Así, el mundo construido por Tolomeo de Alejandría aspiraba a una armonía indestructible, como la de algo construido y creado por el Señor de todas las cosas, el mejor y el más perfecto de los artistas: un Universo girando, a la misma velocidad y siguiendo trayectorias uniformes, alrededor de la Tierra.
Pero la observación de los fenómenos vino a probar que las cosas no ocurrían así. A causa de la multiplicidad de orbes o esferas, había varios movimientos distintos. El más manifiesto de todos era la revolución diaria, es decir, el espacio de tiempo del día y de la noche. Por ese movimiento el Universo entero, a excepción de la Tierra, se trasladaba de oriente a occidente. Después eran observables otras revoluciones, en cierto modo retrógradas, es decir, que iban de occidente a oriente, en particular las del Sol, la Luna y los cinco planetas. Pero en su propia trayectoria, esos astros no parecían moverse de una manera uniforme. Sobre el gran telón de fondo inmóvil de las estrellas fijas, el Sol y la Luna se movían en ocasiones más despacio, y en otras más deprisa. En cuanto a los cinco astros errantes, a veces se les veía retroceder o detenerse entre dos movimientos. En tanto que el Sol avanzaba siempre por el mismo camino, los otros se trasladaban tic maneras diversas, en ocasiones hacia el sur y en otras hacia el norte. Un planeta se retrasaba sistemáticamente para volver, al término de su periplo, al lugar que habría debido ocupar en el cielo; otro daba la impresión, periódicamente, por el brillo mayor o menor de su luz, de estar más cerca o más lejos.
Era necesario «salvar las apariencias»: explicar mediante cálculos y con mayor precisión los movimientos aparentes de las esferas celestes, sin pretender por ello que esos movimientos fueran reales. Siguiendo los pasos de Apolonio de Pérgamo e Hiparco, el geómetra alejandrino imaginó que, además de su órbita mayor, las estrellas vagabundas recorrían otras más pequeñas, como se hace el recorrido de las murallas de una ciudad a la que se ha llegado después de un largo viaje. Llamó «epiciclos» a esas pequeñas circunvoluciones que giraban en torno a un punto que describía a su vez la circunferencia mayor, bautizada como «deferente». De este modo podían explicarse mejor algunas irregularidades de la gran mecánica celeste, pero no todas. Tolomeo propuso entonces que la fierra no fuera el centro exacto del círculo por el que viajaban los demás astros. Llamó «ecuante» a ese punto central imaginario. Al ajustar de ese modo el tamaño de los círculos, Tolomeo consiguió salvar las apariencias. Pero, cuanto más se perfeccionaba el arte de observar el cielo, más irregularidades descubrían los hombres, y más necesario resultaba sobrecargar el Universo con nuevos epiciclos. De modo que finalmente el mundo, que el Señor había querido tan simple y armonioso, había retornado al caos anterior a la Creación, en las observaciones hechas por los hijos de Adán.
En el año 1497, el noveno día de los idus de marzo, después de la puesta del Sol, en un cielo limpio de nubes, la Luna, al pasar delante de Tauro, ocultó la bella estrella fija de Aldebarán. En la terraza del colegio, Novara y Copérnico habían instalado la esfera armilar, el cuarto de círculo móvil, los ecuatoriales, el globo celeste con polos móviles, las dioptras, la ballestilla y el astrolabio de Martin Behaim, así como un gran reloj de arena que Nicolás estaba encargado de hacer girar tan pronto como se vaciaba.
Singular encuentro el de dos astros desproporcionados, uno en un creciente majestuoso y el otro una pequeña luz rojiza, sin duda separados el uno del otro por un abismo vertiginoso pero que, por efecto de la perspectiva, estaban a punto de fundirse en un largo abrazo. En la noche serena de la Emilia, el inmenso creciente lunar se aproximaba lentamente a Aldebarán, un minúsculo punto de luz roja. De pronto, a la hora quinta, la estrella tocó el borde austral de la Luna y desapareció del todo entre sus cuernos.
—Ya ves, Nicolás —explicó Novara—, al medir el momento de entrada y el de salida de Aldebarán detrás del disco lunar, podremos determinar mejor las irregularidades del movimiento de la Luna. Aldebarán tendría que reaparecer más o menos dentro de una hora: vigila el reloj de arena, Nicolás.
—Comprendo —dijo el interesado—. Una hora es aproximadamente el tiempo que tarda la Luna en recorrer en el cielo un trayecto igual a su diámetro aparente.
—¡Bien razonado, Nicolás!
Una extraña embriaguez, parecida a la que provoca el alcohol, se iba apoderando poco a poco de los dos hombres, mientras a lo lejos cantaban los grillos en la noche tibia y embalsamada. Novara observó:
—¿Sabes, Nicolás, que el espectáculo admirable que estamos presenciando fue ya observado hace mil años? Lo he leído en no sé bien qué almanaque, pero recuerdo que ocurrió en el año 509, en Atenas. Por desgracia, los patanes de aquella época, en lugar de medir el fenómeno, sólo vieron en él una señal celeste que anunciaba la llegada del Anticristo.
—Te conjuro, astro rojo, Aldebarán, que mueres entre los cuernos de Febe… —entonó enfáticamente Nicolás alzando los brazos al cielo.
Y de pronto se quedó inmóvil, como si hubiera tenido una iluminación súbita.
—¿En el año 509, ha dicho? —preguntó después de un momento de reflexión profunda—. ¡En ese caso necesitamos las tablas!
—¿Pero de qué demonios de tablas estás hablando?
—¡Todas las tablas! Las de los movimientos planetarios, lunares y solares desde hace diez siglos. ¡Hay que compilarlas! ¿No cree, maestro, que si la astronomía de Tolomeo debe funcionar sin problemas, si el Universo es esa mecánica compleja pero tan precisa como él quiere describirla, entonces tendríamos que encontrar las tablas de la ocultación de Aldebarán por la Luna en el año 509? ¡Si no, es que la Luna ha derivado respecto de los modelos y los parámetros de Tolomeo! ¿No me ha enseñado usted que, según Regiomontano, las posiciones de Venus y Marte calculadas por medio de las tablas son falsas, que las predicciones de los finales de los eclipses se adelantan en una hora? Pero entonces, si las diferencias entre las previsiones y las observaciones alcanzan unas dimensiones tan grandes ¡es que hace falta renovar el sistema del mundo!
¿Fue aquella noche cuando Nicolás Copérnico empezó a concebir lo que un día había de llamar, entre risas, sus «Grandes Mudanzas»? Lo ignoro. En cualquier caso, los dos astrónomos pasaron la noche observando otras estrellas, con un entusiasmo silencioso. Luego, al alba, volvieron extenuados a la casa de Novara. El Sol había llegado a su cénit cuando un criado llamó discretamente a la puerta de Nicolás Copérnico para anunciarle la llegada de una visita. Era Andreas, su hermano.
A
ndreas esperaba en el umbral de la puerta. Detrás de él, el gigantesco Radom llevaba a hombros el equipaje, mientras la mula y los caballos pacían tranquilamente las hierbas que crecían entre las losas del pavimento.
Desarreglado, en camisón, con el pelo revuelto, Nicolás, que acababa de bajar a saltos la escalera, no encontró otra cosa que decir a su hermano, sino:
—¿Qué estás haciendo aquí?
Ese recibimiento hosco intentaba disimular su estupefacción. Andreas estaba desconocido. Su rostro, antes tan delicado y casi femenino, se había deformado bajo una piel grisácea. Pesadas ojeras empequeñecían su mirada de un azul muy pálido, y sus labios, dispuestos antes a saborear golosamente todos los placeres, se crispaban ahora en un rictus vicioso, mientras que su gran sombrero a la moda española disimulaba mal sus cabellos ralos, de un rubio sucio con hebras plateadas.
Pasado el primer momento de estupor, Nicolás abrió los brazos y estrechó entre ellos a su hermano en un abrazo vigoroso y ritual. Pero tuvo la impresión de estrechar contra su corazón a una muñeca de trapo de la que se desprendía un vago olor a cadáver.
—¿Me dejas entrar? Estoy cansado por el viaje —pidió finalmente Andreas.
—Es que…, no es mi casa, y no sé si mi maestro estará dispuesto a tener un segundo inquilino.
Una mano amistosa se posó en su hombro.
—¿Has olvidado la parábola del hijo pródigo, querido Nicolás? —intervino Novara—. Aquí hay sitio suficiente para los dos. Y no puedo rehusar nada a los sobrinos del obispo Watzenrode. Vuestro tío, en nuestra época común de estudiantes, me sacó de un mal paso bastante grave.
Pidió entonces a su ama que preparara una habitación para Andreas en el piso que ya ocupaba su hermano, y que instalara a Radom con el servicio. El monumental criado tendió a Nicolás una carta con el sello del obispo de Ermland, cuya lectura se reservó para más tarde por temor de molestar a su hermano, que ignoraba su contenido.
Con el pretexto de la fatiga después de la noche en blanco para observar el cielo, Novara dejó que los dos hermanos desayunaran solos. Andreas comió poco, pero bebió bastante más de lo razonable. Su borrachera no era ya la de los alegres banquetes de Cracovia, y sus palabras, cada vez más confusas y balbucientes, estaban impregnadas de una amargura sarcástica. Estaba arruinado. Fue a Sevilla con la firme intención de participar en la carrera hacia las especias y el oro de Catay, y financió la expedición del florentino Américo Vespucio, al servicio de los Reyes Católicos, que regresó con malas noticias: lo que Colón había descubierto no eran unas cuantas islas que formaban la vanguardia de las Indias, sino una inmensa tierra firme que se alzaba como un imponente obstáculo en la ruta de las especias y del oro. Después de esa noticia, los extranjeros empezaron a ser mal vistos en Castilla. Una denuncia anónima indicó a la Santa Inquisición que el polaco Andreas Copérnico era un cristiano nuevo, un converso reciente que seguía practicando en secreto ritos judaicos. Se abrió un proceso. Andreas pensó que la península Ibérica era demasiado peligrosa para él y prefirió volver a Prusia. En la huida, no pudo recuperar su dinero, que la Inquisición le había confiscado durante el tiempo que había de durar el proceso. Fue así como en Thorn, a finales del año 1498, la firma comercial Copérnico e Hijos fue declarada en bancarrota y, deshonrado, su gerente fue a buscar refugio junto a su tío el obispo.
Aquella bancarrota podía salpicar al prelado. Tenía que librarse de aquel sobrino embarazoso, y no vio más que una solución: convertirlo en canónigo, como su hermano menor. Sin embargo, era preciso que el candidato obtuviera antes un diploma cualquiera en teología o en derecho canónico. Era impensable que Andreas reanudara sus estudios en Cracovia, donde los Copérnico eran considerados personas no gratas. Por consiguiente fue a Italia, con Nicolás, adonde lo envió el obispo, a fin de que se hiciera olvidar por algún tiempo.
—Pero recuperaré mi dinero, puedes creerme, Nico —dijo Andreas, dando un puñetazo en la mesa—. El dinero que me robaron todos esos codiciosos, los banqueros, los inquisidores, ¡los Vespucio! ¿Y crees que el tío Lucas habría levantado siquiera el dedo meñique para librarme de toda sospecha de judaísmo? Iré a ver al Papa, yo, y él se encargará…
—Cálmate, Andreas, te lo ruego —suplicó Nicolás en voz baja—. Estás cansado del viaje, y el vino te ha sentado mal. Ve a dormir unas horas. Volveremos a hablar de todo esto cuando tengas las ideas más claras…
—Entonces tú también estás en mi contra, me desprecias, quieres mi muerte… Puedes estar contento, ¡no tendrás que esperar mucho! En Cádiz, Vespucio me presentó a una condesa, o eso pretendía hacer creer; una buscona, más bien. Mira el regalo que me hizo esa noble dama…
Y Andreas se abrió la camisa de un tirón, arrancando los botones. Su torso hundido estaba cubierto de pústulas blanquecinas y purulentas.
—Repugnante, ¿verdad? Unos lo llaman el mal francés y otros el mal veneciano. O la lepra. Yo lo llamo la desgracia andaluza.
Interrumpió bruscamente sus gesticulaciones porque el ama de Novara, la gruesa Filomena, traía una nueva jarra de vino tinto, a pesar de las miradas suplicantes de Nicolás.
—¡Oh dios, vaya un culo! —gritó entonces Andreas—. Ven a mi cama, hermosa, que yo te regalaré ese mal andaluz.
Y con las dos manos abiertas intentó apoderarse de las respetables nalgas de la buena mujer, que, como no entendía nada de alemán, reía con amabilidad. Nicolás saltó de su silla y se puso a gritar, loco de cólera:
—¡Ya basta, Andreas! Te recuerdo el respeto que debes a la casa de quien nos aloja. Vete a acostar, ahora, o te llevo hasta tu habitación a fuerza de puntapiés en el trasero.
Estaba dispuesto a dar de bofetadas a su hermano. Pero éste tuvo una reacción que lo desconcertó. Mientras Filomena se marchaba, presa del pánico, Andreas rompió a llorar y a golpear la mesa con la frente. Nicolás vio entonces que la coronilla de su hermano mayor estaba enteramente calva, y sólo en el centro de la fontanela crecía un largo y único cabello blanco. Conmovido, sintió deseos de tomarlo en sus brazos y llorar con él.
—¡Perdón, Nicolás, perdón! —gimió Andreas—. No sólo me he hundido en la ruina más espantosa, sino que arrastro al fondo del abismo a todos los que amo. Nicolás, Nicolás. —Pronunciaba el nombre a la polaca, como cuando eran niños: «Miculai», y no el prusiano Nikolaus, más viril—. ¡Ayúdame, te lo suplico! ¡Me ahogo, me ahogo!
Luego detuvo en seco sus lamentos, se puso en pie, anunció que iba a acostarse y salió con el paso demasiado firme de los borrachos que intentan convencer a los demás de su lucidez. Nicolás se encontró de nuevo solo, furioso y colmado de angustia. Después de aquella noche maravillosa de observación de las estrellas, le pareció haber caído en una pesadilla.
Lleno de rabia, hizo saltar el sello de cera que cerraba la carta de su tío. Y su cólera creció más aún: «¡Cuida de tu hermano!», le urgía el obispo para empezar. Seguían recomendaciones de todo tipo, como la de llevar a Andreas a Florencia, donde se encontraban los únicos médicos capaces de curar la enfermedad que padecía, y después la de ir a Roma el año próximo, año santo y jubileo por los mil quinientos años de Cristo, a fin de que el mismo Papa pidiera a la Inquisición española que librara a los Copérnico de toda sospecha de judaísmo, adjuntándoles certificados de bautismo que se remontaban hasta los tatarabuelos y colaterales. Le daba el nombre de cierto número de cardenales y obispos con los que debería entrevistarse. Como algunas frases estaban construidas en un estilo muy ampuloso y no correspondían al estilo más espontáneo utilizado normalmente por el obispo, Nicolás fue a su habitación a buscar la plantilla que ocultaba con el mayor cuidado en el forro de uno de sus mantos desde su marcha de Polonia.