—Llegar a ser su ayudante es para mí el más inesperado de los salarios. No pido otra cosa.
—¿Cómo? ¿Es que el querido obispo Dantiscus te ha hablado de mi legendaria avaricia? Es cierto que, desde que intento hacer vomitar sus monedas a uno de sus perros de presa, el más corrompido de los canónigos de Frauenburg, que me debe cierta cantidad de dinero…
A Rheticus le importaban muy poco aquellas riñas de viejos rancios. Lo había conseguido: había entrado en el
sanctasanctórum
.
Permanecieron dos semanas más en el castillo de Loebau, porque quedaban aún algunos problemas pendientes, en particular el de los mapas exigidos por Alberto de Prusia. Giese era partidario convencido de que se hicieran, para no irritar a su temible vecino. Así pues, Rheticus ordenó a su secretario y antiguo amante Heinrich Zell, al que con gusto habría mandado al diablo, que se encargara del trabajo. Tanto peor si aquel ferviente luterano iba más allá de lo que deseaba el obispo de Kulm y entregaba datos topográficos de la Prusia católica al antiguo gran maestre de los caballeros teutónicos. Más peligroso era el decreto de expulsión de toda su jurisdicción, lanzado contra los reformados por el obispo de Warmie, decreto agravado ahora con la amenaza de la pena de muerte. Así pues, Giese solicitó a Dantiscus una dispensa para su protegido. Más que una dispensa, era una exigencia, porque sugería que, si el documento de dispensa no se emitía en el más breve plazo, recurriría a Su Majestad Segismundo I de Polonia, partidario de la tolerancia religiosa en todo su reino.
Mientras, y hasta el fin de su estancia en Loebau, Copérnico se desinteresó de lo que llamaba asuntos de intendencia. Todas las mañanas salía a cazar y no regresaba hasta la noche, triunfante en ocasiones, blandiendo como trofeo un cuerno de uro, una caza que escaseaba: tantos ejemplares había matado tiempo atrás junto a su tío Lucas.
Por su parte, Rheticus y Giese conspiraban. El primero quería redactar un prólogo a las famosas tablas astronómicas, en el que presentaría la vida y la obra del canónigo. El otro encontraba excelente la idea, porque veía en ella un primer paso hacia la publicación impresa de las
Revoluciones de los cuerpos celestes
. Una publicación por la que batallaba desde hacía años contra la negativa de su testarudo amigo. El obispo explicó al joven profesor que la voluntad de Copérnico de no comunicar sus teorías más que a los iniciados era también una cortina de humo, detrás de la cual se escondía su temor a que la hipótesis heliocéntrica provocara reacciones en cadena que causaran tanta sangre y lágrimas como las tesis de Lutero.
—A Nicolás no le preocupa lo más mínimo su seguridad personal —precisó Giese—. Lo ha probado muchas veces en el pasado. Y me enorgullezco de haberle servido de escudo en ocasiones. No es el miedo lo que le hace negarse a difundir más ampliamente sus
Revoluciones
. Sólo se decidirá cuando su pasión de filósofo por la Verdad deje en un segundo plano su amor a la humanidad. Si usted lo desea, querido Joachim, le contaré su vida. El, estoy seguro, no aceptará nunca hacerlo. Timidez y orgullo son hermanas gemelas.
E
l viento procedente del mar azotó el rostro de Rheticus cuando, siguiendo a Copérnico, salió a lo alto de la torre, a la amplia terraza que dominaba la laguna. El observatorio parecía el castillo de popa de una nave de altura presta para aparejar. En el centro se alzaba, como un mástil, una gran ballestilla de quince pies de alto, con la base barnizada y calafateada. Aquel instrumento de medición de la altura de los astros estaba, además, tallado en la misma madera que utilizan los carpinteros de ribera para construir los navíos. Fijado encima de la puerta de la garita, un cuadrante solar orientado al norte, hacia el mar, cuyas cifras habían sido repintadas recientemente. El tiempo era bueno, y la sombra de la aguja señalaba exactamente la hora del mediodía. En el interior de la pequeña garita de base circular, una gran esfera armilar de bronce, con el pequeño globo terrestre, de cobre dorado, ocupando el centro, mientras los círculos planetarios encajados unos en otros que lo rodeaban representaban, como por ironía, el viejo sistema de Tolomeo; adosado verticalmente a la pared del fondo, un cuarto de círculo de madera de diseño muy antiguo, graduado para medir los ángulos de separación; finalmente, colocado con cuidado sobre una mesilla y dentro de un estuche de terciopelo rojo, un astrolabio de cobre en perfecto estado, aunque algunas manchas de color verde gris en el disco-madre y algunas puntas dobladas en las agujas de la segunda placa delataban sus largos años de uso.
—Los fabrican mucho mejores ahora —dijo Copérnico al tenderlo a Rheticus—, pero a éste le tengo tanto cariño como a un primer amor: me lo regaló el viejo lobo de mar Martin Behaim, de Nuremberg, al que conocí durante mi largo viaje a Italia.
Por un instante, el nuevo ayudante del canónigo imaginó aquel prodigioso encuentro. Luego se dijo que en el fondo Giese, que presumía de saberlo todo de la vida de su amigo y la describía como enteramente lisa, consagrada al estudio, ignoraba muchos de sus aspectos. O tal vez los ocultaba.
—Ya lo ve, caballero —seguía diciendo Copérnico—, mi observatorio es muy pobre. Con la excepción del astrolabio, no debe de ser muy distinto del de Tolomeo. Ay, tal es más o menos la suerte de todos los astrónomos de nuestros días. Y no consigo entender una cosa. Desde hace medio siglo, cientos de navíos surcan todos los mares del mundo, guiándose por medio de las estrellas; y, sin embargo, ningún mecánico, ningún ingeniero ha inventado para nosotros unos aparatos más fiables y precisos. ¡Ah! Si yo pudiera reducir mis errores de observación a un arco de diez minutos, me sentiría más feliz aún que Pitágoras cuando descubrió su teorema.
Rheticus bebía cada una de sus palabras, y pensaba que en el fondo su maestro no había necesitado un gran instrumental para descubrir lo que había descubierto. Le habían bastado el rigor matemático, un conocimiento profundo de los antiguos y la fuerza gigantesca de su mente.
Luego, las cosas cambiaron. A medida que pasaban las semanas, las confidencias de Copérnico se hicieron más raras, y se volvió más y más autoritario con su ayudante, llegando incluso a humillarlo en ocasiones y a tratarlo como un criado o como un perro. Por ejemplo, dejaba caer conscientemente al suelo un folio manuscrito y le ordenaba: «¡Recógelo, caballero, recógelo!». Rheticus obedecía, e incluso le divertían aquellas novatadas, pero nunca sabía si se trataba de una torpeza o de un juego perverso, o tal vez de una simple expansión que se concedía el maestro después de una larga y dura jornada de trabajo.
Lo mismo ocurría con el continuo apelativo de «caballero» que le dedicaba: ¿era tan sólo una cortesía anticuada, o burla por lo reciente del título? Copérnico le exigía que repitiera todos los cálculos hechos por él mismo, corregidos y verificados innumerables veces a lo largo de cuarenta años. A ello se añadían las tablas que Rheticus había reunido durante su viaje, y que era necesario contrastar con las otras. El joven matemático ponía en ello todo su entusiasmo y su virtuosismo, sin saber que su maestro recuperaba de ese modo el vigor y la agudeza desgastados con el tiempo.
Poco a poco, sin embargo, las
Revoluciones de los cuerpos celestes
adquirían más y más claridad en la mente de Rheticus. Y ya no deseaba exponerlas ante sus alumnos sino ante sus colegas, para barrer de sus mentes todo el polvo acumulado por el transcurso de los siglos. Se convertiría en el san Pablo de la palabra copernicana, pero no sería a Corinto donde enviaría sus epístolas, no sería en el areópago ateniense donde se burlarían de él, no sería en Roma donde sufriría el martirio; sino en Prusia, en Sajonia, en Baviera, en Suiza…
Apasionado, casi en trance, Rheticus había hablado así un atardecer del verano de 1539, en la residencia que poseía el monje en el interior de sus propiedades. Copérnico había decidido huir de las miasmas del calor pesado y brumoso que se abatía sobre Frauenburg, donde los mosquitos zumbaban día y noche bajo una pesada capa de nubes negras siempre presentes porque no soplaba la menor brisa marina para dispersarlas.
La mansión de Mehisack, encaramada en lo alto de la colina, se abría a un paisaje encantador de bosques y ríos. A sus pies se acurrucaba el burgo fortificado. Y Rheticus se preguntaba por qué el cazador inveterado que era Copérnico no había instalado su observatorio allí, en lo alto de un imponente torreón cuya puerta estaba siempre cerrada. Allí quedaban muy lejos el estruendo ensordecedor de las campanas de la catedral y las iglesias de Frauenburg, lejos los gritos de los pescadores, de las vendedoras de pescado, de los boyeros, de los mercachifles, de las gaviotas; lejos, sobre todo, las nieblas que se elevaban al atardecer de la laguna y tapaban el cielo.
En el curso de la cabalgada matinal que les había llevado hasta allí, mientras caracoleaba al lado de Rheticus, Copérnico había ido rejuveneciendo a ojos vistas. Ninguna referencia al menor epiciclo, al más mínimo logaritmo, sino anécdotas, con frecuencia alegres y contadas con placer, sobre su juventud en Italia, como las que se cuentan a un compañero de ruta. O a un hijo en edad de escuchar de su padre otra cosa que consejos y reprimendas.
Rheticus comprendió la metamorfosis del canónigo cuando, en el patio de la mansión, fue presentado a la decena de personas que esperaban al amo del lugar. Nunca habría imaginado que un hombre como Copérnico pudiera tener una familia. Empezando por una hermana de la más rancia aristocracia de Danzig, provista de un marido con ademanes de armador, que en su juventud había navegado por todos los mares del mundo, y de un batallón de hijos y de nietos; un primo, antiguo burgomaestre jovial y rubicundo, llamado Philip Teschner, provisto él también de una numerosa descendencia; el inevitable pariente pobre, Alejandro Soltysi, un antiguo canónigo que compensaba su falta de medios con una gran erudición y una conversación brillante, pero al que el caballero Joachim Rheticus Iserin von Lauchen encontró la pega de una esposa de una vulgaridad de patrona de burdel. Sin olvidar a otro primo, acompañado de su hijo destinado a convertirse en coadjutor de Copérnico en la canonjía de Frauenburg, y por tanto en su sucesor designado, pero que de hecho descargaba ya al astrónomo de todas sus obligaciones de canónigo. Rheticus encontró al joven muy agradable, y advirtió un parecido asombroso con el amo de la mansión. Hasta el punto de preguntarse si por casualidad los lazos de parentesco entre ellos no eran mucho más estrechos que los existentes entre dos primos. Por si fuera poco, el futuro coadjutor mostraba algunos rasgos de otra prima de Copérnico, su ama de llaves, que llevaba la casa con mano de hierro.
En otro lugar, y tratándose de otras personas, Rheticus se habría preguntado por qué Ana Schillings, a la sazón una cuarentona de formas apetecibles y redondeadas, permanecía así a la sombra y en el lecho de un viejo canónigo colérico y caprichoso. Porque sus relaciones no dejaban lugar a dudas. Nicolás y Ana se comportaban como marido y mujer. Con frecuencia, durante la velada sus manos se posaban la una en la otra, y las miradas que se cruzaban eran aún las de dos recién casados. No hacía falta un Petrarca para comprender que entre ella y él la edad, el tiempo transcurrido y las pruebas soportadas no habían podido alterar la inmensidad de su pasión, suavizada ahora por la complicidad y la ternura. Rheticus sabía que, si gustaba a Ana, destruiría las últimas reticencias de Copérnico con respecto a él. Le gustó, en efecto, e incluso él se preguntó un momento, no sin fatuidad, si no había llevado demasiado lejos sus maniobras de seducción.
La primera semana transcurrió entre salidas al campo, a cazar o a pascar, y largas y eruditas conversaciones junto al fuego. Rheticus, en la soledad de la hermosa habitación que habían dispuesto para él, intentaba trabajar, pero lo llamaban continuamente, para una partida de ajedrez o de bolos, desde el más canoso de los ancianos hasta el más travieso de los niños de aquella parentela cuyo patriarca era Copérnico. Maldijo entonces a sus padres por no haberlo engendrado feo y bizco, un clérigo con la sotana blanqueada por la caspa, de conversación aburrida y aliento fétido. «¡No gustar, Señor, dadme el don de no gustar!», se divertía en rezar sin tomarse en serio a sí mismo ni un solo instante.
Finalmente, un día le informaron de la llegada de monseñor Giese y su séquito. «No faltaba más que el viejo obispo: ahora el cuadro de familia está completo», maldijo Rheticus. En efecto, empezaba a sentir un hormigueo en las piernas. No había hecho todo aquel largo viaje para vivir la vida de los nobles provincianos. Por ello, tomó la decisión de dar un gran golpe que despertara a aquel Hércules de la astronomía, dormido a los pies de su Ónfale.
La misma noche de la llegada de Giese, durante la velada, tuvo la audacia de presentarse como el profeta de un Copérnico deificado. Las damas habían subido ya a acostarse, a excepción por supuesto de Ana. Formaban su auditorio únicamente el obispo, el burgrave de Danzig, Alejandro «el pariente pobre», el joven futuro coadjutor, el burgomaestre Philip y, claro está, Copérnico, observándolo todo desde su gran sillón, con las manos posadas en el puño del bastón de Euclides, y con Ana a su lado, hombro con hombro. Un patriarca, sí, que parecía del todo indiferente al ditirambo que le dedicaba su ayudante.
—Si alguna vez se ha propuesto un sistema audaz, es el suyo, maestro. Era preciso contradecir a todos los hombres que no juzgan sino a través de los sentidos; era preciso convencerlos de que lo que ven no existe. En vano, desde que al nacer sus ojos se abrieron a la luz del día, han visto el Sol avanzar de oriente a occidente, y cruzar el cielo en su carrera luminosa. En vano han visto a las estrellas seguir el mismo camino por la noche; Sol, estrellas, todo parece inmóvil, no hay movimiento sino en la pesada masa que habitamos. Pero es preciso olvidar el movimiento que vemos y creer en el que no advertimos. Y no es eso todo: es necesario destruir un sistema que nos ha venido dado, aprobado por las tres partes del mundo, y derribar de su trono a Tolomeo, que había recibido el homenaje de catorce siglos. Esa revolución está en marcha, y quien se atreve a proponerla es un hombre solo, un espíritu sedicioso que ha dado la señal, ¡usted, maestro!
Después de aquel discurso de un lirismo arrebatado, la asistencia rompió a aplaudir, con la excepción del principal interesado. Los ojos de Ana se llenaron de lágrimas, y para gran satisfacción del orador, el guapo coadjutor se puso en pie dando, a la italiana, voces de «¡Bravo!». Giese fue el primero en calmarse, muy en su papel de personaje más importante de aquella pequeña asamblea.