Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (30 page)

Copérnico se encogió de hombros, pidió a Radom que les sirviera algo de comer, y luego le contó el viejo conflicto existente entre Dantiscus y él, a partir del asesinato de monseñor Lucas. Cuando hubo terminado, Giese permaneció largo rato pensativo y silencioso. Su amigo acaba de introducirlo en un mundo que siempre le había sido desconocido. Finalmente, apartó las manos de su boca y dijo, como hablándose a sí mismo:

—No, no es por esas viejas historias por lo que Dantiscus os persigue, a ti y a nuestra querida Ana. Si te teme, no es por esa razón. Es el astrónomo amigo del Papa quien le da miedo, no el sobrino de Lucas. Tu prestigio le hace sombra, Nicolás. Y sobre todo… Imagina por un instante que, en mi obispado de Kulm, uno de mis subordinados se llamara Miguel Ángel, Erasmo o… Copérnico. Yo me sentiría en el mayor de los embarazos. Sobre todo, si yo mismo sintiera afición por la filosofía, el arte o la poesía, y tuviera alguna reputación en cualquiera de esos terrenos. La única solución que se me ocurriría para imponerle mi autoridad sería exigirle que trazara una frontera lo más nítida posible entre el canónigo y el genio. Si te comportas como el más humilde de los canónigos y le obedeces en todo, créeme, él dejará que tu genio brille aún más. En ese terreno, no se atreverá a enfrentarse a ti.

—¡Nunca me separaré de Ana!

—En ese caso, por lo menos salva las apariencias, haz algunas concesiones. Me ha parecido que Dantiscus está bien predispuesto para llegar a un acuerdo. Ese antiguo embajador ante los más grandes príncipes del mundo no me ha parecido que se sintiera demasiado orgulloso por haberse enredado en una disputa tan mezquina. Quiere que cedas, canónigo Copérnico. Cede, pues, para crecer más, Nicolás, nuevo Tolomeo. Escucha lo que te propongo…

Al día siguiente, parte de los enseres de Ana fueron enviados al convento de Danzig, y el canónigo espía de Dantiscus tomó buena nota de ello. Pero el ama de llaves se había marchado discretamente, la noche anterior, a la casa de campo en lo alto de cuya torre se había colgado Andreas años atrás, y que Nicolás había recomprado al capítulo, tanto en recuerdo de su hermano como para contar con un lugar propio al que retirarse si le quitaban sus prebendas o su cargo. Ella fue allí acompañada por Soltysi y sus hijos. La mansión, situada en la cercanía de unos terrenos y de un burgo fortificado que quedaban bajo la responsabilidad del canónigo Copérnico, se encontraba a tan sólo media jornada a caballo desde Frauenburg.

¿Desconocía Dantiscus aquel subterfugio, o cerró los ojos, satisfecho por haber obligado a ceder a su molesto subordinado? En cualquier caso, el burgo de Mehisack nunca tuvo, en el recuerdo de sus habitantes, a un canónigo mejor dispuesto a arbitrar sus pleitos de lindes.

IX

A
quella mañana del 6 de febrero de 1528, el aire era tan helado que parecía a punto de solidificarse en algunos rincones. Sin embargo, la plaza mayor de Feldkirch estaba repleta de gente. Todos los parroquianos de aquella ciudad austríaca, contenidos por una fila de soldados, se apretujaban alrededor de la pira levantada la víspera delante del atrio de la catedral.

De pronto se produjo un clamor:

—¡Vete a arder al infierno, brujo, demonio, sucio judío!

La carreta que llevaba al condenado se abrió paso entre la multitud. De ella bajó un hombre, empujado sin contemplaciones por los guardias. Tendría unos cuarenta años. Iba descalzo, vestido únicamente con una larga blusa escarlata y un sombrero cónico amarillo encasquetado en la cabeza; y su rostro, a pesar de aparecer desfigurado por morados y hematomas, conservaba una inmensa dignidad. Delante de él un monje, con la cabeza oculta bajo un capuchón y enarbolando un gran crucifijo, subió vacilante la precaria escalera que llevaba al poste plantado encima de la pira, junto al que esperaba el verdugo.

—¡Papá!

Al oír ese grito, el condenado, que acababa de poner el pie en el primer peldaño que ascendía hacia su suplicio, giró rápidamente la cabeza. Debajo de él, delante de la fila de soldados, un muchacho de catorce años, muy erguido y con una expresión llena de orgullo, estrechaba con fuerza contra su pecho a su madre arrasada en lágrimas. La triste pareja estaba flanqueada por dos monjes dominicos. El condenado gritó entonces con voz firme al chico:

—Joachim, hijo mío, no olvides nunca lo que te he enseñado.

No pudo decir nada más; el ayudante del verdugo lo empujó sin contemplaciones, y él tropezó y siguió su ascensión hasta el poste, al que fue atado. Cuando el monje le tendió el crucifijo, volvió la cara para no besarlo. La muchedumbre redobló sus insultos, y luego retrocedió: unos hombres que empuñaban antorchas rodeaban ahora la pira. Un viajero, seguramente un mercader rico, que había asistido a la breve despedida entre padre e hijo, preguntó entonces a su vecino, un herrador de caballos vestido con su delantal de cuero:

—¿Qué ha hecho ese pobre infeliz para merecer este castigo?

—Es el doctor Georg Iserin. Un médico estupendo, puede creerme, forastero. Mi chico lo sabe muy bien. Como pago por su curación, Iserin me pidió que le forjara un instrumento diabólico de lo más extraño, puede creerme. Porque ese impío, ese relapso como lo han llamado los jueces, intenta fabricar oro con hierro. Además, parece ser que adivina en las estrellas el porvenir que nos reserva el buen Dios. Por fuerza tiene que ser judío. Eso no le impide conchabarse con el hereje Zwinglio y sus cómplices de Zurich, al otro lado de la frontera, puede usted creerme.

—Le creo, buen hombre, ¡pero me parece demasiado para un solo hombre! —contestó el mercader, medio en serio medio en broma—. Y a su mujer y su hijo ¿qué destino les aguarda?

—¡Les expulsan! Que se vayan al diablo, o con ese Zwinglio, que es lo mismo, puede creerme.

—¡Buena idea! Estoy seguro de que Lutero y sus amigos encontrarán en ese muchacho un adversario temible.

Lo dijo de una manera tan irónica que el herrero dirigió una mirada suspicaz a su interlocutor. El abate Nicolás Schönberg prefirió eclipsarse. No era cuestión de comprometer con una broma la delicada misión que le había confiado el Papa ante el archiduque Fernando de Austria y la Liga católica de Feldkirch. Las llamas se elevaron, formando en el aire una espesa columna de humo negro. Pero Georg Iserinno lanzó un solo grito, para gran decepción de sus antiguos pacientes.

Después de ser obligados a presenciar el suplicio, el joven Joachim Iserin y su madre fueron expulsados de la muy católica Vorarlberg y acompañados por una nutrida escolta hasta la frontera con el cantón de Zurich, favorable a los reformados y dirigido con energía por el que era ya conocido como el profeta de Suiza: Ulrich Zwingli o Zwinglio. Con gran caridad cristiana, el tribunal eclesiástico de Feldkirch había autorizado a la viuda y el huérfano a conservar a su lado a un viejo criado, así como un asno y algunas ropas, de modo que los pastores que veían pasar a los proscritos recordaban de inmediato las vidrieras que narraban la huida a Egipto de María, José y Jesús. Todos los bienes del médico habían sido confiscados, y su considerable biblioteca arrojada a las llamas…, a excepción de los libros que se había quedado para sí el obispo encargado de dirigir el proceso por brujería.

El viaje fue largo y penoso. Apiadados de la madre y el niño, los campesinos les ofrecían pan, sopa y, al llegar la noche, el heno de sus granjas, en el que se desplomaban vencidos por la fatiga, de modo que apenas conseguían estorbar su sueño las vacas que dormían debajo de ellos. Por fin llegaron a la bella e industriosa ciudad de Zurich, cuyos altos edificios blancos y grises bordeaban un lago sereno. Joachim quedó maravillado. ¡Qué contraste con la helada Feldkirch, acurrucada en el fondo de su valle alrededor de la fortaleza y la catedral!

No les costó apenas esfuerzo encontrar la vivienda del doctor Gasser, astrólogo y alquimista, antiguo condiscípulo y amigo de Georg Iserin. Aquel hombre, uno de los notables de la ciudad, había sido informado de su condena por el difunto, que le había suplicado que acogiera en su casa a su esposa y su hijo. Petición innecesaria, porque la viuda y el huérfano fueron recibidos por aquella austera familia reformada como si formaran parte de ella desde siempre. Además, por precaución, el hombre quemado en Feldkirch había confiado desde mucho tiempo atrás al médico de Zurich algún dinero, que éste había hecho fructificar de forma juiciosa, de modo que Joachim pasó su adolescencia en un ambiente tan piadoso como impregnado de estudio y de cariño.

El mayor de los hijos del doctor descubrió muy pronto las cualidades del muchacho. Aquel pisaverde de veintitrés años, llamado Aquiles Pirmin, había concluido recientemente un curso en Wittenberg, en el que había tenido como profesor principal a Philip Melanchthon. Tenía que marcharse de nuevo unos meses más tarde para seguir sus estudios de medicina en la prestigiosa universidad francesa de Montpellier, porque tanto en Padua como en las demás facultades italianas, todo el que tuviera la más mínima relación con el luteranismo era
persona non grata
.

Desde el momento en que vio al joven Joachim, Aquiles quedó prendado de la belleza angelical del adolescente, de su larga cabellera rubia y rizada, los ojos azul celeste y el rostro pálido de labios muy rojos, con rasgos indecisos aún entre lo viril y lo femenino. Lo sondeó con delicadeza y se dio cuenta con estupor de que Joachim estaba dotado hasta un punto prodigioso para las matemáticas. Aquel guapo Antínoo le explicó con modestia que había sido su padre quien lo familiarizó con el arte de los números casi desde la cuna, pero Aquiles constató que las capacidades de aquella mente virgen iban mucho más allá de las lecciones aprendidas. Y además, le gustaba tanto oír salir de aquellos labios jugosos las cifras y los teoremas enunciados por una voz que todavía no había cambiado… Empezó a llamarlo «Patroclo» o «Alcibíades», apodos que a Joachim le parecían bellos y que enternecían a la señora viuda de Iserin, pero que el doctor Gasser escuchaba con el entrecejo fruncido.

En el corazón del muchacho, el joven fue reemplazando poco a poco al hermano mayor que no había tenido y al padre que había visto morir en la hoguera. La noche antes de su marcha, Aquiles fue a despedirse de su Patroclo en la habitación de éste. Por fin pudo acariciar aquellos bucles dorados y aquellas mejillas de doncella, antes de besar su boca con gusto de cereza.

Gracias a las reformas preconizadas por Melanchthon en las universidades luteranas, Joachim pudo entrar muy pronto en la facultad de Zurich, mientras su tutor, el doctor Gasser, le enseñaba el arte de leer los secretos de la historia de los hombres en los astros. Su camino estaba trazado: sería médico, como su padre. Iría a reunirse con Aquiles en Montpellier. Mientras tanto, iba aprobando exámenes con una facilidad portentosa, como sin querer.

Un día apareció, como un torbellino, un profesor de medicina que había enseñado un poco por todas partes de Europa y, se decía, incluso en la India. Los estudiantes de Zurich se abalanzaron en masa para asistir a las dos o tres conferencias que daba, aprovechando la ausencia de Zwinglio, que había partido al frente de sus tropas para guerrear contra los cinco cantones de la Confederación suiza hostiles a la Reforma. Philippus Aurelium Theophrastus Bombastus von Hohenheim, llamado Paracelso, no les decepcionó: dio su lección en alemán, y después salió al claustro y quemó delante de todos los libros de Galeno y Avicena, de los que llevaba una buena provisión. Luego gritó con voz de trueno:

—Os lo digo, el tolano que crece en mi cogote es más sabio que todos vuestros autores, los cordones de mis zapatos saben más que vuestro Galeno y vuestro Avicena juntos, y mi barba tiene más experiencia que todas vuestras escuelas. No quiero perderme el momento, futuros charlatanes, en que las marranas os arrastrarán por el barro. Ninguno de vosotros podrá esconderse en un rincón tan oscuro que no lleguen hasta él los perros para mearle encima.

El gesto y la diatriba maravillaron a Joachim. Tenía que hablar con aquel hombre a solas.

Nada ni nadie podía resistirse a su encanto, a la resplandeciente belleza de sus diecisiete años, a la pasión con que ardían sus ojos azules y vibraba su voz melodiosa de contralto, casi de
castrato
, merecedora de cantar bajo la bóveda de San Pedro de Roma. El vehemente y extravagante Paracelso cedió también, después de algunas reticencias: aficionado a la fisiognomía, desconfiaba de los tipos a los que llamaba «jetas de ángel». Él mismo no tenía un aspecto demasiado atractivo: bajo, grueso, rojo como un diablo, nadie se habría girado por él en la calle de no haber sido por la mirada ardiente bajo los párpados pesados, los labios gruesos con su eterna mueca de desdén hacia sus semejantes; y sobre todo de no llevar a rastras, rebotando contra los adoquines, la gigantesca espada que le había regalado un verdugo y cuyo pomo guardaba, según se decía, la piedra filosofal.

Sin embargo, Paracelso no pudo disimular su asombro cuando aquel hermoso joven le recitó pasajes enteros de su obra. Aquella idolatría no disimulada triunfó fácilmente sobre sus reticencias, y dedicó al efebo los seis últimos días y las seis últimas noches de su estancia en Zurich. En el momento de la despedida, aquel irascible curandero le dio algunos consejos:

—Olvídate de la medicina, guapo, déjasela a los charlatanes que la enseñan y la practican tan mal. Ve a la conquista de los secretos de la naturaleza, al corazón de las piedras, al tallo de las plantas, a las vísceras de los animales y de los muertos, y allá arriba, a las estrellas. Porque la piedra filosofal está en todas partes, en el fuego, en el aire, en el agua, en la tierra, y sobre todo aquí…, y aquí.

Su dedo índice gordezuelo y provisto de dos marañas de pelo rojizo señaló el pecho musculoso de Joachim, en el lugar del corazón, y luego su amplia frente blanca como la nieve.

—¡Viaja, hermoso niño, viaja, ve al encuentro de los grandes hombres de esta época! ¡Escúchales como me has escuchado a mí!

Joachim se echó a los pies de Paracelso, le tomó las manos y las inundó de lágrimas mientras decía entre sollozos: «¡Gracias, gracias!». Un tanto avergonzado, el otro se desasió del abrazo y gruñó:

—Ya basta…, vamos… ¿Qué mosca os ha picado a todos, que me tomáis por un nuevo Mesías? Y a propósito, mi bonito efebo de Israel, tal vez deberías cambiar de nombre. Ni Lutero ni Zwinglio aprecian demasiado a los judíos, desde que vuestros rabinos rechazaron sus propuestas.

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