Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
E
l viaje duró varios días. Cuando Ra descendía en
Meseket,
bajábamos del barco para dormir en tierra y antes de que el dios ascendiera a los cielos a bordo de
Mandet,
iniciábamos otra singladura aprovechando las horas en que el calor aún no se convertía en agobiante. Por fin, un día, la silueta de la
Per-anj
se dibujó sobre el cielo y supe que, posiblemente, aquélla sería la última noche que pasaría en mucho tiempo con mi padre. Apenas habíamos hablado desde el día en que me señaló la miseria que caracterizaba la existencia de campesinos y hortelanos, y, de manera instintiva, fui yo el que intentó entablar conversación. Habíamos terminado la frugal cena y mi padre se había levantado distanciándose un poco del resto del grupo. Puesto que podía tratarse de que hubiera ido a
cubrir sus pies,
lo más prudente y correcto habría sido esperar a su regreso, pero no lo hice. Al escuchar mis pisadas, se volvió y, sonriendo, me tendió la mano para que se la cogiera.
—He visto muchas palizas —comenzó a decirme con cierta tristeza—, y a las personas a las que obligan a trabajar... ¡Dedícate a los libros! Para gente como nosotros, que no formamos parte de la
Per-a'a,
no hay nada mejor. Adentrarse en los textos escritos es como subir a un barco que se desliza sobre el agua. Ahora no puedes entenderlo todo, pero debes saber que un escriba, en cualquier puesto de la ciudad, no experimentará sufrimientos. Se ocupa de las necesidades de otros, y, precisamente por ello, no carece de recompensas. Todavía eres un crío, pero pronto podrás ver cómo te saludarán y te asignarán tareas inmediatamente. Nunca tendrás que usar un delantal de jornalero.
Me sentí un poco desilusionado al comprobar que mi padre comenzaba a dispararme lo que sólo me parecía una repetición del discurso de unos días atrás. Incluso pensé en soltarme de su mano y regresar con el grupo para dormir, pero fue entonces cuando dijo algo que nunca antes le había escuchado.
—Mira, Nebi, hijo mío, si he estado viajando contigo hasta la
Per-anj... —
se detuvo como si le costara pronunciar las palabras que a continuación salieron de sus labios— ha sido porque te quiero. Tu madre y yo hubiéramos deseado que te quedaras con nosotros... Nos hubiera gustado verte crecer y convertirte en un hombre... No será así, pero no nos importa porque cada día pasado en la
Per-anj
redundará en tu beneficio. De allí saldrás transformado en un hombre sin amo. Sin haber tenido apenas que esforzarte, serás libre.
Yo, que he tardado tanto en estar cerca de los no sometidos a servidumbre, sé ahora que mi padre se equivocaba. Simplemente, había dejado que su corazón cayera en el lazo de pensar que una posición superior equivale a un estado de libertad. En realidad, se trata sólo de una servidumbre distinta. Él no lo sabía y aquella ignorancia le llevaba a concebir esperanzas y anhelos de futura felicidad aunque no fuera él sino yo el destinado a recibir los beneficios de la condición de escriba y ver realizadas sus ilusiones. Sin saberlo, era presa del espejismo que arrastra a tantos hombres, el de ser dichosos porque ignoran la felicidad y el de creer que lo recibido por los hijos es una compensación por aquello de lo que carecieron.
En aquellos momentos, conmovido por la sinceridad de mi padre, lo abrumé con preguntas, abrí mi corazón para que salieran todas las inquietudes que se habían ido almacenando en su interior en los días anteriores.
—Pero, padre, todavía soy un niño. No sé lo que tengo que hacer. ¿Podré volver a veros a mi madre y a ti? ¿Quién va a cuidar de mí?
Al escuchar mis palabras, el rostro de mi padre perdió el gesto suave que sólo unos momentos antes se había dibujado en él y se cubrió con un velo de dureza. Entonces pensé que se sentía incómodo, irritado incluso, al escucharme. Ahora sé que, posiblemente, sólo deseaba evitar que sus sentimientos lo vencieran y que la esperanza de mi futuro fuera desplazada por el dolor de dejar de verme.
—No debes temer nada, Nebi —cortó de manera tajante—. Eres un muchacho inteligente y además la
Renenet
de un escriba está sobre su hombro desde el día de su nacimiento. Si eres prudente, sólo puedes esperar lo mejor de esta vida...
Por unos instantes, cerró los labios y dejó que la cabeza descendiera levemente sobre su pecho. Luego volvió a alzar la frente, respiró hondo y, sin dirigir su mirada a mis ojos, siguió hablando:
—Estando en la
Per-anj,
vas a tener que vivir con muchachos de tu edad. La convivencia no siempre será fácil. Por eso, si estalla una disputa, no se te ocurra acercarte a los que discuten. Si te lanzan un reproche y no sabes cómo contestar calmando a la persona que lo ha proferido, búscate testigos entre los que te escuchan pero, sobre todo, no respondas con apresuramiento.
Asentí con la cabeza más por complacer y tranquilizar a mi padre que porque entendiera cabalmente lo que acababa de decirme.
—También te encontrarás con gente mucho más importante que tú... los sacerdotes, los maestros... Levántate cuando se dirijan a ti. Date prisa en obedecer cuando te ordenen que vayas a algún sitio. Si alguna vez te mandan acompañarlos, no camines nunca a su lado, sino detrás, y síguelos a una distancia apropiada. Nunca pidas nada. Haz lo que te digan. Ah, y no te abalances sobre la mesa cuando llegue la hora de comer. ¿Entiendes, Nebi?
Nuevamente volví a asentir, aunque mi corazón albergaba profundas dudas acerca de mi capacidad para recordar todas aquellas instrucciones que mi padre estaba derramando sobre mí.
—Y, sobre todo, hijo, ten mucho cuidado con lo que hablas. Nunca cuentes lo que es secreto, y tampoco digas nada a tontas y a locas. Cerca de ti podría estar sentado alguien hostil y siempre te estarías arrepintiendo de tu error. No te juntes tampoco con muchachos indisciplinados.
De repente se detuvo un instante. Quizá pensó que me estaba causando una preocupación innecesaria con aquellas consejas. A fin de cuentas, enfrente de él sólo estaba un niño pequeño que al día siguiente se vería separado de sus padres durante años. Sonrió, me colocó la mano derecha sobre el hombro y dijo:
—Y, sobre todo, hijo, no tengas miedo. Nunca estarás solo. La
Mesjenet
asignada al escriba lo hace avanzar en el consejo. Honra siempre a los dioses a causa de tu padre y a causa de tu madre, que te colocaron en el camino de la vida. Bueno, creo que ya es bastante. Será mejor que vayamos a dormir. Mañana nos espera un gran día.
N
o fue un gran día. El inicio del camino hacia la libertad, el principio de mi vida sin amo tuvo la apariencia —y la realidad— de algo bien distinto. Delante de las grandes puertas de la
Per-anj
se agolpaban docenas de muchachos con sus familias. Aunque distintos en su aspecto externo, en las facciones de sus rostros e incluso en sus atavíos, todos ellos habrían podido reducirse a dos grupos: los que manifestaban seguridad porque procedían de familias que, como mínimo, detentaban la posición de escribas, y los que se veían sometidos a partes iguales a las sensaciones de esperanza y de temor. De esperanza porque, presumiblemente, sus hijos tendrían un futuro mejor que el presente de ellos; de temor porque, en realidad, los encaminaban hacia algo desconocido.
Hacía ya bastante rato que Ra había comenzado a remontar los cielos a bordo de
Mandet,
cuando las puertas de la
Per-anj
se abrieron y dos hombres de cráneo rasurado y vestiduras de lino salieron por ellas. De su hombro izquierdo colgaba la bolsa con los útiles de los escribas. Con ese gesto típico de los funcionarios que luego he visto decenas de veces, no se molestaron en mirar a las personas que había delante de ellos e incluso se volvieron de espaldas con discreción no excesiva cuando una mujer se acercó a ellos, sin duda para formularles alguna pregunta. Se trataba de personas conscientes de su importancia y del enorme abismo que les separaba de toda aquella gente.
Llevábamos un rato esperando para ver en qué pararía todo aquello cuando por las puertas abiertas apareció un hombre al que seguía otro más cuya cabeza se veía protegida del ardor de Ra gracias a un esclavo que sujetaba un parasol blanco y redondo. Aunque, aparentemente, su vestidura lo hacía idéntico a los otros, en su porte, en su manera de andar y en su mirada se traslucía algo que lo diferenciaba radicalmente de ellos. Un segundo esclavo, que caminaba en pos de él, colocó sobre el suelo una silla de madera bruñida e hizo un gesto solícito con la mano para que tomara asiento. Cuando, finalmente, de manera lenta y digna, aquél depositó sus posaderas sobre el mueble, los dos escribas que habían aparecido al principio comenzaron a gritarnos para que calláramos y estuviéramos atentos. Apenas les costó conseguirlo, pues la admiración había ido dejando paso en las gargantas de la gente a un silencio atónito y casi reverencial. Cuando éste se convirtió en absoluto, uno de ellos sacó de su bolsa un rollo y, tras pedir permiso al hombre sentado, comenzó a leer de una lista.
Como el agua que cae de la jarra, de la boca de aquel sujeto fueron surgiendo, suaves y seguidos, nuestros nombres y, como si de un ritual mágico se tratara, cada uno de nosotros nos despedimos, apenas sin atrevernos a hacer un gesto, de nuestros acompañantes para ir formando una hilera, ordenada y silenciosa, bajo la mirada supervisora de los sacerdotes. No éramos muchos. Quizá no superábamos el medio centenar, pero, pese a lo reducido de nuestro número, ya habíamos empezado a ser importantes. Un día de nuestras filas surgirían los funcionarios, los sacerdotes, los médicos y, como mínimo, algunos de los jefes militares que cimentarían con más solidez que nunca la grandeza de
Jemet
frente a los asaltos caóticos de los
aamu.
A medida que la fila de muchachos iba entrando en el templo, intenté volver hacia atrás la cabeza y contemplar el rostro de mi padre. Pero el deseo de no perder el paso y de evitar una reprimenda impidió que lo consiguiera. Muchas veces he reflexionado intentando saber las emociones que se dibujarían en su cara en aquel momento. ¿Orgullo? ¿Alegría? ¿Pesar? ¿Inquietud? Nunca he llegado a saberlo.
El primer día en el recinto sagrado me resultó especialmente desagradable. Por primera vez me veía totalmente separado de mis padres, que siempre me habían tratado con cortesía y buenos modos. Allí fue muy diferente. Nos obligaron primero a desnudarnos en una promiscua y desagradable cercanía que a mí me recordó a las bestias apiñadas en el corral. Luego nos ordenaron que nos frotáramos el cuerpo con materiales ásperos y burdos para garantizar que no quedara ni la más mínima señal de suciedad, algo que, hay que reconocerlo, no estaba de sobra para muchos de los presentes. Finalmente, fuimos pasando ante un barbero que se ocupó de rasurarnos la cabeza hasta dejar nuestro cráneo liso y sin vello, como el de los sacerdotes. Sin duda, hay mucho de sabio en una medida así porque evita la aparición de parásitos y que se almacene el sudor y la mugre. Quizá es natural que por ello nos sintamos más limpios que los
aamu
o que los habitantes de
Wawat.
Pero, en aquellos momentos, y durante el tiempo que tardamos en acostumbrarnos a aquel nuevo estado de nuestra cabeza, el afeitado se convirtió en un auténtico suplicio. El escozor, el picor y el dolor se hacían insoportables especialmente cuando sudábamos o los insectos decidían planear sobre nosotros.
Apenas habíamos salido de aquellas primeras impresiones cuando los sacerdotes decidieron proporcionarnos otras aún más estimulantes. Nos encontrábamos reunidos en uno de los patios interiores, temblorosos, amedrentados, con la cabeza pelada y una especie de taparrabos de lino que nos habían dado a todos, cuando hizo acto de presencia un hombrecillo de aspecto tranquilo, acentuado por una ligera barriga. Llevaba una fina varita de madera bajo el brazo y, colgada del hombro, una bolsa con los útiles de los escribas. Nos miró con una media sonrisa, se detuvo enfrente de nosotros y comenzó a hablar.
—Muchachos, mi nombre es Amenmose y he sido designado por la diosa para ayudaros a dar los primeros pasos en el proceso que terminará culminando en vuestra educación. Seguramente os estaréis preguntando qué os espera dentro de estos muros. Pues bien, no es necesario que esforcéis vuestra imaginación porque voy a decíroslo claramente y sin ningún tipo de rodeos. Aquí sólo tendréis lo que os merezcáis. Los que se esfuercen personalmente, obedezcan a sus superiores y no trastornen el orden recibirán con toda seguridad, al final de sus estudios, un puesto desde el que servir a la divinidad, proporcionar gloria a la
Per-a'a
y mantenerse a sí mismos y a sus familias hasta el día en que vayan al
ka.
En cuanto a los que no sigan esa conducta apropiada, serán objeto de la disciplina necesaria para reprimir su necedad y si ni aun así cambian de actitud, serán expulsados...
Había llegado a ese punto de su discurso cuando de pronto su rostro plácido pareció experimentar un cambio súbito y sus ojos se clavaron en alguien que estaba a mis espaldas.
—Eh, tú —dijo con voz imperiosa—. Sí, tú, el larguirucho. ¿Qué es eso tan importante que tienes que comentar con el de al lado para decidir no escucharme? ¿Te has creído que soy un babuino chillón al que puedes permitirte pasar por alto?
Como movidos por un resorte, giramos nuestros cuellos para ver a quién se dirigía. El apelativo de «larguirucho» no carecía de razón porque, sin lugar a dudas, se trataba del muchacho más alto del grupo. Delgado, espigado, con unos miembros desproporcionados, en su faz se descubrían algunos rasgos negroides. Pero ahora, toda su estatura, en lugar de imponer, causaba sensación de desamparo y despiste, de temor y desconcierto. Con el maxilar inferior caído por el asombro, se había llevado una mano al pecho como preguntando si se dirigía a él.
—Sí, estúpido hijo de un chacal y una perra, es a ti a quien me refiero. Ven aquí inmediatamente y arrójate en el polvo.
Sin terminar de reponerse de la sorpresa, el muchacho corrió asustado hasta donde estaba Amenmose y se tumbó de un golpe en el suelo, levantando una nubécula de suciedad.
—Ahora vais a ver a lo que me refería cuando hablaba de disciplina... Tú y tú —dijo Amenmose señalando a dos muchachos—, venid aquí inmediatamente.
Los niños se desplazaron, lívidos, hasta el lugar donde Amenmose estaba. Como yo, ignorarían para qué habían sido requeridos y, sin duda, eso les inyectaba un temor que podía verse con facilidad reflejado en sus rostros.