El enigma de Copérnico (17 page)

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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

Este último punto dejó a Copérnico bastante afligido: en Roma había olvidado matricularse y pasar así, sin dificultades, los pocos grados que le faltaban. En Padua, no sería igual: Venecia exigía, para el derecho canónico, el mayor rigor y la selección más despiadada, a fin de evitar una excomunión papal de la universidad paduana. Debido a su frivolidad y su falta de interés, Nicolás tendría que hacer ahora muchos más esfuerzos. Como había oído decir que, para atraer a los estudiantes, Ferrara era mucho menos exigente, decidió escribir a su compatriota y admirador allí, el llamado Nicolás Schönberg, para pedirle consejo. Adjuntó a su carta una letra de cambio por una cantidad que superaba ampliamente los derechos de matrícula. Schönberg, con la ayuda de su joven condiscípulo Tiedemann Giese, comprendió a la perfección lo que le pedía el «gran hombre», e incluso llegó a imitar su firma para que la Universidad de Ferrara creyera en la presencia de aquel estudiante fantasma.

Por consiguiente, era libre. Tenía treinta años y un doctorado en artes liberales, al que muy pronto se añadiría otro en derecho canónico. Sólo le faltaba la medicina para regresar a su país en triunfo. Desde Prusia hasta Ermland, desde la Pequeña hasta la Gran Polonia, todas las perspectivas le sonreían. Su saber sería la mejor de las armas en su ascensión al poder.

Así era, al menos, como veía su tío las cosas. Pero él ¿qué pensaba? ¿Se imaginaba ya arzobispo, cardenal, señor de Ermland, el Médicis del Báltico?

La primera vez que asistió al curso de medicina del profesor Pomponazzi, se sorprendió cuando, a la conclusión de aquella iniciación a Hipócrates, el maestro fue a verlo directamente y le estrechó la mano para felicitarlo por sus conferencias romanas, de cuyo contenido le habían informado. Lo mismo ocurrió con el profesor de anatomía, Achillini. Y la misma escena se repitió con el pintor Gentile Bellini, que, al salir de su taller después de una disertación notable sobre la perspectiva, lo invitó a asistir a la próxima reunión semanal de la academia de Linceo. Copérnico se convirtió en uno de sus miembros más asiduos. Al contrario que en Florencia y en Roma, ningún grande de este mundo frecuentaba aquel cenáculo. Allí sólo acudían filósofos de la naturaleza, artistas, médicos, geómetras, astrónomos, y casi siempre todos ellos a la vez. Los debates eran enteramente libres, porque se sabía que las ideas que se expresaban no llegarían nunca a oídos de quienes Nicolás llamaría más tarde los zánganos y los impostores. La virulencia de las discusiones era tal que, en los primeros tiempos, por momentos creyó que los adversarios iban a ajustar cuentas a puñetazos o en el campo del honor. Nunca ocurrió tal cosa, y los debates concluían siempre con una pirueta, una frase ingeniosa, una ironía de uno de los dos contendientes o del presidente de la sesión, que hacían reír a la asamblea. Antiguos y modernos se veían allí maltratados, se tiraba de la barba a Aristóteles, se administraban purgas a Galeno, se pasaban los dogmas por el cedazo de la duda, y sobre todo se reclamaba una separación tajante entre el estudio de la naturaleza y el de la Sagrada Escritura, entre la física y la metafísica, entre la razón y la fe. Copérnico necesitaba aquella afirmación rotunda antes de plasmar en negro sobre blanco lo que llamaba ya, para sus adentros, su «nuevo Almagesto». Desde luego, la idea le rondaba desde hacía ya mucho tiempo, pero ni él ni Novara se habían atrevido a formularla: era preciso dejar de discursear sobre los motivos del Creador, y no preocuparse más que de la realidad de su Creación, dejar de pensar en el porqué para plantearse el cómo. Lo que no habían podido hacer ni Platón, ni Pitágoras, ni Ficino, lo había conseguido un médico mahometano, Averroes: Copérnico se disponía a seguir su método.

Sin embargo, no le sobraba tiempo: en cualquier momento, podía tener que hacer las maletas y regresar a su país. Contó entonces los días como un avaro su tesoro. Estudió medicina y anatomía a marchas forzadas, quemando etapas. También pasó muchas horas en la biblioteca de la Universidad de Padua, más rica aún que la del Vaticano, y que tenía sobre ésta otra ventaja aun, la de que incluso las obras más impías eran de libre consulta. Pero no era eso lo que buscaba. Toda su energía estaba dirigida a acumular las tablas astronómicas de la antigüedad, las babilonias, hebreas, griegas, persas, árabes…, pero en los manuscritos redactados en la lengua original, por temor a que sus traductores modernos al latín hubiesen cometido algún error de transcripción.

Un día, en el curso de sus investigaciones encontró por casualidad un manuscrito bizantino de un historiógrafo neopitagórico del siglo vii, Teofilacto Simocatta. Era una obrita compuesta en forma de epístolas, unas morales, otras pastorales o amorosas. Se alternaban los pasajes graciosos y ligeros con otros graves y profundos. No se entretuvo con aquello y siguió sacando de sus estuches nuevos rollos de pergamino. Sin embargo, aquellas
Epístolas
siguieron dándole vueltas en la cabeza. Bajó de su escabel para consultar el
codex
. Era como lo había imaginado: no existía ninguna traducción latina del texto griego de Teofilacto Simocatta. Un fenómeno raro en una época en la que, quien más, quien menos, estaba convencido de que Ficino, Pico della Mirandola y sus émulos lo habían rastreado todo, descubierto todo, traducido todo. Así pues, él, el canónigo de Frauenburg, acababa de desenterrar una perla rara. No era una obra maestra, desde luego, era consciente de ello, no era una obra inédita de Platón o de Arquímedes, pero era algo, y al realizar la versión latina él también pondría su granito de arena para el renacimiento del pensamiento antiguo. Y sobre todo, no volvería a su país con las manos vacías. En Florencia o en Roma, aquel descubrimiento habría sido inadvertido; en Polonia o en Prusia, sería un vehículo para realzar su prestigio, tardó poco más de una semana en acabar la traducción.

Poco después, a finales de febrero de 1503, hubo de trasladarse a Ferrara para preparar, con dos meses de antelación, la defensa de su tesis. Schönberg y Giese le habían abonado concienzudamente el terreno, entregándole secciones enteras de sus propios estudios y seleccionando en los archivos otras tesis olvidadas, que bastaría reelaborar un poco para convertir el examen en una mera formalidad. Por si fuera poco, Novara se las había arreglado para formar parte del tribunal, en el que contaba también con algunos amigos pitagóricos. Fueron dos meses penosos, en los que Copérnico se vio obligado a adular a obtusos y encallecidos profesores de teología. Los problemas que les preocupaban eran saber si Dios podía borrar lo sucedido y volver a hacer de una prostituta una virgen pura, o bien por qué Adán en el paraíso había comido una manzana y no una pera. Por todo consuelo, Nicolás acudía con regularidad a visitar a su maestro Novara, acompañado por sus dos admiradores, Nicolás Schönberg y Tiedemann Giese. Finalmente, los tres defendieron su tesis la misma semana y luego marcharon a Padua, donde los dos compañeros de Copérnico iban a matricularse en artes liberales.

La muerte brutal y turbia del papa Alejandro VI inquietó por un momento a Copérnico, para llenarle luego de esperanza cuando su efímero sucesor, Pío III, murió después de menos de un mes de pontificado: Alejandro Farnesio era uno de los papables favoritos. Quedó decepcionado porque fue otro vástago de una gran familia italiana, resuelto a acabar de una vez con los Borgia y sus aliados, Julio II, quien ascendió al trono de san Pedro. Nicolás se esforzó entonces en pasar inadvertido y, a pesar del dolor que sintió, no se desplazó el año siguiente a Ferrara para asistir a los funerales de su amigo y maestro Domenico Maria Novara. Y, de haberlo intentado, Radom se lo habría impedido: su guardia de corps había recibido órdenes estrictas.

Entonces Nicolás se sintió solo en Italia, y se aproximó a la nutrida nación alemana de Padua, para gran alegría de Schönberg y de Giese. Ahora estaba seguro de que algún día tendría que regresar a su país, y tal vez empezó a desearlo. Se convirtió en un asiduo de los numerosos banquetes que celebraban por este o aquel santo, este o aquel diploma, este o aquel compatriota que regresaba al país natal por haber finalizado sus estudios. Uno de esos banquetes, a principios del año 1506, tuvo como motivo la elección de un nuevo presidente de la nación estudiantil alemana. Copérnico se había mantenido aparte, de modo que tuvo una desagradable sorpresa cuando, a los postres, Schönberg se puso en pie, hizo un discurso elogiándolo y propuso el nombre de Nicolás Copérnico para dirigir y defender, ante los rectores, a aquel centenar de estudiantes. Quiso rehusar, pero no le dieron tiempo. Fue elegido por aclamación, y se vio obligado a pronunciar un discurso improvisado de agradecimiento, cosa que hizo muy a regañadientes.

A la salida del banquete un hombre sin edad, de párpados pesados y azulados, tez grumosa que no conseguía ocultar una barba rala, sienes que griseaban, envuelto en una capa pesada a pesar del calor reinante en aquellas postrimerías de agosto de 1506, le hizo seña, desde lejos, de que deseaba hablarle. Receloso y con alguna repugnancia, Copérnico se acercó al desconocido, en el que no había reparado hasta ese momento, y éste le dijo en polaco, con voz cascada:

—Vamos, Nicolás, ¿no abrazas a tu hermano?

¡Andreas! Al ver que los demás invitados, que se habían apartado un poco, observaban de reojo aquel reencuentro, Copérnico disimuló lo mejor que pudo su aprensión y le dio un generoso abrazo. Después Andreas, con la irritante autoridad que asumía cuando quería recordar a su hermano pequeño que él era el jefe de la familia, lo citó para el día siguiente a mediodía, en una taberna a la que solía acudir. Y el mayor de los Copérnico se alejó con aires de conspirador, alzado el cuello de su capa y con el bonete hundido hasta las cejas.

La fiesta se había prolongado hasta muy tarde, por la noche. De modo que Nicolás acudió a la cita del día siguiente de muy mal humor y con una jaqueca tenaz. La taberna estaba a las puertas de la ciudad, lejos del barrio de las escuelas, y ningún estudiante la frecuentaba. Los clientes eran esas personas equívocas que gravitan alrededor de las universidades y aprovechan un tumulto o una pelea entre nacionalidades para entregarse al robo y al saqueo. Andreas se había instalado en un apartado, al margen de la sala común, y conversaba animadamente con el grueso canónigo Bernard Sculteti. Junto a ellos, Radom bebía vino tinto en una gran jarra de estaño.

Con el rostro desfigurado oculto detrás de su cuello alzado y las manos enguantadas, Andreas no se molestó en utilizar ninguna fórmula de bienvenida, él que antes, en Thorn o en Cracovia, siempre dedicaba a su hermano menor atenciones cariñosas. En tono seco y perentorio, le anunció sin rodeos que tenían que salir a toda prisa hacia Ermland.

—Ahora que los dos hemos conseguido nuestro doctorado, no tenemos nada que hacer en este país.

Nicolás se indignó.

—¿Está nuestro tío al corriente de esto? —preguntó mirando a Sculteti, que asintió con un movimiento de cabeza al tiempo que Andreas respondía:

—Nos lo ordena. Y si no te fías de mí —añadió echándose la mano al bolsillo—, lee la carta que recibí de él la semana pasada, en Ferrara.

Nicolás rehusó hacerlo, con un gesto, y se contuvo para no hacer la pregunta que le quemaba en los labios: ¿por qué Lucas se había dirigido a Andreas, y no a él? Como si le comprendiera, Andreas siguió diciendo, en tono arrogante:

—Es normal que nuestro tutor reconozca por fin mi derecho de primogenitura, cuando se trata de decisiones importantes como ésta. Además, después de las noches que pasaste revoleándote con la puta del Borgia, el tío Lucas…

—Ya lo había entendido, gracias, no soy del todo estúpido —replicó en tono seco Nicolás, y se volvió con ostentación a Sculteti para preguntarle:

»¿Por qué esta marcha precipitada?

El canónigo respondió muy excitado, gesticulando con sus manos gordezuelas:

—Ahora sí, ha llegado la hora de Ermland. Después de cuatro años de reinado bajo la tutela del infame Glimski, el rey Alejandro acaba de morir, en Vilna. La Dieta se reúne para elegir al nuevo monarca. Monseñor Lucas, que forma parte de ella, está absolutamente seguro de que el quinto hijo de Casimiro Jagellon, Segismundo, será el elegido. Con él, se nos abre un mundo de posibilidades.

Nicolás recordó entonces al joven altanero y ambicioso que conspiraba con Lucas mucho tiempo atrás, en Cracovia.

—Monseñor —concluyó Sculteti— insiste en que es indispensable que sus dos sobrinos estén presentes en la ceremonia de la coronación.

«¿Insistirá tanto cuando vea el aspecto de Andreas?», fue el pensamiento perverso que asaltó a Nicolás, que dijo en voz alta, siempre dirigiéndose a Sculteti:

—No discuto las órdenes del obispo, pero… obtendré el doctorado de medicina el año que viene, y me parece que…

—Sabes ya lo suficiente para intentar cuidar de mí —dijo Andreas, burlón.

El viaje de regreso a Ermland fue mucho más rápido que el de ida, y también más aburrido. Los dos hermanos no paraban de lanzarse pullas envenenadas. Nicolás, en su papel de médico neófito, discurseó sobre la enfermedad de Andreas y citó a uno de sus condiscípulos de Padua, Fracastor, que afirmaba que aquella lepra había venido con los ejércitos de Francia, que dispersaron los miasmas por toda Italia. Copérnico pretendía, por el contrario, que lo que el otro llamaba mal francés había sido traído del Nuevo Mundo por los españoles, y lo bautizó como mal indio. Con razón, Andreas le contestó que en lugar de buscar los orígenes de la enfermedad, haría mejor encontrando un remedio. A punto estuvieron de llegar a las manos.

Al llegar a Nuremberg, Nicolás fue a visitar a Durero. La esposa del pintor, Inés, le explicó que el año anterior su marido había vuelto a marchar a Italia. En su última carta, le anunciaba que se disponía a instalarse en Venecia. Nicolás y él no habían coincidido por tan sólo unos días. Y Martin Behaim había muerto hacía poco, un mes antes. Al reemprender el viaje, Copérnico sintió que dejaba su juventud detrás. ¿A quién contárselo? ¿Junto a quién consolarse de sus penas? No con Andreas, en todo caso. Sus verdaderos hermanos habían muerto, como Novara o Behaim, o seguían con vida pero muy lejos de él, como Durero o Maquiavelo…

VI

E
l recibimiento del obispo de Ermland a sus sobrinos fue tan discreto como frío. ¡Qué rústico parecía el tío Lucas en comparación con la sutileza del cardenal Farnesio! Y la residencia episcopal de Heilsberg no era sino una construcción bárbara, pesada y gris, frente a la delicadeza de los tonos cinabrio y ocre del palacio en el que Nicolás había conocido, en Roma, tantos placeres…

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