Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (7 page)

—¡Eh, Nico, tu enamorada te está saludando! Y aquello le enfurecía. Pero se calmaba muy pronto, porque el camarada en cuestión era el bávaro que le había traído de Nuremberg un objeto que él le había encargado y que costaba muy caro: un magnífico astrolabio de cobre, y no de madera como los que aún se fabricaban en aquella época, un ingenio inventado por el famoso Martin Behaim.

Y es que, por fin, Nicolás había decidido dedicarse seriamente a la observación de los astros, para satisfacción de su maestro Albert de Brudzewo. Este último le había dicho en tono doctoral:

—Aunque todas las buenas ciencias conducen el espíritu del hombre hacia metas más elevadas y lo apartan del vicio, la astronomía, además del placer increíble que procura, puede conseguir ese fin mejor que las demás.

Nicolás hizo suya aquella frase y la adaptó para sus compañeros de francachelas, repitiendo a quien quisiera oírlo que la astronomía había llegado a ser para él como esas olivas venidas de Italia que se servían para abrir el apetito al principio de una comida. Comes una sin darte cuenta, y sin saber cómo el plato se vacía en un santiamén.

Pero en este caso el contenido del plato era inagotable, y el apetito de Nicolás cada vez más feroz. Oyó hablar de un cierto Jan de Glogow, un erudito que había enseñado en Cracovia durante cuarenta años, y escrito en varios tratados astronómicos y filosóficos que el Sol era el más importante de los planetas y que gobernaba los movimientos de todos los demás. Se sintió intrigado por el estudio de una obra de Cicerón incluida en el programa de cursos magistrales de Brudzewo, y que este último comentaba extensamente en apoyo a sus críticas a Tolomeo: en efecto,
El sueño de Escipión
mostraba las revoluciones de Venus y de Mercurio, no alrededor de la Tierra, sino alrededor del Sol.

Sin embargo, Nicolás se negaba a consultar las obras más eruditas sobre el tema que le recomendaba su maestro, como las
Teóricas
de Peurbach y el
Epítome
de Regiomontano. Prefería retrasar su lectura hasta más adelante, decía, para no echar a perder el placer que sentía al descubrir él solo aquel espacio infinito en el que se sumergía.

Un día de septiembre de 1493, cuando salía de una clase especialmente aburrida de derecho canónico, se le acercó Aquiles Othon de Hohenzollern muy excitado, enarbolando un pequeño opúsculo. No hubo medio de evitarlo.

—¿Has leído esto? ¿Has leído esto?

Nicolás dio una ojeada al título de la obra, y dijo con un tono indiferente y desdeñoso:

—¡Ah, sí! Es esa carta de un marino de Castilla que pretende haber llegado a Catay por el oeste. ¿Y qué?

—¡Es una noticia extraordinaria! El mundo del revés —exclamó Aquiles.

—A menos que sean sólo unas islas perdidas en medio del océano. Y aunque se tratara de las Indias o del reino del Preste Juan, no sería una buena noticia para la prosperidad de Polonia. Adiós, tengo cosas que hacer.

—¿Quieres que cenemos juntos, esta noche, y hablemos del tema? He recibido una carta de mi tío y me dice que no ve ninguna objeción a que sea amigo del sobrino del obispo de Ermland —dijo Aquiles con naturalidad.

Había que cortar los puentes de una forma brutal, por más que a Nicolás no le gustara hacer sufrir a otras personas.

—Pues bien, yo sí tengo una objeción, y seria. Me molestas, no puedo soportar tus ideas insípidas y pueriles.

Y dio media vuelta para reunirse con su amigo de Nuremberg, que lo esperaba a pocos pasos y le dijo, burlón:

—¿Hay ruptura? ¡Pobrecilla Aquilea! Nicolás, eres un rompecorazones.

—Algún día, Bernard —contestó riendo Copérnico—, te encontrarás con mi mano plantada en tu cara y no sabrás por qué.

A pesar de no sentirse demasiado orgulloso de sí mismo, sintió alivio por haberse desembarazado definitivamente del pobre Aquiles. Se equivocaba. El otro empezó a escribirle: súplicas mojadas con lágrimas, poemas. Una carta diaria, durante un mes. Dejó de leerlas, pero aquello le irritaba, sobre todo porque el compañero que hacía de intermediario le preguntaba de forma sistemática, conteniendo apenas la risa, si no había respuesta. Por fin no aguantó más y fue a su encuentro en el gran patio del colegio, mientras Aquiles lo veía acercarse con sus grandes ojos tristes.

—Basta ya de tanta retórica lacrimosa. O paras de una vez o entrego este montón de cartas, que ni siquiera he abierto, en el arzobispado. Y ya sabes lo que cuesta una acusación de sodomía: ¡una hoguera encendida debajo de tus piececitos!

Y le dio la espalda, furioso contra sí mismo por no haber sabido controlar mejor su cólera y sus palabras. Pero dio resultado: la correspondencia acabó y no volvió a ver a Aquiles de Hohenzollern en el colegio Maius.

Pasaron algunas semanas. Una lluvia fría y caudalosa inundaba Cracovia, y torrentes de agua bajaban por las calles en cuesta que llevaban al castillo. Ante la chimenea de la gran sala de la residencia de su tío, para consolarse de la imposibilidad de dedicarse a observar una Luna que tenía que estar en la fase de plenitud, Nicolás estaba absorto en la lectura de una obra de un cardenal alemán llamado Cusa, que tenía su mismo nombre de pila. En esa obra,
La docta ignorancia
, que defendía, en contra de Tolomeo, un Universo infinito, Nicolás había encontrado una frase que le fascinaba: «El centro del mundo está en todas partes, y su circunferencia en ninguna». Ya había encontrado prácticamente la misma idea en un libro de Ficino cuyo título no recordaba. Era muy bella, pero no estaba demostrada mediante un cálculo matemático. Tal vez en Regiomontano…

Entró un criado y anunció que una persona que no había querido dar su nombre preguntaba por él. Un visitante a una hora tan tardía y con semejante tiempo, intrigó a Nicolás. Al tiempo que decía al criado que lo hiciera entrar, se juró que si, por desgracia, se trataba de la «pequeña Aquilea», lo echaría fuera a fuerza de puntapiés en el trasero. Pero no era Aquilea, sino un hombre de considerable estatura que no quiso desprenderse de su capa chorreante, cuya capucha le ocultaba el rostro, más que cuando salió el criado después de haber cerrado la puerta.

—¡Barón Glimski! —exclamó Nicolás.

—Nada de nombres, señor Copérnico, ¡nada de nombres! —dijo el antiguo teniente general del mariscalato del rey Casimiro IV, al tiempo que escudriñaba furtivamente la sala con sus ojillos estrechos velados por pesados párpados, para comprobar que estaban efectivamente solos.

A Copérnico no le gustaba aquel hombre; le daba miedo. Le señaló un sillón y le propuso, en un tono falsamente frívolo, que probara una copa de un vino que le había regalado un amigo de regreso de Italia. Glimski rehusó con un gesto de impaciencia. Si persistía en sus maneras arrogantes, Nicolás estaba decidido a ponerlo en la puerta. Decididamente, aquel hombre no le gustaba.

—¿A qué debo la inmensa alegría de su visita? —dijo con una ironía muy marcada—. Mi tío, monseñor Lucas, me había advertido de manera formal que no debíamos vernos nunca.

Hundido en su sillón, el barón cruzó sus largas piernas flacas enfundadas en botas altas cubiertas de barro.

—Nos ha metido en un apuro muy serio, señor Copérnico, con sus apasionadas amistades estudiantiles…

—No comprendo. ¿Puede dejar de hablar en enigmas, por una vez, y expresarse con más claridad?

—Aquiles Othon de Hohenzollern se ha dado muerte.

Nicolás saltó de su asiento.

—¿Qué dice usted?

Después de pedirle que volviera a sentarse, como si estuviera en su propia casa, Glimski contó que habían repescado diez días antes el cadáver de Aquiles, con una soga atada al cuello, de entre las redes que los pescadores suelen cruzar a través de la corriente, río abajo de la ciudad. En las habitaciones del desgraciado, habían encontrado una carta de cuyo contenido informaron al barón, que contaba aún con amigos en el mariscalato.

—Y en esa carta, no habla más que de usted. Al parecer le considera responsable de lo que aparentemente es un crimen contra sí mismo: un suicidio.

—¿Aparentemente? ¿Pero de qué me acusa?

—De haber roto la más bella y más noble de las amistades. Todo es bastante confuso: menciona un banquete en el que ambos habríais participado, en la casa de un tal Platow, y que sería el factor determinante de su fatal decisión…

—¿Platow? Pero si yo no conozco…

Entonces comprendió y no pudo contener una sonrisa:
El Banquete
…, Platón…

—Poco importa —prosiguió Glimski—. No me han permitido sacar una copia de esa carta. En cualquier caso, su situación es extremadamente peligrosa, señor Copérnico.

—¡Pero yo no tengo la menor responsabilidad en esa tragedia!

—¿Cómo un joven tan inteligente como usted puede estar tan ciego? ¿Cree que familias tan poderosas como los Brandenburgo o los Hohenzollern van a aceptar que el cuerpo de uno de sus hijos sea quemado y sus cenizas dispersadas, que es la suerte que corren los suicidas, señor estudiante de derecho canónico? Van a acusarle de asesinato, con gran regocijo de muchas personas de la corte. Y el conflicto más o menos apagado entre Prusia y Ermland va a convertirse en una lucha de clanes, entre el de los Brandenburgo y el de monseñor el obispo Lucas Watzenrode. Lo peor que podía ocurrimos.

Entre el pánico y la cólera, Nicolás optó por la última:

—¡La culpa ha sido suya! Si no me hubiese impuesto ese papel de espía barato, por otra parte inútil, junto a ese pobre muchacho que visiblemente no estaba en sus cabales, no habría sucedido nada de todo esto. ¿Y por qué avisarme tan tarde? ¡Diez días!

La cara chupada de Glimski se hizo inquietante.

—No es momento de lamentaciones. Dicho sea de paso, no crea que su misión haya sido tan inútil. En cuanto a esos diez días… Vengo de Ermland. He reventado dos caballos en mi cabalgada. Su tío y yo pensamos al principio en enviarle a seguir sus estudios a Italia, donde en pocos años habría quedado olvidado. Por desgracia, las circunstancias no favorecen esa solución: los ejércitos de Carlos VIII de Francia han cruzado los Alpes y descienden hacia Nápoles. De modo que usted y su hermano deben hacer su equipaje, lo más ligero posible. Partirán esta noche a Heilsberg. El capitán Philip Teschner los espera con una fuerte escolta detrás de la poterna norte. Yo no podré acompañarlos, porque una ausencia prolongada de la compañía de su alteza el gran duque daría que hablar. Vaya ahora a preparar el equipaje, y haga que me preparen una cama. Estoy agotado. Mañana despediré a los criados y cerraré la casa, como su tío me ha rogado que hiciera.

Fue una huida desatinada en la noche, con el rostro azotado por las ráfagas de lluvia. Cruzaron sin dificultad las murallas de la ciudad, porque los centinelas no estaban en sus garitas. Más curioso aún, la poterna norte estaba entreabierta. Decididamente el barón Glimski, a pesar de haber caído en desgracia, contaba aún con muchos amigos.

El bravo Philip los esperaba como estaba previsto, con quince hombres armados a sus órdenes. Perdieron poco tiempo en saludos. Tenían que dejar Cracovia a sus espaldas en el menor plazo posible. Sólo al llegar la aurora, gris y embarrada bajo un cielo aún amenazador, pusieron sus monturas al paso. El pequeño grupo hizo después largos rodeos para evitar las ciudades, y pasaron las noches en refugios campestres o en granjas, envueltos en sus capas forradas de piel. Tendido en su jergón, Nicolás tardó mucho en dormirse, a pesar de su fatiga. Y cuando lo consiguió, fue para despertar empapado en sudor. En sueños había visto el rostro delgado y pálido de Aquiles de Hohenzollern flotando entre dos aguas, y sus grandes ojos azules húmedos lo miraban con intensidad antes de ir a perderse entre las redes de los pescadores.

Cuanto más se acercaban a Ermland, más alegres se mostraban sus compañeros, a pesar del riesgo de tropezar con una partida de teutónicos. Sobre todo Andreas, que había cambiado su oscuro hábito clerical por un uniforme militar que mostraba bajo una amplia capa de zorro plateado, cantaba a voz en cuello tonadas de marcha o de caza, y nunca rechazaba la cantimplora llena de aguardiente que le tendía uno de los miembros de la escolta. Había vuelto el Andreas de antaño, alegre, bromista, amable con todos, incluso con los más humildes. Por el contrario, Nicolás, a quien en otro tiempo nada le complacía más que las cabalgadas a campo través para vaciar su cuerpo y su mente de los días pasados inclinado sobre pergaminos polvorientos, se mantuvo apartado de sus compañeros durante todo el viaje, moroso y taciturno.

El obispo, cuyas maneras a veces toscas ocultaban una gran finura de juicio, se dio cuenta muy pronto del cambio provocado en su sobrino preferido por la muerte del joven Hohenzollern. La residencia episcopal de Heilsberg tenía las trazas de una fortaleza, y la encontraron en pie de guerra. Después del breve informe que le hizo Philip del viaje, Lucas tomó a Nicolás del brazo en presencia de todos y se lo llevó aparte, hasta el vano de una ventana con aire de aspillera, que daba a la llanura. Se sentaron frente a frente en las dos banquetas de piedra, sobre las que habían colocado unos cojines de color malva con pompones dorados.

—Créeme, muchacho —dijo el prelado en tono suave—, no tienes por qué sentirte responsable de la muerte de ese pobre niño. Ha sido en parte culpa mía. Nunca habría tenido que aceptar la propuesta de Glimski de confiarte una misión tan estúpida. Por otra parte, me pregunto si su intención no era, también, comprometerme a mí.

—¿Comprometerlo? No lo comprendo, tío…

—¡Pues claro que sí! Al forzarte a hacer amistad con ese Hohenzollern débil y frágil, quería que nuestros enemigos teutónicos sospecharan que queríamos volver a su vástago contra ellos. Y en lo que respecta a la Liga prusiana, de la que dicen que yo soy la punta de lanza, muy bien habría podido pensar que yo cambiaba de campo.

Nicolás no pudo evitar que le apareciera una mueca de duda, porque aquellos argumentos le parecieron terriblemente retorcidos. Lucas se dio cuenta de su escepticismo y añadió, en tono más seco:

—Si quieres intervenir algún día en los asuntos políticos, y me parece que posees todas las cualidades para ello, tendrás que mostrarte un poco menos ingenuo, sobrino. Glimski es un hombre retorcido, que no actúa más que en función de sus propios intereses. Me aseguró, durante su visita aquí, que fueron los Hohenzollern quienes simularon ese suicidio con la intención de matar dos pájaros de un tiro: librarse de un heredero tarado, e implicarte a ti en la muerte. Es posible. Cosas peores se han visto. Yo no comenté nada, por supuesto, pero me vino a la mente otra posibilidad: que Glimski está muy interesado en que estalle una nueva guerra entre los teutónicos y nosotros.

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