Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
—No, no. Me refiero a eso de
ella es un campo fértil para su señor.
—Ah, sí —respondí—, justo el verso que va antes de esos que dicen:
No discutas con ella en el patio. Mantenla alejada de una posición de poder. Su mirada es como una tormenta.
Sobejotep reprimió un gesto de desagrado y optó por marcharse dejándome por imposible. Lo cierto, sin embargo, es que nunca se daba por vencido durante mucho tiempo. En otras ocasiones, recurría a la tentación de la paternidad para que la idea me resultara atractiva. Su táctica entonces era muy similar.
—Nebi —decía—, anoche estuve dándole vueltas a un proverbio que comienza con
si eres hombre de valía...
pero no recuerdo cómo continuaba.
Yo sí lo sabía e inmediatamente le contestaba, pero sin sentirme involucrado.
—La continuación es
engendra un hijo que halle el favor de la divinidad.
—Sí, eso es. ¡Qué gran sabiduría hay en esa máxima! ¿No te parece, Nebi?
Y a continuación venía uno de sus discursos habituales sobre las bondades de la vida familiar.
Aquella insistencia resultaba en algunas ocasiones verdaderamente cargante, pero pronto comprendí que, en realidad, Sobejotep me estaba distinguiendo de una manera muy especial. A sus órdenes estaban situados muchos funcionarios y sólo en mi departamento hubiera podido escoger entre media docena de jóvenes honrados y trabajadores. Porque a esas alturas yo no tenía ninguna duda de que me había elegido como esposo para alguien, pero ¿para quién?
Finalmente, una mañana, lejos de sentirse desanimado por lo escurridizo de mi conducta, optó por franquearse totalmente.
—Nebi, deseo hablarte de algo —me dijo acercándose al lugar donde escribía.
Inmediatamente me temí una nueva perorata como aquellas a las que me tenía acostumbrado en los últimos tiempos, así que decidí soportar de la mejor manera lo que se me venía encima.
—Seguramente habrás observado que te vengo insistiendo desde hace semanas acerca de la idea de formar una familia...
—Pues no, mi señor, no me había percatado —falté a la verdad de la manera más descarada.
Sabía que para mi superior lo que deseaba decirme no resultaba fácil y que era mejor que yo aparentara ser un necio a dejarle a él como un viejo pesado.
Sobejotep sonrió complacido, aunque no sé si por mi discreción o por el alivio de pensar que no había caído en el ridículo durante todo este tiempo.
—… bueno, pues sí, en dos, quizá tres ocasiones, he intentado que reflexionaras sobre la importantísima decisión que significa tomar esposa y formar una familia. Tú, por supuesto, no te has dado cuenta porque, ciertamente, lo he hecho con mucha sutileza...
—Así es, mi señor, mi corazón nunca lo hubiera descubierto —volví a mentir desvergonzadamente.
—… sin embargo, deseo ahora comentarte algo muy confidencial. Mi hermano Neferhotep...
No pude evitar dar un respingo. ¿Así que se trataba de eso? ¡Iba a hablarme de su hermano Neferhotep y de sus hijas casaderas imposibles de casar! Había oído rumores en alguna ocasión sobre las sobrinas de Sobejotep. Su fealdad resultaba auténticamente proverbial. De enormes narices y orejas, delgadas como palos y con dentaduras sobresalientes, la descripción de las mismas estaba tan extendida como ausente la belleza de sus rostros y cuerpos. ¿Qué había hecho yo para merecer aquel castigo? ¿Y cómo podría desairar a mi superior negándome a contraer matrimonio con uno de aquellos adefesios? Todos esos pensamientos atravesaron mi corazón con la rapidez con la que el cocodrilo atrapa su presa y sentí como si una pesada losa hubiera caído sobre mi pecho.
—… tiene una pupila llamada Merit... Es una buena muchacha. Joven y dulce. Pero es huérfana y no tiene posibilidad de entregar una dote. Mi hermano se ha ocupado de ella durante estos años porque era la hija de un amigo entrañable, pero mantener una boca más cuesta dinero y... bueno, me resulta un poco violento decirlo... él tiene además varias hijas que tienen miedo de que Merit se haga con alguno de sus posibles pretendientes...
Me dije a mí mismo que si las sobrinas de Sobejotep eran la mitad de horribles de lo que contaba la gente, cualquier contrahecha podría resultarles una rival peligrosa.
—Quisiera que conocieras a esa joven, Nebi. Por supuesto, no debes sentirte bajo ninguna obligación. Sé de sobra que dentro de poco podrás aspirar a alguien que te proporcione una dote si no rica sí sustanciosa. Sólo te pido que la veas. Si te agrada, estará bien; si, por el contrario, no deseas tomarla como esposa, no pasará nada.
Acepté conocerla. En realidad, tampoco tenía muchas alternativas. Pero me afirmé en el propósito de no dejarme engatusar y de rechazar de plano cualquier decisión que no me resultara conveniente. Por un lado, no sentía ninguna necesidad de casarme y por otro, como muy bien había dicho Sobejotep, si sólo esperaba un tiempo corto, podía aspirar a una esposa que, al menos, me proporcionara una dote respetable.
Finalmente, el día señalado conocí a Merit. No era hermosa. Nada en sus formas delgadas y finas denotaba voluptuosidad o incitaba al ardor. Sin embargo, sentí algo en mi corazón desde el primer momento en que la vi. Sus ojos eran grandes y negros, y de su profundidad emanaba una dulzura sosegada y tierna que hizo que quedara prendido de ellos. Su andar era recogido y sereno. Sus manos, delicadas y largas. Cuando vi cómo colocaba ante mí la escudilla con comida y llenaba mi copa cada vez que ésta quedaba vacía, reflexioné que quizá Sobejotep, y con él los sabios a los que tanto le gustaba citar, podía tener razón. Quizá sería bueno regresar del trabajo en las tardes calurosas y saber que unas manos como aquéllas colocarían paños húmedos en mi frente y en mis sienes para refrescar mi sofoco. Quizá sería bueno abandonar las tabernas y llenar el estómago con la comida cocinada por ella. Quizá sería bueno sentir un cuerpo tibio a mi lado cuando despertara por las noches. Quizá sería bueno recibir de un ser tan cargado de ternura los abrazos, las caricias y los besos que nunca había recibido de una mujer. Quizá sería bueno saber que debía volver pronto a casa porque, al menos, aquellos ojos negros y profundos me esperaban. Quizá sería bueno incluso engendrar un hijo que cuando llegara a la vejez cuidara tanto de ella como de mí. En todo aquello pensé aquella tarde mientras se afanaba por servirnos y también en que quizá me encontraba a punto de lograr todo lo necesario para que un hombre fuera feliz por completo. Entonces tomé mi decisión.
N
os casamos pronto. No había bienes sobre cuya distribución discutir, ni tampoco fue necesario el regateo habitual que precede a la mayoría de los matrimonios en la tierra de
Jemet.
Tampoco hubo que poner de acuerdo a las familias de los dos contrayentes porque ambos éramos huérfanos. De hecho, aunque, como ya conté, era pupila de Neferhotep, el hermano de mi superior Sobejotep, aquél fundamentalmente contempló con alivio la desaparición de una boca que alimentar, especialmente tratándose de una rival para sus hijas, que, en verdad, no desmentían la leyenda que sobre ellas circulaba.
En aquellas fechas, en el primer año de su reinado, Ajeprura Amenhotep, que apenas acababa de cumplir la edad de dieciocho, emprendió su primera campaña contra los
aamu.
Se trataba de mostrarles que la tierra de
Jemet,
a pesar de que Menjeperra Tutmosis se hubiera ido al
ka,
mantenía sus justas reivindicaciones de dominar sobre ellos.
Eran pueblos cuya lengua no entendía y a cuyos componentes despreciaba profundamente, pero a los que aportaba cultura y riqueza, prosperidad y civilización. Yo, sin embargo, estaba interesado en otras cosas y, de hecho, consideraba que en mi labor de intérprete y traductor ya hacía bastante por la grandeza de
Jemet.
Sólo por complacer la curiosidad de Merit acudí al desfile con que Ajeprura Amenhotep se despidió de sus súbditos de
jemet
antes de marchar a dejar sentir la fuerza de su brazo sobre los
aamu.
Sin embargo, mi corazón estaba más en los ojos de mi esposa que en los vistosos arreos militares y más en sus manos que en la gloria resplandeciente del señor de
Shemeu
y
Tamejeu.
No pretendo decir nada nuevo si afirmo que el amor es un sentimiento difícil de describir. Sé que para muchos resulta como una llama devoradora, como una borrachera imposible de dominar, como una sed que nadie puede saciar. Sé también que, por regla general, el tiempo acaba extinguiendo la llama, disipando la embriaguez y calmando el ansia. Sin embargo, no fue así en el caso de mi amor por Merit. Nuestra vida en común se asemejaba sobre todo a la suave placidez del
Hep-Ur
o a la dulce brisa de la tarde. Me gustaba sentir sus manos, que eran como palomas que se arrullaban en mi rostro, y no tardé en ver su cuerpo, delgado y flexible, como un estanque en el que refrescarme del calor del mediodía. Aquella tranquila ternura embargaba mi corazón y lo llenaba de calma y sosiego, y cuando Ra descendía en
Meseket,
sentía que mi vida era feliz y que los días no pasaban, sino que, vez tras vez, revivía la misma jornada de apacible dicha.
Así vivimos durante unos meses, y en ese tiempo
Jemet
reafirmó su imperio y asistió al regreso triunfante de Ajeprura Amenhotep y a los festejos que celebraron su victoria. También mi superior Sobejotep fue especialmente dichoso en aquella época e incluso experimentó un acceso profundo de euforia porque había llegado a celebrarse el matrimonio de una de sus sobrinas con un comerciante viudo. Privadamente me aseguró que propiciar a los dioses para que le concedieran tamaña merced le había costado una pequeña fortuna en ofrendas realizadas en diversos templos. Sin embargo, como amaba a su hermano Neferhotep de todo corazón, lo había hecho de muy buena gana. Ahora, coincidiendo con el regreso de Ajeprura Amenhotep, la única hija casada de Neferhotep acababa de concebir.
Aquel acontecimiento repercutió inesperadamente en Merit. Hasta entonces no habíamos sentido nunca la necesidad de tener un hijo, pero cuando mi esposa supo de aquel embarazo empezó a lamentarse de su aparente esterilidad. Siempre había sido una mujer religiosa, pero a partir de entonces su devoción por diversos dioses y, especialmente, por Isis, la Madre y Señora, aumentó. Les suplicaba continuamente para quedar encinta, aunque es cierto que procuraba no hacerme partícipe de sus preocupaciones. La razón de esa conducta ha sido algo que nunca terminé de entender del todo. Ciertamente, no deseaba arrojar sobre mí su inquietud. De hecho, procuraba tener siempre palabras de aliento y alegría para mí y nunca cargarme con sus posibles problemas. Pero seguramente también deseaba evitar que sospechara que era una mujer estéril y que por ello se me ocurriera repudiarla o tomar una segunda esposa. La verdad es que nunca hubiera llevado a cabo cosa semejante. Merit cubría todas mis necesidades, pero, especialmente, la de sentirme en paz y sosiego en casa, y jamás hubiera pensado en destruir esa placidez trayendo a una nueva mujer al hogar o divorciándome de ella. Creía que los hijos eran una merced de los dioses y si no venían, dependía más de ellos que de mi esposa.
Sin embargo, aquella congoja terminó por convertirse en una carga imposible de soportar y me confesó todo. Deseaba tener un hijo y estaba convencida de que la culpa era suya. Una tarde, mientras observaba cómo comía y después de preguntarme si el guiso era de mi agrado, preguntó si yo, su señor, me sentiría muy infeliz si acudía a un médico. Sonreí al escuchar aquellas palabras. Tomé su rostro entre mis manos y besé su frente.
—No, Merit, yo mismo me encargaré de buscar un médico para ti...
—No, mi señor —dijo con inquietud—. Si mi señor lo hace, la gente conocerá la dolencia de su sierva y la vergüenza caerá sobre mi señor por tener una esposa que es incapaz de darle hijos...
Sentí que mi corazón rebosaba de compasión al escuchar aquello. No me importaba lo que la gente pudiera decir porque amaba a Merit y ninguna otra mujer hubiera encontrado como ella gracia ante mis ojos, pero no deseaba tampoco que se sintiera humillada por las murmuraciones cuando acudiera a comprar en el zoco o al salir a la calle.
—¿Deseas tú elegir al médico? —la interrogué con dulzura.
Merit asintió con los ojos bajos.
—¿Has pensado ya en alguien? —volví a preguntar.
—Sí, mi señor. Los sacerdotes médicos de la diosa Sejmet tratan estas dolencias y su templo se encuentra lejos de este barrio. Si a mi señor le place, podríamos acudir a ellos. Nadie sabría nada y yo podría recibir alivio...
Pensé que Merit tenía razón. Yo ya estaba al corriente de que en la ciudad la inmensa mayoría de los médicos y de los magos tenían alguna relación o con el dios Tot o con la diosa Sejmet. Incluso lo habitual era que los remedios no fueran tomados por el paciente sin que antes se pronunciaran fórmulas de invocación dirigidas a alguna de estas dos divinidades. Por otro lado, todo el mundo sabía de las peregrinaciones realizadas a las capillas de la diosa Sejmet con la finalidad de obtener una curación. La opinión de Merit me pareció sensata y así se lo manifesté.
—Es bueno a mis ojos lo que dices, Merit. Pero deseo acompañarte personalmente. Iremos los dos juntos a ver al sacerdote médico.
La persona que se ocupó de Merit me recordó a Ptahmose, el sacerdote jefe del templo donde había sido educado. Se llamaba Kaemuast y era calmado, frío e impasible. Mucha gente no entiende esas características en un médico, sin embargo, no creo que nadie pueda resistir la contemplación continua —y muchas veces impotente— del dolor humano, si no cubre su corazón con una espesa coraza. Kaemuast examinó a mi esposa poniendo especial atención en la manera en que
ieb hablaba.
Después de un examen concienzudo, nos pidió que nos sentáramos y nos resumió su diagnóstico.
—Inicialmente —comenzó el médico— pensé que podía ser un problema surgido del corazón. A ese órgano se debe el traslado del aire a todo el cuerpo, pero lo más relevante es que constituye el centro de todos los canales que transportan sustancias por nuestro interior.
Conocía toda aquella retahíla de datos sobre el órgano más importante del cuerpo y hubiera deseado interrumpirle, pero entonces reparé en el interés desmesurado que aparecía en los ojos de Merit y preferí guardar silencio.
—Del corazón —dijo en tono académico Kaemuast— parten cuarenta y seis conductos o canales en dirección a los oídos, brazos, dedos, piernas, testículos, nalgas, hígado, pulmón, bazo, vesícula y ano. De su interior fluyen, entre otras sustancias, la sangre, las lágrimas, los mocos, la orina, el esperma, el agua y los excrementos. Pero, y esto me resulta indiscutible, el problema de esta mujer no proviene del corazón. En realidad, se trata de una dolencia relacionada con sus partes genitales, aunque debo decir que eso tiene fácil arreglo.