El Escriba del Faraón (24 page)

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Authors: César Vidal

Si el rostro de Itunema me había parecido el de alguien diez años mayor del que yo había conocido, debo confesar que sólo pude saber con seguridad quién era Ajeprura Amenhotep por las insignias de su rango. Aunque era más joven que yo, creo que nadie que no conociera su edad exacta se hubiera atrevido a decirlo. Sus espaldas estaban cargadas; su rostro, descompuesto y ojeroso; su piel, del color de la ceniza. Jamás creí que pudiera experimentar compasión por el aniquilador de Ykati, por el ejecutor personal de los reyes de Tijsi, por el testarudo déspota que había llevado a nuestra tierra a la ruina negándose a dejar salir a los hebreos. Sin embargo, al contemplarlo tan envejecido, fue precisamente ese sentimiento el que colmó mi corazón.

—Vuestro señor os ha convocado por una cuestión de extremada importancia —comenzó anunciando un chambelán en tono solemne.

Pero apenas le presté atención, ya que no podía dejar de pensar en el estado al que se había visto reducido el otrora altivo señor de la tierra de
Jemet.
Finalmente, un siervo desplegó sobre una amplia mesa un mapa del país y se nos hizo una señal para que nos acercáramos. Fue entonces cuando Ajeprura Amenhotep tomó la palabra.

—Todos vosotros estáis más o menos informados de que ayer noche los hebreos abandonaron nuestra tierra. No hacen al caso ahora los motivos ni las circunstancias de esa marcha. Lo auténticamente importante es que no podemos permitir que ese grupo de harapientos deje de servirnos impunemente.

Asustado por lo que acababa de oír, tragué saliva. ¿Qué estaba intentando decirnos el señor de la tierra de
Jemet?
¿Hacia dónde quería ir a parar?

—Aquí —dijo en tono imperioso mientras señalaba un lugar en el mapa con la punta de un puñal— se encuentran actualmente los hebreos. Según los informes de nuestras patrullas, ahora mismo están acampados delante de Pi-Heret, la casa de la diosa Heret. En otras palabras, carecen de defensa posible. ¿No es así, Sennu?

Impresionado por el mal aspecto de Ajeprura Amenhotep, no había reparado hasta entonces en que el general, que se había cubierto de fama y botín en la segunda campaña de nuestro señor, se encontraba también entre nosotros. Más delgado, conservaba el aspecto marcial que le caracterizaba e incluso el costurón que había recibido en la cara durante la batalla de Tijsi parecía resaltar su incomparable vigor. Con una sonrisa de seguridad, dio unos pasos hasta situarse muy cerca del señor de la tierra de
Jemet
y se inclinó levemente sobre el mapa.

—Aquí está el desierto —dijo mientras colocaba su índice izquierdo sobre el mapa—, y aquí está el mar —señaló con el índice derecho. Cuando estuvo seguro de que todos habíamos comprobado los dos puntos que señalaba, abrió las manos y las fue acercando hasta que las yemas de los dedos casi se tocaron—. Y aquí es donde atraparemos a los hebreos y acabaremos con ellos.

—Están clavados a la tierra, el desierto los ha encerrado —dijo en tono perentorio Ajeprura Amenhotep—. Sennu ha dispuesto una fuerza de seiscientos carros de combate que partirá en su persecución conmigo a la cabeza. Aunque no todos participaréis en la batalla, es mi deseo que todos estéis presentes para contar a las generaciones venideras cómo, en el día de hoy, el señor de la tierra de
Jemet
aplastó con su mano poderosa a una nación entera.

3

P
ero aquel día Ajeprura Amenhotep, señor de la tierra de
Jemet,
no consiguió alcanzar con sus carros las filas de los hebreos. Es cierto que logró localizarlos aún acampados junto al mar, al lado de Pi-Heret. Sin embargo, una niebla espesa, como si las mismas nubes hubieran descendido a tierra, nos separó de ellos e impidió que se pudiera realizar la carga exterminadora que tanto deseaba Sennu. Además, incluso aunque nos hubiéramos librado de la oscuridad, dudo mucho que hubiera logrado hacer maniobrar adecuadamente al ejército de
Jemet.
Un viento de oriente soplaba con tanta virulencia en contra nuestra que habría dificultado mucho, si es que no impedido totalmente, una carga llevada a cabo por los carros.

No creo que nadie pudiera dormir bien en nuestro campamento durante aquella noche. El deseo de derramar la sangre de los hebreos resultaba demasiado fuerte como para permitir que los corazones descansaran. En cuanto a mí se refiere, sólo acertaba a preguntarme lo que acontecería al día siguiente. Al final, sin embargo, caí sumido en el sueño. Fue la mano de Itunema la que, sacudiéndome, me despertó.

—Levántate, Nebi, el ejército se ha puesto en marcha.

—Pero si aún es de noche... ¿Han salido ya del campamento? —pregunté súbitamente despejado.

—No, pero lo harán de un momento a otro. Ese Moisés ha vuelto a sorprendernos. Sennu contaba con caer sobre ellos mientras aún estuvieran dormidos...

Sí, de eso estaba seguro. La especialidad del general era cebarse con poblaciones indefensas y sumidas en el sueño.

—... pero los hebreos madrugaron. Para remate, el viento oriental que comenzó a soplar esta noche parece haber secado el mar y da hasta la sensación de que las aguas están divididas...

—...y los hebreos están levantando el campo para cruzarlas y escapar de Sennu —le interrumpí.

Itunema asintió con la cabeza.

La niebla había desaparecido y la luna se mostraba brillante, pero calculé que no debía de faltar mucho para que saliera el sol. Nos dirigimos a una loma chata desde la que podía divisarse el campamento de los hebreos y el mar situado a sus espaldas. Ajeprura Amenhotep en persona había dado órdenes para que no se permitiera a ninguno de los escribas entrar en combate. De acuerdo con sus deseos, debían limitarse única y exclusivamente a observar la gran victoria que pensaba obtener con el ejército mandado por Sennu. Él mismo había decidido renunciar al placer de la persecución para sustituirlo por el de la contemplación panorámica de la carnicería y había tomado asiento a pocos pasos del lugar donde nos encontrábamos Itunema y yo.

—¡Intérprete! —gritó de pronto dirigiéndose a mí.

Me acerqué hasta el señor de la tierra de
Jemet
e, inmediatamente, realicé una inclinación.

—Hoy tendrás que estar especialmente despierto. Vas a encargarte de traducir para mí las declaraciones de los pocos prisioneros que hagamos y quiero saber lo que han sentido al ser alcanzados por nuestros carros, y al ver a sus embarazadas abiertas en canal y a sus niños degollados. Tengo un interés especial por saber qué han pensado al darse cuenta de que su dios no es nada frente a mi ejército —guardó silencio por un instante y después, mirándome fijamente a los ojos, añadió—. Sólo lamento no haber hecho esto antes, sólo siento haber escuchado a ese asqueroso hebreo y haber intentado ser razonable con él. Ahora mi espada está fuera de su vaina y no caerá al suelo como la tuya. En cuanto al cuerpo de ese Moisés, colgará de los muros de
Waset
dentro de unos días. ¡Puedes retirarte!

Obedeciendo las órdenes del señor de la tierra de
Jemet,
me encaminé a mi puesto, al lado de Itunema. Una vez allí, dirigí la vista hacia el mar. Los hebreos habían terminado prácticamente de cruzarlo, pero comprendí que el ejército de Sennu no tardaría en darles alcance. De hecho, los carros de vanguardia se hallaban ya a pocos pasos de nuestra orilla. Sentí que un sudor frío se deslizaba por mi espalda. Aquella matanza iba a reducir el horror de Ykati a las dimensiones de una pelea entre dos borrachos. Calculé que los carros de Sennu necesitarían apenas unos instantes para matar a toda la retaguardia enemiga una vez que hubieran establecido contacto con ella. Si algo podía retrasarlos mínimamente, sería el número de cadáveres que irían acumulándose a su paso...

Volví a mirar en dirección a los hebreos. Ya habían terminado de pasar el mar, pero aquello apenas le otorgaba una ventaja mínima. De hecho, Sennu ya había llegado hasta la mitad del lecho seco. Cerré los ojos decidido a no presenciar la carnicería...

—¡Señora y Madre! ¿Qué es esto? —escuché que decía con voz ahogada Itunema.

Instintivamente mis párpados se abrieron y volví a dirigir mi vista al mar. ¡Los carros de Sennu se habían detenido! Tuve la sensación de que las ruedas de algunos se habían desencajado y no podían seguir avanzando. Aquello sólo podría significar un breve respiro para Moisés y su gente. El sol estaba comenzando a salir y nuestros soldados, con mejor luz, podrían reparar la avería de los carros o, como mínimo, apartarlos del paso del resto del ejército. Aún estaba observando atentamente el lugar donde se había detenido Sennu cuando oí un murmullo de inquietud entre los escribas. Miré a mi izquierda y pude ver como el mismo Ajeprura Amenhotep se ponía en pie con el asombro pintado en el rostro. Algunos de los funcionarios señalaban con el brazo extendido mientras dos o tres habían caído de bruces. ¿Qué estaba sucediendo? Cuando intenté mirar hacia el punto que indicaban, la luz del amanecer me dio en los ojos impidiéndome ver con claridad. Moví la cabeza a un lado y a otro, caminé unos pasos y entonces...

Me froté los ojos para agudizar mi vista. No podía ser. No, aquello resultaba imposible. El mar se estaba volviendo con toda su fuerza sobre las tropas de
Jemet.
También éstas se habían percatado del desastre que las amenazaba y estaban iniciando ahora un repliegue no del todo ordenado con la intención de no ser anegadas. Sin duda, creían que, de llegar a la playa que acababan de abandonar, se pondrían a salvo. Distinguí a Sennu a lo lejos. Acababa de abandonar su carro e, inicialmente, intentó imponer la disciplina entre sus tropas. De repente, pareció ceder al pánico y, corriendo, comenzó a abrirse paso entre sus soldados a filo de espada. Seguramente en aquellos momentos el deseo de fama no era lo más importante que abrigaba su corazón. Los soldados corrían y se pisoteaban, se apretujaban y derribaban en medio de un caos indescriptible donde cada uno pretendía sólo sobrevivir. No lo consiguieron. Antes de que pudiéramos comprender totalmente lo que estaba sucediendo, las aguas cubrieron los carros y la caballería, y todo el ejército del señor de la tierra de
Jemet
que había entrado tras ellos en el mar. No quedó ni uno de ellos.

4

P
or increíble que parezca, Ajeprura Amenhotep hubiera debido estar agradecido al dios de Moisés por mantenerse en el trono. Estoy convencido de que si su primogénito y sucesor Uebensenu no hubiera muerto la noche en que los hebreos salieron de la tierra de
Jemet
y tan sólo un destacamento de caballería hubiera escapado de la catástrofe del mar, el señor de
Shemeu
y
Tamejeu
habría sido derribado por sus mismos cortesanos encabezados por los sacerdotes que —reconozcámoslo— fueron los primeros en sospechar la clase de peligro que representaba Moisés y en recomendar que se le dejara abandonar nuestro país acompañado por su pueblo. Pero no hay actualmente heredero posible ni tampoco ejército que pudiera imponer el orden. Si el señor de la tierra fuera derrocado, junto con él caería toda la nación. En semanas, los
aamu
volverían a sublevarse —y más después del comportamiento que tuvimos con ellos durante la segunda campaña—, y quizá reviviríamos los años amargos del dominio
hykso
. Por el bien de la tierra de
Jemet,
de sus templos y de sus palacios, pero también de sus campesinos y de sus niños, Ajeprura Amenhotep ha debido seguir gobernando.

La situación es tan grave que los mismos
heritep-a'a
del país han decidido aunar esfuerzos para evitar la desmembración. Han comprendido que si se produce, no serán ellos los que dominen como reyes en los
sepat
que ahora gobiernan en nombre de la
Per-a'a
y que, muy posiblemente, se verán barridos por elementos más radicales. También los habitantes actuales de la tierra de
Jemet
intuyen como ésta se tambalea al igual que un borracho y, precisamente por eso, cubrirán con un sudario de silencio los muertos de las últimas semanas. En cuanto a las generaciones que vendrán después de nosotros...

A las pocas horas de la catástrofe del mar, Ajeprura Amenhotep convocó a lo que podríamos denominar un tanto poéticamente los restos del naufragio. Los
heritep-a'a;
Ra, el sumo sacerdote de Amón, y otros sacerdotes importantes (entre ellos Hekanefer, al que hacía años que no veía, y que ha sustituido a Ptahmose en el gobierno del templo de la Madre y Señora); funcionarios de diverso pelaje y condición; escribas y yo mismo como asesor de asuntos hebreos, un cargo bastante carente de sentido, visto lo que había sucedido.

Se trataba de constituir una comisión encargada de redactar la «versión verdadera» de lo acontecido en los últimos tiempos en relación con los hebreos. De ella debería salir aquello que los estudiantes, los sacerdotes, los escribas y, en resumen, todo el pueblo tendrá que creer y que repetir a otros. Me incluyeron en ese consejo infame porque no deseaban que en el relato se deslizaran errores de bulto que permitieran distinguir fácilmente su falsedad. Sospecho también que pensaron cerrarnos así la boca a todos los que podríamos contar una historia diferente a la deseada. Desde luego, ¿quién se atrevería a desdecirse de aquello que escribió con pretensiones de ser fidedigno?

Realizar nuestro trabajo apenas nos ha llevado un mes y el resultado es aparentemente verosímil... especialmente para los que no vivieron nuestro enfrentamiento con los hebreos. No sé qué retoques finales se le añadirán, pero la versión en que he intervenido ya resulta bastante disparatada como para permitirse la modificación de muchos detalles. En ella se relata como nuestro bien amado señor, Ajeprura Amenhotep, concibió el deseo de contemplar a tos dioses, al igual que uno de sus predecesores en el trono había hecho; y como comunicó su deseo a uno de nuestros sabios. Éste le contestó que podría verlos si limpiaba la tierra de
Jemet
de leprosos y otras personas contaminadas como los hebreos. Complacido por la respuesta, nuestro señor reunió a todos los que había en Egipto cuyos cuerpos sufrían la enfermedad y los deportó a las canteras del este del
Hep-Ur
para que trabajaran allí separados del resto del pueblo. Entre ellos, se encontraban algunos príncipes dotados de educación, pero tocados por la lepra. Cuando los hombres de las canteras habían sufrido maltratos durante un tiempo considerable (una media concesión a la verdad que he conseguido introducir en el relato), suplicaron a nuestro señor que les concediera como morada y refugio una de las ciudades abandonadas por los
hyksos,
y éste así lo hizo. Al ocupar la ciudad y utilizarla como centro para su rebelión, nombraron como su caudillo a uno de los sacerdotes de
Iunu
llamado Osarsef. Éste, al unirse a esta gente, cambió su nombre y fue llamado Moisés. Lo primero que hizo fue promulgar una ley en el sentido de que no deberían adorar a los dioses ni privarse de ninguno de los animales considerados como especialmente sagrados en Egipto. Después les ordenó que con sus manos repararan los muros de la ciudad y se prepararan para la guerra contra Ajeprura Amenhotep, a la vez que buscaba una alianza con los
aamu.
Cuando Ajeprura Amenhotep supo de la invasión que se avecinaba, cruzó el
Hep-Ur
con trescientos mil de los guerreros más bravos de la tierra de
Jemet
y se enfrentó con el enemigo, expulsándolo definitivamente y causándole innumerables bajas.

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