Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
A continuación Miriam me contó como aquel dios recordó a Moisés una vez más la manera en que se había manifestado a sus antepasados, como le anunció que el señor de la tierra de
Jemet
se obcecaría en no dejarlos salir y como, al final, los hebreos volverían a ser libres, abandonando aquella tierra de opresión, pero no con las manos vacías.
—Miriam, ¿te dijo alguna vez Moisés cuál era la forma de ese dios? Quiero decir... ¿es similar al sol como Ra? ¿Es de aspecto temible o amable? ¿Es la zarza la manera en que se presenta a los hombres?
La hermana de Moisés volvió a sonreírme, pero percibí en su rostro un rasgo de melancolía, como si mis palabras le hubieran causado un cierto pesar.
—El Dios que se apareció a mi hermano no tiene forma. No puede ser encerrado en santuarios, ni puede ser representado con imágenes o pinturas y, por supuesto, jamás puede ser identificado con un animal o con una de sus creaciones, como el sol o la luna. Nebi, ese Dios es el único verdadero. No hubo ninguno antes que Él, ni lo habrá jamás.
¿Qué estaba diciendo aquella mujer? Podía entender haciendo un esfuerzo enorme su devoción por aquella divinidad extraña que no se manifestaba nunca bajo forma visible y que se negaba a ser representada gráficamente, pero ¿cómo se atrevía a negar la existencia de otros dioses? ¿Acaso la esperanza, por otro lado casi tangible, de su liberación la había convertido en una blasfema?
—Pero... no sabes lo que dices —intenté que razonara—. Nuestros dioses han forjado durante siglos la grandeza de la tierra de
Jemet,
sus templos cubren la faz de la tierra, sus imágenes son veneradas por nosotros y por los pueblos sometidos a nosotros...
Miriam sacudió suavemente la cabeza y, mirándome a los ojos, me interrumpió:
—¿Acaso no has comprendido aún que es nuestro Dios el que está en los cielos, pero también aquí y que ha hecho todo lo que ha querido? Examina en tu corazón lo que ha sucedido en las últimas semanas. Cuando convirtió el
Hep-Ur
en sangre, ¿pudieron Jnum, el guardián de sus fuentes, o Hapi, el espíritu de sus aguas, impedirlo? Cuando cubrió la tierra de
Jemet
con ranas, ¿Heket, la diosa en forma de rana que vosotros creéis que concede la fertilidad a las mujeres, pudo evitarlo? Cuando hirió al ganado, ¿pudieron Ptah, Apis o Mnevis sanar a vuestras bestias? Cuando tu gente enfermó de sarpullido, ¿acaso no resultaron Serapis, Imhotep y Sejmet impotentes para aliviar su mal? Cuando las tinieblas se apoderaron del país durante tres días, ¿consiguieron Horus o Ra que el más pequeño haz de luz penetrara ni siquiera en el palacio de Ajeprura Amenhotep?
Mientras aquellas preguntas golpeaban mis oídos, a mi corazón subieron las imágenes de Tjenur borracho, de Nufer apesadumbrado al escuchar sus palabras, de Ptahmose perpetrando su fraude para despojar a los campesinos, de Ra reconociendo que en la acción de Moisés estaba el dedo de dios, y de Merit, apagándose como una vela, en medio de imágenes de divinidades y a pesar de mis súplicas a los mismos. Instintivamente puse mis manos sobre la mesa para no caer al suelo. Hubiera deseado una pausa, pero Miriam seguía hablando y sus palabras hurgaban heridas de mi corazón que yo ignoraba o que pensaba ya cicatrizadas.
—Nebi, esos dioses son sólo metal blanco de
hedj
y metal amarillo de
nub,
madera y piedra. Son simplemente obra de manos de hombres. Tienen boca, pero no hablan. Tienen ojos, pero no ven. Tienen orejas, pero no oyen. Tienen narices, pero no huelen. Tienen manos, pero no palpan. Tiene pies, pero no andan. No es su garganta la que habla y semejantes a ellos son los que los fabrican y los que en ellos confían.
Abandoné aquella casa como una barca azotada por el cruel temporal. Sentía que todo lo que había tenido un valor, un significado, un interés para mí, se venía abajo. ¿Merecía la pena seguir teniendo aliento en las narices después de aquello? Por un momento, pensé en arrojarme al
Hep-Ur
e ir al
ka.
Sin embargo, conseguí sobreponerme y rechazar tal posibilidad. En lo más profundo de mi corazón sabía que todo se acercaba a un desenlace, a un final, a una conclusión de la que yo me vería obligado a ser testigo. Ajeprura Amenhotep iba a enfrentarse con una prueba más, seguramente la final, y aquel choque dejaría al descubierto todo el significado, a la vez enigmático y explícito, de las calamidades que habían asolado a su pueblo en los últimos meses.
EL JUICIO DE LOS DIOSES
L
a conversación con Miriam y las misivas que había ido recibiendo procedentes de Ipu y Hekareshu deberían haberme impulsado a regresar de inmediato a la residencia del señor de la tierra de
Jemet,
que estaba situada cerca de Goshén. Sin embargo, era tal el peso que sentía sobre mi corazón que incluso el día que pensaba iniciar el camino de vuelta opté por no apresurarme demasiado y hasta decidí dormir un poco antes de emprender el viaje. Caí en un sueño profundo, como si me encontrara en una cueva sin iluminación o me hubiera despeñado en un pozo tenebroso. Ignoro el tiempo que llevaba en ese estado cuando, de repente, un llanto horrible me despertó. Al principio, tuve incluso dificultad para saber dónde me encontraba, pero pronto reparé en que debía de hacer tiempo que Ra había descendido en
Meseket
porque era noche cerrada. Me incorporé en mi lecho e intenté distinguir la dirección de la que procedía el llanto.
Al principio sólo sentí desconcierto, pues quien lloraba parecía hacerlo desde lugares distintos cada vez. Pero entonces comprendí que no se trataba de una sola persona, sino de varias expresando su dolor en sitios diferentes y distanciados entre sí. Guiado por un terrible presentimiento, me precipité corriendo fuera de la habitación y busqué la salida hacia la calle.
El espectáculo que se ofreció a mis ojos resultó desolador. Decenas de hombres y mujeres salían de sus casas llevando a un ser inerte en los brazos. Intenté ordenar mis pensamientos, pero no conseguía comprender lo que sucedía. A veces la persona exangüe era un niño. En otras ocasiones, se trataba de jóvenes, tanto hombres como mujeres. ¿Qué era lo que había sucedido exactamente? Comencé a sospechar lo acontecido cuando un hombre, presa de la desesperación, comenzó a gritar.
—¡Ay, mi hijo, mi primogénito! ¡Ay! ¿Quién podrá devolvérmelo? Señor de la tierra de
Jemet,
¿dónde estás? Dioses, ¿por qué permitís esto?
Me interpuse en el camino de un hombre que llevaba a un joven de cerca de treinta años en brazos.
—¿Acaso es este muchacho tu primogénito? —le pregunté con voz imperiosa.
Su garganta estaba llena de lágrimas y su lengua, atada por el dolor, no pudo contestar, pero asintió con la cabeza. Repetí la pregunta a tres o cuatro personas más y entonces sentí como si mi corazón fuera a estallar. Caí de rodillas y, con la cabeza entre las manos, rompí a llorar. ¡Los primogénitos de la tierra de
Jemet
habían sido sacrificados por la obstinación de Ajeprura Amenhotep! ¡Qué necios habíamos sido! Cuatrocientos años de opresión sobre un pueblo indefenso eran objeto esta noche del juicio más severo y la pena había sido impuesta sobre lo más escogido de nuestro pueblo: sus primogénitos.
Ignoro el tiempo que estuve postrado en el suelo, pero sí sé que cuando me levanté sólo albergaba un propósito en mi corazón, el de lograr que los hebreos salieran de una vez por todas de la tierra de
Jemet.
Con dificultad, conseguí volver a mi residencia, pues las calles estaban congestionadas de gente que lloraba a sus hijos idos al
ka.
Pero cuando logré llegar sabía con claridad lo que iba a hacer. Miriam me había dicho que su dios no los sacaría con las manos vacías de nuestra tierra. Pues bien, me iba a ocupar de que así fuera y de que tanto ella como su gente se marcharan cuanto antes.
Reuní como pude a algunos de los funcionarios y soldados que tenía a mis órdenes y les ordené que comunicaran al pueblo que debían reunir lo que tuvieran de valor. Todo debería ser entregado a los hebreos a condición de que salieran de nuestra tierra. Nadie debería interponer el más mínimo obstáculo a su marcha. Por supuesto, asumía toda la responsabilidad. En una situación normal aquello hubiera sido considerado alta traición y, tras ser prendido por mis propios subordinados, habría terminado colgado de los muros de
Waset
como los desdichados reyes de Tijsi. Pero en aquellos momentos nadie pensaba que nos encontrábamos en medio de unas circunstancias ordinarias y mis hombres salieron dispuestos a ejecutar mis instrucciones puntualmente. No lo consiguieron.
No hacía mucho que habían abandonado mi residencia, cuando comenzaron a regresar para informarme de que lo que acababa de ordenar ya lo estaban llevando a cabo los propios hebreos. Al parecer, Ajeprura Amenhotep había concedido a Moisés y a Aarón que abandonaran con su varones, sus niños y sus rebaños la tierra de
Jemet y
éstos habían ordenado a su pueblo que pidieran a nuestra gente alhajas de
hedj,
el metal blanco, y de
nub,
el metal amarillo, así como vestidos. Había llegado tarde pero, al menos, podía consolarme con la idea de que ya debía de estar muy cercano para mi gente el final de las desgracias.
Me dejé caer en una silla y cerré los ojos. Los hebreos... ¡Qué mal los había entendido desde el principio! Primero había sentido compasión por ellos, pero creyendo al mismo tiempo que si las cadenas eran más suaves las podrían aceptar con gratitud, casi con placer. Luego me había encolerizado con Moisés y había intentado matarlo, responsabilizándole de unas calamidades que sólo podía achacar, en justicia, a mi orgulloso y prepotente señor. Finalmente, había intentado ayudarles para descubrir que su dios, el único Dios según Miriam, no necesitaba en absoluto mi colaboración. ¿Quién podía pensar otra cosa cuando, de hecho, en una sola noche estaba consiguiendo que devolviéramos a su pueblo lo que les habíamos arrebatado en más de cuatrocientos años, y eso después de ridiculizar a nuestros dioses, aniquilar nuestra tierra y humillar a nuestro señor?
Me consolé pensando que, al menos, no me vería sometido a un proceso. Mi decisión personal había sido sólo un trasunto de las órdenes de Ajeprura Amenhotep. ¡Hasta podría decirle que no sólo no me había comportado como un rebelde, sino que me había adelantado a la mayoría de los funcionarios a la hora de ejecutar los deseos de su divino corazón! Por un momento creí que en medio del caos general iba a echarme a reír, pero era demasiada mi pena y el dolor de los demás como para ceder a ese impulso. Ahora era cuestión de volver a comunicarme con la
Per-a'a
a la espera de recibir instrucciones. Pero me encontraba agotado, pese a haber dormido aquella tarde, y decidí esperar al nuevo día antes de restablecer la comunicación con el señor de
Jemet.
Con todo el vigor de mi corazón, deseaba que todo hubiera concluido aquella noche.
C
uando vi luz suficiente, abandoné mi residencia y me dirigí a lo que habían sido las antiguas moradas de los hebreos. En los dinteles de las mismas pude observar una mancha roja, que me pareció de sangre. No supe qué podía ser aquello, pero pensé que, seguramente, se relacionaba con el culto a su dios, ese dios extraño al que nadie podía ver ni representar en imágenes o pinturas, y que no moraba en templos ni en santuarios. Aún me encontraba observando aquellas huellas extrañas cuando oí una voz a mis espaldas.
—Imaginé que te encontraría aquí, pero no sé si es prudente acercarse a lugares como éstos...
Me volví inmediatamente y descubrí a Itunema, pero se trataba de un Itunema muy distinto a aquel del que me había despedido unos días atrás. Más delgado, más envejecido, con unas ojeras oscuras, daba la impresión de ser diez años más viejo.
—Mi señor... —dije, e iba a realizar una inclinación ritual cuando me interrumpió.
—Ahora no podemos perder el tiempo con ceremonias, Nebi. Sígueme. Te explicaré por el camino lo que ha sucedido.
Con voz cansina, con gesto derrotado, pero desprovisto del pánico terrible del que había sido presa, me relató apenas con unas frases el sufrimiento de las últimas semanas y, finalmente, la salida de los hebreos la noche anterior.
—He sido muy afortunado al no tener hijos, Nebi. Durante toda mi vida culpé a los dioses de que no me concedieran al menos uno, pero ahora sé que fue una muestra de su favor. Si hubiera contado con un primogénito estaría ahora mismo llorándolo, al igual que claman y se han vestido de luto todas las familias de la tierra de
Jemet.
Incluso nuestro aguerrido señor, Ajeprura Amenhotep, lloraba ayer, de rabia y de dolor, porque su primogénito, el príncipe Uebensenu, también fue herido por el dios de los hebreos. Ta-aa, la esposa de nuestro señor, tuvo que ser atendida por nuestros médicos, que le suministraron un filtro a fin de que durmiera y se tranquilizara... ¡Cuántas mujeres de
Jemet
hubieran deseado los consuelos de un narcótico semejante y qué pocas, si es que alguna, contó con ellos! Nunca creí que pudiéramos considerar felices a las estériles, pero así es en el día de hoy...
Por un instante, tuve un recuerdo fugaz de Merit en mi corazón y me pregunté si su destino no había sido mejor, pese a todo, al de la mayoría de las mujeres de nuestro país. Decididamente, nunca podríamos comprender esta vida ni la suerte de los hombres. No sólo era un asunto de sabiduría o de experiencia. Se trataba más bien de que jamás aparecían ante nuestros ojos los datos suficientes como para tener una visión completa de las cosas y formarnos una opinión correcta. Pensé en cómo el hombre que madruga necesita un mínimo de luz para ver el mundo en el que está y no tropezar y caer. De la misma manera, entendí que nosotros necesitamos una luminosidad semejante para saber por dónde nos movemos en esta vida y evitar los golpes que nos causamos a nosotros mismos y las ocasiones en que nuestros pies, enredados en algún obstáculo, nos derriban en la oscuridad. Sin embargo, llegué a la conclusión de que, desgraciadamente, carecíamos de esa luz.
—Fuiste también afortunado al venir a esta región después de que Moisés cubriera el país de piojos. Puedo asegurarte que lo que tú contemplaste fue casi un juego de niños comparado con lo que sucedió después. Sé que Ipu y Hekareshu te enviaban a escondidas una información puntual de lo sucedido. Sin embargo, créeme cuando te digo que, por mucho que se esforzaran en describir el horror, estoy seguro de que no pudieron transmitirte ni siquiera un pálido reflejo de lo que hemos padecido. —Itunema hizo una pausa, respiró hondo y prosiguió—. Nebi, no sé qué va a ser de nosotros. El país ha quedado arruinado y lo único que se mantiene hasta cierto punto en pie es la organización militar. Ajeprura Amenhotep, por motivos que se me escapan, ha convocado a sus jefes militares, con mención especial del general Sennu, para una reunión de emergencia. Tú y yo también hemos recibido la orden de estar presentes... Continuamos el resto de nuestro trayecto en silencio. Aunque no creo que en ninguno de nosotros se albergara la paz. Más bien se trataba de una resignación, de la cansada conformidad de aquellos que han decidido enfrentarse, sin ilusión pero también sin angustia, a lo que pueda depararles la vida. A mi corazón volvió el recuerdo del príncipe Uebensenu, al que apenas había conocido, y no pude evitar pensar que la Madre y Señora, Isis, había sido incapaz de protegerlo, al igual que había sucedido en el caso de Merit. Yo, Nebi, intérprete destinado al servicio del
heritep-a'a
Itunema como asesor en asuntos relacionados con un pueblo que ya había sobrepasado nuestras fronteras, tenía que reconocer que, como había escuchado decir hacía mucho tiempo a un sacerdote borracho llamado Tjenur y sólo unos días antes a una sierva hebrea, nuestra Madre, nuestra Señora, a la que había dedicado el final de mi infancia y el inicio de mi juventud, era sólo un pedazo de material inanimado.