El Escriba del Faraón (6 page)

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Authors: César Vidal

—Procura descansar. Tu cometido es muy importante...

Percibí en estas últimas palabras un claro deje de ironía que me hirió profundamente. Mientras me miraba antes de despedirse, en su rostro se dibujó una mueca burlona. Aunque entonces no acerté a comprender aquel gesto, no pude evitar sufrir una cierta desazón y cuando finalmente desapareció de mi vista, no pude dejar de experimentar una sensación de alivio.

La habitación a la que me había conducido era un cuarto desnudo que sólo albergaba una silla, una mesita baja y un pequeño lecho directamente apoyado en el suelo. Antes de tumbarme en el mismo, me postré para dirigir mis oraciones a la diosa. Le manifesté toda la gratitud que sentía por su elección e insistí en que le sería fiel hasta la muerte ahora que me había señalado de tan generosa manera. Tardé en conciliar el sueño debido a la excitación de las últimas horas, pero, finalmente, mis párpados se volvieron pesados y caí en un sopor profundo y tranquilo.

Me desperté momentos antes de que Ra comenzara a subir en
Mandet.
Inmediatamente salté del lecho y me postré en el suelo para recitar himnos a la diosa. Ignoro el tiempo que permanecí en esta postura, pero sí sé que el dolor de mis articulaciones, que en los primeros momentos me pareció insoportable, fue desapareciendo poco a poco. Al cabo de un rato, me sentí embargado por un curioso sentimiento de no importarme ya lo que pudiera suceder en la habitación y de hallarme a punto de entrar en otra realidad. Ra estaba bien alto en el cielo cuando Tjenur entró en mi aposento y me dijo que me levantara del suelo si no quería quedarme anquilosado. Molesto por sus palabras, decidí no prestarle de ahora en adelante excesiva atención.

Durante el resto del día guardé un ayuno riguroso, sólo paliado en alguna ocasión por libaciones de agua del
Hep-Ur.
Finalmente, cuando Ra comenzó a descender en
Meseket,
fui sometido a un baño y a un conjunto de ceremonias purificativas. El paso de los años ha ido convirtiendo en borrosos los detalles de aquella jornada, y en mi corazón se entremezcla el orden de los mismos. ¿Fui fumigado con incienso antes o después del baño? ¿El agua era clara o, por el contrario, llevaba alguna sustancia disuelta en la misma?

He intentado en vano aclarar mis recuerdos al respecto, pero no ha resultado posible.

Ahora sé que, en realidad, todo eso carece de importancia. Lo esencial iba a ser lo que sucedería al día siguiente durante el juicio de la diosa, y en ese caso mi recuerdo resulta como la visión de
Jemet
cuando el aire es limpio y Ra se yergue alto en el cielo.

9

E
ra aún temprano cuando los cerrojos que bloqueaban las puertas del templo fueron retirados para dejarnos paso. A diferencia de otros días —pero igual que el anterior— mis manos no habían servido aquella mañana para lavar, incensar y vestir la imagen de la diosa. Sin embargo, por primera vez en mi existencia, sobre mi hombro derecho descansaba una cuarta parte de su peso. Caminaba vestido de lino limpio como símbolo de pureza, y, a semejanza de mis otros tres compañeros, había sido bañado, ungido y perfumado. Me sorprendió que uno de ellos fuera Tjenur. Los otros eran Merira y Raner, dos sacerdotes generalmente dedicados a las tareas litúrgicas del santuario. Cargando con el peso de la estatua, franqueamos el umbral del recinto sagrado y nos encaminamos, siguiendo el ritmo que marcaban los tambores, hacia la explanada, lisa y sosegada, que se extendía enfrente del templo.

Detrás de nosotros, seguido por los sacerdotes músicos, caminaba Ptahmose ataviado de la misma manera que había comparecido ante el pueblo dos noches atrás. Un sacerdote se esforzaba por mantenerse a su paso y evitar que el ardor de Ra cayera sobre su piel, quemándola. Frente a nosotros se podían distinguir dos grupos de personas. En uno de ellos esta Hekanefer, acompañado de un par de sacerdotes. A su derecha, trémulos y amedrentados, apenas separados de ellos, se encontraban tres campesinos entre los que pude distinguir al alcalde. Detrás de éstos, aunque guardando una distancia prudencial, se encontraban reunidos varias docenas de aldeanos cuyos cuchicheos se cortaron en seco al ver aparecer la imagen de la diosa.

Lenta y solemnemente, nos acercamos a los dos grupos. A una señal dada nos detuvimos y cuatro sacerdotes de la comitiva colocaron sobre topes la imagen, permitiendo así que nosotros pudiéramos salir de debajo de la misma y descansáramos. La manera en que iba a realizarse el procedimiento convertía en indispensable tal medida, como luego quedaría de manifiesto.

Apenas nos habíamos separado un paso de la plataforma sobre la que era transportada la diosa, cuando Hekanefer dibujó con los dedos una seña dirigida a uno de los sacerdotes que lo acompañaban. Éste sacó un papiro enrollado de una bolsita que colgaba de su hombro y se lo tendió. Al ver aquello, el alcalde también realizó un gesto a uno de los campesinos que iban con él. Aunque apenas transcurrieron unos instantes, pude captar de manera inmediata la diferencia entre ambas acciones. Hekanefer era un hombre instruido, con capacidad y costumbre de mando. Cuando había pedido el papiro, lo había hecho con aplomo, en la seguridad de que su orden sería cumplida puntual y rápidamente. El sacerdote que había respondido a su orden se había comportado de la misma manera. Centenares de veces a la semana sacaba y metía manuscritos de su bolsa y actuó con la misma familiaridad que aquel que, cuando llega el momento de comer, se lleva la mano a la boca. El alcalde, ciertamente, quiso imitar aquella seguridad y casi lo consiguió, pero el patán que lo acompañaba —sin duda, uno de los más espabilados de entre todos los habitantes de la aldea— sacó con suma torpeza de su bolsa el papiro y se lo acercó como si temiera que el contacto con sus toscos dedos de campesino fuera a quebrarlo igual que si de una cáscara de huevo se tratase.

Ptahmose se había situado ya enfrente de las dos partes y alzando las manos, dirigió una plegaria a la Madre y Señora. Le rogó no sólo que les dispensara su dirección, sino también que se manifestara aquella mañana para ejecutar lo justo y lo razonable. Una vez concluida la oración, se dirigió al alcalde:

—Tjenuna, la Madre y Señora te escucha.

El interpelado le entregó su memorial. Una vez Ptahmose lo tuvo en sus manos, lo desenrolló, le echó un vistazo por encima y se lo entregó a un sacerdote que lo flanqueaba para que lo leyera. Estaba redactado en un estilo pobre y ramplón. Seguramente, aquella gente había podido reunir malamente algunas de sus posesiones y, tras dar más de una vuelta, encontrar a algún escriba de ínfima clase que se lo pusiera por escrito. Podía ser incluso que el que lo había trazado hubiera estimado que la cantidad abonada no le obligaba a esmerarse mucho. Fuera como fuese, sentí vergüenza ajena al escuchar la lectura de aquel documento. En el mismo, los campesinos venían a quejarse de que los sacerdotes del templo habían aprovechado el carácter irregular de la subida del
Hep-Ur
para quitarles parte de sus tierras. Asimismo se lamentaban de los tributos que tenían que abonar en este año a la diosa y suplicaban su perdón o, subsidiariamente, un aplazamiento de los mismos.

Cuando el sacerdote concluyó aquella penosa muestra de redacción, volvió a enrollarla y se la devolvió a Ptahmose, quien, a su vez, se la tendió al alcalde. A continuación, el sacerdote jefe se volvió hacia el grupo de los representantes del templo.

—Hekanefer, la Madre y Señora te escucha.

El ritual se cumplió con la misma meticulosidad que antes pero, una vez más, desde que se pronunciaron las primeras palabras, pude percibir el abismo que mediaba entre las dos partes. El memorial sacerdotal estaba escrito en un estilo fino, terso y elegante. De manera clara y sólida señalaba por qué los campesinos no podían reclamar las tierras y además citaba precedentes jurisprudenciales concretos a la hora de oponerse a una remisión o siquiera a un aplazamiento de sus impuestos. De creer lo que tan brillantemente se exponía en aquel escrito, ni la ley humana ni las decisiones de años anteriores podían en ningún caso apoyar las pretensiones de los habitantes del villorrio. Sin embargo, al final, en un párrafo preñado de conmovedora humildad, los representantes del templo se sometían en todo al arbitrio de la diosa, conscientes de que su mayor sabiduría conduciría todo el procedimiento hacia un resultado que mostraría el imperio de
Ma'at
sobre la tierra de
Jemet.

Cuando las dos partes hubieron concluido sus alegaciones, Ptahmose volvió a dirigirse al grupo encabezado por Tjenuna, el alcalde.

—Podéis examinar a los portadores de la imagen.

Los tres campesinos se acercaron a nosotros y comenzaron a palpar nuestros pies, brazos, piernas y manos como si fuéramos ganado del que se expone en los mercados. Uno incluso fue lo suficientemente descarado como para mirarme el cuello y los hombros en busca de cualquiera sabe qué. Asimismo procuraron asegurarse de que habíamos descansado lo suficiente tras dejar de transportar la imagen de Isis. Seguramente, hubieran deseado encontrar algo que nos descalificara, porque en su cara se reflejó el pesar cuando Tjenuna indicó a Ptahmose que no tenía nada que objetar contra nosotros.

Cuando el sacerdote jefe formuló el ofrecimiento de examinarnos a Hekanefer, éste lo rechazó.

—Aceptamos el examen de nuestros contrarios, mi señor. Si ellos no tienen objeción que plantear en relación con la salud y capacidad de los mismos, tampoco la tenemos nosotros.

Ptahmose asintió con la cabeza, dando por terminada aquella parte del proceso, y mientras levantaba la vista al cielo, alzó las manos y oró de nuevo a la diosa.

—Madre y Señora, a ti clamamos, a ti suplicamos. Tú has escuchado a ambas partes y conoces la verdad o la mentira que anida en sus corazones. En esta mañana haz que la justicia fluya y que el derecho se imponga. Muéstrate y a ti nos someteremos como hijos obedientes. Oh, manifiéstate y nadie se opondrá a tus dictados, y si alguno osa hacerlo, que para siempre se vea privado de los
pasteles de Osiris,
que nunca descanse su
ka,
que su cadáver sea devorado por los chacales y los buitres del desierto...

Hubiera sido difícil pronunciar imprecaciones más terribles que ésas. Si aquella pobre gente ni siquiera podía esperar la bienaventuranza cuando fuera al
ka,
¿cómo podría soportar una vida tan dura y llena de privaciones como la suya?

Madre y Señora, te escuchamos.

Cuando concluyó la plegaria, se volvió a nosotros, que volvimos a situarnos debajo de la imagen y de un golpe la alzamos de nuevo.

—Madre y Señora —gritó Ptahmose, presa en esos momentos de la emoción—, ¿es la razón de los campesinos?

Clavé mi vista en el grupo de tres encabezado por Tjenuna. Pero no sucedió nada. Ra siguió inmóvil en el cielo y el silencio se convirtió en insoportable. De nuevo la voz de Ptahmose volvió a rasgar el aire.

—¡Oh, Madre y Señora! A ti te invocamos, ¿es la razón de los campesinos?

El grupo de labriegos que estaban unos pasos detrás de Tjenuna comenzó a moverse presa de la intranquilidad. No se atrevían a despegar los labios, pero en sus rostros podía verse la inquietud. Si la diosa no se ponía de su parte, ¿cómo podrían alimentar a sus familias? ¿Cuántos tendrían que vender sus animales y aperos para sobrevivir ese año? ¿Cuántos no se verían obligados a entregar a sus hijos a algún mercader de esclavos para no morir de inanición?

Por tercera vez Ptahmose preguntó a la diosa, pero el resultado fue el mismo. Contemplé entonces cómo una mujer del grupo de campesinos caía de bruces y comenzaba a sollozar quedamente, sin aspavientos ni alharacas, como un perrillo al que han apaleado pero que no osa enfrentarse con su amo cruel.

El sacerdote jefe elevó de nuevo su voz, pero esta vez la pregunta fue distinta.

—¡Oh, Madre y Señora! A ti te invocamos, ¿es la razón de tu sagrado templo?

Nada sucedió. Noté que los ojos de Hekanefer fueron incapaces de reprimir un gesto de asombro. Yo mismo me sentí intrigado por el cariz que acababa de tomar el procedimiento. ¿Acaso tampoco nosotros estábamos asistidos por
Ma'at
en nuestra pretensión?

Ptahmose no pareció inmutarse y con el rostro dirigido al cielo volvió a repetir su invocación, pero el resultado fue el mismo. La inquietud había hecho presa de los dos sacerdotes acompañantes de Hekanefer, que se miraban encolerizados. En cuanto a éste, a duras penas conseguía ocultar su ira y una de las venas de la sien había comenzado a hinchársele como si fuera a estallar de un momento a otro. No estaba seguro de lo que podía significar el que la diosa no diera la razón al templo, pero supuse que obligaría a alguna solución de compromiso que, quizá, no distaría mucho de las pretensiones de los campesinos. Éstos también eran conscientes de esa posibilidad, porque en sus rostros comenzó a pintarse el regocijo que había comenzado a llenar sus corazones, e incluso la mujer que sólo hacía unos instantes se había desplomado permanecía abrazada a otra con una sonrisa en los labios. Ptahmose abrió su boca de nuevo con la intención de pronunciar por última vez la decisiva pregunta. No llegó a terminar de formularla. De manera repentina, incluso inesperada, sentí sobre mi hombro derecho un peso insoportable, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y, antes de que pudiera reaccionar, me vi de rodillas sujetando con dificultad la plataforma sobre la que estaba colocada la imagen de la diosa. Algunos de los sacerdotes que nos acompañaban corrieron a nuestro lado para evitar que la estatua volcara y cayera al suelo, mientras otros sujetaban las ondas, librándonos así de ser aplastados.

Una vez en pie, pude ver a Tjenur tendido en el suelo. Era sacudido por convulsiones y mascullaba frases ininteligibles en una lengua que yo no había escuchado jamás. Llegué a la conclusión de que era presa de un éxtasis producido por la divinidad.

—La Madre y Señora ha hablado —dijo en voz alta Ptahmose—. Su divinidad se ha hecho
pesada,
provocando la caída de los sacerdotes y dejando de manifiesto cuál de las dos partes actúa de acuerdo con
Ma'at.
El templo tiene razón en sus pretensiones. El templo es dueño legítimo de las tierras en litigio. El templo debe recibir el tributo debido en la cantidad establecida.

Algunos de los sacerdotes presentes comenzaron a gritar y a alzar los brazos al cielo dando gracias a la Madre y Señora por su clemencia. Quizá había tardado en manifestarse para poner a prueba su fe, pero no había dejado de actuar y ahora todos deberían someterse a su inapelable oráculo.

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