Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (23 page)

—Os recuerdo que suspender su cobro es competencia exclusiva de la sede apostólica —intervino Tiedemann Giese, cuyo doctorado en derecho era mucho más reciente que el de sus colegas.

—Muy cierto, y nuestro próximo obispo formará parte de ella.

La alusión era clara: el próximo obispo en cuestión podía muy bien ser el «hermano del leproso». Era preciso jugar fuerte.

—Muy bien, pues que se retire mi nombre de la lista —dijo Copérnico, en tono quejumbroso y lleno de devoción—. El reverendo Alejandro Soltysi sabrá sin duda defender mejor que yo mismo a Ermland contra las huestes teutónicas.

Había dado en el clavo. Algunas risas burlonas mostraron que el hermano del representante del capítulo en Roma no era tenido en gran estima. El abad cortó la discusión: Andreas no podría disponer de su beneficio ni de la casa en la ciudad, ni de su servidumbre, ni de una de las dos casas de campo. Sin embargo, se le dejaría la otra casa con la servidumbre estipulada por el capítulo: dos criados y tres caballos. Para mantenerlos, se le pasaría una pensión equivalente a la décima parte de lo que cobraba hasta ahora, lo que era ya muy generoso. Su suerte definitiva la decidiría la sede apostólica, una vez que formara parte de la misma el nuevo obispo de Ermland.

—¡Pues bien! —dijo Copérnico a Sculteti, mientras paseaban del brazo, a la vista de todos, por la calle mayor de Frauenburg—. Para ser mi primera aparición en el capítulo, no puede pedirse más: no he parado de hacer amigos.

—Amigos, desde luego que no. La amistad no es un sentimiento que abunde aquí. En cambio, los has domesticado. La jauría de perros ha conocido a su nuevo amo. En cuanto a mi hermano Alejandro, no te inquietes. Ladra, pero no muerde. Y es que ha cometido, y comete aún, un buen número de estupideces. Sus parroquianos no lo han visto tanto como las prostitutas del puerto. Me voy tranquilizado, querido amigo. No volveremos a vernos en mucho tiempo, porque en cuanto el rey nombre al nuevo obispo, no puedo prometerte nada, no esperes demasiado, me iré a Roma. Cuando Segismundo I dé a conocer su decisión, te enviaré un correo para que lo sepas antes que los demás.

Una de las dos casas de campo estaba situada a media jornada a caballo de Frauenburg, sobre un cerro que dominaba la villa fortificada de Mehisack, cuya jurisdicción correspondía al canónigo Nicolás Copérnico. Cuando cruzó el puente levadizo de su mansión, encontró a sus criados y campesinos agrupados en el patio. Pero le volvían la espalda. Se apeó del caballo y Ana corrió hacia él, llorando, y se echó en sus brazos:

—¡Nicolás, Nicolás, es horrible!

Se libró sin contemplaciones de aquel abrazo inconveniente, delante de tantas miradas indiscretas.

—¿Qué ocurre?

Ella señaló la cima del torreón. Allí arriba, sujeto por una cuerda, oscilaba un cuerpo. Andreas acababa de ahorcarse.

Nicolás Copérnico nunca fue obispo de Ermland. El rey Segismundo I decidió otra cosa. Contrariamente a la costumbre, no tuvo en cuenta a ninguno de los tres nombres propuestos por el capítulo y optó por un cuarto nombre, uno de sus leales, miembro de la elite de la nobleza polaca. De ese modo daba a entender que el obispado perdería su estatuto ambiguo en el que se confundían los intereses de la Iglesia y los de la Liga prusiana, alejándose cada vez más de la corona hasta convertirse, de hecho, en una especie de república de la que el obispo Lucas había sido el dux. Por lo que respecta a los caballeros teutónicos, se mantuvieron extrañamente tranquilos. Desde luego, la orden se había empobrecido considerablemente: los campesinos libres, abrumados por unos impuestos demasiado gravosos, emigraban desde sus encomiendas hacia las tierras más ricas que generosamente les ofrecían los cuatro obispados prusianos. Y ya hacía mucho tiempo que los navíos mercantes no atracaban en su único puerto, Königsberg, y preferían los de Danzig o Frauenburg, mucho más acogedores. Así pues, el rey de Polonia esperaba que los teutónicos cayeran como una fruta madura. Y después, incluso podrían serle de utilidad ante la amenaza que constituía el gran príncipe de Moscú, Basilio III. Nicolás Copérnico comprendía perfectamente todo aquello. En Maquiavelo había tenido un excelente profesor de política. Y él mismo, de buen grado, reconoció ante el nuevo obispo de Ermland que, de haber sido él Segismundo I, habría hecho lo mismo.

Así acabó aquel año terrible de 1512. Copérnico se aproximaba a la vejez: iba a cumplir cuarenta años. Después de recuperar sus libros y sus instrumentos, que seguían en el palacio episcopal, se instaló en Frauenburg. Su residencia estaba adosada a las murallas que daban a la bahía del Vístula. Allí arriba, al llegar la primavera, se hizo acondicionar una torre de dos plantas que dominaba la ciudad y desde la que se podía ver, más allá de la laguna, el mar, perdido entre las brumas y el horizonte. Se instaló en aquel observatorio a principios de otoño, con sus instrumentos de medición y su biblioteca.

Se sentía como un oso herido que se refugia en su guarida para una larga hibernación, a la espera de que, con la llegada de la primavera, sus lesiones hayan cicatrizado. Pero no cicatrizaron. Andreas seguía presente en sus recuerdos, en sus sueños, en la escalera que subía a la torre, en la chimenea en la que crepitaba un gran fuego mientras Anna bordaba y canturreaba. Las primeras semanas después del suicidio de su hermano, sólo experimentó un alivio cobarde. Luego, cuando recibió la carta de Sculteti que le anunciaba que no iba a ser obispo de Ermland, el fantasma de Andreas el ahorcado penetró brutalmente en su interior y se convirtió en su zona de sombra. Se hizo más irritable. Cualquier fruslería provocaba en él furias terribles, que lo volvían una persona injusta.

—Ana, ¿vas a acabar de una vez con ese canturreo interminable? Se diría que es un escuadrón de mosquitos. ¿No tienes nada mejor que hacer que bordar almohadones? Ve a ver qué están trajinando en la cocina. No eres una princesa, qué diantre, eres mi ama. ¡Y harías bien si llevaras un poco mejor la casa!

Se volvió suspicaz, y se convenció de que el gran maestre teutónico, Alberto de Brandenburgo, intentaba vengarse de él. La primera petición que hizo al nuevo obispo fue que le cediera a Radom, que el prelado había conservado a su servicio. Fue así como el coloso se convirtió en el probador del canónigo. Nicolás se negaba a beber el menor sorbo de vino, a comer la menor migaja de pan, antes de que su criado probara los alimentos. Hacia el mes de agosto de 1513, recibió una carta triunfal de Bernard Sculteti: su protector Giovanni de Médicis acababa de ascender al trono de san Pedro con el nombre de León X, y le había nombrado su capellán y secretario. Ante aquella noticia, repicaron todas las campanas de Ermland. El antiguo preceptor de los hermanos Copérnico se había convertido en el orgullo del país. Su hermano, el canónigo Alejandro Soltysi, paseaba por la ciudad como si fuera el dueño de todo y latinizó su nombre, a imitación de su hermano mayor: Soltysi, que significa «campesino libre» o «villano» en polaco, se transformó, también para él, en Sculteti.

La novedad dejó indiferente a Copérnico. Envió unas palabras amables de enhorabuena al nuevo capellán pontificio, y no pensó más en ello. Había decidido consagrarse por entero a su cargo de canónigo. Podía haberlo considerado, a imitación de la mayoría de sus colegas, como una sinecura en la que el tiempo se repartía entre la caza, las recepciones, los banquetes y algunos viajes oficiales a Cracovia u otros lugares. Podía, como otros, ver en él la mejor manera de satisfacer sus ambiciones, un obispado, un cargo en la capital junto al rey, incluso el puesto de capellán de Su Santidad. No le faltaba el gusto por los placeres, ni mucho menos; y poseía tanta ambición como cualquier otro. Pero, parecido en esto a su tío, tenía demasiado rígido el espinazo, era demasiado consciente de su genio para rebajarse a la molicie y la indolencia, para hacer reverencias a este o aquel poderoso.

Por un momento, quiso dedicar sus esfuerzos en exclusiva a su futuro almagesto, a la gran obra prometida en el
Resumen
. Así pues, subió a su torre, que aún olía a mortero y a pintura. Solo con Ana, había clasificado cuidadosamente en cajas etiquetadas todas las tablas astronómicas recopiadas de los antiguos y sus propias observaciones, con gráficos y diagramas elaborados al principio con Novara y después en solitario. ¿Por dónde empezar?

Su perro, que lo seguía a todas partes, le dirigió una mirada implorante, como si se preguntara qué nuevo juego iba a inventar el amo para él. Nicolás abrió los postigos del amplio ventanal que había hecho abrir. Fuera, la lluvia había cesado y el arco iris lucía sobre la bahía del Vístula. Con un gesto maquinal, dio la vuelta a un gran reloj de arena y tomó un compás, que abrió y volvió a cerrar. Se sentó en el banco de piedra excavado en la muralla, y apoyó la cabeza en su puño cerrado. Su mirada se perdió en el horizonte. El perro dejó escapar un suspiro estremecedor, se acostó, se acurrucó sobre sí mismo y se durmió. Copérnico siguió largo tiempo así postrado. Ni siquiera se dio cuenta de que había caído la noche, y tampoco notó el frío. Ana fue a buscarlo para cenar. Le tomó la mano, le puso en pie, y secó con su pañuelo una gruesa lágrima que temblaba en su mejilla barbada.

Durante mucho tiempo Copérnico no volvió a subir al observatorio. Aquel lugar le espantaba. Retrasaba sin cesar el momento en que debía ponerse a redactar su gran obra. Su principal pretexto era la necesidad de un ayudante al que confiar los cálculos más engorrosos. ¿Pero dónde encontrarlo, en aquel rincón del fin del mundo? No hizo nada para buscarlo, y rehusaba una vez tras otra las invitaciones de otros canónigos para reuniones que se pretendían sabias, pero cuyos debates le parecían sin sustancia y estúpidos cuando los comparaba con las vigorosas discusiones de las academias italianas.

Decidió entonces tomarse su misión de canónigo muy en serio. Para quien se interesara en ella, una canonjía en Ermland podía convertirse en una tarea apasionante y que requería una actividad incesante. El capítulo estaba presidido por un abad o preboste, un hombre muy anciano que únicamente se ocupaba de oficiar la misa. Aun de haberlo querido, Copérnico no podía tener esperanzas de sucederle, porque nunca había sido ordenado sacerdote. El otro personaje importante era el administrador, designado para un término de un año, renovable. El responsable actual de aquel puesto clave no era otro que Alejandro Soltysi, el hermano de Bernard Sculteti. Pero, además de ser muy perezoso, tenía tendencia a confundir sus propios intereses con los del capítulo. Desde la muerte de Andreas, que oficialmente se atribuyó a su enfermedad, Soltysi, como los demás canónigos y el obispo, se mostraba lleno de solicitud y de compasión con Copérnico, como un hombre que «ha sufrido una desgracia».

Así pues, Alejandro aceptó de buen grado la ayuda que le ofreció Nicolás, pensando que eso le «distraería». De tanto mejor grado por cuanto así se veía descargado de trabajos que consideraba inadecuados para el hermano del capellán del Papa: andar siempre a campo traviesa por montes y valles para inspeccionar las numerosas propiedades y granjas del capítulo, hablar con los campesinos, los mercaderes o los marinos, que con frecuencia mienten sobre sus ingresos para eludir los impuestos; cosas, todas ellas, indignas de un hombre que se imaginaba ya cardenal.

Por el contrario, Copérnico extrajo de ellas un nuevo vigor. Ahora cabalgaba con más frecuencia, la espada al cinto golpeando la grupa de su caballo, Radom a su lado y la escolta siguiendo a ambos. A la vista de aquel grupo armado, los teutónicos que buscaran alguna granja que saquear se retirarían a toda prisa. Pero en general se mantenían tranquilos, bajo el mando enérgico de Alberto de Brandenburgo. Ni la menor nubecilla de polvo levantada por sus tropas empañaba las inmensas llanuras en las que crecían el centeno y el trigo, los bosques de abedules y pinos, o las marismas.

Lucas, en su época, había abolido la servidumbre en todo el territorio de su jurisdicción. También había incentivado a sus campesinos para que se agruparan en comunidades, en burgos fortificados. A cambio, había exigido de ellos una contribución mayor al esfuerzo común. Naturalmente refunfuñaban, maldecían, hacían trampas incluso; pero, a fin de cuentas, pagaban. Para atraerse a la pequeña nobleza local, y a petición del rey Segismundo, el nuevo obispo, Fabian von Lussainen, procuraba restituir poco a poco sus privilegios.

Lussainen ocultaba como si fuera una mancha su auténtico nombre polaco de Luzjanski, mientras que Nicolás exhibía con orgullo el suyo, Koppernigk, y su nombre de pila de Mikolái. De modo que los campesinos, cuando veían llegar el cortejo del canónigo, le recibían con agasajos. Se parecía cada vez más a su tío: la misma barba negra, la misma mirada severa bajo el ceño invariable que dibujaba profundos surcos en su frente, e incluso la misma nariz abultada: un puñetazo se la había roto en una pelea de estudiantes, tiempo atrás, en Cracovia, una noche en la que una banda rival le exigía el pago de una deuda de juego contraída por su hermano Andreas. Para ellos era la reencarnación de Lucas, temido, pero también justo y generoso. Por cálculo, sin duda, pero también porque aquello le gustaba, él no dudó en poner al servicio de los pobres su competencia como médico.

—Veamos, señora Shimanowitz, ¿cómo va el esguince de su hijo? —preguntó después de apearse del caballo en el patio de la granja y hundir sus botas en un barrizal.

—Corre como un conejo, monseñor, desde que le hizo ese «cric-crac» en la pierna. Pero la que me preocupa ahora es mi pequeña Rosalía. Desde hace una semana, no para de toser. Seguro que ha atrapado el mal de las marismas.

—Vamos a ver eso —dijo, y entró en la sala común, en la que cloqueaban las gallinas e incluso roncaba una marrana que daba de mamar a cuatro lechoncillos.

Un perro atado a una estaca ladraba enseñando todos sus dientes, para amenazar al intruso. Se calló después de la patada que le envió el granjero. El rostro de la pequeña Rosalía, de unos catorce años de edad, era de una belleza sublime. Un óvalo perfecto, una inocencia…, sus grandes ojos estaban rodeados por círculos violáceos. Ojos verdes. Copérnico sintió una inmensa piedad al tocar con el dedo la boca desgarrada por la fiebre, al oír latir el corazón detrás de unas tetitas pugnaces bajo la camisa abierta, en aquel cuerpo febril que nunca conocería el amor. En tres días, estaría muerta. No había nada que hacer. Preparó una cocción de esponja de Armenia, cinabrio, madera de cedro, díctamo, sándalo, virutas de marfil y azafrán, que le hizo inhalar, y repartió a la familia todo lo que llevaba en su bolsa, diciéndoles que en adelante todo sería más fácil. ¡La madre, besándole los pies! ¡El padre, con su jeta de buey húmeda de lágrimas, suplicándole que impidiera que la muerte se la llevara! Rechazó el conejo de campo que le ofrecieron en pago y se fue a hurtadillas como un ladrón.

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