Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
A la mañana siguiente, cuando salíamos de aderezar la estatua de la diosa, pude ver como los dos recaudadores y los soldados, tres o cuatro, que los acompañaban abandonaban el templo para dirigirse a las aldeas cercanas. Durante el resto del día no volví a acordarme de nada de lo acontecido en las últimas horas. La rutina del servicio estaba calculada de tal manera que todo se ejecutara correctamente y sin dejar mucho tiempo libre, de modo que no resultaba fácil perderse en pensamientos ociosos. Pero cuando Ra estaba en lo más alto del cielo, pudimos oír unas voces que gritaban pidiendo auxilio al otro lado de los muros del templo. Algunos de los sacerdotes se precipitaron en dirección a los chillidos para ver de qué se trataba, e inmediatamente uno de ellos corrió en busca de Ptahmose. Cuando unos instantes después éste regresó con la orden de que se franqueara la entrada a los que así lo rogaban, pude ver que se trataba de los recaudadores de impuestos y de sus acompañantes. Venían maltrechos y sucios. Uno de ellos había perdido su peluca y al otro le faltaba una de las sandalias. En cuanto a los soldados, miraban recelosos a un lado y otro como si se temieran un ataque por sorpresa similar al que, presuntamente, acababan de padecer.
Cuando Ptahmose apareció en el patio, los dos recaudadores se echaron a sus pies gimoteando y haciendo aspavientos, quejándose e interrumpiéndose entre sí.
—Ah, mi señor, mi señor... nos han apedreado, nos han arrojado estiércol, ¿por qué, mi señor, por qué?
—Sólo cumplíamos órdenes de nuestro señor. Sólo pedíamos lo estipulado, ni un grano de trigo más.
—Yo he perdido mi peluca en la huida. La compré en Tebas a un mercader adinerado. Era excepcional, sin igual, ¿qué les había hecho mi peluca a esos malditos?
—Yo voy descalzo... ¿es digno de un representante del señor de la tierra de
Jemet
ir descalzo?
No pudieron quejarse mucho más. Ptahmose los hizo callar y ordenó que les dieran agua para lavarse y alguna ropa en lo que volvían a adecentar la que llevaban puesta.
Sin mucha dificultad, pude enterarme de lo que había sucedido. Los recaudadores habían intentado, conforme a las órdenes recibidas, cobrar lo que los campesinos debían a la
Per-a'a,
pero su sola aparición en una de las aldeas bastó para provocar una reacción que cada vez resultó más desfavorable. Intentaron llegar a razones con el alcalde, y éste en verdad se encontraba dispuesto a colaborar con ellos, pero, de repente, una mujer del pueblo comenzó a increparlos con groserías y voces estentóreas. Al parecer, su hijito recién nacido había muerto unos días antes porque a ella se le había secado la leche a causa del hambre. El terrible dolor de la pérdida y, seguramente, la necesidad de responsabilizar a alguien de ella la llevaron a descargar su ira sobre los funcionarios. Pese a todo, posiblemente el engorro se hubiera solucionado con unos cuantos bastonazos propinados a la infeliz, de no ser porque su cólera comenzó a contagiarse a otros campesinos allí presentes y pronto casi todo el pueblo estaba vociferando en contra de los recaudadores y del alcalde. Cuando quisieron darse cuenta, empezaron a llover las boñigas de ganado y las piedras, y en medio de esa apresurada huida extraviaron los forasteros la peluca, la sandalia, y suerte tuvieron de no perder algún miembro o incluso la vida.
Se trataba de un episodio lamentable, pero pensé que aquello no tenía por qué afectarnos a nosotros. Yo había contemplado la devoción del pueblo cuando sacamos en procesión a la Madre y Señora y me parecía inconcebible que ahora pudieran volverse en contra nuestra simplemente porque habían tenido un incidente con gente a las órdenes de la
Per-a'a.
Pero me equivocaba. Apenas Ra había comenzado su viaje en
Meseket,
cuando pudimos escuchar el estruendo causado por una turba que se iba acercando al templo. Por el rostro de inquietud de algunos sacerdotes pude colegir que se trataba de algo muy preocupante, aunque a decir verdad no acertaba a comprender del todo el porqué.
No pasó mucho tiempo antes de que Ptahmose hiciera acto de presencia. Acudía ataviado de manera especial, como en el día de la procesión, con una piel de leopardo sobre los hombros y un collar de oro macizo en torno a su broncíneo cuello. Aunque intentaba aparentar su calma habitual, pude ver que en sus ojos bordeados por pintura negra se dibujaba una cólera mal reprimida. Con un gesto, ordenó que abrieran las pesadas puertas del templo y se dispuso a salir al encuentro de la encolerizada multitud.
Una vez fuera, se produjo un silencio sepulcral. Alto, enjuto, de mirada penetrante, no podía sino impresionar a aquellos campesinos incultos. Ya era casi noche cerrada, por otro lado, y la luz de las teas encendidas por los lugareños y por algunos sacerdotes contribuía a dar mayor solemnidad al encuentro. Por un momento pensé que se dispersarían todos y que a eso se reduciría todo el episodio. Es posible que así hubiera acontecido, de no ser por algo que alteró el desarrollo de las circunstancias. Ptahmose no esperó a que la muchedumbre expresara sus deseos. Directamente, de manera seca y tajante, declaró lo que podían esperar de él.
—Esta acción se asemeja demasiado a un motín. Sé por qué estáis aquí, pero no penséis que voy a entregaros a esos hombres. En primer lugar, porque sólo cumplían con su deber al rogaros que contribuyerais al esfuerzo de sostenimiento de la
Per-a'a,
que mantiene el mundo en orden frente al caos. En segundo lugar, porque la diosa, vuestra Madre y Señora, les ha concedido asilo y ese asilo es sacrosanto. Volved a vuestras casas ahora y...
—¡Tenemos hambre! ¡Queremos dar de comer a nuestros hijos! —gritaron varias voces desesperadas interrumpiendo a Ptahmose.
El sacerdote fingió que no las había oído e intentó continuar su perorata.
—Mañana, cuando Ra suba a los cielos en
Mandet,
recibiré a una representación vuestra, al alcalde y a dos más, y discutiremos todo esto...
—Perro ladrón, tú eres tan culpable como ellos. Te escondes tras las faldas de la diosa para chuparnos también la sangre —se oyó de repente.
Esta vez Ptahmose sí calló. Se trataba de un insulto grave contra él, contra el templo y contra la diosa. Por un momento, me temí lo peor. ¿Serían capaces de atacarle? ¿Osarían violar lo sagrado de su persona? ¿Realmente era aquella la gente que apenas unos días antes había buscado la protección de la diosa con lágrimas y plegarias?
Ptahmose había vuelto el rostro hacia el lugar de donde procediera la voz. Su gesto duro, su nariz aquilina, su perfil cincelado me hicieron pensar por un momento en Horus, el dios en forma de halcón. La comparación no era tan descabellada como podía parecer a primera vista. También él era un hijo de la Madre, y daba la impresión de sentirse profundamente ofendido por lo que acababa de escuchar. Caminó dos pasos en la dirección de donde habían surgido los insultos y, de manera inesperada, levantó en alto el bastón que llevaba en la mano.
—Mirad, hijos necios y desobedientes, fijad vuestros ojos y no olvidéis —dijo mientras paseaba su vista por la multitud.
Y entonces sucedió lo inesperado. A la vista de todos, el cayado de Ptahmose cambió de color y de forma. Lo que antes resultaba opaco pasó a ser brillante, lo que carecía de tonalidad comenzó a manifestar color, lo que era un pedazo de madera se transformó en un palpitante reptil. ¡El sacerdote había convertido su vara en una serpiente!
N
i los más recalcitrantes revoltosos se hubieran atrevido a resistirse frente a la manifestación de poder espiritual realizada por Ptahmose. Convertir un trozo de madera inanimada en un ser vivo era algo que sólo podía realizar una persona respaldada por la propia divinidad. Tal era el caso precisamente del hombre al que habían ultrajado pronunciando palabras injuriosas o simplemente permitiendo de manera pasiva que las mismas fueran proferidas. Pero el prodigio fue suficiente para que mudaran de opinión. Como golpeados por una fuerza invisible y superior, comenzaron a caer de rodillas y a gimotear, a gritar y a lanzar polvo sobre sus cabezas. Poco podía dudarse de que sus corazones rebosaban temor por las consecuencias de su blasfema acción.
El sacerdote no quiso seguir más tiempo con ellos. Quizá le repugnaba aquel espectáculo que, en el fondo, sólo ponía de manifiesto lo mudable de la condición humana. Lo cierto, sin embargo, es que no permitió que ninguna emoción aflorara en su rostro. Mientras los veía arrastrarse a sus pies, se limitó a pronunciar en voz alta y clara las palabras que resumían la voluntad de la Madre y Señora:
—Vuestra Madre ha hablado esta noche. Dentro de dos días pronunciará su juicio en esta misma explanada. Cuidad de no atraeros su ira.
A la vez que Ptahmose entraba de nuevo en el templo, algunos sacerdotes comenzaron a decir a la gente que se marchara a sus casas. En algún caso, incluso se atrevieron a propinar un empujón a algún componente de la turba, quizá resentidos por el miedo experimentado tan sólo hacía unos instantes. Sin embargo, nadie se atrevió a quejarse de aquellas manifestaciones de brusquedad.
Yo mismo me encontraba anonadado por lo que había visto y no acertaba a regresar al interior del templo. No es que no lo deseara. Era simplemente que algo superior a mí parecía haberme clavado los pies al suelo. Fue entonces cuando un sacerdote se me acercó y, sacudiéndome, me devolvió a la realidad. Se trataba de Hekanefer, el ayudante directo de Ptahmose. Le había visto en infinidad de ocasiones, pero no recordaba que alguna vez me hubiera dirigido la palabra y muchos menos que se hubiera dignado tocarme.
—El sacerdote Ptahmose desea hablar contigo. Reúnete con él inmediatamente en la salita que hay detrás de la cámara del tesoro.
Sin poder articular palabra, y como si terminara de despertar de un sueño, me encaminé con paso trémulo al lugar que se me había señalado. La habitación estaba llena de una espesa oscuridad sólo cortada por el resplandor que surgía de la pálida y débil llamita de una ovalada lámpara de aceite. Ptahmose se encontraba sentado con los codos apoyados en la mesa y ocultando su rostro entre las manos. Daba la impresión de estar muy cansado. Hubiérase dicho que toda la fuerza había abandonado su corazón y que ahora apenas pervivía el más mínimo hálito en su ser. No me atreví a anunciar mi llegada. Permanecí callado unos instantes hasta que el sacerdote levantó la cabeza y se percató de mi presencia.
—Ah, Nebi, ya estás aquí. Siéntate, hijo, siéntate.
Me señaló un minúsculo taburete que reposaba enfrente de la mesa y tomé asiento con el mayor recogimiento del que fui capaz.
—Nebi, hacía tiempo que deseaba hablar a solas contigo. Ya han pasado años desde que Amenmose comenzó a contarme maravillas sobre ti y tu inteligencia. De hecho, él fue quien me convenció para que te sacáramos del grupo de los estudiantes de tu edad y te proporcionáramos la educación de un futuro sacerdote. Un buen hombre Amenmose... Al parecer escribes muy bien y aprendes con facilidad a expresarte en otras lenguas... Esto está pero que muy bien. Nufer me ha informado asimismo de que eres un joven voluntarioso y obediente, muy devoto de la Madre. ¿Es eso verdad?
Asentí con la cabeza sin despegar los labios. Ciertamente, toda mi vida giraba en torno a Isis, nuestra Madre y Señora.
—Bien, hijo, bien. Esta última razón es la que me ha llevado a llamarte en estos momentos. Pasado mañana tendrá lugar el juicio de Isis sobre cuyo ritual te supongo enterado.
Volví a inclinar la cabeza en señal de afirmación. Nunca había tenido ocasión de verlo, pero Nufer me había informado sobre el mismo en un par de ocasiones. Por privilegio especial de la
Per-a'a,
existían pleitos que no eran conocidos por los tribunales ordinarios de justicia, sino que estaban sometidos a la jurisdicción de los dioses. En su totalidad, se ocupaba de casos que enfrentaban al templo con gente ajena al mismo. Por regla general, se trataba de campesinos que se negaban a reconocer los límites de los campos después de la crecida o que protestaban por las subidas de impuestos anuales. Cuando se producía semejante colisión de intereses, el dios —en nuestro caso la diosa—, tras escuchar a ambas partes, decidía quién tenía razón. Los litigantes perdedores se veían entonces obligados a aceptar las pretensiones de los que habían ganado. Por supuesto, a nadie se le ocurría discutir el oráculo de la divinidad y mucho menos sugerir la posibilidad de una apelación.
—Nebi, lo que voy a decirte es muy importante.
Extremé aún más mi atención al escuchar aquellas palabras y el tono solemne en que habían sido pronunciadas.
—Deseo que tú seas uno de los porteadores de la Madre y Señora.
Me sentí en ese instante como alcanzado por algo superior. Abrí un par de veces la boca para expresar mis sentimientos, pero no logré emitir ningún sonido articulado.
—Es cierto que aún no eres un sacerdote, pero lo serás muy pronto y una persona de tu talento debe irse familiarizando ya con este tipo de ceremonias.
Me arrojé a sus pies conmovido por el privilegio que se me otorgaba. ¿Quién era yo para que se me permitiera semejante dicha? Si mi familia hubiera tenido la sangre de
Per-a'a
o, al menos, hubiera pertenecido a una estirpe de sacerdotes, todo hubiera estado justificado, hubiera resultado lógico y natural... Pero así sólo podía sentir el abrumador peso de lo inmerecido.
—Está bien, está bien —dijo Ptahmose—, la diosa se siente complacida con tu humildad. Mañana no realizarás tarea alguna, sino que te prepararás durante todo el día para tu misión. Esta noche no dormirás en tu cuarto. Deberás retirarte a otro aposento, y nada más sentir que la luz de Ra penetra por la ventana, saltarás del lecho y recitarás salmodias a Isis. Ayunarás durante todo el día y por la tarde serás purificado. Uno de los sacerdotes te acompañará.
Al terminar de hablar, Ptahmose tiró de un cordón que había en la pared y esperó unos instantes. De repente escuché la voz de un sacerdote a mis espaldas.
—Mi señor, heme aquí.
—Tjenur, acompaña al joven Nebi a la sala destinada a la preparación de las purificaciones —ordenó Ptahmose sin molestarse en mirar al recién llegado.
—Ven conmigo —me dijo el sacerdote.
Tras realizar una inclinación de cabeza, salí de la habitación y comencé a seguirlo por los corredores. Mientras caminaba en medio de la penumbra me preguntaba cómo aquel hombre, pese a la acción blasfema que, tiempo atrás, había cometido contra la Madre y Señora, podía aún continuar al servicio del templo. Recordé los comentarios —o más bien la ausencia de los mismos— de Nufer y Amenmose y procuré centrarme más bien en lo que me esperaba en las próximas horas. Finalmente llegamos al aposento y Tjenur se despidió de mí.