Mientras se secaba la tinta, Paracelso tomó su pesado y extraño bastón de madera de olivo, que colgaba del respaldo de su silla. Desenroscó el puño de marfil de figura de esfinge. El interior estaba hueco. Extrajo de él un largo y estrecho cilindro de seda roja, que abrió para sacar un rollo de pergaminos amarillentos. Cuidadosamente, envolvió su carta alrededor de ese rollo y lo colocó todo en la funda de seda, que luego introdujo en el bastón. Entonces volvió a enroscar el puño.
—Me harás el inmenso favor de explicarme… —preguntó Rheticus, tan intrigado como molesto por los aires de misterio que había adoptado su amigo.
—Este bastón que estás viendo es mi respuesta al envío que me hizo Copérnico de sus
Revoluciones de los cuerpos celestes
. Este objeto es sobremanera precioso. No lo pierdas, sobre todo, y entrégaselo la primera vez que os veáis. Te conozco lo bastante para saber que leerás su contenido tan pronto como yo haya vuelto la espalda. Comprenderás entonces por qué sólo un Copérnico puede recibir este regalo de Paracelso. Yo lo recibí de un viejo astrólogo persa agonizante que había instalado su observatorio en lo alto de una torre de las ruinas de Babilonia. Él decía que lo había heredado de un antepasado lejano, el famoso al-Farghani, alias Alfraganus, que a su vez… No, ese dato no puedo decirlo. Pero al parecer este bastón fue tallado a partir del palo con el que Euclides dibujaba sus figuras en la arena de las playas de Alejandría. Ah, ya me imagino la cara que pondrá el viejo canónigo cuando, al leer el manuscrito guardado en el bastón, se dé cuenta de que no es el primero. ¡Que nunca se es el primero!
Y Paracelso soltó una de sus enormes risotadas. Tendió el «bastón de Euclides» a Rheticus y luego, como despedida, cruzó los brazos sobre la mesa, posó la frente sobre ellos y se durmió de golpe, con unos ronquidos que hacían vibrar las paredes de la taberna.
P
alabra, joven, que incluso en el caso de que consiga entrar en la madriguera de ese viejo oso, sus dificultades no habrán acabado aún. Ni siquiera yo, su obispo, he conseguido entrar nunca allí. Y siempre ha rehusado, sistemáticamente, todas mis invitaciones a venir a verme aquí, en Heilsberg. Por otra parte, no entiendo por qué un reformado como usted, un discípulo de mi amigo Melanchthon, un profesor de matemáticas, se interesa por las elucubraciones de un oscuro canónigo medio loco.
Al oír esta declaración de monseñor el obispo de Warmie, Rheticus no pudo disimular una sonrisa. Si Paracelso había dicho la verdad, el conflicto entre Copérnico y Dantiscus se limitaba a una historia de faldas. Era curioso, sin embargo, pensó, tanto encarnizamiento en un prelado tan sutil y erudito.
—Poca cosa puedo hacer por usted, muchacho —prosiguió el obispo—, salvo darle un pasaporte que le permita circular a sus anchas por toda Polonia. Lo hago en nombre de mi antigua amistad con Melanchthon. Evite, se lo ruego, dejar demasiado patentes sus convicciones religiosas. Por esta región pululan los monjes fanáticos que muy bien pueden conseguir que el populacho lo despelleje vivo.
—En cuanto a eso, monseñor —respondió Rheticus con su exquisita frivolidad—, no tiene nada que temer. ¡Soy tan poco piadoso…!
Le tocó entonces a Dantiscus el turno de sonreír. Aquel joven vivaracho, vestido a la última moda de París, con su voluminosa gorguera, sus cintas y su sombrero emplumado, no le parecía ni mucho menos un luterano hosco y austero.
—Perfecto —respondió entonces—. Sin embargo, y esto tal vez va a sorprenderle al venir de mí, le sugiero que antes vaya a Königsberg a rendir homenaje a su alteza el gran duque Alberto de Prusia, uno de sus correligionarios. Encontraría chocante que un discípulo de Melanchthon no pasara a saludarlo. Como puede usted suponer, las relaciones entre el reino católico de Polonia y ese gran ducado que se pretende reformado no son muy brillantes, pero tenemos un enemigo común tan amenazador para el uno como para el otro: el gran príncipe de Moscovia. De modo que me atrevo a pedirle un pequeño servicio. Lleve este pliego al gran duque y vuelva a verme con su respuesta. Usted me parece un hombre excepcional, señor Rheticus. Pruebe usted un poco de diplomacia. Es un delicado placer de
gourmet
.
—Pero monseñor, usted apenas me conoce. Puedo haberme inventado de cabo a rabo este viaje y sus objetivos, y no ser sino un espía a sueldo de no sé quién, del emperador por ejemplo…
—¡Qué joven es usted, muchacho! Le ha precedido una carta del maestro Melanchthon, pidiéndome que hiciera todo lo posible por ayudarlo. Aprueba calurosamente su visita a Copérnico, a pesar de que las relaciones entre los dos hombres no han sido nunca idílicas.
Rheticus se mordió los labios. ¿Cómo lo había sabido su antiguo profesor? ¿Quién le había informado? ¿El borracho de Paracelso, el viejo mentiroso de Schöner, o simplemente Heinrich Zell, el guapo secretario que Melanchthon le había impuesto? ¡Tanto mejor, en el fondo! Aceptó la misión ante el gran duque de Prusia que acababa de confiarle el obispo de Warmie. Él, el hijo del médico judío quemado por brujería, se codeaba ahora con los grandes de este mundo. Bella venganza del destino, en verdad.
Dantiscus le tendió un gran sobre violeta lacrado con un grueso sello rojo, del que colgaba una cinta también violeta con las armas del obispado de Warmie. Rheticus se puso en pie, lo tomó y comprendió que la entrevista había terminado. Besó el anillo del prelado, y se disponía a cruzar la puerta cuando Dantiscus lo llamó de nuevo:
—¿Cómo no se me ha ocurrido antes? ¡Tiedemann Giese, por supuesto! El buen Giese. Es la única persona que podrá introducirle en casa de Copérnico.
—¿Quién es?
—Mi homólogo en el obispado de Kulm. Cuando vuelva a verme, le escribiré unas palabras de recomendación para él. Es el único amigo que le queda al viejo oso. ¡Una paciencia admirable! Hasta el punto de que a veces me pregunto…
Dantiscus se contuvo y no comentó el sucio rumor que corría sobre las costumbres de monseñor Giese, un rumor que presentaba la gran ventaja de salpicar también al canónigo astrónomo. En efecto, acababa de darse cuenta de que su demasiado guapo y encantador visitante muy bien podría ser también sospechoso del crimen de sodomía. ¿No era un amigo de Paracelso? Si la sospecha se confirmara, y si Rheticus prolongaba un tiempo suficiente su estancia en Frauenburg, ni siquiera el papa Paulo III, Alejandro Farnesio, podría seguir protegiendo a Nicolás Copérnico. El obispo no terminó su frase y se contentó con despedir al caballero con un gesto de su mano enguantada y cubierta de anillos.
Fue un camino largo y sembrado de trampas el que hubo de recorrer antes de encontrarse frente a aquel hombre misterioso que se había atrevido a colocar el Sol en el centro del mundo. El gran duque lo recibió muy bien en su castillo de Königsberg, advertido como estaba de su previa visita por Melanchthon. Ya no había la menor duda: Heinrich Zell había sido encargado por el maestro de Wittenberg de espiar los menores hechos y dichos de la persona a la que supuestamente servía de secretario. Alberto de Prusia, a su vez, habló pestes del viejo canónigo, al que trató de loco, impío, criatura del Papa e intrigante. Todo ello no hizo sino aumentar la impaciencia de Rheticus, que ahora comprendía que bajo el desprecio afectado de aquellos dos grandes señores se ocultaba un miedo sordo, un horror sagrado.
El joven viajero hubo de esperar una semana antes de que Alberto de Prusia le entregara la respuesta destinada al obispo de Warmie. Una respuesta muy vehemente puesto que Dantiscus le había enviado, con una carta de acompañamiento llena de tacto, una copia del decreto de expulsión de los luteranos de su obispado. El colmo era que su mensajero era asimismo un reformado. Rheticus no llegó a saber nada de aquel juego de príncipes y, como un peón en su casilla, nunca fue molestado durante su larga estancia.
A cambio de numerosos salvoconductos, el gran duque le ordenó trazar el mapa de toda Prusia que le había prometido hacer Copérnico muchos años atrás. Pero el canónigo siempre aplazaba la realización de aquel trabajo, con mil y un pretextos; sin duda, según el gran duque, para ocultar su incompetencia en materia de cartografía, como también escondía su ignorancia en astronomía negándose continuamente a dar a la imprenta su pretendido nuevo almagesto.
Rheticus fingió aprobar con fervor los argumentos del antiguo gran maestre de los caballeros teutónicos, ahora en el papel de príncipe ilustrado que presumía de poseer toda clase de conocimientos, según el modelo florentino. Pero era preferible tener de su lado a un personaje tan poderoso, sobre todo porque Alberto de Prusia le había insinuado la posibilidad de nombrarlo más adelante decano de la recién creada facultad de Königsberg.
—Nunca, nunca serviré a un príncipe —dijo Rheticus a Zell, cuando las torres de Königsberg hubieron desaparecido a sus espaldas—. Permaneceré libre, siempre libre, más libre incluso que Paracelso. Por otra parte, Heinrich, serás tú quien se ocupe de ese mapa de Prusia. Un excelente ejercicio para un aprendiz de matemáticas. Y además, un mapa…, eso realzará tus otros talentos ocultos, ¿no es verdad, doña disimulona, espieta?
De regreso en Heilsberg, Rheticus tuvo aún que esperar una semana: en efecto, el obispo se había ausentado para visitar en el palacio episcopal de Kulm a su homólogo monseñor Tiedemann Giese. Era como para creer que el mundo entero se había confabulado para impedirle conocer por fin a aquel maldito canónigo. Por un instante se desanimó y pensó en abandonar y regresar a Wittenberg. Después de todo, tal vez los otros tenían razón y Copérnico no valía el tiempo ni los esfuerzos que le estaba dedicando. ¡Pero no! Llegaría hasta el final, aunque sólo fuera para demostrarles a todos que nada ni nadie podían disuadirlo de conseguir la entrevista.
Dantiscus volvió por fin, y le dio como había prometido su carta de recomendación para Giese, que lo esperaba en Danzig, a varias jornadas a caballo de Heilsberg. Además, por superstición, Rheticus se obligó a sí mismo a dar un rodeo suplementario para evitar pasar por Frauenburg, la residencia del inalcanzable Copérnico…
—¡No, y mil veces no! No recibiré a ese individuo. ¡Mi pobre Tiedemann, tú siempre tan ingenuo! Un antiguo discípulo de Melanchthon, que hace de recadero entre Dantiscus y Alberto de Prusia; en una palabra, un servidor de mis tres peores enemigos… ¿Y quieres que venga a meter las narices en mis asuntos? Si no te conociera tan bien, acabaría por preguntarme si también tú conspiras en mi contra.
Cuando su amigo se encolerizaba de aquel modo, creyéndose la víctima de una conspiración universal, lo único que podía hacer Giese era acurrucarse y esperar que la tempestad pasara. Copérnico volvió a sentarse y se sumió en una larga meditación, de la que salió por fin para decir, con una voz considerablemente más suave:
—¿Me dices que ese muchacho viene recomendado por el loco de Paracelso? Yo le envié mi
Resumen
, hace tiempo, a Basilea, donde se encontraba entonces, y le pregunté por algunos puntos de medicina, que yo aún practicaba. Me respondió enterrándome en libros suyos y proponiéndome que llevara a imprimir mi trabajo a Froben, el editor de Erasmo, a lo que yo me negué. Luego, Paracelso se ha ganado una reputación muy mala. ¿No será ese joven…? Si resulta que me cuelgan el sambenito de…, bueno, ya sabes lo que quiero decir…
Copérnico se había metido en una situación muy embarazosa. No dudaba de la gran virtud de su amigo, al que jamás había conocido la menor relación femenina, ni siquiera en la época de Ferrara; pero no por eso ignoraba el rumor calumnioso que corría sobre las costumbres del obispo de Kulm, como por lo demás sobre las de todo aquel eclesiástico al que no se le conocieran bastardos ni una concubina oficiosa.
—¿Un profesor sodomita en Wittenberg, en casa del rígido y austero Melanchthon? ¡Vamos, eso es imposible! —replicó Giese, tal vez con un calor un poco excesivo—. Cuidado, Nicolás, con la edad empiezas a ver el mal en todas partes.
De hecho, la llegada a su viejo palacio episcopal de Rheticus y su ayudante de rostro de serafín había supuesto un torbellino de juventud y de entusiasmo que había conmovido profundamente al solitario prelado, rodeado únicamente por clérigos rancios y monjes ignorantes. Siempre que podía, Giese viajaba hasta Frauenburg, maravillado siempre por los conocimientos universales de aquel a quien proclamaba su único amigo, a falta de poder llamarle su maestro. Único amigo tal vez, pero que cada vez más se replegaba sobre sí mismo, desconfiado, impaciente, colérico, cuando intentaba inculcar algunas nociones de matemáticas a un Tiedemann Giese decididamente impermeable al arte de los números. Por lo demás, Copérnico se quejaba de no tener ya, en esa materia, las intuiciones fulgurantes de sus veinte años. De modo que, al comprobar los conocimientos juveniles de Rheticus, Giese se había dicho que un alumno así estimularía el genio adormecido de su amigo en mucha mayor medida que el viejo ignorante imposible de desasnar por el que se tomaba a sí mismo. Ahora sabía cómo convencerlo para que recibiera al joven matemático:
—Incluso en el caso de que Rheticus estuviera a sueldo de tus enemigos; incluso si hubiera sido enviado aquí para manchar tu reputación, el remedio sería peor que la enfermedad. Si no lo recibes te acusarán de cobardía, de superchería. Se voceará a los cuatro vientos tu miedo de que un oscuro maestrillo en artes pueda reducir a la nada tus
Revoluciones
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¿Estallaría de nuevo Copérnico? No. Su rostro se oscureció un momento, y pasado ese instante dijo, con mucha calma:
—¿Cuándo vas a presentarme a tu joven prodigio?
—Está esperando en la taberna del puerto a que lo llame. —¡Bonita emboscada, Tiedemann! Retiro lo dicho, no eres tan ingenuo como pensaba. ¡Bien jugado! Envía a alguien a buscarlo. Ese antro no es digno de que lo visite un discípulo de Melanchthon. ¡Ah, una última cosa! ¡Que su secretario se quede donde está! No quiero más quebraderos de cabeza con otro pipiolo. ¿Tenía yo un secretario cuando visité por primera vez a mi maestro Novara?
Con la edad, Radom había engordado mucho, como si hubiera ido amontonando carne sobre sí mismo. De modo que, mientras lo seguía por la escalera que llevaba al último piso de la torre, Rheticus no se sintió en absoluto impresionado por aquel sirviente obeso que resoplaba en cada escalón y se aferraba a la cuerda fijada al muro que servía de pasamanos. En aquel final del mes de mayo de 1539 llegaba al último tramo de su búsqueda, y sentía miedo. Miedo de sentirse decepcionado por el hombre que había situado el Sol en el centro del mundo. Se lo figuraba como un viejecito encogido, dando vueltas continuamente a su única hipótesis, a su único timbre de gloria. Al joven viajero le costaría seguramente tan poco gustarle como a monseñor Giese, al que había entusiasmado más de lo razonable.