El enigma de Copérnico (21 page)

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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

En otros tiempos y circunstancias, «Copernicus» y Dantiscus podrían haber sido los mejores amigos del mundo. Como entraron en competencia, se detestaron. El astrónomo se hizo más grave y serio que de costumbre, y el poeta más parlanchín y frívolo de lo que podía esperarse de sus funciones de secretario del rey. El uno encontró al otro superficial y engreído, y el otro encontró al primero aburrido y pretencioso, por criticar de ese modo el sistema de Tolomeo.

Un día, ya hacia el final de las fiestas, en uno de los patios del castillo Wawel, Copérnico estaba en plena discusión astronómica con un canónigo de Varsovia que le preguntaba si su nuevo sistema no corría el riesgo de engendrar nuevos epiciclos y nuevas excéntricas que muy bien podrían complicar las cosas en lugar de simplificarlas. Copérnico respondió que eso se vería en la práctica, multiplicando las observaciones y comparándolas con las establecidas por los antiguos. Él mismo se sentía un poco aprensivo y no se atrevía a ir hasta el final de sus cálculos; las observaciones de su interlocutor lo irritaban, aunque procuraba no aparentarlo. Estaban en ese punto de la conversación cuando alguien le dio unos suaves golpecitos en el hombro. Se volvió enojado, como si lo hubieran ofendido. Era el barón Glimski. El canónigo de Varsovia se eclipsó con discreción.

—¡Barón! Yo le creía…

—Con motivo de su boda, su majestad ha tenido la bondad de indultar a cierto número de presos.

El hombre que había dirigido Polonia atendiendo sobre todo a su beneficio particular, durante el reinado precedente, estaba irreconocible. Su mirada, antes tan penetrante tras la estrecha rendija que dejaban abierta los párpados caídos, se había vuelto blanda. Bajo sus pómulos salientes, el orgulloso mostacho que bajaba hasta más allá del mentón era ahora más ralo y grisáceo. Ahora su voz carecía de la autoridad templada del temible intrigante, y tenía tonos temblorosos y aduladores. Era la voz de un conspirador.

—Reverendo Copérnico —susurró—, debo alertarle de un gran peligro. Hay una conjura para perder a monseñor Lucas Watzenrode.

—Eso no es nuevo —contestó Nicolás, despectivo—. Desde hace treinta años los teutónicos ruegan al cielo día y noche para que el diablo se lo lleve al infierno. De modo que sigue usted conspirando. ¡Seis años de cárcel no le han servido de lección!

—Se lo suplico, créame. La vida de su tío corre un grave peligro. No tiene que permanecer ni un día más en Cracovia. Si quiere seguirme, le daré la prueba.

Nicolás se dejó arrastrar por un largo pasillo oscuro y tortuoso, en cuyo extremo había una pequeña puerta cerrada. Buscó en su cintura el tacto tranquilizador de la empuñadura de una daga, que siempre llevaba consigo. Detrás de aquella puerta, oyó a varias personas que conversaban. Y reconoció el acento bajo alemán característico de Alberto de Brandenburgo, gran maestre de la orden de los caballeros teutónicos. Estaba diciendo:

—Si estás seguro de lo que dices, conviene que todo esté listo para la cena de esta noche. Pero no quiero que haya la menor sospecha. El rey no me tiene en gran aprecio, y aprovecharía la ocasión para matar dos pájaros de un tiro: integrar Ermland en las posesiones reales, y confiscar nuestros bienes.

—Lo sé, gran maestre —contestó uno de sus interlocutores—. Esta noche, ese demonio de Lucas cenará solo, sin el bruto de su bastardo, que irá a rondar las tabernas, y sin el charlatán de su sobrino, que irá a reunirse en la ciudad con otros brujos y alquimistas de su ralea.

—¿Cómo ha sabido todo eso? —susurró Copérnico.

—¡Silencio! ¡Escuche!

Al otro lado de la puerta, el hombre, cuya voz reconoció Nicolás como la del viejo consejero al que había curado un absceso en el oído, siguió diciendo:

—Yo respondo de este individuo y de su remedio milagroso. Les he pagado muy caro para ello. El monstruo caerá fulminado. Como es de complexión sanguínea, a nadie le extrañará esa muerte brutal. Tiene más de sesenta y cinco años…, y si por una razón u otra la cosa no funciona esta noche, volveremos a intentarlo mañana, u otro día. Pero sobre todo, es preciso que no se vaya de Cracovia.

—El rey no permitirá que se vaya antes del fin de los festejos —dijo una tercera voz, que a Copérnico le recordó vagamente a alguien.

—Ya ha oído lo suficiente —murmuró Glimski, al oído de Copérnico—. Vámonos, antes de que nos sorprendan.

Cuando estuvieron de vuelta en el patio, Nicolás se dispuso a correr a prevenir a su tío, y Glimski lo retuvo sujetándole por una manga.

—Salve a monseñor. Hágale salir de la ciudad y volver a sus dominios. Sólo estará seguro en Thorn, entre sus amigos de la Liga prusiana. Allí me reuniré con ustedes.

—¿Para recibir su recompensa?

—La recompensa, como usted la llama, será volver a obtener el favor de su tío, y el suyo. Puedo serle de utilidad en sus ambiciosos proyectos. Pero ahora he de reunirme con ellos, antes de que sospechen algo.

—¿Con «ellos»? ¿Quiénes?

—Alberto y sus cómplices, desde luego. ¿Cómo cree que estaba informado de esta reunión? Yo formo parte de la conjura, ya ve.

Cuando Nicolás hubo acabado de contar lo sucedido a Lucas, éste permaneció pensativo durante largo rato. Luego dijo:

—Algo no cuadra en esa historia. ¿Por qué Glimski quiere ayudarnos ahora? ¿Cree que venceremos? Tal vez, después de todo, pero… ¡Qué extraña coincidencia! Que te permita escuchar así a Alberto en el preciso momento en que disponía los últimos preparativos, me parece un poco raro.

—De todas las maneras, tío, no puede quedarse. Si es cierta esa historia del veneno, corre un peligro mortal en todo momento y en cualquier lugar donde esté. Nos es imposible saber en tan poco tiempo quién será su asesino, entre una servidumbre de una cincuentena de personas. Y si se trata de una trampa, dispondrá de todo el viaje de vuelta, y de mí aquí en Cracovia, para intentar desmontarla. Cuento en este lugar con amigos que podrán informarme. ¿Y quién desconfiará de un humilde canónigo, un poco curandero y con la cabeza perdida en las estrellas?

—Sin duda tienes razón, Nicolás. Está claro que has aprendido más de tu amigo Maquiavelo que de los mejores profesores boloñeses de derecho canónico. Voy a despedirme de su majestad con el pretexto de algún problema inventado en el capítulo de Frauenburg. Y le confiaré a mi secretario particular, que sabrá contarle las maravillas de la Luna y del Sol.

Una hora más tarde, el numeroso cortejo del obispo de Ermland abandonaba Cracovia, al mismo tiempo que Nicolás Copérnico se dirigía a su antigua universidad para dar allí una conferencia sobre astronomía.

Durante los diez días siguientes, habló de sus teorías a todas horas con la reina, el rey, los embajadores, el alto clero y la élite de la aristocracia polaca. La mayor parte de ellos eran profanos en la materia, de modo que les habló más como poeta que como filósofo de la naturaleza.

—No me avergüenzo de declarar —decía a menudo como preámbulo— que la órbita de la Luna y el centro de la Tierra trazan en un año alrededor del Sol una gran órbita cuyo centro es el Sol. El Sol está inmóvil, y es posible explicar todas las apariencias mediante el movimiento de la Tierra…

A veces le preguntaban por qué, si la Tierra giraba sobre sí misma, los bosques, las montañas, el mar y los seres vivos no salían despedidos como los granos de arena adheridos a un trompo. Respondía entonces que la velocidad de la rotación, así como la de la órbita alrededor del Sol, eran tan armoniosas y estaban tan bien calculadas por el gran Arquitecto que eso no podía producirse. Y a los más cultos, a los que no satisfacía esa respuesta, les precisaba:

—Pero si, como creía Tolomeo, fuese la esfera de las estrellas la que girara en veinticuatro horas alrededor de la Tierra, ¿no sería la dispersión que usted teme mucho más alarmante para las estrellas lejanas, al ser su movimiento infinitamente más rápido? En ese caso, cuanto más aumentara el radio, más veloz sería el movimiento, como en un inmenso tiovivo, y el radio y la velocidad crecerían juntos hasta el infinito. Entonces el cielo no tendría límites. Ahora bien, lo que es infinito no puede pasar ni moverse; ¡luego el cielo es inmóvil!

Otros, que recordaban haber leído en sus estudios de juventud a Sacrobosco o algún otro comentario simplificado de Tolomeo, argumentaban que si se deja caer una piedra desde lo alto de una torre, cae en vertical y no hacia el oeste, como sucedería si la Tierra girase de este a oeste.

—Es el clásico argumento de Aristóteles —contestaba Copérnico con aplomo—. Pero ni él ni tampoco usted se percatan de que la piedra, como el aire que la envuelve al caer, participa en el movimiento de rotación de la Tierra…

Un día, un obispo que tenía algunos conocimientos de astronomía, señaló que si Copérnico tenía razón, si viajáramos de esa manera alrededor del Sol, tendríamos que ver moverse las estrellas fijas a medida que la Tierra se desplazara, por un sencillo efecto de perspectiva. Encantado al oír una objeción tan pertinente, Copérnico explicó:

—No necesariamente, monseñor, porque el radio de la órbita terrestre, por grande que sea, no es nada en comparación con el de las estrellas fijas. Así, cuando vamos en coche por un camino flanqueado por árboles, o cuando contemplamos la orilla desde un barco que avanza siguiendo el curso de un río, vemos cambiar la posición de los árboles por el efecto de la perspectiva, porque los árboles están cerca. Pero las montañas del horizonte no se mueven, porque están demasiado lejanas para que el cambio de perspectiva sea perceptible. Lo mismo ocurre con cada signo, cada clavo dorado prendido del firmamento.

En otra ocasión, unos clérigos escrupulosos afirmaron que aquello iba contra las Sagradas Escrituras: ¿cómo, en efecto, habría podido Josué detener el curso del astro del día, si éste estaba inmóvil en el centro de todas las cosas? Era una pregunta peligrosa, que Copérnico eludió con una broma que puso de su lado a los espectadores: se excusó por no ser más que un mal exegeta de la Biblia, y añadió que sin duda había que ver en aquel pasaje una profunda reflexión sobre la omnipotencia divina.

Al oírlo, su auditorio se preguntaba en qué tiempo y en qué estación vivían, y cuando le preguntaban por la razón y la necesidad de un cambio semejante, Copérnico, que aún no había adquirido la prudente reserva que dispensa la edad, y que tenía también en mente los cataclismos recientes que habían producido en la geografía terrestre los descubrimientos recientes de los Colón y los Vespucio, respondía orgulloso:

—¿Qué razón, qué necesidad queréis? ¡Nadie debe asombrarse, puesto que con el nuevo siglo nos ha venido una nueva faz del mundo!

En pocas palabras, Copérnico estaba de moda, y aquello le encantaba.

La delegación de los caballeros teutónicos había abandonado con discreción la capital, poco tiempo después de la marcha del obispo Lucas. En cuanto a Glimski, había desaparecido. ¿Se habían dado cuenta sus cómplices de su traición? Nicolás estaba inquieto. Tal vez su tío estaba aún en peligro, mientras él discurseaba delante de galantes caballeros y bellas damas. Luego olvidó el asunto, diciéndose que la conjura había fracasado gracias a él.

Aquel año de 1512, que habría tenido que ser el más luminoso de su vida, fue el más nefasto. Una noche, cuando dormía en la residencia de su tío, un criado entró a despertarlo. Se vistió intentando no despertar a Ana, que dormía a su lado. En el salón lo esperaba Sculteti con una cara en la que se reflejaba la tragedia. En tanto que legado de Ermland ante la república de Florencia, había asistido a las ceremonias y luego se había marchado en compañía del obispo Lucas. En las conversaciones que había sostenido con él, Nicolás se había percatado de la verdad de la afirmación de su tío de que el canónigo era mucho más inteligente y erudito de lo que su obesidad dejaba adivinar. Y su antiguo preceptor, antes despreciado, se había convertido en un amigo. Cuando Nicolás entró en la sala, Sculteti se puso en pie, pero en seguida volvió a hundirse en su sillón y, con la cabeza en las manos, empezó a sollozar. Copérnico comprendió. Apretó los dientes; Lucas no habría llorado, y Nicolás sería tan fuerte como él.

—¿Cómo ha sucedido? —preguntó, con una voz tal vez demasiado firme.

La pregunta fue formulada en un tono tan autoritario que el desconsolado canónigo se sobresaltó: había creído oír al obispo en persona. Suspiró y contó:

—Habíamos llegado ante las puertas de Thorn. Hacía un calor infernal. Como de costumbre, la ceremonia de la entrega de las llaves se hacía interminable, y el burgomaestre seguía y seguía con su discurso. Siempre el mismo, ya sabe…

Los dos hombres no pudieron evitar una sonrisa.

—Y como siempre, monseñor se impacientaba. Como siempre, pidió una copa de tokay muy frío mezclado con malvasía. Inmediatamente después de haberlo bebido de un trago, a su manera inimitable…

Sculteti hizo el gesto de un hombre bebiendo a chorro. Luego, el recuerdo le arrancó un sollozo. La imagen de Lucas bebiendo se había fijado en su memoria.

—Siga, por favor —dijo Copérnico en tono paternal.

—Inmediatamente después, se retorció con fuertes dolores de vientre.

—¿Quién le sirvió la bebida?

—Su nuevo boticario. Interrogamos sin contemplaciones a ese individuo, y no costó nada hacerle confesar que había sido él quien puso el veneno en la copa. Ese canalla es un italiano, del séquito de la reina…

—¿De la reina de Polonia? ¿De Bona Sforza? ¿Quién lo contrató?

—El administrador, como de costumbre, por recomendación del capellán de monseñor Lucas. Y ahí está la clave del asunto: fue Glimski quien presentó el boticario al capellán.

—¡Ese imbécil! —gritó Nicolás.

—¿Quién, Glimski?

—No, el capellán. Y yo no soy más que un burro pretencioso. Soy peor que ese necio. Mi deber de secretario y de médico era evitar que ocurriera una cosa así. ¡Soy un criminal! ¡He matado a mi tío! —Entonces, sin poder contenerse, Nicolás se derrumbó a su vez y gritó, entre sollozos—: ¡Soy un criminal, un imbécil criminal!

Sculteti puso sus manecitas regordetas sobre los anchos hombros de su antiguo discípulo y murmuró:

—Nicolás, amigo mío, eso es falso, usted no tiene ninguna culpa. Quítese esa idea de la cabeza, o le matará. Además, las últimas palabras de monseñor, antes de entregar su alma a Dios como buen cristiano, fueron para usted. Nunca un padre ha hablado con tanta ternura de su hijo. Me dijo: «Sculteti, mi fiel compañero, marcha a Cracovia de inmediato. Revienta tantos caballos como sea necesario. Llévate contigo lo más pronto posible a mi sobrino, por la fuerza si es necesario, a Frauenburg. Sobre todo, prohíbele que pida justicia al rey. Se perdería, porque es posible que la reina esté implicada en mi muerte. Mi desaparición no tiene importancia, pero la suya, Sculteti, la suya sería una calamidad para el mundo, para el porvenir, para la humanidad. ¿Sabes a quién has enseñado el latín y el álgebra, Sculteti? Al mayor genio de su época. Y yo, ah, maldito sea yo,
junker
obtuso, le he arrastrado a mis sórdidas intrigas, a mis querellas ridículas en lugar de dejar que se abriera la flor más bella de los tiempos modernos, esa flor única de verdad. Sálvalo, Sculteti, y álzalo hasta el panteón del siglo, a plena luz. Márchate ahora, y di a ese pícaro que le he querido más que a nadie en este mundo, y que ha sido mi único orgullo».

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