le decía, y Copérnico se volvía entonces más dócil. Lo cierto es que el maestro estaba encantado: tenía en cultivo un terreno rico pero virgen, o por lo menos mal trabajado.

—Aquel que quiere filosofar debe tener el espíritu libre de tollo prejuicio, de todo conocimiento —le dijo un día.

Lo cierto es que el antiguo estudiante de Cracovia había aprendido en su caótica carrera un poco de todo, sin seleccionar. Colocaba en el mismo nivel al más incontestable de los Antiguos y al más oscuro de los copistas. Novara lo comparaba con una rica biblioteca cuyas obras estuvieran, simplemente, mal ordenadas.

A pesar de su impetuosidad, Copérnico estaba lejos de ser alocado. Era perfectamente consciente de que a los veintitrés años, después de tantos estudios confusos o solitarios, necesitaba empezar de nuevo desde el principio, remontarse a las fuentes. Las fuentes eran Egipto, Pitágoras, Hermes Trismegisto. Todo tenía que partir del número. Del número y de ningún otro lugar vienen la armonía, la música, el movimiento. Y el volumen más armonioso, como afirmó Parménides, es la esfera.

—El mundo es esférico —insistió Novara—, porque la esfera es, entre todas las figuras, la más perfecta, y porque no necesita de nada que la mantenga; forma un todo, goza de la mayor capacidad. El Sol y la Luna son esferas, la esfera es la forma natural a la que tienden todos los cuerpos. Mira las gotas de agua, Nicolás, y no dudes de que su figura es también la de todos los cuerpos celestes.

Entonces Copérnico volvió a la astronomía, sin el frenesí que le llevaba antes a burlarse de los Antiguos, sino como quien entra en un templo. Porque Novara le enseñó también la suerte que tenían de que su siglo hubiera redescubierto a los Antiguos en su pureza prístina. Al leerlos, dejando a un lado su paganismo, sabría más de lo que ellos supieron. Le enseñó también que estudiar la naturaleza es, en primer lugar, aprender un lenguaje, más que observar fenómenos, porque las apariencias de éstos son engañosas.

—Por ejemplo —explicó a Nicolás, convertido en humilde alumno—, los antiguos filósofos establecieron el orden de los planetas según la longitud de sus revoluciones, por la razón de que tiene que parecer que los objetos más lejanos se mueven más lentamente. Por tanto, creyeron que la Luna era la más próxima de los planetas, porque cumple su revolución en un mes, menos tiempo que ningún otro; y que Saturno ha de ser el más lejano de todos los demás, porque emplea treinta años en recorrer una órbita mayor. Por debajo colocaron a Júpiter, que da la vuelta en doce años, y luego a Marte, en dos años. Hubo diferencia de opiniones respecto de Venus y Mercurio, que completan sus órbitas en un año, como el Sol. Unos, como Platón, los colocaron más lejos que el Sol, y otros, cómo Tolomeo, creyeron que están más cerca. Por mi parte, me inclino por la opinión de Platón.

—Yo creía, maestro, que usted colocaba a Tolomeo por encima de todos.

—Incluso los más grandes se equivocan. Ya ves, Mercurio y Venus no se alejan demasiado del Sol; pero si estuvieran más cerca, tendrían que tener fases, como la Luna. O bien tendrían eclipses. Sin embargo, nunca se ha observado ese fenómeno; por eso, mi conclusión es que se encuentran más lejos que el Sol.

—Pero —objetó Nicolás— ¿quién nos dice que un día unas observaciones astronómicas mejores no revelarán fases en Mercurio y Venus, o su paso por delante del disco solar? En tal caso, se probaría que esos planetas están más cerca que el Sol…

Lejos de irritarse por ver cuestionado así su razonamiento, Novara estaba encantado con los progresos de su alumno. Y cuando Copérnico dominó finalmente el griego, pudo remontarse a las fuentes que brotaron en Jonia, en Atenas, en Alejandría, los primeros filósofos de Grecia, los que buscaron la armonía del mundo y no la encontraron, o bien encontraron tantas armonías distintas que, al exponerlas, generaron cacofonías y condujeron al caos.

En aquel tiempo, como por lo demás ocurre también hoy, la autoridad máxima era la inmensa obra compuesta hace catorce siglos, ese
Almagesto
que describía el Universo tal como se enseña aún en nuestras universidades. Quinientos años después de Aristóteles, otro griego, Claudio Tolomeo, había reunido todas las observaciones efectuadas por los antiguos sobre los movimientos de los planetas y los eclipses, y había añadido las suyas propias, muy numerosas. Luego había construido el mundo según esos movimientos aparentes, es decir vistos desde la Tierra, o más precisamente desde las orillas del Mediterráneo. Vistos desde la Tierra, lo que significaba que ésta estaba inmóvil en el centro de todo, y que la Luna, Marte, Venus, el Sol y las demás estrellas errantes giraban alrededor de ella en círculos de una regularidad más bella que la más bella de las músicas. Y la bóveda celeste, tachonada de estrellas fijas, era una inmensa esfera hueca que contenía a todas las otras esferas en movimiento. La esfera, el círculo, lo redondo, es en efecto la figura que no choca con nada y que nada puede destruir, aquella en la que puede inscribirse cualquier otra figura geométrica. ¿No se afirma de Dios que es un círculo cuya circunferencia está en todas partes, y el centro en ninguna?

No hay que pensar que los hombres, por lo menos los hombres sabios, hayan creído en tiempos que la Tierra era plana. Tal vez en tiempos muy antiguos y muy bárbaros, tal vez hoy aún en las divagaciones de algún monje obtuso, tal vez en la verborrea de aquellos a quienes Copérnico llamaba «los zánganos», que intentan destruir cualquier colmena construida por las abejas laboriosas que son los filósofos; tal vez en el cerebro sin luces de un campesino encorvado sobre el surco o de un pastor cuyo horizonte aparece limitado por altas montañas. Pero la preocupación diaria de estos últimos no es interrogarse sobre la forma de nuestro mundo. No, no ha habido que esperar a que las naos españolas de Magallanes lo hayan demostrado experimentalmente para saber que la Tierra es redonda. Aristóteles, en su
Tratado del cielo
, ya llegó a la conclusión de que, puesto que la sombra de la Tierra sobre la Luna era siempre redonda durante un eclipse de Luna, el mundo tenía que tener una forma esférica y no plana. Y también dedujo la redondez de la Tierra del hecho de que se ve desaparecer en el horizonte el casco de un navío antes que sus velas.

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