La Tierra quedaba relegada al rango de simple planeta, y sólo la Luna giraba alrededor de ella. «Encontramos en ese orden admirable una armonía del mundo, así como una relación cierta entre el movimiento y el tamaño de los orbes, tal como es imposible encontrarlos de ninguna otra manera», proseguía Copérnico, e ilustraba el nuevo sistema del mundo con un esquema general, dibujado con pluma hábil y que, desde la primera mirada, no dejaba la menor duda acerca de la perfecta circularidad de las órbitas de los cuerpos celestes alrededor del Sol.
Rheticus copiaba con una pluma frenética pasajes enteros, y caía en éxtasis ante algunos de ellos: «En el centro reposa el Sol. En efecto, en ese templo espléndido, ¿quién colocaría una lámpara en otro lugar que no fuera aquel desde donde puede iluminarlo todo a la vez? En verdad, no ha sido impropia la expresión de quienes lo han llamado pupila del mundo, mientras otros lo han calificado de Espíritu del mundo, o Rector del mismo. Trismegisto lo llama Dios visible, y la Electra de Sófocles, «el que todo lo ve». Y así es en efecto como el Sol, cual si reposara en un trono real, gobierna la familia de astros que lo rodea». Repasaba esta o aquella figura, este o aquel cálculo, sobre la base de las tablas astronómicas que había traído de Wittenberg y las recogidas, de escuela en universidad, a lo largo de su viaje.
Su trabajo de descubrimiento de aquella obra genial duró tan sólo una semana. Se hacía servir las comidas en sus habitaciones, y no salía de ellas sino en raras ocasiones, por cortesía hacia su anfitrión. Por lo demás, Giese no se sentía ofendido, antes al contrario: exultaba de gozo. Por fin una mirada nueva y entusiasta recorría sin prejuicios la obra de su incómodo amigo, al que desde Ferrara, y de aquello hacía ya casi treinta y cinco años, no había dejado de venerar y de proteger contra los ataques mezquinos del mundo exterior. Gracias a aquel joven matemático, se prometió a sí mismo, la gran Verdad revelada por el canónigo emergería por fin a la plena luz del día, y su gloria universal tal vez alcanzaría en una pequeña parte al obispo de Kulm. Por su parte, Rheticus estaba encantado de que lo dejaran en paz y no le obligaran casi nunca a participar en las insípidas conversaciones de los invitados del prelado, cuya intención era crear en aquella región siniestra una especie de academia.
Una vez concluido el desbrozado de las
Revoluciones
según el método que le era habitual, Rheticus emprendió una segunda lectura, más reposada, como si descubriera la obra por primera vez. Se dio cuenta entonces de su principal defecto: a excepción de unos pocos pasajes dispersos aquí y allá, como a disgusto, entre las demostraciones matemáticas, la obra sólo podía ser comprendida por unos pocos iniciados, por lectores que poseyeran tantos conocimientos como su autor. Copérnico no parecía tener la menor vocación pedagógica, y el profesor de Wittenberg pensó que incluso el mejor de sus alumnos, si le daba a leer aquello, no entendería una sola palabra.
Tuvo entonces una iluminación: él, Rheticus, era el elegido, el Galaad al que acababa de ser ofrecido el Santo Grial de la astronomía por el pecador que era el canónigo de Frauenburg. Si no, ¿por qué habría interpuesto el cielo tantos obstáculos en su camino, con el fin de disuadirle de su búsqueda? Sí, él enseñaría las
Revoluciones
, él las revelaría al mundo, tal era su misión y ahora estaba seguro de ello, tal era su destino, hacia allí le había guiado su estrella desde que su padre pereciera entre las llamas para reencarnarse en el cuerpo y el espíritu de Copérnico.
Luego, el pensamiento racional del universitario volvió a imponerse sobre la iluminación mística del apóstol.
—¡Método, Joachim, y sólo método! —murmuró, repitiendo así, sin tener conciencia de ello, los consejos de su padre, cuando éste le daba las primeras lecciones de cálculo.
Y apenas había otro método posible que el que practicaba en Wittenberg: el curso
ex cathedra
. Copérnico, el maestro, sólo se dirigía a sus pares, a los demás maestros; Rheticus, el discípulo, se dirigiría a los estudiantes, futuros discípulos del heliocentrismo. Siguió tomando notas, y acabó por componer con ellas catorce lecciones lo bastante claras para situarse al alcance de un bachiller estudioso. Para terminar, escribió una carta elocuente a Schöner, con la intuición de que el astrónomo de Nuremberg podría ser algún día útil para su misión: «Deseo, sapientísimo doctor Schöner, que te plantees como punto de partida que el hombre ilustre cuyas obras estoy estudiando ahora no es inferior a Regiomontano en saber ni en talento, no ya en la astronomía sino en ningún género de doctrina. Yo lo compararía más bien con Tolomeo. El célebre astrónomo griego tiene en común con mi maestro el haber podido, con la ayuda de la Providencia, acabar de desarrollar su teoría, en tanto que, por un cruel decreto del destino, Regiomontano vio concluir sus días antes de haber sentado las bases sobre las que debía elevarse su edificio. Cuando en tu casa, sapientísimo doctor Schöner, hace un año estudiaba yo los trabajos de Regiomontano sobre la teoría de los movimientos celestes, los de su maestro Peurbach, los tuyos y los de otros matemáticos ilustres, empecé a comprender cuán enormes habían de ser las investigaciones necesarias para reconducir a la astronomía, esa reina de las matemáticas, a su verdadera morada celeste, y para restablecer con dignidad la forma de su imperio. Pero Dios ha querido hacerme testigo de la realización de esos inmensos trabajos, muy superiores a la idea que de ellos me hacía yo de antemano, y cuyo peso sostiene mi maestro, superando con creces sus dificultades. Siento que ni siquiera en mis sueños había llegado a entrever la sombra de esta grandiosa tarea».
Pasaron así dos semanas más. Había perdido toda noción del tiempo. Por fin, un día vinieron a anunciarle, cuando acababa de terminar la última relectura de sus catorce lecciones, que el canónigo Nicolás Copérnico había llegado al castillo de Loebau. La visita estaba anunciada en esas fechas desde la entrevista en Frauenburg, pero Rheticus lo había olvidado. De modo que vio una nueva señal del destino en aquel segundo encuentro entre el rey pecador y el Galaad de la astronomía, en el momento preciso en el que este último había dado cima a su misión.
Después de guardar sus lecciones en el justillo, bajó de cuatro en cuatro los peldaños irregulares de la escalera y apareció como una exhalación en la gran sala que había servido antaño para las ceremonias de investidura de los caballeros teutónicos. Apoyado en la repisa de la chimenea monumental, con la mano derecha negligentemente posada sobre el puño del bastón de Euclides, Copérnico discurseaba puesto en pie ante un círculo de canónigos y clérigos, en tanto que, vuelto de espaldas al hogar, el obispo de Kulm, con la sotana subida hasta la cintura, exponía sus nalgas desnudas y peludas al calorcillo del fuego. Incluso en aquel hermoso mes de mayo de 1539, una sempiterna humedad impregnaba su residencia de verano. Copérnico, que sobrepasaba en una cabeza la estatura de la mayoría de quienes lo escuchaban, vio por encima del hombro que entraba en la sala un Rheticus sin aliento, y exclamó, dirigiéndose a Giese:
—¡Eh, monseñor! ¿No será este el diablo luterano al que obligas a hacer gárgaras en tu pila de agua bendita de Loebau?
Y se echó a reír él solo al ver la cara de inquietud con la que todos aquellos piadosos papistas se volvían hacia el recién llegado, que, sin embargo, les había deleitado durante las pasadas tres semanas con su brillante conversación. Rheticus, que no había oído la chanza, se precipitó hacia él, se echó a sus pies, le tomó las manos y exclamó:
—¡Ah, maestro, maestro! ¡Qué hermoso, qué grande!
Copérnico estaba por lo visto de un humor excelente, porque le preguntó:
—¿Qué es eso tan hermoso y tan grande, caballero? Seguro que no es el culo chamuscado de monseñor el obispo.
Giese, confuso y furioso, se bajó la sotana mientras gruñía:
—¡Nicolás, hay veces en que llegas a ser exasperante!
Copérnico hizo levantar a Rheticus y le susurró:
—Hablaremos de todo eso más tarde. Pero no aquí, muchacho, no delante de esta gente. No se echan margaritas a los puercos.
Y añadió, en voz alta:
—Ya ve, caballero, cuando ha llegado no estábamos hablando con estos señores de astronomía ni de teología, sino de cinegética. En efecto, mañana monseñor de Kulm nos invita a una partida de caza del oso que promete ser bastante interesante. Por lo menos para aquellos de nosotros que aún somos capaces de sostenernos sobre una silla de montar. ¿Lo es usted?
Rheticus aceptó la invitación con un entusiasmo forzado. En efecto, no era muy alegre la perspectiva de una expedición en compañía de una caterva de papistas, algunos de los cuales le parecían seniles, mientras él no soñaba más que con una cosa, ascender a las estrellas en compañía de aquel a quien en adelante llamaría siempre, para sí mismo, el maestro de los maestros.
La caza duró dos días. Y al atardecer del tercero, un Rheticus extenuado, dolorido en todos sus huesos, hizo entrega de sus catorce lecciones a un Copérnico que, por el contrario, parecía haber rejuvenecido veinte años, después de las largas cabalgadas por los bosques y las marismas: además de tres osos, había matado un uro y un bisonte.
A una hora ya avanzada de la mañana del día siguiente, el joven profesor de matemáticas, aún con la dolorosa impresión de que el diablo le había estado dando bastonazos mientras dormía, entró en un saloncito en el que el obispo y el canónigo charlaban delante de una botella de vino italiano a la que rendían adecuado honor.
—Y bien —le dijo Copérnico por todo saludo—, ¿se ha caído de la cama nuestro Nemrod de Wittenberg? He leído su escrito.
No está mal, pero tengo algunas cuestiones que plantearle y también ciertas objeciones, que no son de orden científico, puede estar tranquilo al respecto. Pero antes, sírvase un vaso de frascati, regalo del cardenal de Capua. No hay nada mejor para las agujetas, crea al médico que aún soy.
Rheticus se dejó caer en la silla que le ofrecían, y rehusó beber. Entonces, Giese ordenó al lacayo que prepararan para su invitado una sopa de coles con torreznos frotados con ajo y un puré de patatas, excelentes remedios contra toda clase de dolores, precisó el prelado con una solicitud casi maternal que irritó al joven más aún que los sarcasmos lacerantes del maestro.
—Sus catorce lecciones son un excelente trabajo de vulgarización —siguió diciendo Copérnico—. ¿Pero qué piensa hacer con ellas?
Antes de responder, y con la esperanza de encontrar en la copa algún ánimo, Rheticus se resignó a aceptar por fin un vaso de vino blanco del Lacio. Casi deseaba pedir por favor el posponer aquella conversación para más tarde. Finalmente gimió:
—Tenía la intención, maestro, y con vuestra autorización, de enseñar el heliocentrismo en la Universidad de Wittenberg en el próximo año escolar.
Giese exclamó entonces:
—¡Estás loco, hijo mío! Antes de que Melanchthon te autorice a decir una sola palabra habrás sufrido la misma suerte de tu padre, nuestro pobre y querido Georg Iserin.
¡También él había conocido al médico de Feldkirch! Rheticus se sintió por un instante asaltado por todas sus sombras, todos sus fantasmas. ¡Y por Dios que le fastidiaba el obispo, con sus carantoñas de enamorado que pretendían ser protectoras! Mientras que a Copérnico, constató con amargura, parecía importarle un pimiento la suerte que corriera. En efecto, mientras levantaba la copa hasta la altura de sus ojos para admirar la transparencia del vino, el canónigo dijo en tono neutro:
—Si quiere ir directamente al cadalso, señor caballero, es después de todo una decisión suya. Pero en ningún caso voy a permitirle que profese mi teoría delante de nadie. Si infringe usted esa prohibición, lo consideraré un abuso de confianza. Y en tal caso, puede estar seguro que de Roma a Londres, pasando por París, todas las puertas se le cerrarán.
—Pero maestro, jamás me permitiría robar su obra y apropiármela.
Copérnico golpeó con fuerza la mesa con el puño cerrado, y su frente enrojeció. Le invadió una de sus repentinas y brutales cóleras:
—¿Robarme? ¡Bromeas! No es mi obra, por los cuernos de Belcebú, no es propiedad mía. ¡Es la obra de Dios! Y Él no levanta más que para unos pocos elegidos, entre los cuales te contaba a ti, caballero, una punta del velo que oculta a los ojos de los ignorantes la belleza absoluta de la Creación. ¿En qué orejas de burro tienes la intención de verter el Gran Secreto, Rheticus, en qué nido de zánganos, delante de qué tribunal de sicofantes? ¿Conoces siquiera el barro con el que me han salpicado, a mí y sobre todo a los míos? ¿Sabes a qué albañal han querido arrojarme? ¿Sabes en qué tingladillo para bateleros han representado una farsa para manchar con sus risotadas inmundas a los seres más queridos por mi corazón?
Abrumado por aquella explosión, Rheticus lanzó una mirada desesperada a Giese, como un náufrago en busca de una tabla de salvación. El obispo le respondió con una mueca que quería decir: «Deja pasar la tormenta, luego te explicaré». Copérnico vació su vaso de un trago, y volvió a llenarlo hasta el borde. Su mano temblaba un poco y algunas gotas plateadas se posaron en el mantel. Se calmó casi tan brutalmente como había estallado antes:
—Sin embargo, Joachim…
¡Le había llamado por su nombre de pila! ¡Su maestro, su padre!
—Sin embargo, Joachim, me sentiría en cierto modo culpable si el excelente trabajo que has hecho fuera en vano. Un trabajo que me ha demostrado que eres el hombre que yo necesitaba. Un cerebro lo bastante virgen para no cargar con el lastre de los prejuicios antiguos, pero también lo bastante inteligente para llevar a cabo la tarea en la que me propongo ayudarte. Se trata de un viejo proyecto: reunir, clasificar y ordenar todas las tablas astronómicas que he podido reunir durante mi ya demasiado larga vida, y hacerlas imprimir para que sea posible procurarse esos datos con facilidad. Y entonces, como está escrito en Mateo: «¡Que comprenda quien pueda!». Pero te recompensaré, puedes estar seguro. Aceptaré el precio que me pidas.