En la tribuna se sucedían los oradores, y todos ellos alababan la grandeza del desaparecido para luego desarrollar, a partir de las obras de éste, sus propios temas predilectos. Poco a poco, en sus palabras, Ficino se convertía en el sucesor de aquellos a quienes él había designado como los portadores de la verdadera sabiduría: Moisés, Atlas, Prometeo, Zoroastro, Hermes Trismegisto, Orfeo, Pitágoras, Platón, Plotino, Proclo…
Copérnico se asombró un poco al ver que Novara formaba parte de los oradores. Su maestro le había enseñado las cartas que había intercambiado con el filósofo difunto, en las que éste le reprochaba un interés excesivo por el macrocosmos celeste, sin intentar buscar las correspondencias con el microcosmos humano para el que había sido creado el Universo, y no ser más que un mecanicista como Arquímedes o Euclides. El astrónomo le había contestado, con cierta sequedad, que su entendimiento era demasiado escaso para lanzarse a elevadas especulaciones sobre el alma humana, y que sus modestas investigaciones para recuperar la sabiduría de los antiguos se contentarían con romper el mundo cerrado, complicado y privado de armonía de Tolomeo, para aportar así su piedra al edificio hermético renaciente. Así quedaron las cosas.
Al subir al estrado, Novara adoptó el tono malicioso que Nicolás conocía muy bien, y que utilizaba cuando se enfrentaba a las ideas preconcebidas. El astrónomo eligió como tema de su disertación
Los tres libros de la vida
, del difunto. Insistió una y otra vez en los tres guías celestes designados por Ficino para conducir al hombre, ese peregrino en el exilio, hacia la resurrección: Mercurio, Febo y Venus.
En el fondo de la sala, Nicolás no pudo evitar una sonrisa. Donde Ficino hablaba como médico del cuerpo y del alma, estimando que detrás de esas tres divinidades antiguas se escondía el secreto de la plenitud y de la madurez individual, Novara veía los dos planetas y el Sol. Sus palabras eran las de un astrónomo, que abogaba por la armonía del macrocosmos en contra de la prisión sofocante, debido a unos mecanismos excesivamente complejos, en que lo habían encerrado Aristóteles y Tolomeo. Luego confesó que, pese a toda una vida dedicada a la investigación, no podía proponer ninguna solución más sencilla, y en consecuencia más bella, que uniera por fin al hombre y al cosmos, en la que ya no se buscaría el destino en los signos, en los fuegos fatuos o en el rayo que derribaba un árbol, sino allá arriba, en el viaje regular de los astros errantes y las estrellas fijas ordenadas en el zodíaco.
Ante esas palabras, en la sala se produjo un murmullo, no se sabía bien si de diversión o de censura. En efecto, el difunto, aquel gran talento, había caído en ocasiones en supersticiones campesinas. Aun recientemente, había creído ver, a posteriori, los signos de la caída de los Médicis en una violenta tempestad descargada sobre Florencia poco tiempo antes.
Un hombre que había llegado con retraso y permanecía de pie junto a la puerta, aprovechó aquel ligero murmullo para decir en voz alta:
—Perdona mi interrupción, Domenico, pero acabo de llegar de Milán. Los franceses han tomado la ciudad. El duque Ludovico ha huido. Yo mismo he sido perseguido y habría podido acabar mis días, como Arquímedes, bajo la espada de un soldado, sin la intervención de mi amigo Charles d'Amboise, que me ha propuesto entrar al servicio del rey de Francia. Le he pedido que mantenga la oferta algún tiempo mientras me decido, con el pretexto de que debía venir aquí, a los funerales de Ficino. Pero sobre todo he venido para alertaros: las tropas francesas están ya en marcha hacia Génova. Su objetivo es conquistar de nuevo el reino de Nápoles, y su camino pasa por Florencia.
—¡Leonardo! ¡No te había reconocido, con esa barba tan larga! —exclamó Novara.
Al oír ese nombre, todos se acercaron a aquel hombre de buena presencia, cuya larga barba negra y la cabellera que le caía sobre los hombros, contrarias a la moda de la época, le daban la apariencia de un profeta o de un filósofo griego. Copérnico pensó que había en ello algo de pose. Y mientras el cardenal Farnesio tomaba las manos del recién llegado como lo haría con un hermano vuelto de un largo viaje, y todos los demás rodeaban al hombre más famoso de la Cristiandad, más aún que Ficino, Copérnico, aquel polaco, aquel bárbaro, se sintió excluido. Su malestar fue tanto mayor por el hecho de que, desde el comienzo de la reunión de la academia de Linceo, había tenido la sensación de verse entronizado en el círculo secreto de los sabios discípulos de Pitágoras y de Hermes Trismegisto. Leonardo da Vinci acababa de expulsarlo de allí.
En realidad, fue el ejército de Luis XII de Francia el que lo expulsó de Florencia. La mayor parte de los miembros de la academia de Linceo prefirieron, en efecto, unirse a la nutrida escolta del cardenal Farnesio y trasladarse a Roma, donde se encontrarían en seguridad. El viaje duró una semana. Copérnico se sentía cada vez más extranjero, un teutón pesado entre aquellas gentes volubles y ligeras, que reían de cosas que a él le parecían fútiles. Se quedó a la sombra de Novara, como un humilde ayudante invisible para los demás. Al principio, por supuesto, todos le habían preguntado sobre su país y sus estudios, a excepción del cardenal Farnesio, que, ahora que se había revestido de la púrpura del prelado, daba la sensación de que ni tan siquiera reconocía al hombre con el que había conversado con tanta familiaridad durante la reunión de la academia. Y Nicolás interpretó como desprecio lo que no era sino respeto al protocolo. Y entonces deseó regresar a su país, por fin solo, canónigo de la catedral de Frauenburg, para consagrarse al estudio, protegido por el obispo Lucas, del mismo modo que Marsilio Ficino, canónigo de la catedral de Florencia, había sido protegido por Cosme de Médicis, al que llamaba su segundo padre. Tales eran los signos, y tal sería su destino.
No era la Ciudad Eterna, sino una cantera. Por todas partes se alzaban andamios, se amontonaban las piedras y las construcciones a medio derribar. Después de bordear el Tíber, el cortejo del cardenal Farnesio entró en un palacio, también en plena reconstrucción.
A desgana, Copérnico siguió a Novara al parque, hasta un pequeño pabellón rematado por una terraza. Media docena de criados se afanaron para instalarlos. Nicolás se encontró en una habitación recubierta de espléndidos tapices. Una graciosa camarera que lucía una librea muy ajustada deshizo su equipaje al tiempo que le dirigía miradas capaces de abrasar al instante al más virtuoso de los canónigos de Frauenburg. A pesar del deseo que sentía, la despidió. Necesitaba estar solo. En una mesita baja se alzaba una pirámide de frutas de diferentes colores, peladas y cortadas en formas artísticas. Tan sólo pudo identificar una de ellas: una naranja. Al lado, una bandeja de plata repleta de patés y de finas lonchas de jamón de un color púrpura cardenalicio. Pero prefirió no tocar la comida, como tampoco la garrafa llena de un vino de color rubí: le habían dicho que en Roma el veneno estaba muy de moda. ¿Pero quién iba a querer matar a un pequeño canónigo prusiano, que ni siquiera era doctor en derecho?
«Sí —pensó— pero no un canónigo cualquiera…, el sobrino del obispo de Ermland, en situación difícil ante el rey de Polonia y ante los caballeros teutónicos». Buscó un calzador para quitarse las botas. No había. Se dispuso a tirar del cordón de la campanilla para hacer venir a la camarera, pero de inmediato se contuvo. De creer las cartas codificadas de su tío, las mujeres romanas eran casi peores que el veneno. Ninguna hetaira en el mundo tenía tanto talento como ellas para sonsacar en el lecho el más recóndito de los secretos de un hombre. Y su tío le había contado con desenfado cómo él mismo se había dejado engañar por una muchacha de un albergue, que además era demasiado delgada y alta para él, a quien gustaban las muchachas bajas y rellenitas.
Teniendo en cuenta aquellos consejos y recomendaciones, Nicolás se resignó a quitarse las botas él solo. La puerta se abrió, y entró sin pedir permiso un hombre con hábitos de canónigo.
—No me he oído invitar a entrar a nadie —dijo Copérnico en tono seco.
—Cómo, Nicolás, ¿es que no me reconoces? —contestó el visitante en polaco—. ¿Tanto he envejecido en veinte años? Bernard Sculteti…
Copérnico hizo una mueca que indicaba que el nombre no le decía nada.
—O mejor dicho, Soltysi —precisó el otro—. ¿No es la traducción exacta en latín? ¡Tu antiguo preceptor, hombre!
—¡Maestro Bernard! ¡Perdóneme! Tengo muy mala memoria para las caras. Y además, entonces llevaba usted barba.
—He tenido que sacrificarla a mis nuevas funciones, porque a Su Santidad Alejandro VI no le gusta que nadie lleve pelos en el mentón.
No era sólo la desaparición de aquel frondoso sistema piloso. El magro y famélico preceptor de antaño se había vuelto gordo y rojo, como la caricatura que el vulgo se hace de un canónigo.
—¿Qué funciones? —preguntó Copérnico, a pesar de que conocía perfectamente la respuesta.
—Represento al obispado de Ermland junto al Papa. Soy el delegado de monseñor. ¿Es que no te ha dicho nada tu tío?
—Nunca habla en sus cartas de cuestiones políticas, porque cree que aún no soy más que un bachiller atolondrado.
Era mentira, pero después de todo ¿no le repetía Lucas una y otra vez que desconfiara de todo y de todos? Por lo demás, Soltysi o Sculteti no pareció creerle porque, dejando el familiar tuteo con que se había dirigido a él, replicó, medio en serio medio en broma:
—En tal caso, será necesario que yo mismo le instruya. ¡Después del latín y la gramática, tendré que asumir el cargo de preceptor suyo en política! Para superar su desconfianza, monseñor Lucas me ha ordenado que le entregue este pliego.
Por cortesía, Nicolás dejó para otro momento la lectura de aquel mensaje, invitó a sentarse a Sculteti, y comentó con asombro:
—Las noticias corren aprisa en este país. Apenas he tenido tiempo de deshacer mi equipaje, cuando aparece usted como un diablo…
—Van incluso demasiado aprisa. Aún no habíais salido de Orvieto cuando ya toda Roma conocía el nombre y la función de todas las personas que acompañaban a Alejandro Farnesio. En particular, un astrólogo polaco del que se ha encaprichado su eminencia… ¡Usted, que afirma ser un político mediocre, ha dado un golpe maestro!
—¿Encaprichado? ¿Astrólogo? ¿Qué historias son ésas? No hubo ningún cálculo por mi parte, créalo —se indignó Nicolás—, y sólo la casualidad…
—¿Qué importa si hubo habilidad o candor por su parte? El resultado está ahí. Se encuentra usted en una situación excelente para poder aproximarse al Santo Padre. El tiempo urge, y por mi parte soy mal visto en la corte porque, hace ya cinco años de eso, aposté por los favores del cardenal Giovanni de Médicis. Pero…, tendré que importunarlo aún durante una buena hora. Por fortuna, tenemos con qué deleitarnos. Pruebe esto: es la fruta preferida de Fernando de Aragón, traída desde el Nuevo Mundo: el ananás. Su punto ácido casa a la perfección con los vinos tintos de sus dominios, tan bien concebidos. ¿Permite?
Y al mismo tiempo que engullía como si no hubiera probado bocado en una semana, el delegado empezó a describir la vida en Roma bajo el pontificado de Alejandro VI. La colina del Vaticano se había convertido en la guarida de una jauría de lobos, y era en aquella guarida donde tenía que penetrar Nicolás Copérnico. Pero había tenido suerte con aquel encuentro fortuito con Alejandro Farnesio. No tan fortuito, por otra parte, ya que el prelado consultaba con regularidad a Novara acerca de su destino astral. Farnesio había pagado muy cara su silla de cardenal. Para redondear la suma bastante consistente que había debido desembolsar, echó a su hermana Julia en los brazos del papa Borgia. Ante Farnesio, más rico aún que los Médicis, se abría un porvenir más grande aún que el de éstos, y Novara no había corrido demasiados riesgos al leerle en los astros un próximo trono de san Pedro.
Después de aquel informe, Sculteti se fue de forma tan furtiva como había aparecido, no sin recomendar antes a Nicolás que le avisara de inmediato, y sin intermediarios, a la menor alarma. Al quedar solo frente a la jarra y los platos que su visitante había vaciado, Copérnico se sintió excitado por aquella entrada en una nueva vida de acción y de peligros, y olvidó su resolución de concluir sin ruido sus estudios y regresar a su país para llegar a ser el Ficino del Báltico.
Se precipitó en la habitación contigua, en la que estaba acostado Novara, chorreando sudor y tembloroso de fiebre, escoltado por el médico personal de Alejandro Farnesio. El enfermo le tendió un salvoconducto del cardenal que le permitía entrar en la biblioteca vaticana, y luego le pidió que lo dejara solo. Copérnico se fue entre maldiciones a la complexión enfermiza de ciertas personas. Él mismo, como su tío, no sabía lo que era estar enfermo.
Pasó una semana impaciente paseando por Roma, solo, sin atreverse a entrar, a pesar de sus salvoconductos, en el recinto del Vaticano, por miedo a cometer algún error si se tropezaba con algún personaje comprometedor. Por esa razón limitó sus visitas a las ruinas antiguas, de las que trazaba bosquejos, o al campo. Y después, cuando Novara estuvo de nuevo recuperado, todo se desarrolló sin que Nicolás tuviera que hacer la menor gestión.
Fue así como se encontró a la mesa de su anfitrión, el cardenal Farnesio, en una cena de diez personas, una cena íntima para las costumbres fastuosas de aquel príncipe. Para presentar a su invitado, al que el resto de los presentes, a excepción de Novara, no conocía, Farnesio contó la manera ingenua y poco protocolaria con que le había abordado Nicolás en Florencia. Lo hizo con gracia suficiente para divertir a los otros, y con la delicadeza necesaria para no avergonzar a su víctima. Una víctima propicia, por lo demás, que reía con tantas ganas como los demás de su torpeza, y que se convirtió, como el país del que venía, en el centro de la curiosidad de todos, cuando el anfitrión hubo concluido su relato. Era obvio que aquellas personas de un refinamiento extremo imaginaban las regiones septentrionales como siniestros pantanos en los que vivían, en cabañas de troncos, gentes míseras vestidas con pieles de animales y que se alimentaban de raíces. Naturalmente, no dejaron traslucir nada, pero Copérnico advirtió con claridad en sus preguntas la condescendencia del civilizado hacia el bárbaro. Con habilidad recargó las tintas para darles la razón, aunque hizo una excepción con Cracovia al señalar que sus bellezas se debían a artistas italianos, y alabó también la prosperidad comercial de Danzig, y las posibilidades del obispado de Ermland de convertirse algún día lo dijo con la dosis de ironía precisa para que sus palabras fueran tomadas por un chiste en una Venecia del Báltico. Llegado a ese punto, tuvo conciencia de pronto de que la embajada que le había confiado su tío estaba ya en marcha. Así pues, se interrumpió para excusarse por su insípida charla de batelero del Vístula.