El enigma de Copérnico (24 page)

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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

Lo que más le gustaba era inspeccionar las defensas de las villas y los burgos de Ermland. Se convertía entonces en arquitecto y dibujaba, con tres trazos de carboncillo, delante de unos oficiales boquiabiertos, el plano de un reducto, una caponera o una barbacana; ordenaba su construcción y luego pasaba revista a las milicias burguesas, que, también ellas, veían en él la reencarnación de monseñor Lucas.

La pequeña villa de Frauenburg estaba situada sobre una colina privada de agua. Sus habitantes se veían obligados a caminar media legua para sacar agua del río Banda. Copérnico dibujó primero, e hizo construir después, un aparato mecánico para subir el agua del río hasta lo alto de la ciudad. En primer lugar, una esclusa condujo las aguas del río hasta el pie de la colina. Allí colocó un mecanismo ingenioso que, movido por la fuerza de la corriente, hizo subir el agua hasta la torre de la iglesia. A partir de entonces, los habitantes de Frauenburg ya no tuvieron que ir a buscar agua al río. En reconocimiento por aquel servicio, hicieron colocar al pie de la máquina una piedra en la que se grabó el nombre de su benefactor.

Viajaba con frecuencia a Braunberg, no tanto porque era el puesto más avanzado frente al feudo de los teutónicos, como porque el burgomaestre de la ciudad era nada menos que su primo Philip Teschner. Después de dirigir las maniobras de la tropa, los dos hombres pasaban la noche en una charla interminable, mientras vaciaban botellas y acababan por tener la impresión de que Lucas y Andreas bebían con ellos.

Con la misma frecuencia visitaba también la aduana del puerto, para inspeccionar los cargamentos. Al principio intentó entablar relación con los capitanes, para que alguno de ellos se encargara de hacer por él observaciones astronómicas en las riberas de Dinamarca o de Suecia. Recordaba que en Italia se leían, en las reuniones de la academia de Linceo, cartas del famoso navegante florentino Américo Vespucio, que dio su nombre al Nuevo Mundo. Eran muy pintorescas, pero carecían de cualquier dato numérico susceptible de interesar a un astrónomo, a pesar de que una de ellas mencionaba cuatro estrellas brillantes en forma de cruz, muy próximas al polo sur celeste. Copérnico tuvo una decepción aún mayor con los marinos del Báltico. En aquellas aguas peligrosas navegaban a la estima, y no conocían el uso de la brújula ni de la ballestilla. Pilotaban sus naves como los campesinos llevan sus carretas a la ciudad.

A pesar de todas esas actividades, Nicolás seguía sumido en una profunda melancolía, de la que sólo Ana conseguía sacarlo en ocasiones, con su cariño y su devoción. Un año después de la elección del papa León X, Sculteti le escribió para anunciarle que por fin iba a convocarse un nuevo concilio. Su Santidad deseaba que un astrónomo y matemático de tanta reputación como Copérnico participara en él, junto a los más grandes sabios de la época, con el objetivo de emprender una reforma total del calendario. ¡Volver a ver Italia! La oferta era tentadora. Sin embargo, dudaba, a pesar de las alegres súplicas de Ana, que quería viajar a su lado. Pero la idea de volver a estar a las órdenes de su antiguo preceptor hería su orgullo. Además, la perspectiva de una expedición tan larga le parecía demasiado pesada, se sentía viejo. Entonces, Sculteti cometió la torpeza de pedir a Tiedemann Giese que lo convenciera para viajar y salir del marasmo en el que se había sumido desde hacía ya tres años. Copérnico creyó ver en la insistencia de su antiguo condiscípulo de Ferrara una especie de conjura y se negó de plano, con el argumento, por lo demás exacto, de que mientras no se calculara con mayor precisión la duración del año solar, no sería posible ninguna reforma válida del calendario.

—¿Y si la calculas, durante este año? Yo te ayudaré, aunque no soy más que un matemático mediocre.

A pesar de todo el tiempo transcurrido, Tiedemann Giese no había perdido un ápice de su admiración por Nicolás. Y cuando éste fue a tomar posesión de su canonjía en Frauenburg, se regocijó por adelantado de lo que significaría la apertura de aquella academia de Ermland con la que habían soñado en otra época. Pero, después de la muerte de su hermano, Copérnico se emparedó en su torre y después se lanzó con un frenesí inquietante a sus actividades canónicas, negándose a que ni Giese ni cualquier otro canónigo le acompañara.

En esta ocasión, sin embargo, aceptó la propuesta. Después de todo, si estaba retrasando tanto la redacción de su obra ¿no era con el pretexto del que necesitaba un ayudante? Giese serviría.

Desde entonces, siempre que no estaban en campaña, recorriendo las cuatro esquinas de Ermland, Nicolás y Tiedemann se reunían en la torre situada sobre las murallas. En primer lugar tuvieron que abrir y volver a clasificar los cientos de grandes carpetas con papeles cubiertos de cifras, figuras y diagramas dibujados y medidos por Copérnico hacía veinte años, en Bolonia. Giese tenía una mente despierta y sólidos conocimientos de muchas materias, pero la extraordinaria rapidez de cálculo de su amigo lo dejaba siempre muy retrasado. Y el otro se impacientaba, obligado a frenar el curso de sus ideas, a «ponerse al pairo» como un navío más veloz que el mercante al que da conserva. Copérnico habría sido sin duda un pésimo profesor, en tanto que Giese, por el contrario, se reveló como un discípulo aplicado y concienzudo. Le habría gustado manejar más a menudo el astrolabio para observar el cielo nocturno, pero Nicolás le respondía en tono seco que aquello no era un juego, que la observación era por lo general inútil, y que nada podía reemplazar las tablas astronómicas acumuladas desde la noche de los tiempos.

Poco a poco, sin embargo, el oso se fue domesticando, rodeado por la ternura y el afecto con que lo trataban Ana y Tiedemann, como se trata a un convaleciente. Mientras, la construcción esbozada en el
Resumen
se ampliaba, tomaba cuerpo. Giese se daba cuenta de que estorbaba, más que otra cosa, el avance de los trabajos de su amigo, y prefirió ser el propagador de sus ideas, o más bien reanimar su recuerdo en aquellos que habían recibido, nueve años atrás, el primer esbozo. Propuso a Copérnico aumentar el número de sus lectores y sugirió hacer imprimir el fascículo en la recién instalada imprenta de Danzig. Nicolás se negó sin dar explicaciones. En cambio, aceptó que fueran distribuidas nuevas copias manuscritas del
Resumen
, con la condición, desde luego, de saber a quién se iban a enviar. Giese redactó entonces una nueva lista.

Mientras que los corresponsales de Copérnico habían sido sobre todo eclesiásticos ilustrados, italianos en particular, y personajes políticos importantes, o nombres famosos como los de Paracelso, Erasmo, Da Vinci o Maquiavelo, los de Tiedemann eran en su mayoría hombres que enseñaban matemáticas o lenguas antiguas en las universidades de Heidelberg, Tubinga, Wittenberg o Cracovia, muchos de ellos antiguos condiscípulos de la nación alemana en Ferrara o en Padua. De aquella lista, Copérnico sólo tachó a los que profesaban en el modesto colegio de Königsberg, en el feudo del gran maestre Alberto de Brandenburgo, que tenía al parecer la ambición de transformar su ciudadela teutónica en un centro de artes y ciencias, e intentaba atraer allí a los enseñantes descontentos con su cátedra.

Gracias a la abundante correspondencia de Giese, la fama de Copérnico renació con fuerza. Los antiguos estaban impacientes por conocer la gran obra prometida, y los nuevos le consultaron sobre este o aquel punto de matemáticas, o sobre alguna obra nueva que se habían procurado. Fue así como un canónigo de Cracovia, al que había tratado en otra época, le mostró un tratado astronómico del viejo e inagotable Johann Werner, discípulo póstumo de Regiomontano, y que seguía predicando en su
Movimiento de la octava esfera
sobre los descubrimientos de su maestro, falsificándolos según su conveniencia. Su lectura provocó en Nicolás una de sus frecuentes cóleras. En síntesis, Werner ponía en duda la validez de las observaciones de los antiguos, Tolomeo e Hiparco en particular, y proponía, para corregirlas, hacerlas coincidir con las grandes fechas de la historia antigua o de la Biblia: la caída de un imperio, el Diluvio, las siete plagas de Egipto o la destrucción de Sodoma y Gomorra.

—¡Vaya un pedante! —fulminó Copérnico, recorriendo a grandes pasos su biblioteca y gesticulando—. Todo el mundo sabe, por supuesto, que el riesgo de un error es grande, porque las copias del
Almagesto
se han multiplicado a lo largo de los siglos, en griego, en latín, en árabe…, pero es todo lo que tenemos. ¿Quién es esa rata de Werner para atreverse a afirmar que Tolomeo, ese gigante, el más eminente de los matemáticos, o que Hiparco, de sagacidad admirable, falsearon voluntariamente sus cálculos para hacer cuadrar su demostración? ¿Comprendes mejor ahora, Tiedemann, por qué me niego a imprimir nada hasta estar seguro de mis cálculos? A la menor inexactitud, esos zánganos vendrán a destruir mi colmena.

Giese hizo signos de aprobación con la cabeza. Se sentía feliz al ver a su amigo enfadarse así por buenas razones, y no por un poco de polvo en la chimenea que el criado no había limpiado, o por un papel mal ordenado en su mesa de trabajo. Pero no se engañó: en cierto modo, la ira de Copérnico estaba también dirigida contra sí mismo. Cuanto más avanzaba su trabajo, más se complicaba la armoniosa sencillez del sistema que había descubierto. Cierto, ahora los planetas, entre ellos la Tierra, giraban alrededor del Sol, que estaba exactamente en el centro; así, había desaparecido todo ecuante que flotara en algún lugar en el vacío, pero, para hacer coincidir la gigantesca hipótesis con las apariencias, es decir, con los datos suministrados por los antiguos, se había visto obligado a recurrir a todos los procedimientos, las «recetas de cocina» como los llamaba a veces, utilizados por Hiparco y Tolomeo. Tuvo que admitir deferentes y epiciclos, multiplicarlos incluso para algunos planetas, hasta el punto de que muy pronto su número iba a sobrepasar a los de Tolomeo. Para colmo de compromiso en quien deseaba hacer del Universo el más bello de los palacios, con el Sol en el centro, tuvo que admitir que el centro de la órbita terrestre, centro común a todos los deferentes, no coincidía exactamente con la posición del Sol… Tal era el precio que era necesario pagar para «salvar» las malditas apariencias. Pero se consolaba a veces pensando que, para levantar un edificio nuevo, es forzoso utilizar los viejos materiales de los monumentos del pasado…

Las ideas van más aprisa que un ejército en campaña, porque ningún obstáculo las detiene. Al modo de un vuelo de patos salvajes, forman en el cielo un triángulo isósceles y se dirigen adonde hace falta, como si siguieran el orden de las estaciones. Las ideas que, de súbito, invadieron los cielos europeos se habían incubado durante largo tiempo en sus nidos ocultos en el fondo de un monasterio, de una universidad, en el gabinete de un sabio, esparcidos por todos los rincones de la Cristiandad.

Wittenberg, a vuelo de pájaro, o mejor dicho a vuelo de ideas, está muy cerca de Frauenburg, y en Wittenberg cierto profesor de teología, Martín Lutero, hizo imprimir a finales del año 1517 sus
Noventa y cinco tesis sobre la virtud de las indulgencias
. Tres meses después, todo el capítulo de Frauenburg las había leído y las discutía. ¿Era o no escandaloso construir la nueva basílica de San Pedro, no mediante la penitencia de los fieles, sino con dinero contante y sonante?

Copérnico se abstuvo de entrar en la discusión: todos sus apoyos estaban en Roma, y lo único que le importaba ahora era que la Iglesia no condenara su anti-
Almagesto
, cuando éste estuviera acabado. Que lo aprobara incluso, del mismo modo que había aceptado sin problemas a Tolomeo y Aristóteles. En efecto, este último había propuesto la teoría del «Primer Motor», una especie de fuerza mística que, situada detrás de las estrellas fijas, causaba los movimientos circulares; y los teólogos se habían apresurado a interpretarlo como el trabajo de los ángeles, que darían vueltas a una manivela para poner en marcha, desde allá arriba, la rotación de las esferas celestes. Así se sabía dónde estaba el cielo: no demasiado lejos, justo detrás de las estrellas fijas…

Muy pronto, sin embargo, la polémica entre Lutero y Roma se amplificó. Copérnico, siempre con la mirada elevada hacia las estrellas, no veía en aquel asunto más allá de la punta de su nariz. Se mantuvo apartado de los debates que promovía el obispo ante el capítulo. El prelado estimaba que, en los proyectos de reforma de la Iglesia expuestos por Lutero, había muchas cosas buenas que el concilio de Letrán tendría que tener en cuenta. Las opiniones de nuestro canónigo astrónomo tenían un gran peso en el capítulo, y él era consciente de ello. Cuando le preguntaban sobre la cuestión, se contentaba con responder que, frente al poder de Roma, Lutero no aguantaría mucho tiempo, a pesar del apoyo que le daba el elector de Sajonia. Hoy podemos sonreír ante esa profecía, pero eran muchas las personas que en aquella época pensaban igual.

El capítulo de Frauenburg apenas tuvo tiempo de analizar la cuestión, mientras Lutero era convocado en aquel año de 1521 ante la dieta de Worms, para retractarse so pena de excomunión. En efecto, el gran maestre de los caballeros teutónicos, el fogoso Alberto de Brandenburgo, vio llegada la ocasión oportuna para apoderarse de Ermland. Aprovechando la tormenta desencadenada sobre la Cristiandad, decidió cortar sus lazos de vasallaje con Polonia y se alió sin escrúpulos con el príncipe de Moscovia, que guerreaba en sus fronteras contra Segismundo I Jagellon. ¿Por qué se juntaron aquellos guerreros de la Iglesia apostólica y romana con los cismáticos bizantinos, que tendrían que haber sido sus enemigos naturales?

En cualquier caso, los caballeros teutónicos, bien acoplados a sus poderosos caballos franceses que tanto habían atemorizado a los italianos en Marignan, y que con tanto regocijo les había ofrecido el rey Francisco I para fastidiar a su primo Carlos V; envueltos en hierro y acero; vestidos de blanco a excepción de una gran cruz negra en la espalda, irrumpieron en Ermland. Los canónigos de Frauenburg y su abad se desperdigaron como una bandada de gorriones y buscaron refugio en las fortalezas de Thorn y de Danzig. En cuanto al obispo, con el pretexto de que iba a buscar ayuda, se puso bajo la protección del rey de Polonia, en Cracovia. En su puesto quedaron únicamente Giese, Copérnico y Soltysi, cada uno de los cuales se ofreció como voluntario para seguir defendiendo los intereses del capítulo.

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