El enigma de Copérnico (38 page)

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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

En Heilsberg, Dantiscus lo acogió como a un hijo ausente desde hacía mucho tiempo. Leyó con avidez los dos cuadernos de la
Primera exposición
, se esponjó de felicidad con la lectura de la predicción sobre los imperios, le hizo trazar su carta astral y le confió una nueva embajada para el gran duque de Prusia. Antes de despedirle, le pidió también que intercediera ante Copérnico para que éste le enviara por fin una copia de las
Revoluciones
. La petición era sincera, Rheticus se convenció de ello. Sobre todo porque el obispo de Ermland había dado una garantía importante: cerraría los ojos en adelante sobre el escandaloso concubinato de su canónigo de Frauenburg. Dantiscus se había pasado al campo del heliocentrismo, sin más segunda intención que el conocimiento de que el propio papa Paulo III era su más ferviente partidario. Rheticus juró al prelado que haría algo mejor que enviarle una copia del manuscrito: arrancaría a su maestro la autorización para hacer imprimir el nuevo almagesto. El obispo exhibió entonces los remilgos de una señorita que enseña a su vieja nodriza su primera labor de bordado:

—Tal vez usted ya lo sabe, mi querido caballero, pero en ocasiones me dejo tentar por la poesía. Y he compuesto una pequeña oda a la danza de los planetas, que tal vez ponga una nota de fantasía en la ardua obra del gran sabio que es honra de mi obispado…

Rheticus leyó el poema, se asombró de su belleza, «digna de Horacio y el Ariosto juntos», y prometió publicarla en el frontispicio de las
Revoluciones
, mientras se preguntaba cómo iba a imponer aquel bodrio a Copérnico.

En Königsberg, la hospitalidad fue igualmente calurosa, sobre todo porque Alberto de Prusia quedó muy satisfecho del mapa trazado por Zeli, pero que él creía obra de Rheticus. Contrariamente a lo que había insinuado Copérnico, interpretó a la perfección el documento. Y también comprendió, después de la lectura de las predicciones sobre los imperios, la importancia de la nueva teoría del movimiento de los planetas. El gran duque prometió entonces a Rheticus que presionaría a Melanchthon —el gordo Lutero, ahogado en cerveza y en sus peleas con el diablo, ya no contaba para nada—, para que éste no pusiera trabas a la difusión de las hipótesis del canónigo de Frauenburg. También el último gran maestre de los caballeros teutónicos había sido conquistado.

Rheticus regresó triunfante a Danzig. Allí lo esperaba su
Narratici prima
, su
Primera exposición
, perfectamente compuesta, olorosa aún a tinta fresca, a cola de pez y a papel satinado. Mientras tanto Georg Vogelinus, un filósofo y médico célebre al que Aquiles Gasser había remitido uno de los ejemplares impresos aparte, había enviado unos versos muy elocuentes, que fueron colocados en el frontispicio de la obra de Rheticus: «Este opúsculo encierra cosas que fueron desconocidas a los hombres destacados de la Antigüedad y que serán admiradas por los genios de nuestra época. Se muestra en él, a través de consideraciones novedosas, la razón de la armonía que reina en los movimientos celestes, y se asigna movimiento a la Tierra, antes considerada inmóvil. Que la Antigüedad docta sea celebrada, a justo título, por la invención de las artes; pero no se niegue los elogios, ni la gloria, a los descubrimientos recientes o a los estudios nuevos. Las modernas investigaciones no temen el juicio ni la crítica severa de las mentes ilustradas. Su único obstáculo es la malignidad de la envidia. ¡Pero qué importa la envidia! Si este trabajo cuenta con un número de personas que lo aprueben, por pequeño que sea, ¡eso será suficiente, si ha gustado a los verdaderos sabios!».

Mejor aún, Zell le tendió una carta de Melanchthon que le comunicaba su nombramiento para el cargo de decano de la Universidad de Wittenberg, donde tendría plena libertad para enseñar lo que deseara, incluso las teorías más heterodoxas. Joachim Rheticus emprendió entonces el camino de regreso. Su búsqueda había concluido.

Pese a todo, dio un rodeo para pasar por Frauenburg y permaneció allí una semana. Fueron siete días deliciosos. Rheticus se creía casi vuelto a su hogar, entre papá y mamá. En efecto, Ana Schillings se había vuelto a instalar allí, después de dos años de clandestinidad en la mansión de Mehisack. Su viejo amante sabía que en adelante Dantiscus la dejaría en paz. Una semana de felicidad junto a ella y junto a Nicolás, que ya no le llamaba caballero, sino Joachim. Le dolió tener que dejarlos, al acercarse la fecha de la apertura del nuevo curso universitario. En el umbral de la torre, cuando ya la calle mayor se llenaba de mercaderes ambulantes y abrían sus puertas los comercios, Rheticus se postró a los pies de Copérnico, le tomó las manos, que humedeció con sus lágrimas, y le suplicó:

—Padre, padre, publique sus
Revoluciones
. El mundo aguarda, el mundo espera. Sin usted, la Tierra seguiría inmóvil sobre las rodillas de Tolomeo.

El viejo canónigo posó la mano sobre su cabeza, como para bendecirlo, y le dijo en tono suave:

—Déjame reflexionar sobre eso, Joachim. Tenemos tiempo, y es todo lo que tenemos. El tiempo. Pero tú, sigue tu camino. Enseña. Enseña la Verdad. Vete ahora, hijo, y haz lo que debes.

Cuando su discípulo se hubo marchado, Copérnico dijo a Radom que subiera dos sillones a la terraza de la torre y sirviera allí el almuerzo para Ana y para él. En aquel mediodía de verano de 1540 el aire era particularmente templado, gracias a una suave brisa que venía de tierra. Con las piernas extendidas sobre unos taburetes persas, y protegidos del fresco por capas de piel, dándose las manos, Ana y Nicolás se divirtieron como dos niños compitiendo a ver quién escupía más lejos los huesos de las olivas que les había enviado el cardenal de Capua, su eminencia Schönberg. Cuando se cansó de aquel juego, Copérnico suspiró, soltó la mano de su compañera y dijo:

—Ya lo ves, mi dulce amiga, no soy de este tiempo, no pertenezco a esta época. Dios tendría que haberme hecho nacer en Sanios o en Crotona, al lado de Pitágoras; en Siracusa, en compañía de Arquímedes, o en Egipto. Theón de Alejandría me habría ofrecido a su hija, que se parecería extraordinariamente a ti, mi tierna Hypatia. No, ni soy de este tiempo ni lo entiendo. Hermes Trismegisto maldijo la invención de la escritura, que, decía él, mata la memoria, que es lo que caracteriza al hombre. Se equivocó. Yo digo que la imprenta es la más terrible de las armas que el hombre vuelve contra sí mismo. Y me equivoco, es Rheticus quien tiene razón. Ya no sé nada. Ana, mi Hypatia, desde la primera vez que te hablé, nunca te he preguntado lo que pensabas: ¿he de hacer imprimir las
Revoluciones
, a riesgo de arrasar el mundo a sangre y fuego, o debo continuar callado y dejar que corran los rumores, que la calumnia crezca, que la necedad multiplique las elucubraciones? Piénsalo despacio, sopesa el pro y el contra, y dámelo por escrito si no te atreves a decírmelo de viva voz.

—Ya está pensado. Imprime, mi amor, imprime —respondió Ana—. Haz lo que debes.

Nicolás se levantó con esfuerzo de su sillón, bajó la escalera hasta su biblioteca, y escribió un corto mensaje para Rheticus que confió, tan pronto como se secó la tinta, a Radom, por temor a arrepentirse de su decisión. Luego, como Cortés después de quemar sus naves, informó a Giese, a Dantiscus, a Schönberg y también al Papa de la próxima impresión de las
Revoluciones de los cuerpos celestes
.

Rheticus no tardó en regresar. Su cargo de decano en Wittenberg le dejaba plena libertad, de modo que confió sus cursos a su colega y competidor vencido, Erasmus Reinhold, al que Melanchthon había dado asimismo autorización para enseñar la teoría de Copérnico, con la única condición de no pronunciarse a favor ni en contra del canónigo polaco frente a Tolomeo.

Tan pronto como se hubo instalado en la torre de Frauenburg, Rheticus escuchó durante largo rato las instrucciones de su maestro. Fueron prolijas. Copérnico no había realizado en persona más que veintisiete observaciones fiables, jalonadas a lo largo de un período de treinta y dos años. Y nunca había podido ver Mercurio, demasiado cercano al Sol al amanecer o en el crepúsculo, y cubierto por las nieblas de la laguna. Así pues, Copérnico exigió a Rheticus, para empezar, que buscara todas las observaciones planetarias en las tablas de los autores antiguos, para ver si, al copiarlas, no había cometido ningún error; y otro tanto le pidió de las de los demás astrónomos de la época, como Waltherus y Schöner. Después, había de calcular la longitud de Marte durante un período de quince siglos, desde el presupuesto de que el planeta rojo giraba alrededor del Sol en el cuarto lugar, detrás de la Tierra, y ya no alrededor de la Tierra en quinto lugar, detrás del Sol.

—Y además —le dijo Copérnico con desenfado—, si pudieras eliminar alguno de sus epiciclos, caballero, tendrías derecho a mi gratitud eterna.

Fue una pesadilla que duró dos largos meses. El caprichoso astro vagabundo parecía pasearse sin ningún objetivo por el espacio, alejarse, volver, retroceder, detenerse en su camino. Y el infeliz Rheticus, para salvar las apariencias, no podía sino multiplicar los epiciclos en lugar de reducirlos. Una noche estuvo a punto de volverse loco, y mientras en la torre todos dormían, creyó que un espíritu maligno le asía de los cabellos y le golpeaba la frente contra el dintel de la puerta, hasta hacerle perder el sentido. Cuando despertó, tenía la frente tumefacta y con moretones.

—Mira que te avisé de que prestaras atención, caballero, que la puerta de tu habitación es demasiado baja. Agáchate al salir, ¿cuántas veces tendré que repetírtelo? Ana, frótale la frente con alcohol de centeno. Hay que cuidar de que esas heridas no se infecten.

Y mientras el ama le hacía las curas con un gran cariño, Rheticus se preguntaba si Copérnico no veía con un placer maligno sus tormentos. Había vuelto a empezar con sus «caballero» y sus novatadas. Pero lo peor fue el comentario de su maestro cuando, por fin, el discípulo creyó haber terminado con el maldito planeta:

—No está mal. Pero… obligas a dar muchas volteretas, quiero decir epiciclos, a nuestro encantador vecino. Después de todo, los antiguos eran personas como nosotros. Falibles. Hiparco y Tolomeo no tenían, a fin de cuentas, unos instrumentos de medición tan buenos como los nuestros, y pudieron cometer errores en sus datos. Bastaría con reducir algunos ángulos en un puñado de minutos por un lado, y aumentar otros, para ofrecer a Marte una órbita más armoniosa y mucho más digna de él.

No era tan sólo un cinismo inaudito. Hablaba como un pintor que explicara a su alumno un error en las proporciones o en la perspectiva. Copérnico no buscaba la verdad del mundo, sino su belleza.

—A propósito, mientras te peleabas con el dios de la guerra, he compuesto un prefacio que me propongo dedicar a Su Santidad Paulo III.

Rheticus empezó a leer en un estado casi febril: «Vuestra autoridad —decía Copérnico— me servirá de escudo contra los malvados, a pesar del proverbio que reza que no existe ningún remedio contra la mordedura de un calumniador. Estoy seguro de que los matemáticos sabios aplaudirán mis investigaciones si, como conviene a los verdaderos filósofos, examinan a fondo las pruebas que aporto en esta obra. Si hombres ligeros o ignorantes quisieran abusar de ciertos pasajes de las Escrituras cuyo sentido desfiguran, yo no les prestaría atención. Desprecio por adelantado sus temerarios ataques. Las verdades matemáticas sólo deben ser juzgadas por matemáticos».

El resto era del mismo tenor, un texto admirable, escrito en un latín muy puro; una llamada vibrante a la tolerancia, a la confrontación de las ideas, y sobre todo un alegato en favor de su teoría con una dignidad de gran señor, completamente desprovisto de la humildad que cabría esperar de un oscuro canónigo al dirigirse al primero de sus obispos. Y con la misma dignidad justificaba sus dudas en cuanto a publicar. Decididamente, Nicolás Copérnico era un príncipe.

—Oh, maestro… —empezó a decir Rheticus.

—Lamento, caballero, no haberte mencionado entre las personas que me han incitado a publicar, cuando lo cierto es que lo mereces más que ningún otro, pero habría estado mal visto que, en un escrito dirigido al Papa, apareciera el decano de la Universidad reformada de Wittenberg, del brazo por así decirlo de un cardenal como Nicolás Schönberg y un piadoso obispo llamado Tiedemann Giese. Te habría perjudicado, más que otra cosa. No deseo la muerte del pecador.

—De haber mencionado mi nombre, yo le habría suplicado que lo tachara. Más bien soy yo quien debe agradecerle mil y mil veces el haberme iluminado con la luz de la verdad. Y además, no es costumbre que un maestro dé las gracias a su discípulo por su ayuda.

—¡Oh, las costumbres y yo nunca nos hemos llevado muy bien…! A propósito, respecto de la elección del impresor, vamos a divertirnos un poco. Ya que hemos editado tu
Primera exposición
en la muy católica imprenta de Danzig, haremos componer mis
Revoluciones
con los plomos muy luteranos de la imprenta de Wittenberg.

—Pero corre un gran riesgo. Si Melanchthon se niega…

—¿Si se niega? Pues bien, demostrará así que su fe es cien veces más obtusa que la de los monseñores Giese y Dantiscus. No se negará, créeme. Es demasiado astuto, el muy hipócrita. Al hacerlo así, querido caballero, estaremos removiendo el hormiguero con el bastón de Euclides. Les demostraremos a todos que mezclar las cosas de la religión con las de la filosofía de la naturaleza es tan absurdo como peligroso. El heliocentrismo no tiene nada que ver con sus riñas entre capillitas. Está en relación directa con Dios. Canta la belleza y la armonía de su creación, y desdeña las querellas sobre el sexo de los ángeles, el ombligo del primer hombre o la virginidad de María. —Se puso en pie e hizo seña a Rheticus de que se acercara a uno de los paneles de la biblioteca—. Mira esto, caballero, mira este aguafuerte. Fue grabado hace ya mucho tiempo por mi difunto amigo Durero, y me lo envió como muestra de agradecimiento por mi
Resumen
. ¿Sabes lo que me escribió como acompañamiento, el pobre Alberto? «Someter la belleza absoluta a medida es algo que no corresponde sino a Dios». Este aguafuerte, caballero, es el heliocentrismo.

Rheticus se levantó y se acercó a la
Melancholia
de Durero, de la que ya había visto reproducciones en Nuremberg. Pero ahora la comprendía mejor. Comprendía de dónde venía su terrible belleza. El rostro sombrío del arcángel era el de Copérnico, hacía cuarenta años tal vez, pero el suyo. Su postura, la cabeza apoyada en el puño izquierdo, la mirada clavada en el cielo, la mano derecha olvidada de que sostenía el compás, era la postura de Copérnico cuando se perdía en meditaciones insondables; la extraña construcción ante la que estaba sentado, en uno de cuyos lados había una escalera apoyada y de la que colgaban un reloj de arena, una campana y una balanza, era la garita de la terraza del observatorio; el perro dormido, era el perro de Copérnico; la extensión de agua que brillaba bajo el sol poniente coronado por el arco iris, era la bahía del Vístula. «¡Y el angelote soñoliento que aprieta entre los brazos el tintero, soy yo, soy yo!», pensó Rheticus en el colmo de la exaltación. Carraspeó, tomó un aire desenvuelto, y dijo por fin:

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