En lugar de buscar sentidos ocultos, veamos el significado aparente. ¿Por qué no dio Copérnico la fecha exacta de la conclusión de su obra, en lugar de esa fórmula extravagante? En cualquier caso, la sitúa en la época de su regreso de Italia. «Ya muy cerca de…». ¿Uno, dos, tres años después, tal vez? Incluso para un Prometeo como él, el plazo parece muy corto… Habría podido exagerar y dejar voluntariamente la fecha entre vaguedades, para hacer creer al lector que su trabajo había sido el fruto de un largo proceso de maduración. Y esos largos años de silencio son treinta y seis, tantos como las divisiones de las casas del zodíaco. Los pitagóricos llamaban «Mundo» o «Gran Cuaternario» al número 36.
Es más, al fechar en los años 1506 o 1507 la conclusión de su obra, quiere mostrar que se dedicó a esa tarea colosal una vez concluido el largo ciclo de sus estudios en Italia, de regreso en «su casa». Si en la novela me demoro en los años italianos de Copérnico, es porque creo que es en ellos donde se esconde su secreto. Fue allá abajo, en medio de la eclosión de ideas y de novedades que se produjo a pesar de las intrigas y de las guerras, o tal vez gracias a ellas, donde hizo su descubrimiento. No fue más que una intuición a la que faltaba el rigor de las matemáticas, pero una intuición que flotaba en el aire de la época, en el aire italiano, y que sólo un extranjero venido del septentrión podía aspirar a pleno pulmón. Siempre es en Italia donde hemos de buscar…
Para el novelista que aspiraba a penetrar en lo más hondo del espíritu de Copérnico, era necesario poner en claro otros misterios, en torno a la publicación de la
Primera exposición
de Rheticus tres años antes que la de las
Revoluciones
. ¿Por qué Copérnico autorizó a su discípulo a divulgar su teoría, corriendo el riesgo de que se la robara? ¿Por qué eligieron los dos para la edición de la primera obra, redactada por un reformado, un impresor de Danzig, en un país católico, mientras que las
Revoluciones
aparecieron en Nuremberg, cuna de la Reforma? ¿Por qué, como advertencia al lector de esta última obra, el extraño preámbulo anónimo, que anuncia que lo que se va a leer no es sino una hipótesis sin fundamento, que en resumen el heliocentrismo no es más que el ensueño de un poeta, y como tal ha de ser tomado? ¿Por qué, finalmente, Copérnico omitió en sus agradecimientos el nombre de Rheticus, a pesar del papel capital que éste afirmaba haber desempeñado en la publicación? En el libro se proponen algunas respuestas plausibles…
El lector curioso me seguirá tal vez ahora en la explicación de la elección de Michael Maestlin como narrador, debido a una serie de cartas dirigidas a su antiguo alumno Johannes Kepler.
Este auténtico profesor de matemáticas (1580 - 1635) jugó de hecho un papel importante en la vida de Kepler. Fue uno de los primeros astrónomos de renombre en adherirse a la teoría de Copérnico, si bien no habló más que del sistema de Tolomeo en los cursos que daba en la Universidad de Tubinga. Se contentaba con dar detalles sobre el sistema de Copérnico a los estudiantes más asiduos, entre ellos el joven Johannes Kepler, al que convirtió en un copernicano convencido.
Fue Maestlin quien reveló a Kepler que el «escandaloso» prefacio de las
Revoluciones
de Copérnico, que explicaba que se trataba de «hipótesis no más verosímiles que las antiguas», no había sido escrito por Copérnico. Fue él también quien persuadió a Kepler de que abandonara su proyecto de entrar en religión y le consiguió en su lugar, en 1594, un puesto de profesor de matemáticas en Graz. El también quien hizo imprimir en Tubinga, en 1596, la primera obra de Kepler,
El secreto del mundo
. Sus relaciones, por lo menos las epistolares, siguieron siendo muy estrechas a lo largo de toda su vida. Así, en una carta a su profesor y amigo, el 15 de marzo de 1598, que incluye una interpretación del horóscopo, Kepler predice que el hijo que muy pronto va a tener Maestlin llegará a la edad adulta. En una carta del 2 de mayo de 1598, Kepler, que acaba de perder a uno de sus hijos, añade lo siguiente: «Me ha nacido un hijo, igual que a ti. Quieran los dioses que el tuyo tenga más suerte. Yo esperaba una vida larga para mi hijo». Y en una carta del 11 de junio de 1598, al saber que a su vez Maestlin está de luto por su hijo, se compadece del dolor de su antiguo maestro: «Por lo que respecta a la muerte de tu hijo recién nacido, me entristece, y puedo evaluar tu dolor por las dimensiones del mío».
Doy estos detalles únicamente para mostrar que no es absurdo imaginar a Maestlin tomándose el trabajo gigantesco de escribir una biografía de Copérnico únicamente para satisfacer la curiosidad de su alumno y amigo (aunque se sepa que no fue tal el caso). Así pues, el punto de partida de la novela se sitúa en 1595, cuando el profesor de astronomía y matemáticas Michael Maestlin (45 años) se dispone a contar a su antiguo alumno Johannes (34 años) la vida de Copérnico, y la del que fue su propio maestro de astronomía, Joachim Rheticus. El interés de dar cierta perspectiva histórica a la narración es evidente. Permite en primer lugar sumergirse en el pensamiento reformado de expresión alemana (lo que explica que se hayan germanizado los nombres polacos). En segundo lugar, si en esa fecha Copérnico no ha sido aún incluido en el Índice, está desde luego «en el purgatorio», tanto en el bando católico como en el protestante, las dos facciones que se combaten en toda Europa. También es en esa época cuando se toma una conciencia real del alcance de todos los descubrimientos de las generaciones anteriores (en los
Ensayos
de Montaigne, que datan de 1588, se menciona a Copérnico). El año 1595 es además la fecha en la que Kepler (porque Johannes es él, como el lector ha comprendido en seguida) empieza a concebir su primera obra,
El secreto del mundo
, cuyo borrador somete a su maestro. Maestlin conoce la historia de Copérnico a través de su propio maestro, Rheticus, lo que permite también contar brevemente la suerte corrida por éste después de la muerte de Copérnico. El narrador puede además explicar cómo el sistema copernicano fue «filtrado» por algunos de sus discípulos hasta los más lejanos rincones de Europa. Finalmente, ese procedimiento sitúa coherentemente en el conjunto esta primera parte de la serie «Los constructores del cielo»: Copérnico pasa el relevo —simbolizado por el bastón de Euclides— a Kepler
vía
Rheticus, Maestlin y Tycho Brahe, y el bastón llegará después a las manos de Newton por caminos que aún tengo que inventar…
La carta imaginaria enviada por Maestlin a Kepler, en la que le anuncia que se dispone a redactar para él la biografía de Copérnico, está inspirada en parte en un texto muy real de Maestlin, aunque bastante más tardío; se trata de un proyecto de postfacio para la edición de 1617 de las
Revoluciones
de Copérnico, postfacio que no fue publicado en la edición en cuestión, pero que figura como apéndice en el tratado que Kepler publicará en 1618,
Sobre la admirable proporción de los orbes celestes (Harmonices Mundi
).
Aparece en ese texto el «verdadero». Maestlin: copernicano convencido, de un estilo literario polémico y colorista, no vacila en ridiculizar a los cardenales ignorantes del alcance inmortal de la obra de Copérnico, que rebajan al mismo nivel de quienes antiguamente, y contra toda evidencia, habían negado la redondez de la Tierra. He aquí algunos extractos de ese texto llamativo, que bastaría para legitimar la elección de Maestlin como narrador de la novela:
En 1616 apareció, en la imprenta de la Cámara apostólica de Roma, un decreto firmado por la mano del ilustre cardenal de Santa Cecilia y lacrado con su sello, el 5 de marzo, que lleva por título:
Decreto de la Sagrada Congregación de Ilustres Cardenales de la Santa Iglesia Romana, especialmente encargados por nuestro Santo Padre, el papa Paulo V, y por la Santa Sede apostólica, de la confección del índice de libros, de su permiso, interdicción, corrección o impresión en toda la República cristiana, decreto que ha de ser publicado en todas partes
.
En dicho decreto se lee, entre otras cosas: «Puesto que ha llegado a conocimiento de esta Sagrada Congregación que esa falsa doctrina pitagórica, en total desacuerdo con la Sagrada Escritura, de la movilidad de la Tierra y la inmovilidad del Sol, que enseña Nicolás Copérnico, se difunde ahora e incluso es aceptada por muchos […], en consecuencia, para que semejante opinión no se extienda más y lleve a la ruina a la verdad católica, la Sagrada Congregación ha decidido que el dicho libro: Copérnico,
Sobre las revoluciones
, debe ser suspendido hasta que haya sido corregido».
¿Cuál es, te lo ruego, benévolo lector, tu opinión sobre ese decreto de los Ilustres Cardenales? ¿No estás convencido, cuando lees el magnífico título de la Congregación, de que se ha enviado a la susodicha comisión a las personas más específicamente instruidas y más sabias no sólo en todas las partes de la sagrada teología, de la jurisprudencia, etc., sino también en todos los dominios de la ciencia, de suerte que no se les escape nada importante de cuanto cotidianamente se enseña, se escribe o se difunde entre el público? Es seguro que personas que pretenden juzgar con rigor el permiso de editar libros, su corrección, condena o proscripción, tendrían que ser de tal manera. Por consiguiente, te dirás que en la Sagrada Congregación ha de haber algunos miembros bien impuestos en las ciencias matemáticas, entre las cuales no es la menor la astronomía.
Pero cuando hayas considerado con más atención los términos de ese decreto sobre la astronomía de Copérnico, sin la menor duda sospecharás conmigo que esos cardenales no han leído el libro de Copérnico, que jamás lo han visto e incluso que lo han ignorado cuando Copérnico se contaba todavía entre los vivos y aún respiraba.
[…] En efecto, los libros de Copérnico sobre las
Revoluciones de los cuerpos celestes
fueron editados en Nuremberg en 1543; fueron precedidos por la obra que se incluye aquí, es decir la
Narratio
de Rheticus, dedicada en 1539 a J. Schöner, difundida por A. P. Gasser en 1540 y finalmente impresa en Basilea en 1541. La
Narratio
fue adjuntada a la reimpresión de las obras de Copérnico en Basilea. La fama de esa doctrina había llegado ya a oídos de otros sabios, antes incluso de la primera edición. De ello da testimonio Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, en una carta dirigida a Copérnico en 1536. Fue el mismo Schönberg quien, de concierto con T. Giese, obispo de Kulm, y también buen número de hombres muy eminentes y sabios, consiguieron convencer a Copérnico, mediante serias exhortaciones mezcladas en ocasiones con reproches, de que editara sus libros, que tenía en reserva «para el año cuadragésimo noveno». Por fin, vencido por sus exhortaciones, Copérnico no sólo consintió en la publicación de su obra, concluida al precio de unos trabajos dignos de los de Hércules, y permitió a sus amigos llevar a cabo la edición tanto tiempo solicitada, sino que dirigió el prefacio, que tenía la forma de una dedicatoria, al papa Paulo III. Que esta obra, que en verdad sobrepasa las fuerzas de la industria humana, haya sido desaprobada, sea por Paulo III, sea por alguno de los pontífices romanos que le sucedieron, hasta Paulo V, e incluso condenada, prohibida o suspendida por los inquisidores, no tiene parangón con nada que haya yo encontrado en ningún catálogo de libros prohibidos ni en las obras de ningún autor. Sin duda, en privado la obra de Copérnico ha sido objeto de ataques o de insultos por parte de muchas personas, que, valiéndose de argumentos extraños al tema, se han burlado de ella más que combatirla. Pero nadie la ha refutado con razones y fundamentos propiamente dichos, extraídos de la propia astronomía o de las matemáticas. Ciertas personas reconocen sin duda en Nicolás Copérnico a un hombre de un talento incomparable y confiesan que habrían de presentarlo como una maravilla del mundo, de no temer ofender a algunos que sostienen con tenacidad antiguas opiniones filosóficas; es decir, si no temieran la sombra del milano. Resulta asombroso, por ello, que los cardenales de la Sagrada Congregación condenen solamente ahora a Copérnico, del que nunca han oído hablar y que todavía no ha sido convincentemente refutado.
[…]Copérnico ha corrido, entre esos cardenales, la misma suerte que tocó, en 743, a Virgilio de Salzburgo. Virgilio era muy experto en materias divinas y humanas. En razón de su singular erudición y de su sabiduría, se introdujo en la corte de los príncipes Carlomagno y Pipino, por los que en breve tiempo fue muy bien recibido; desde entonces fue considerado la autoridad suprema por Odilón, reyezuelo de los bávaros. El tal Virgilio, como era más docto en las disciplinas matemáticas y la filosofía profana de lo que exigían las costumbres cristianas, y como sostenía la certidumbre de sus conocimientos en contra de la opinión vulgar e incluso de la de Agustín, Lactancio y otros santos padres, enseñó un día que la Tierra tiene la forma de un globo y que los hombres se distribuyen por toda su superficie. De lo que se sigue que hay en la tierra hombres «antípodas», es decir, hombres que tienen los pies colocados en sentido contrario los unos de los otros […]. Esas opiniones parecieron impías y contrarias a la filosofía divina a Winfrid (nacido en Inglaterra, y designado por el Papa como obispo y legado apostólico en Germania; había cambiado su nombre por el de Bonifacio y había sido nombrado, por Carlomagno y Pipino, arzobispo de Maguncia). Como Bonifacio no pudo conseguir que Virgilio se retractara de su opinión, sometió el asunto al propio papa, Zacarías. La filosofía de Virgilio pareció también sospechosa al Papa: éste ordenó que el filósofo Virgilio, si era sacerdote, fuera arrojado del templo de Dios o de la Iglesia, y que un concilio lo despojara de su sacerdocio, por profesar aquella doctrina perversa.
¿No acabarás por creer, excelente lector, que los dignatarios de la Santa Sede y de los arzobispados de la época presente (puedes incluir además a los cardenales) y todas las personas que han empleado en sus consejos para decidir sobre los casos dudosos, han sido recogidos en el arroyo para ser elevados a tan altos cargos y dignidades? Porque esas personas ni siquiera han sabido colegir de los primeros rudimentos de la astronomía y de algunas experiencias geográficas que la simple diferencia de longitud entre los días de verano y los de invierno, por ejemplo en Roma, en Italia, en Alemania o incluso en Inglaterra, patria de Bonifacio, basta para mostrar que la superficie de la Tierra no es llana, con todo lo que se sigue necesariamente de esa tesis. En consecuencia, una sabia ignorancia ha podido engañar a esos sabios clérigos, hasta el punto de hacerles declarar impías, profanas, enemigas de la filosofía divina, patrañas y locuras capaces de manchar y contaminar la sabiduría simple y pura de Cristo, cosas que muchos siglos antes habían sido demostradas por los filósofos y enseñadas en las escuelas públicas; cosas que hoy no son ya objeto de discusiones sutiles, sino sabidas incluso por los ciegos y los peluqueros, después de las múltiples experiencias de quienes navegan desde Europa hacia el Nuevo Mundo, la América y el Perú. Sea ello como fuere, Virgilio fue condenado por herejía, y lo mismo le ocurre hoy a Copérnico con su astronomía.