Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (14 page)

—Prosiga, querido amigo, prosiga —le rogó el cardenal—. Siempre me complace escuchar a los extranjeros hablar de su país natal, porque mis responsabilidades apenas me dejan lugar para viajar fuera de Italia. Sin embargo, no nos ha hablado de ese anacronismo de otras épocas, esos monjes guerreros, los «portaespada» o algo por el estilo… Si yo fuera el rey de Polonia, cosa que Dios no permita, imitaría a Felipe el Hermoso de Francia, que, hace ya varios siglos, hizo quemar a los templarios para apoderarse de su fortuna, por supuesto de acuerdo con el Papa.

Copérnico sintió una desagradable gota de sudor a lo largo de su espina dorsal. Era evidente que Alejandro lo estaba poniendo a prueba. El momento había llegado sin esperarlo, y maldijo a su tío. Carraspeó para aclararse la garganta:

—Felizmente, esos tiempos han pasado. Y además, los caballeros teutónicos no son tan ricos como para despertar la codicia de un rey. Por lo demás, gracias sean dadas al Señor, el Papa vive hoy en libertad en sus Estados, y no en Aviñón bajo la tutela de los monarcas franceses.

Aquella precisión histórica habría podido ser considerada una insolencia en un oscuro estudiante prusiano, pero no lo era en la boca del representante del obispado de Ermland, el papel que Copérnico había de representar en adelante. El cardenal hizo un gesto de aprobación y lo invitó a seguir hablando.

—Entre la orden de los templarios y la orden teutónica existe otra diferencia importante: unos tenían la misión de ir a combatir en Tierra Santa, y los otros la de reducir el paganismo aún subsistente en Prusia y en Moscovia. Ahora que los caballeros teutónicos, o «portaespada», como les ha llamado vuestra eminencia, han expulsado a los paganos en cuestión, no se entiende muy bien por qué razón siguen acantonados en las regiones septentrionales, a menos que se pretenda que luchen contra la iglesia bizantina del gran príncipe Iván de Moscú, cosa que no parece oportuna a mentes más lúcidas que la mía.

Con la excepción de Novara, un poco asustado al ver a su discípulo transformado en estratega, toda la mesa sonrió.

—Los caballeros teutónicos —siguió diciendo Copérnico, así estimulado—, a no ser que se los disuelva, estarían más en su lugar guerreando contra el Gran Turco y los sectarios de Mahoma que saqueando a los infelices campesinos polacos o arruinando el comercio.

Al oír aquellas frases enardecidas, el cardenal Farnesio aplaudió con la punta de los dedos, tal vez con alguna ironía, y dijo:

—Únicamente Su Santidad Alejandro VI puede predicarles la cruzada contra los sectarios de Averroes y de Avicena. El Año Santo le parecerá, según pienso, la mejor ocasión para hacerlo. ¡Le conseguiré una audiencia, san Nicolás de Cracovia!

Todos los invitados rompieron a reír. Copérnico se ruborizó, y sus uñas se crisparon sobre el mantel de fino encaje. ¡Pronto, era preciso reaccionar! Se forzó a reír a su vez y corrigió en tono humorístico, forzando su acento prusiano:

—No de Cracovia, vuestra eminencia, sino san Nicolás de Frombork en polaco, Frauenburg en alemán, de donde soy canónigo, una pesada carga para mis frágiles espaldas, y que apenas alivian mis quince colegas.

—¡Muy bien! —gritó uno de los convidados, que había formado parte del cortejo del cardenal hasta Roma y era secretario de la cancillería de Florencia, encargado de Asuntos Exteriores.

Nicolás lanzó interiormente un suspiro de alivio. Al representar aquella desenvoltura algo cínica, había corrido el peligro de perderlo todo. Y lo había ganado todo: una audiencia con el Papa. Se sintió agradecido cuando su maestro Novara intervino en aquel momento con la intención evidente de cambiar el rumbo de la conversación, en tono jovial:

—Me parece que vuestra eminencia se muestra injusto al sugerir que el señor Copérnico pone en el mismo saco a Mahoma, Averroes y Avicena. Sin los dos últimos, no habría tenido lugar la resurrección de las bellas artes y las bellas letras. Es curioso, a pesar de todo, que esos grandes matemáticos hayan podido desarrollar su obra en países que viven según el año lunar.

—Ya veo adonde quiere ir a parar, querido maestro —respondió el cardenal—. A esa famosa reforma del calendario que se reclama en todos los tonos. Hasta donde yo lo sé, Su Santidad aprovechará el año del jubileo para dar inicio a esa gran obra. Y por lo que me han contado, señor Copérnico, tiene usted más luces en ese terreno que en los asuntos de Estado. Tendremos ocasión de volver a hablar del tema, porque veo que estamos aburriendo a algunos amigos. Por ejemplo, el señor Maquiavelo está llorando de tanto contener sus bostezos.

Volvieron a hablar, y en numerosas ocasiones, en el curso de las reuniones semisecretas de la academia de Linceo, bajo la égida de Pitágoras y de Hermes Trismegisto.

Copérnico hubo de esperar varios meses antes de obtener una audiencia de Su Santidad Alejandro VI. Para eso había sido preciso que se retirara oficialmente a Sculteti su condición de representante del obispado de Ermland, y después que Lucas designara a su sucesor, su propio sobrino, lo que supuso un intercambio de correos secretos que se vieron obligados a viajar dando mil y un rodeos. En cuanto a Sculteti, cuya presencia en Roma ya no estaba justificada, prefirió prudentemente ir a reunirse, en la corte del rey de Francia, con sus antiguos protectores Giovanni y Pietro de Médicis. Antes de hacerlo, prometió a Nicolás dar un rodeo por Bolonia para saber algo de Andreas, de quien no tenían noticias ni su tío ni su hermano menor.

En el fondo, aquella espera de una audiencia convenía a Nicolás. En aquel año jubilar, cuantos personajes importantes poblaban el mundo habían acudido en peregrinación a Roma y parecían haberse dado cita en el palacio del cardenal Farnesio. La academia de Linceo celebraba sesiones diarias. Acudía allí una multitud, lo que parecía excesivo para personas que, a imitación de Pitágoras y de sus discípulos, recomendaban el secreto y reservaban el conocimiento y la verdad únicamente para los iniciados. Pero en aquel año de 1500 reinaba un ambiente de optimismo, y tal vez incluso de alivio, porque todo el mundo se reía un poco demasiado de los sermones del difunto Savonarola, que había profetizado aquella fecha como la del fin de los tiempos, con el rey de Francia en el papel de enviado de Dios. Pero no, el fin de los tiempos había quedado atrás, y todos eran conscientes de estar asistiendo a un renacimiento de la civilización.

De modo que a nadie asustó el anuncio de un eclipse de Luna, en noviembre, cuya descripción a Su Santidad Alejandro VI, al día siguiente, llevaría a cabo el astrónomo prusiano Nicolaus Copernicus. En efecto, nuestro héroe se había distinguido al contradecir a su maestro Novara, en una conferencia de éste sobre la necesidad o no de una reforma del calendario. Naturalmente, los dos cómplices se habían puesto antes de acuerdo para representar los papeles de un maestro demasiado prudente frente a un discípulo fogoso e impaciente. Y Nicolás no hubo de hacer ningún esfuerzo para criticar las fechas fijadas para los equinoccios de primavera y de otoño, así como los solsticios de invierno y de verano, que no se correspondían con la realidad, con diferencias de varios días. Concluyó diciendo que una buena reforma del calendario tendría que empezar por plegarse a las leyes de la naturaleza.

Aquello era simple sentido común, pero chocaba con la religión: los primeros reformadores cristianos del calendario juliano habían falseado las fechas de forma consciente: al trasladar el solsticio de invierno al 25 de diciembre, se erradicaba cualquier fiesta pagana al hacerlo coincidir con la natividad de Cristo. Luego cambió de tema, al reclamar que los navegantes que viajaban hacia las antípodas, al doblar la punta de África, realizaran nuevas observaciones sobre los movimientos celestes, ya que podían cambiar la faz del mundo y revelar la belleza de la obra creada por el Gran Artista, una obra desfigurada por demasiados falsos sabios.

—¡Reemplazar el sistema de Tolomeo! —exclamó Novara en un tono de falsa indignación—. ¿Pero… reemplazarlo con qué cosa? ¿Es usted quien va a ponerse a esa tarea?

—¿Quién soy yo para hacerlo, maestro? —replicó Copérnico con una modestia tan afectada que entre la asistencia hubo más de una sonrisa—. Permítame que me refugie detrás del mayor filósofo de esta época, el malogrado Marsilio Ficino. Por supuesto, conoce usted su
Teología platónica
: «¿Qué es Dios?», escribe. «Un círculo espiritual cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Pero si ese centro divino posee en alguna parte del mundo un asiento imaginario o visible desde el que actúa, es en el centro donde reina, como el rey en el centro de la ciudad, el corazón en el centro del cuerpo, el Sol en el centro de los planetas».

Nicolás se calló. El Sol en el centro de los planetas… ¡Justo después de haber denunciado el sistema de Tolomeo! Hubo un momento de vacilación en la asamblea, como si todos tuvieran miedo de comprender. Volvió a tomar asiento, después de saludar. La regla pitagórica exigía no aplaudir, y la audiencia comprendió por un gesto de Novara, que no ocultaba ya su satisfacción ante la brillante intervención de su discípulo, que la sesión había terminado. Una mano se posó en el hombro de Copérnico y una voz suave susurró a su oído:

—Hay muchos que piensan como usted, querido señor y tocayo. Pero sería preciso demostrarlo. Y demostrárselo a un príncipe lo bastante sabio para que no lo mandara a la hoguera…

Nicolás se volvió. Era el secretario particular del gonfaloniero de Florencia, representante de la República en Roma, Nicolás Maquiavelo.

V

C
opérnico fue recibido por el papa Alejandro VI el 7 de noviembre de 1500, después de haber observado, la noche de la víspera, un eclipse parcial de Luna. Nicolás vivía desde hacía ya más de un año en la Ciudad Eterna y había aprendido a hacer como todo el mundo, es decir, desconfiar de todo, no aventurarse por callejuelas demasiado estrechas, olfatear el vino antes de beberlo, dar al perro tendido a sus pies un bocado de cada plato de sus comidas.

Llegó por la mañana temprano ante las murallas del Vaticano, donde un guardia suizo lo registró de la cabeza a los pies, y bajo escolta, como un prisionero, recorrió una ancha avenida por la que circulaban carretas cargadas de escombros: arriba, estaban demoliendo la basílica de San Pedro. Luego se adentró por pasillos con paredes cubiertas de frescos de temas religiosos; un jardín, o más bien un parque; más pasillos. Lo hicieron entrar en un vestíbulo, no sin haberlo registrado una vez más. Y esperó largo tiempo, bajo la mirada vigilante de un suizo. Por fin, se abrió una puerta y un ujier le hizo seña de que entrara, al mismo tiempo que anunciaba:

—El doctor Nicolás Copérnico de Thorn, canónigo de Frauenburg.

No era la gran sala de audiencias, como había esperado, sino mi salón de música de dimensiones bastante modestas. Sentadas alrededor de una mesa baja, cinco personas volvieron la cabeza hacia él, como si hubiera interrumpido una conversación íntima. Antes de inclinarse en una profunda reverencia, reconoció con alivio la esbelta figura de su protector, el cardenal Farnesio. Se arrodilló para besar el anillo que le tendía el Papa, quien sin levantarse de su sillón, le tomó del brazo para ayudarlo a incorporarse, y le dijo con una voz de una dulzura turbadora:

—Siéntese a mi lado, y así tendrá oportunidad de contemplar a su gusto a estas damas, un espectáculo mucho más agradable que el de nuestras viejas caras arrugadas. Y si su gusto va en una dirección distinta, a fe que le satisfará la cara del duque de Valentinois.

¡El duque de Valentinois! En otras palabras, el hijo del Papa, el temible César Borgia. Antes de acudir a la audiencia, Copérnico estuvo charlando largo rato con Maquiavelo, con el que había simpatizado: los dos Nicolás tenían prácticamente la misma edad, sólo tres años les separaban. El florentino tenía otra ventaja: confesaba sin avergonzarse, al contrario que sus compatriotas, su total ignorancia acerca de las matemáticas y la astronomía. Era una persona firme y recta, lúcida hasta la desesperación. En cuanto a Copérnico, había simulado una torpeza ingenua de alemán para afirmar que las cosas de la política le resultaban enteramente extrañas. De ese modo cada uno de los dos hombres conquistó la confianza del otro, y ambos se entendieron muy bien. Y el retrato que Maquiavelo le trazó de los Borgia le pareció tan despiadado y certero como los dibujos hechos por Durero, en una mesa del albergue, de un borracho adormilado…, con la diferencia de que el secretario del gonfaloniero de Florencia no había pintado su rostro, sino su alma.

Los Borgia eran bellos, con una belleza que no necesitaba afeites ni retoques, una belleza tan segura de sí misma, para conquistar con naturalidad a cualquiera que se aproximara a ellos. César se parecía de manera llamativa a su padre; la misma boca roja de sonrisa radiante, la misma mirada oscura, la misma estatura aventajada, la misma sensación de fuerza tranquila. ¿Cómo leer en aquellos rasgos regulares el vicio, el incesto y el crimen? Dos mujeres estaban sentadas a uno y otro lado del duque de Valentinois. En la menos joven de las dos, Copérnico reconoció a Julia Farnesio, hermana del cardenal y concubina oficial de Su Santidad. La otra parecía tan frágil bajo su velo de fino encaje negro que daban ganas de cogerla en brazos para consolarla de un pesar inimaginable. Y, sin embargo, no era por su difunto marido Alfonso de Aragón, asesinado por César, por quien llevaba el duelo Lucrecia.

«Esto no es una audiencia pontifical, sino una reunión de familia —pensó Copérnico—. Sólo faltan los bastardos de su eminencia Alejandro Farnesio…». —Y bien, señor Copérnico —preguntó el Papa de buen humor—, ¿a quién debo escuchar, al embajador o al astrólogo?

—Como prefiera Su Santidad —contestó Copérnico muy apurado, porque no era ni lo uno ni lo otro, o tal vez ambas cosas a la vez.

—Despacharemos en ese caso primero la embajada. Como sin duda ya sabe, en este Año Santo he convocado una cruzada contra el Turco. Francia ha respondido ya, para demostrar su celo en mi defensa, pero no me hago muchas ilusiones. Ni un solo soldado saldrá fuera de las fronteras del gran ducado de Milán, y ni una sola de sus naves se alejará de las orillas de Génova. También han revestido la cruz Venecia, Hungría y Bohemia. ¿Pero no lo han hecho las tres desde hace siglos, la una para defender sus negocios y las otras dos para guardar sus fronteras? Y finalmente, su querida Polonia ha respondido a mi llamada. Juan I Alberto Jagellon, su soberano, es un cristiano de fe ardiente, que cuando no me insulta sueña con combatir al infiel. Su embajador, el barón Glimski, al que usted debe de conocer, me ha asegurado que su rey se encardaría en persona de convencer al gran maestre de los caballeros teutónicos de unirse a él. Una bonita manera de mostrarme que mi influencia sobre la Orden es igual a cero. Pero si rehúsan sumarse a la cruzada, puede creer que disolveré a esos soldados con sotana venidos de otra época. Como ve, su embajada no tiene razón de ser… Entonces, ese eclipse…, ¿qué anuncia? ¿La cruzada o la disolución?

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