Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
Guardó silencio y comenzó a cruzar la habitación de arriba abajo mientras se retorcía las manos.
—Eres mi mejor alumno. Quizá el mejor que he tenido nunca, pero ahora... ese hombre ha destrozado muchas de tus posibilidades de progresar, a menos que... no, no, no es posible.
Se detuvo en medio de la habitación y me miró fijamente a los ojos.
—Nebi, de lo que acordemos esta noche dependerá futuro.
N
ufer tomó asiento enfrente de mí y volvió a mirarme directamente a los ojos.
—Nebi, todo lo que te ha dicho Tjenur es completamente cierto.
Al escuchar aquello no fui capaz de soportarlo. Sin poder controlarme, rompí a llorar. Se trataba de un llanto desconsolado, solitario, como el de la persona que se ve abandonada y perdida por sus seres más queridos, y que teme perder toda razón para seguir viviendo. Cuando era todavía un niño había entrado en el templo. Era allí donde me habían educado y alimentado, donde había trabajado y aprendido y ahora dos personas, tan distintas entre sí, me decían que, en realidad, el santuario era una pequeña
Per-a'a
que sometía y explotaba a sus súbditos mediante la mentira y el miedo. Ignoro el tiempo que estuve sollozando. Sólo sé que Nufer posó su mano sobre mi hombro y se mantuvo en silencio hasta que me tranquilicé un poco.
—Todo es verdad, pero no de la manera que Tjenur lo cuenta.
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y esperé las explicaciones de Nufer.
—Jemet
es una tierra privilegiada. Los dioses la escogieron como morada y sólo si el orden prevalece en ella puede esperarse que el caos no sumerja este mundo. El
Hep-Ur
discurre con orden. En la estación de
ajet,
asistimos a su inundación que fertiliza nuestros campos. En la de
peret,
sembramos a la espera de recoger la cosecha en la de
shemu.
El mismo Ra está sometido a ese orden. Desciende en
Meseket y
sube en
Mandet
un día tras otro, y si dejara de hacerlo todo sería caos y aniquilación. Lo mismo sucede con el territorio gobernado por la
Per-a'a.
Los campesinos han de trabajar para sostener al señor de
Shemeu y Tamejeu,
que gobierna con sabiduría y equidad; a los hombres que componen las tropas que defienden nuestras fronteras contra los
aamu
o la gente de
Wawat y
también a nosotros, que propiciamos a los dioses evitando que una catástrofe aniquile por completo a la única nación donde el derecho y la justicia imperan, donde el mundo de arriba se une con el mundo de aquí abajo.
Mi maestro realizó una pausa y adoptó un tono de voz más íntimo, más confiado, casi igual al que, años atrás, había adoptado mi padre la noche antes de despedirse de mí.
—Sé que, a veces, los dioses actúan de manera inexplicable. No es que sea injusta, sino simplemente difícil de comprender. Por pecados encubiertos, por infidelidad de nuestra parte, las calamidades se abaten sobre
Jemet
y el peso del desastre parece a punto de derribar todo el edificio. En momentos así, Nebi, proteger el orden se convierte en nuestra prioridad más importante. Los campesinos pasan hambre y eso resulta terrible. No podemos negarlo. Sin embargo, si cediéramos a sus peticiones, si permitiéramos que la
Per-a'a
y los demás poderes que rigen la tierra de
Jemet
vieran corroídos sus cimientos, pronto no sólo serían ellos, sino todo el país el que se arrastraría en busca de un pedazo de pan con el que subsistir un día más. Nuestros ejércitos se alzarían en armas al no tener con qué vivir, y nuestros enemigos invadirían este sagrado suelo arrasando todo a su paso como ya sucedió antaño.
Bebía cada una de sus palabras. ¿Sería verdad lo que estaba diciendo? ¿Realmente esa pobre gente tenía que sacrificarse por otros simplemente para que toda la tierra de
Jemet
no se precipitara en un sumidero de horrores?
—Nuestra historia se reduce a una triste consecución de períodos de esplendor y de catástrofe. Cuando somos fuertes, poderosos, temibles, todos nuestros enemigos nos respetan, nuestro pueblo no carece de pan y en las calles reina alegría. Sin embargo, cuando el centro del país no consigue imponer su control a los distintos
sepat y
los impuestos no afluyen regularmente a la
Per-a'a
y a los templos, todo se disloca. Así pasó con Neferkara Pepy hace ochocientos años y también cuando la
Per-a'a
no pudo resistir a los
hyksos.
El imperio altivo quedó convertido en miserable vasallo.
Nufer descansó por un instante. Le conocía lo suficiente como para saber que hasta esos momentos sólo había ido esbozando, pese a su tono crecientemente amistoso, una introducción al problema y que ahora entraría en el meollo del asunto.
—Tjenur tiene sus razones para estar dolido. Yo mismo perdí a toda mi familia hace tiempo. Uno de mis hermanos cayó combatiendo a las órdenes de Menjeperra Tutmosis, otro fue víctima de la enfermedad y fue al
ka
aún muy joven. Sé lo que se sufre en esas situaciones, pero nunca osé culpar de ello a los dioses. Uno tuvo una muerte gloriosa; el otro, seguramente, vio acortados sus días de padecimientos en este mundo. Lo que hacemos con los campesinos es doloroso, pero inevitable, igual que cuando cortamos un absceso o quemamos una herida para evitar que se infecte. Sin embargo, mi corazón siente que tú no podrás llevar a cabo ese trabajo...
Di un respingo al escuchar aquellas palabras. ¿Qué se proponía Nufer ahora?
—Eres un joven sensible. Como Amenmose dice, tienes un talento especial. Si te obligáramos a entrar en esos fraudes... ejem, quiero decir en esas acciones, no podrías soportarlo. Quizá la tristeza iría penetrando en tu corazón y al final, sólo encontrarías el consuelo en la bebida, como le pasa a Tjenur desde hace años. Tu sitio no está en el sacerdocio porque ya no eres lo suficientemente ingenuo como para permanecer en él con la inocencia que tenías hasta esta noche, ni tampoco estás lo bastante curtido como para aceptar que el mantenimiento del orden en la tierra de
Jemet
exige a veces sobreponerse a los propios impulsos del corazón.
Volvió a guardar silencio. De repente puso sus manos sobre mis hombros y apretó con fuerza, como si deseara que sus palabras entraran en mis oídos con la presión de las yemas de sus dedos.
—Nadie debe saber lo que ha sucedido esta noche. ¿Me oyes? ¡Nadie! Tjenur guardará silencio, por la cuenta que le tiene, y yo no diré palabra. En cuanto a ti, saldrás para la
Per-a'a.
Uno de mis sobrinos presta allí sus servicios como escriba. Fue una especie de recompensa por la muerte de su padre. Le escribiré y te encontrará un destino. Conoces varias lenguas y nunca falta lugar para un intérprete en la
Per-a'a
o, a una mala, en las tropas. Hay que tratar con prisioneros, con poblaciones sometidas... No es un trabajo tan reposado como éste, pero conocerás otros lugares y otros pueblos.
No supe qué decir al escuchar aquellas palabras. Todo resultaba tan apresurado, tan rápido, tan inesperado que las sensaciones se agolpaban en mi corazón sin que pudiera reflexionar con claridad.
—No debes preocuparte por Ptahmose ni por los demás sacerdotes. Les diremos... les diremos que tuviste una visión de la diosa, sí, eso es, una revelación de la Madre y Señora. Si se le aparece a tanta gente, no sé por qué no debía sucederte a ti lo mismo.
—Pero eso sería una blasfemia —objeté atemorizado.
—No. Sería la verdad —respondió Nufer—. ¿Quién podría negar que todas estas cosas, una tras otra, son precisamente una revelación de la diosa para que cambies de lugar de residencia? ¿No te parece demasiada casualidad que Tjenur viniera a contarte todo, que yo lo escuchara, que tenga la posibilidad de enviarte al lado de mi sobrino? Nebi, debes aprender a leer los gestos de los dioses en medio de las bajas acciones de los seres humanos. Creo que tu destino está fuera de este lugar y creo también que alguien muy superior a los hombres te impulsa hacia él.
No discutí con Nufer. Seguramente tenía razón. Los argumentos que me había dado aparentaban ser sólidos y consistentes. Por otro lado, no veía maldad en su corazón y siempre me había tratado como lo haría un padre con su hijo más querido. Durante años me había educado enseñándome la historia de las divinidades y las dificultades anejas a lenguas extrañas habladas por pueblos bárbaros e ignorantes, pero no carentes de importancia para el bienestar de
Jemet.
¿Qué podía sucederme de malo si seguía sus consejos? Por un instante sentí el temor de abandonar el único mundo que había conocido en profundidad, aquellas paredes entrañables, aquellos pasillos transitados en infinidad de ocasiones, aquel santuario que tantas veces había limpiado y atendido, aquella imagen ante la que había derramado mi corazón vez tras vez. ¿Volvería a ver a Nufer o a Amenmose, mi primer maestro? Seguramente no. Pero tampoco el agua del
Hep-Ur
vuelve jamás al lugar del que partió, sino que sigue adelante hasta desaguar en el
Wad-wer.
En aquel momento tomé mi decisión. Obedecería las sugerencias de mi maestro Nufer.
AL SERVICIO DE LA
PER-A'A
N
o tardé muchos días en abandonar el templo. Ptahmose no puso ninguna objeción a mi marcha. Nufer habló directamente con él, pero, en realidad, ignoro qué le contó. Sólo sé que no me pidió explicaciones ni intentó corroborar conmigo nada de lo que mi maestro hubiera podido referirle. Se limitó a recomendarme que rezara diariamente a la Madre y que nunca olvidara las enseñanzas recibidas. Salvo cuando me designó para llevar la imagen de Isis, siempre había sido frío y distante conmigo y no cambió de actitud ahora.
Mis maestros se comportaron de manera bien distinta. Amenmose —llorando como un chiquillo— había querido entregarme los primeros garabatos que yo había trazado muchos años atrás. No se lo permití y sé que el hombre fue feliz cuando le dije que me sentía muy orgulloso y agradecido de que él los hubiera conservado. Nufer quería regalarme alguno de sus libros más preciados, pero tampoco se lo consentí. Yo sabía que separarle de ellos le hubiera dolido como si le amputara un miembro. Insistió entonces en entregarme un
anj,
el nudo de Isis, nuestra Madre y Señora, y yo lo acepté de buena gana e incluso le permití que me lo colgara del cuello. Según me dijo, aquella señal me protegería y haría que la Madre no se olvidara nunca de mí.
De los demás sacerdotes me despedí brevemente. Medra y Raner, los que habían transportado conmigo la imagen de la Madre el día del juicio, me dijeron que era una lástima que abandonara el templo después de ser objeto de tantas bendiciones de la diosa. Sentí en mi corazón que eran sinceros. Sin duda, no estaban al corriente de lo que Tjenur me había revelado aquella noche y, en cualquier caso, no cabe duda de que gente de ese tipo resultaba indispensable en los numerosísimos templos que cubrían la tierra de
Jemet.
El viaje hasta la
Per-a'a
abrió ante mí todo un mundo de sensaciones. Al principio mis oídos no se acostumbraban al bullicio variopinto de las distintas poblaciones que cruzaba. El ruido estridente de aguadores y verduleros voceando su mercancía, el mugido lastimero de las vacas o los regateos airados en los zocos llegaron a causarme más de una vez una sensación cercana al mareo. Eran demasiadas luces, demasiados sonidos, demasiados movimientos para alguien que había vivido año tras año protegido por los plácidos muros de un templo. Sin embargo, con el paso de los días, comencé a habituarme a los mil y un rumores de la tierra de
Jemet, y
cuando quise darme cuenta, estaba ya ante la
Per-a'a.
No me costó ninguna dificultad dar con el sobrino de Nufer. Se llamaba Paser y era un mocetón alto y robusto, más cercano al aspecto de un militar (como lo había sido su padre) que al de un escriba. No tardó en encontrarme una habitación donde alojarme provisionalmente y me prometió que hablaría con su superior para ver la posibilidad de proporcionarme una ocupación. Apenas habían pasado dos días cuando acudió a verme y me dijo que su jefe, Sobejotep, estaba dispuesto a recibirme y que sería interesante que fuera pensando en entregarle algún regalo para disponer su corazón en favor mío.
Supuestamente el soborno está erradicado totalmente del gobierno de la
Per-a'a
sobre la tierra de
Jemet.
En la práctica, cualquiera que se haya acercado a uno de los departamentos de nuestra administración sabe que presentarse sin un regalo resulta, como mínimo, una ingenuidad. No es que el presente vaya a decidir el resultado final —eso es cierto—, es que sin aquél ni siquiera escucharán. Se considera una tremenda descortesía el acudir a alguien en situación de superioridad sin antes demostrar que se acepta la misma y que esa aceptación se traduce en un obsequio.
Los efectos que esto tiene en áreas como la administración de justicia son especialmente repulsivos, pero sinceramente nadie quiere evitarlos. Recuerdo que hace unos años un funcionario tuvo el descaro —o la ignorancia— de afirmar ante el señor de la tierra de
Jemet
que si llegaban tan pocos juicios en apelación ante él se debía a la justicia envidiable que se impartía en los tribunales inferiores. El señor de
Shemeu
y
Tamejeu
estaba tan convencido de la veracidad de aquella afirmación adulatoria que la creyó a pies juntillas o quizá la quiso creer. La verdad es que si pocos juicios llegan hasta él es porque apelar implica tal grado de gastos en regalos, viajes, comidas y alojamientos que muy pocos se lo pueden permitir. Pero no es eso a lo que yo me estaba refiriendo.
Había que regalar algo a Sobejotep y, lisa y llanamente, ni poseía nada ni contaba con los medios para comprarlo. Paser, el sobrino de Nufer, era un buen muchacho y se percató de mi estado. Otro seguramente lo hubiera lamentado con cortesía y hubiera dirigido la vista hacia otro lado, pero no fue su caso. Me ofreció prestarme una cantidad —no muy elevada, eso sí— bajo promesa de que se la devolvería después de cobrar mi primer trabajo. Habría deseado rechazar el ofrecimiento pero, francamente, no se hallaba dentro de mis posibilidades. Con el dinero y su asesoramiento recorrimos el zoco en busca de algo aceptable. También en esas callejuelas Paser me fue de enorme utilidad. Yo no sabía nada sobre el regateo y apenas sobre el valor de la moneda, pero él dominaba ese arte, conocía a los mercaderes y, sobre todo, conocía los gustos de su jefe. Al final, conseguimos algo económico, pero de aspecto hermoso, conforme a los gustos de Sobejotep.