En cuanto a aquel Melanchthon, Copérnico sabía muy bien que era el amigo más íntimo de Lutero. Si se convertía en un partidario público de su teoría, el canónigo perdería el apoyo y las muestras de ánimo que recibía de Roma. En cambio, envió gustoso la traducción de su ensayo sobre la moneda. Estaba orgulloso de ese escrito, tal vez más que de sus trabajos astronómicos, porque le daba la sensación de ser útil para la mejora de la suerte de los hombres.
La Reforma tenía sus más firmes partidarios polacos entre los comerciantes de Danzig, que se había convertido en el más próspero de los puertos del país. El rey Segismundo les dejaba hacer: los necesitaba demasiado. Y además, aquella ciudad siempre rebelde se mostraba celosa de sus libertades, arrancadas a los teutónicos y confirmadas después por Cracovia. Pero la situación se hizo más delicada cuando el prelado de la diócesis pidió al clero que tenía bajo su mando que rezara y bautizara en lengua vulgar. El monarca decidió no intervenir en persona, sino valerse del papista exaltado de Ferber. El obispo de Ermland empezó por utilizar la fuerza, al enviar allí a su tropa, es decir, a monjes fanáticos, que arrastraron con ellos a la hez de los suburbios y de los campos. Hubo varios días de terror, en los que las principales víctimas fueron mujeres, niños y ancianos. Aquella horda fue rechazada por fin, y las milicias burguesas los persiguieron y mataron en masa. Toda Prusia y Polonia corrían el peligro de quedar sumergidas en un baño de sangre. Prudentemente, Segismundo I llamó al orden a Ferber, le ordenó que no saliera de su palacio episcopal de Heilsberg y luego pidió al capítulo de Frauenburg que hiciera olvidar las violencias cometidas por su obispo.
Con el argumento de su anterior experiencia de la diplomacia junto a su tío, Copérnico propuso entablar negociaciones. Al abad le pareció excelente que uno de sus canónigos, cuyo gran renombre como sabio repercutía sobre todo el conjunto de la diócesis, ocupara una posición destacada. Fue entonces cuando, en contra de todo lo que cabía esperar, Bernard Sculteti, que había viajado desde Roma con motivo de aquella cuestión, intervino:
—No estamos hablando de tratos entre embajadores. De lo que se trata es de devolver al obispo de Danzig al seno de la Iglesia. Por consiguiente no necesitamos a un diplomático, a pesar de la habilidad que pueda tener el reverendo Nicolás, sino a uno o varios teólogos. Y por lo menos en esas materias, uno de nuestros excelentes amigos no nos supera…
Hubo algunas sonrisas. Fue Tiedemann Giese el elegido, y Nicolás se sintió traicionado por sus dos mejores amigos, con la sensación de que querían arrojarlo en marcha a la cuneta de la historia, de que querían arrinconarlo entre sus cálculos y su astrolabio. «¡Que se divierta haciendo juegos malabares con los planetas, y deje de entrometerse de una vez en las cosas serias como son las creencias, las guerras y la vida de los hombres!».
Bernard Sculteti, después de la muerte de León X y con el intervalo de los veinte meses que duró el efímero Papa de Carlos V, el holandés Adriano VI, había recuperado sus funciones de capellán junto a su sucesor; cambió de amo pero no de familia, porque Clemente VII era también un Médicis.
—Compréndelo, Nicolás —explicó a un Copérnico despechado—, no debes exponerte en este momento. Sé muy bien que Giese y tú coincidís con las personas que, como Erasmo, piensan que es posible aún lograr un compromiso entre Lutero y Roma. Pero es demasiado tarde, querido. La ruptura se ha consumado. El monje de Wittenberg ha sido expulsado de la Cristiandad. Erasmo, dicho sea de paso, lo ha entendido perfectamente y parece que se inclina más hacia la Iglesia. Se ha acabado. Vivimos un cisma, sufrimos la mayor herejía de todos los tiempos. Si después de Sajonia y Brandenburgo, Polonia cae a su vez, nadie puede saber qué ocurrirá. Pero tú, Nicolás, ten cuidado. Tu viejo enemigo Alberto de Prusia ha intentado atraerte hacia los luteranos a través de los distintos trabajos que te encargó. Tu respuesta evasiva no ha hecho sino aumentar su resentimiento hacia ti. Si no te mantienes al margen de este asunto, tu vida no valdrá mucho.
Sculteti había aceptado con entusiasmo la invitación a instalarse en casa de Copérnico durante su estancia en Frauenburg. Después de la reunión del capítulo relativa al obispo de Danzig, él, Nicolás y Tiedemann Giese habían vuelto a reunirse en la biblioteca de la torre de las murallas, donde Ana les había servido una colación. Copérnico se había tranquilizado al escuchar las explicaciones de su antiguo cómplice en las «campañas italianas», como decían bromeando. Sin embargo, seguía pareciéndole desagradable el verse marginado, él a quien nada le gustaba tanto como la acción.
—En resumen —refunfuñó—, en mi lugar tú habrías rechazado categóricamente las propuestas del gran duque. Incluida esa maldita traducción de mi ensayo sobre la moneda.
Tiedemann Giese intervino. Su opinión era importante, porque siempre se mostraba más prudente y ponderado que sus dos fogosos mayores:
—No te hago ningún reproche, Nicolás, porque ese ensayo significaba mucho para ti. Yo te habría aconsejado que enviaras una respuesta muy respetuosa a su alteza, que incluyera la observación de que un canónigo de Ermland, y muy católico, no puede permitirse, a menos de traicionar su cargo y a sus superiores, ponerse al servicio de un príncipe seguidor de la Reforma. Al aceptar una cosa y rehusar la otra, no sólo lo has disgustado, sino que además la diócesis sospecha que sientes alguna simpatía por los reformados.
—¡Y es el prudente Tiedemann el que me reprocha haber hecho demasiados remilgos entre la cabra y la col! Tendríamos que haberle llevado hace tiempo al Ramo de Violetas, ¿no te parece, Bernard?
A Giese le molestaba aquella complicidad y unas alusiones sexuales de las que no entendía nada, y se encogió de hombros. Sculteti aprobó las palabras del más joven de los tres, e insistió:
—No han tardado ni un segundo en informar de esa correspondencia a Roma, Nicolás. Allá abajo, uno de tus ilustres admiradores ha llegado a preguntarme si por casualidad no te inclinabas hacia el bando de los cismáticos. Lo que ahora tenemos delante es una guerra, no una discusión entre los luteranos y nosotros. Y nadie puede quedar al margen: es necesario que cada cual elija su campo.
—Pues bien, yo me niego a combatir —replicó Copérnico con énfasis—. Y créeme, somos muchos los que nos negamos, entre los filósofos y los artistas. La correspondencia que mantengo con ellos es la prueba. Puesto que no queréis escuchar nuestra voz, la voz de la razón, pelead entre vosotros, destrozaos como fieras salvajes. Al menos las fieras salvajes sólo se matan entre sí por hambre.
Giese sacudió la cabeza en señal de aprobación. Por su parte, Sculteti hizo una mueca dubitativa: en Roma no se veían las cosas de la misma manera que en Frauenburg. Allá abajo se sabía que la Reforma estaba extendiéndose por toda Europa como una mancha de aceite, mientras los otomanos de Solimán el Magnífico aprovechaban la situación para penetrar más y más en la Cristiandad. Desde Frauenburg no se veía más allá de un pedacito de Prusia, y la única preocupación era devolver a un oscuro obispo de Danzig al seno de la Iglesia. Para el capellán de Clemente VII, Copérnico tenía un papel modesto que desempeñar en aquella gigantesca partida: ya que los luteranos soñaban con regresar a una impensable Iglesia primitiva, el Papa había decidido que, muy al contrario, era necesario emprender también reformas, pero reformas enfocadas hacia el futuro, en un mundo trastornado por la multiplicidad de descubrimientos y de novedades. Lo más duro iba a ser convencer al canónigo de Frauenburg, cuyo espinazo era en exceso rígido. Sculteti lo sabía por experiencia; de modo que tanteó el terreno, después de carraspear para aclararse la garganta:
—Ya ves, para tranquilizar sobre tus opiniones a muchos personajes importantes de Roma, entre ellos los cardenales Farnesio y Schönberg…
—¿Schönberg? ¿Cardenal?
—Cardenal de Capua, sí. ¿No lo sabías? ¿Es que no forma parte de tus corresponsales? Espero que no hayas reñido con él, por lo menos, porque siente por ti una admiración sin límites. Además, se ha convertido en un personaje de moda, en Roma.
Al oír esa respuesta, Copérnico se mordió los labios. Otro que no fuera su antiguo preceptor habría tenido que sufrir una de las cóleras violentas que le asaltaban cuando se sentía cogido en falta. En efecto, desde hacía varios años, sin darse cuenta, por negligencia o por orgullo, se había aislado del mundo. Consciente de que había dado en la diana, Sculteti prosiguió:
—A Schönberg le preocupa saber si no te inclinas hacia el bando de Lutero. Para tranquilizarlo, decía, así como a Farnesio, tienes que acabar tu gran libro de astronomía, imprimirlo y dedicárselo a ellos.
—Es imposible por el momento. Estoy atascado con los epiciclos de Marte, y…, bueno, es demasiado largo para explicártelo.
—Podrías por lo menos enviarles la versión completa de tu
Resumen
—sugirió Giese.
Copérnico se encogió de hombros: contentarse con enviar un borrador sería tan descortés para los destinatarios como insatisfactorio para él. Sculteti propuso entonces:
—Permíteme exponer yo mismo tu teoría cuando esté de vuelta en Roma.
Copérnico se puso aún más rígido, y preguntó desdeñoso:
—¿Qué sabes tú de astronomía?
—Lo bastante para haberte enseñado hace años algunas nociones de álgebra y de geometría, si no me equivoco —replicó a bote pronto el antiguo preceptor de Nicolás y Andreas.
Esta vez, Copérnico se declaró vencido. ¡Que hicieran lo que quisieran, a fin de cuentas! ¿A él qué le importaba?
Sculteti marchó de nuevo a Italia. Pero el capellán del Papa no tuvo ocasión de exponer ante Su Santidad y un grupo selecto de cardenales la teoría de su amigo. En efecto, los lansquenetes de Carlos V, aliados con las tropas de los Colonna, familia rival de los Médicis, asaltaron la Ciudad Eterna y la saquearon. La ocupación duró dos años, en los que la rapiña sucedía al pillaje mientras Clemente VII estaba encerrado en el castillo de Sant'Angelo con su séquito, del que formaban parte Sculteti y Schönberg. Mientras unos príncipes cristianos se destrozaban entre ellos, y otros, como el rey Luis de Hungría, caían bajo la cimitarra de Solimán el Magnífico; mientras se consumaba la ruptura entre los reformados y la Iglesia romana; mientras en el resto del mundo se descubrían sin cesar nuevas riquezas y a otros seres humanos que vivían y creían de modo distinto, Copérnico decidió que no tenía derecho a turbar más aún las almas inquietas de sus contemporáneos. ¿Por qué añadir otro tizón encendido a las llamas, anunciándoles que no eran sino hormigas corriendo en todas direcciones sobre una bola suspendida en el vacío y girando alrededor del gran Sol?
Intentó en cambio, como algunos otros hombres de buena voluntad, verter un poco de agua sobre aquel incendio. El obispo de Danzig, a pesar de todos los esfuerzos de Giese, había acabado por unirse a la Reforma, y fue excomulgado. Pero ahora las ideas de Lutero se habían introducido también en el capítulo de Frauenburg. Uno de los canónigos, Félix Reich, defendió insistentemente ante sus colegas la necesidad de celebrar la misa en lengua vulgar, y sobre todo criticó los escándalos del papado. Podía permitírselo: con Giese, era el que llevaba una vida más irreprochable de los dieciséis miembros del capítulo, pero alardeaba de ello con una ostentación agresiva muy distinta de la indulgencia del amigo de Copérnico. Reich acabó su discurso atacando con virulencia a los restantes quince canónigos por vivir en pecado, refiriéndose sobre todo, sin nombrarlos, a Copérnico, en concubinato notorio con Ana Schillings, y a Alejandro Soltysi, alias Sculteti, hermano del secretario del Papa, cuyas aventuras y bastardos eran incontables. Recordó que, si la carne es débil, por lo menos Martín Lutero no había tenido la hipocresía de ocultarlo, y había contraído matrimonio ante Dios, el año anterior.
Copérnico pensó entonces que Reich estaba en lo cierto. Hacía ya casi veinticinco años que Ana y él vivían juntos, a la vista de todos aunque sin hacer alarde de su relación; de alguna forma estaban casados ante Dios, pero no ante la Iglesia. En su interior sentía un vago malestar por haber quebrantado así sus votos de celibato. ¿Era ésa la razón por la que siempre se había negado a tener el hijo que Ana, sin embargo, tanto deseaba?
Por otra parte, Reich nunca le había gustado: le recordaba demasiado a aquel monje florentino, Savonarola, del que Maquiavelo había trazado años atrás un retrato a punta seca. La misma fiebre, la misma manera de flagelarse a sí mismo con tanta voluptuosidad como a los demás. El debate duró mucho tiempo. Copérnico no quiso intervenir, a pesar de que se lo solicitaron con insistencia. No tanto por la voluntad de mantenerse neutral, sino porque consideraba aquello tan aburrido como inútil. Giese se esforzaba por todos los medios en encontrar un terreno de acuerdo, pero era demasiado tarde. El precipicio era ya demasiado ancho para que nadie pudiera tender un puente sobre él. Además, Alejandro Soltysi se había convertido en el partidario más fanático de Roma, y el resto del capítulo se sentía incómodo. El ambiente se caldeó tanto que Reich prefirió abandonar la sesión y encerrarse en su casa de Allenstein. Desde allí, escribió e hizo imprimir algunos libelos en los que llamaba al clero polaco y prusiano a unirse a la Reforma. El cisma alcanzó así también al capítulo de Frauenburg. Como el obispo Ferber se mantenía en una posición papista inflexible, seguido por la mitad del capítulo encabezada por Alejandro Soltysi, que defendía sobre todo sus propios intereses suntuarios, y familiares, el tema tenía forzosamente que envenenarse.
El bando de los moderados, capitaneado por Copérnico y Giese, se sintió muy aislado. Decidieron apelar al propio rey de Polonia, porque Segismundo I era partidario de cierta libertad de culto para los luteranos, si bien con cierto número de limitaciones y restricciones. Así pues, el monarca envió a uno de sus representantes a los dos canónigos. Y Copérnico tuvo la muy desagradable sorpresa de ver llegar a su casa de Frauenburg a quien él llamaba con mucha justicia «el Glimski de Segismundo», del que sospechaba que había proporcionado a Alberto de Prusia el boticario que envenenó a su tío Lucas: el caballero Johann von Flachsbinder, alias Dantiscus.
A los dos hombres les costó un gran esfuerzo dar a su conversación un tono normal. Por fortuna, apareció Giese e hizo con habilidad el papel de bichero o de cojín para que el poderoso navío de Dantiscus no se rozara demasiado con el áspero rompeolas de Copérnico. Este último condujo hasta el observatorio a su visitante, que demostró tener algunos conocimientos de astronomía y le propuso enviarle una esfera armilar y un reloj que le había regalado tiempo atrás el emperador Maximiliano. Por toda respuesta, Copérnico recordó de pronto que su canonjía le obligaba a viajar con urgencia a Elbing, para juzgar un pleito sobre lindes. Tendría que salir al alba del día siguiente, de modo que sería mejor debatir ahora el tema que había traído a Frauenburg al emisario real.