El Escriba del Faraón (20 page)

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Authors: César Vidal

Abrigaba tal certeza de que aquel sería un día decisivo que, al dirigirme a palacio, sentí como si mis pies se vieran acelerados por la acción de los dioses. Como yo esperaba, en la sala del trono estaba reunida la gente más relevante de la tierra de
jemet
y, entre ella, ocupando una posición de importancia especial, mi superior, el
heritep-a'a
Itunema, y Ra, el sumo sacerdote de Amón. Moisés y Aarón también se encontraban presentes y no resultaba difícil distinguirlos porque el resto de las personas, por repugnancia o por temor, se mantenían a una distancia prudencial de ellos. No me resultó por tanto nada difícil acercarme. Sabía que contaría sólo con unos instantes y que no podía perder ni uno.

Apenas había logrado situarme en la proximidad de Moisés cuando Ajeprura Amenhotep entró en la sala. Aunque intentaba aparentar un sereno mayestatismo, pude observar que no estaba del todo tranquilo y que el maquillaje que bordeaba sus ojos no lograba ocultar completamente el hecho de que, al igual que yo, apenas había dormido esa noche. Tomó asiento e inmediatamente abrió los labios para dirigirse a Moisés. Era posible, como me había contado Itunema, que poco antes, cuando las ranas invadían la tierra, hubiera claudicado, pero ahora todo en él ponía de manifiesto una firmeza, una dureza, una solidez mayores que las del metal con que forjábamos nuestras corazas. Con palabras hirientes envueltas en una mueca de desprecio, recalcó el hecho de que Moisés no le imponía en absoluto respeto y más cuando hasta entonces no había llevado a cabo nada que no pudieran repetir los sacerdotes. Guardó silencio por un instante y, finalmente, anunció con voz triunfante que en esos momentos, como demostración de lo que había dicho, Ra y sus asistentes repetirían cualquier cosa que Moisés llevara a cabo.

El hebreo no aparentó inmutarse lo más mínimo ante las palabras de Ajeprura Amenhotep. Más bien pareció que disfrutaba de una calma absoluta. Sin pronunciar una sola palabra, Moisés dio unos pasos en dirección a la parte de la sala en que concluían las baldosas y comenzaba una terraza con el suelo de tierra. Se trataba de uno de los lugares más deliciosos del palacio, ya que en él crecían algunas plantas especialmente apreciadas por Ta-aa, la esposa principal de Ajeprura Amenhotep. De hecho, se rumoreaba que ella misma se ocupaba de su riego y cuidado. Cuando Moisés estuvo a un paso de la terraza, se detuvo, extendió su vara y golpeó con ella el polvo de la tierra. Lo que sucedió a continuación fue espantoso e inexplicable. De repente, de manera inesperada, el lugar tocado por el cayado se cubrió de piojos que comenzaron a extenderse por la tierra, a rebasar el enlosado y a precipitarse sobre los cuerpos de todos los presentes.

El señor de la tierra de
Jemet
tragó saliva al ver como aquellos odiosos seres trepaban por los escalones que conducían hasta su trono, pero no podía entretenerme en observarle. De manera discreta, comencé a desplazarme en dirección a Moisés, que en ese momento se hallaba demasiado distanciado de mí. Mientras lo intentaba, pude escuchar la voz de Ajeprura Amenhotep, que se dirigía a Ra.

—Sumo sacerdote de Amón, estoy esperando.

Mientras me movía sigilosamente por entre las personas, oí cómo Ra y algunos de sus acompañantes elevaban salmodias a Amón, a Isis y a Horus. Afortunadamente, estaban demorando lo suficiente aquellos prolegómenos como para permitir que me acercara a Moisés. En el fondo de mi corazón di gracias a la Madre y Señora por ello. Por fin, me encontré lo suficientemente próximo del hebreo como deseaba. Si hubiera extendido el brazo, casi hubiera podido tocarlo. Con el máximo sigilo desenvainé la espada. Estaba seguro de que nadie se había percatado de mi gesto y eso incluía al propio Moisés. Respiré hondo y esperé a que los sacerdotes mostraran los piojos conseguidos por ellos a la vista de todos. Ra estaba intercambiando en voz baja unas frases con sus colaboradores. Se trató de unos instantes, tras los cuales, realizando una humilde reverencia, dirigió su rostro hacia Amenhotep Ajeprura. Apreté mi arma, miré a Moisés y me dispuse a asestar el golpe. El sumo sacerdote de Amón había abierto las manos y las tendía con las palmas hacia arriba al señor de la tierra de
Jemet.

—Señor de la tierra de
Jemet,
señor de
Shemu y Tamejeu,
debelador de los bárbaros, hijo de los dioses —Ra realizó una pausa en su letanía de alabanzas y pensé que se trataba de un golpe de efecto para proporcionar mayor resonancia al prodigio que iba a realizar de manera inmediata.

—Poderoso Ajeprura Amenhotep... no podemos llevar a cabo lo que pides de nosotros —Ra volvió a callar por un instante y, finalmente, con una voz entrecortada y casi llorosa, exclamó—: Dedo de dios es éste.

Al escuchar aquellas palabras, dirigí instintivamente la mirada hacia Moisés y, entonces, descubrí que sus ojos estaban clavados en mi rostro. Como si obedeciera a un poder superior a mi voluntad, mi mano se abrió y dejó caer al suelo el arma que sujetaba.

8

E
n medio del desánimo general ante el fracaso de Ra y sus acólitos, pocos, si es que alguno, se percataron de lo que me había sucedido. Sin embargo, para mí no se trató sólo de un trozo de metal que, al chocar contra el suelo, produce un golpe seco. Por el contrario, mi corazón supo desde aquella mañana que, tarde o temprano, el señor de la tierra de
Jemet
acabaría doblegándose ante el dios de Moisés. Había en él —de eso ya no tenía ninguna duda— una fuerza superior a los fraudes y a las triquiñuelas que practicaban nuestros sacerdotes y en virtud de las cuales desde hacía miles de años habían mantenido su poder sobre nosotros y nuestros antepasados. Mientras los rumores sobre el hebreo se extendían más de lo deseable entre la población y la
Per-a'a
se esforzaba todo lo posible por contenerlos, llegué a la conclusión de que el único lugar seguro para mí sería la región en la que vivían los propios hebreos, a la que ellos denominaban la tierra de Goshén. No sabía qué podía tener preparado aquel hombre, pero temía que cada vez resultara peor.

Sin embargo, encontrar una justificación para desaparecer no resultaba tarea fácil y más cuando eso es lo que hubieran deseado hacer la inmensa mayoría de los miembros de la corte empezando por el propio Ra, sumo sacerdote de Amón. Finalmente, y tras no poco esfuerzo y discusión, logré convencer a Itunema, mi superior, para que me permitiera desplazarme a Goshén con la excusa de observar el estado de ánimo de la población sometida. El mismo Ajeprura Amenhotep sancionó con su aprobación mi marcha, ya que, movido por el temor de que los hebreos acabaran alzándose en masa y llamaran en su ayuda a las tribus de los
aamu,
deseaba disponer de informes acerca de los mismos que tuvieran un nivel superior al que se podía esperar de los simples espías. Quizá pensaba entonces que había sido catastrófico el fracaso del exterminio decretado por uno de sus antecesores en el trono, y es posible que comenzara a plantearse dudas acerca de si el comportamiento sanguinario de que había hecho gala durante su segunda campaña no iría ahora a dar frutos que no resultaran amargos. Partí —y no reconocerlo sería de cobarde—como un perro que, apaleado brutal e inesperadamente, huye con el rabo entre las piernas. Con todo, y aunque no podía reconocer en mi corazón que era el miedo lo que me impulsaba, lo cierto es que mi decisión resultó la más prudente.

En las semanas posteriores, fui sabiendo por los correos que me enviaban Ipu y Hekareshu, mis subordinados, que el hebreo Moisés estaba desencadenando sobre la tierra de
Jemet
calamidad tras calamidad. Primero fueron las moscas, unas moscas grandes y verdes, que amargaban la vida y que corrompieron la tierra con sus repugnantes crías. Luego se trató de unas ulceraciones que afectaron al ganado. Al parecer, caballos, asnos, camellos y vacas aunaban sus quejas en un horrísono lamento, mientras sus amos no se atrevían siquiera a acercarse a ellos por temor a verse afectados también por ese mal desconocido. Sin embargo, precisamente eso que tanto temían fue lo que les sobrevino. Cuando ni aun así Ajeprura Amenhotep dejó salir a los hebreos, fueron los seres humanos los afectados por úlceras y, según me contó Ipu a través de una misiva de carácter no oficial, a partir de ese momento Ra y los demás sacerdotes se negaron en redondo a estar presentes cuando Moisés aparecía.

Como era de esperar, cuando el pueblo llano se enteró de la postura de los sacerdotes —sus guías desde hacía miles de años—, muchos llegaron a la conclusión de que lo mejor que podían hacer era atender a las amenazas del hebreo por muy repulsivo que les pareciera. Así, al anunciar que un granizo iba a asolar la tierra de
Jemet
y que sólo los que resguardaran el ganado lo salvarían, fueron muchos los que obligaron a sus bestias a entrar en establos o construyeron a toda prisa algún tipo de cobertura, y entre ellos no faltaron incluso siervos de la
Per-a'a.
Hasta entonces no había recaído sobre la tierra de
Jemet
un desastre similar.

Unos truenos terribles, acompañados de fuego del cielo, sirvieron de cortejo mortífero al granizo. La hierba del campo quedó destrozada y los árboles, desgajados. Para cuando pasó aquel desastre, el lino y la cebada se habían arruinado porque el primero estaba en la caña y la segunda, espigada. Sólo el trigo y el centeno, al ser tardíos, se salvaron. Sin embargo, poco duraron aquellos restos. Apenas había desaparecido el granizo cuando una invasión de langostas, enviadas por el dios de Moisés, arrasó todo lo que había quedado del desastre anterior. Los funcionarios de la
Per-a'a
hubieran deseado realizar un cumplido inventario de pérdidas pero, cuando se disponían a ejecutarlo, unas espesas tinieblas descendieron sobre la tierra de
Jemet
y, por espacio de tres días, nadie pudo ver nada, ni siquiera desplazarse desde el lugar en que se encontraba.

Cada vez que me llegaba una carta de Ipu o de Hekareshu relatándome lo que estaba sucediendo fuera de Goshén, mi corazón era presa de dos fuerzas contrapuestas. Por un lado, padecía al pensar en el sufrimiento de mi pueblo, un sufrimiento que debía mucho, a fin de cuentas, a la testarudez de Ajeprura Amenhotep; sin embargo, por otro, sentía un alivio y una satisfacción enormes al ser consciente de que, reconociendo que Moisés no era un farsante y alejándome de la corte, me había ahorrado el verme expuesto a tamañas calamidades. En el fondo, para mí, que no padecía directamente los efectos de aquellas desdichas, quizá lo más inquietante era la manera en que todo aquello estaba corroyendo las bases de poder de la
Per-a'a.
A medida que se sucedían los desastres, el mismo señor de la tierra de
Jemet
se estaba viendo obligado a ceder en su posición inflexible y a brindar soluciones de compromiso que no le dejaran en muy mal lugar delante de sus súbditos. Así, cuando las moscas invadieron el país, ofreció a Moisés la posibilidad de realizar sacrificios a su dios, pero a condición de que los llevara a cabo dentro de nuestras fronteras. El hebreo le había respondido —y con ello se había ganado el corazón de alguno de los nuestros— que no deseaba alterar el orden ni ofender las creencias de nadie y que si sacrificaba a su dios animales que nosotros considerábamos sagrados, irremediablemente se producirían tumultos.

Desde luego, Moisés debía de pensar que las circunstancias sólo podían ya jugar en su favor, puesto que los mismos siervos de la
Per-a'a
estaban comenzando a distar mucho de apoyar a su señor en este trance. Cuando el hebreo anunció que la langosta asolaría nuestros campos si el señor de
Jemet
no dejaba salir a su pueblo, se formó, de manera casi espontánea, una comisión de altos funcionarios que suplicó a Ajeprura Amenhotep que los dejara marchar. Alegaban que Moisés era sólo un lazo en el que todos estaban atrapados y que lo mejor sería soltarse de él cuanto antes. En su opinión, y sometían la misma a su señor con toda humildad, lo mejor era dejar partir a aquella gente para que sirviera a su dios. Como siempre sucede en estos casos, aunque todos pensaban lo mismo, algunos intentaron cubrir la verdad con argumentos aparentemente prácticos. Para éstos, la salida de los hebreos permitiría proporcionar trabajo a millares de súbditos y acallaría un malestar social que había sido creciente en los últimos meses. Por supuesto, este bando se guardaba muy mucho de explicar cómo iban a convencer al pueblo llano para que trabajara por unos emolumentos tan irrisorios como los que recibía la gente de Moisés. Otros, sin embargo, eran más sincera y desagradablemente directos. Desde su punto de vista, los beneficiarios por la marcha de los semiesclavos serían no sólo los sectores más humildes del país, sino principalmente la
Per-a'a
y los templos. Y no se trataba de una posibilidad, sino de la única alternativa. ¿Qué otra salida tenían, si la tierra de
Jemet
ya estaba destruida? ¿Acaso podrían soportar ahora una invasión de langostas?

Aquella comisión —pese a lo amargo de sus palabras— hizo mella en el corazón de Ajeprura Amenhotep. Durante toda la mañana permaneció encerrado a solas en sus aposentos reflexionando sobre lo que debía hacer. Finalmente, optó por convocar a Aarón y a Moisés para aquella misma tarde y ofrecerles una nueva salida negociada. Los hebreos podrían sacrificar a su dios, los hebreos contarían incluso con la posibilidad de salir de la tierra de
Jemet,
pero —y aquí radicaba la concesión que esperaba arrancar a su molesto adversario— los hebreos deberían dejar tras ellos a sus hijos y sus ganados. Ignoro hasta qué punto esperaba obtener una respuesta afirmativa para su propuesta, pero lo cierto es que la contestación de Moisés fue tajantemente contraria a la misma. El hebreo respondió con una firmeza inquebrantable que irían con sus niños y con sus ancianos, con sus hijos y con sus hijas, con sus ovejas y con sus vacas, porque se trataba de una fiesta solemne de su dios. Nuestro señor montó en cólera al escuchar aquello. A gritos acusó a los hebreos de dolo y de doblez, de hipocresía y malicia. Si, inicialmente, sólo habían solicitado salir de la tierra de
Jemet
para hacer sacrificios, ¿a qué venía ahora incluir entre los peregrinos a los niños y a los rebaños? Tan irritado estaba que, ante los rostros horrorizados de sus funcionarios, ordenó que Moisés y Aarón fueran arrojados de su presencia.

Como era de temer, aquella acción no intimidó en absoluto a Moisés. Apenas se encontró, junto con su hermano, fuera del palacio, extendió su vara y entonces se puso a soplar un viento procedente de oriente. Cuando Ra comenzó a descender en
Meseket,
el viento seguía agitándose y así continuó durante toda la noche y, cuando Ra inició su ascenso a bordo de
Mandet,
el mismo viento trajo consigo la langosta. No pasó mucho tiempo antes de que Ajeprura Amenhotep convocara a Moisés y le rogara que elevara preces a su dios a fin de que aquellos animales desaparecieran de la tierra de
Jemet.
El hebreo actuó conforme a los deseos de nuestro señor. Abandonó su presencia, oró a su dios y entonces se levantó un viento occidental que arrojó aquella plaga al mar.

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