El Escriba del Faraón (14 page)

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Authors: César Vidal

Tras un par de días de aprovechar la hospitalidad de los naturales, por respeto a la cadena del mando, aunque sin darle posibilidad alguna de discutir la orden u ofrecer alternativas, se le informó de que Ykati sería arrasada y de que sus habitantes se verían entregados al saqueo, la violación y la esclavitud. Me encontraba presente cuando Sennu, uno de nuestros generales, le comunicó la noticia a Minhotep. Recuerdo como los ojos de éste se dilataron extraordinariamente antes de poder articular palabra.

—¿Por qué? —fue lo único que atinó a balbucir.

—El ejército necesita una victoria y un botín. Ykati puede proporcionarle ambas cosas —le informó fríamente Sennu.

—Pero... pero si son aliados nuestros... Desde un principio se alinearon a nuestro lado y... —suplicó intentando infructuosamente que aquel hombre razonara y con él sus superiores.

—Tenemos noticias de que se manifestaron en contra de la guarnición que tenemos en la ciudad —dijo Sennu con gesto cansino.

—Pero sólo se trató de unas pocas personas a las que castigué inmediatamente —intercedió a la desesperada Minhotep, que aún no parecía haberse dado cuenta de la magnitud de la noticia—. En su conjunto, esta gente es leal a la
Per-a'a
y a su señor. Le recibieron con los brazos abiertos...

—No podemos permitirnos debilidades, Minhotep —intentó zanjar la conversación Sennu—. Cualquier signo de vacilación, de condescendencia, de debilidad debe ser yugulado de manera rápida y terminante y eso es lo que le va a suceder a Ykati.

Por un momento pensé que Minhotep rompería a llorar. En su corazón debían de estar luchando la lealtad a la
Per-a'a,
mantenida por él durante tantos años, y los sentimientos de gratitud y decencia que profesaba a aquellas gentes.

—Mi señor, si hacemos eso con nuestros aliados, ¿quién osará confiar en nuestra palabra? Hasta ahora apenas habéis encontrado oposición...

Percibí que Sennu arrugaba el ceño al escuchar esta última frase. Temí que pensara que Minhotep sugería que las dos gloriosas victorias de Ajeprura Amenhotep eran una farsa. Pero éste no reparó en el gesto de desagrado del general y siguió insistiendo.

—... sin embargo, si cometéis una acción como ésa, nuestros enemigos que ahora os eluden porque carecen de fuerza verán afluir a sus filas a toda la gente de la tierra deseosa de sacudirse nuestro gobierno.

En mi corazón pensé que aquel hombre tenía razón. Si nos mostrábamos clementes, si sabíamos tratar adecuadamente a nuestros aliados, quizá todo se resolvería sin más derramamiento de sangre, pero si incurríamos en una felonía como ésa contra un amigo podríamos encontrarnos, a mucha distancia de la tierra de
Jemet,
rodeados de enemigos por todas partes. Desgraciadamente, la ambición y la codicia parecían pesar más que la sensatez y la lealtad en el ánimo de nuestros generales.

—Minhotep —comenzó a hablar Sennu con rabia contenida—, nuestro señor Menjeperra Tutmosis te destinó a esta guarnición porque, en su clemencia, seguramente no quiso descargar sobre ti toda su justicia. El tiempo pasado lejos de las aguas del
Hep-Ur
no te ha hecho, sin embargo, mejor. Ha ablandado tus huesos, te ha llevado a compartir tu lecho con una bárbara como si de una esposa se tratase y ahora ha enturbiado tu corazón hasta el punto de atreverte a manifestarte como un rebelde frente a una orden de nuestro actual señor.

En aquel instante temí lo peor. Las acusaciones eran de tal calibre que si Minhotep se hubiese abalanzado sobre Sennu para golpearle en la boca nadie se lo hubiera reprochado. Sin embargo, se contuvo.

—Mi honor es como estiércol comparado con la seguridad del ejército de mi señor —contestó Minhotep con dulzura—; por eso es que no contestaré a las afrentas que como dardos hirientes salen de tu boca. Merecidas las tengo por mi acaloramiento en la respuesta. Ciertamente, ¿quién soy yo para discutir con Sennu? Pero si ejecutamos el plan que has dicho, nuestra presencia apestará como los hipopótamos en el
Hep-Ur
durante la estación de
Shemu
y nuestros enemigos se multiplicarán como los mosquitos sobre la carroña. ¿Acaso no es más grande el clemente que el duro, el generoso que el severo?

—El más grande es el que vence —cortó Sennu—, y nosotros venceremos mañana. En cuanto a ti, no se tomará en consideración lo que has dicho hace unos instantes. Acepto tus excusas y esta noche te sentarás a mi mesa y descansarás en mi tienda.

Lejos de traslucir generosidad, la acción del general ponía de manifiesto que se trataba de un personaje extraordinariamente astuto. Seguramente temía que Minhotep pudiera avisar a alguien de Ykati, siquiera a su concubina y, de manera aparentemente cortés, con el pretexto de convidarlo y de ofrecerle su hospitalidad, le colocaba, en realidad, bajo una estrecha vigilancia.

Desdichada Ykati... Aunque ya han pasado algunos años, no puedo evitar una espantosa sensación de náusea cuando rememoro ese nombre. Apenas había comenzado Ra a remontar los cielos a bordo de
Mandet,
cuando nuestro ejército se desplegó por las callejuelas del villorrio con la intención de destruirlo. No fue difícil ejecutar aquella operación militar. La mayor parte de la población estaba formada por ancianos, mujeres y niños, y la práctica totalidad se hallaba durmiendo. Nuestros soldados siguieron un procedimiento cuidadosamente elaborado. En primer lugar, entraban en las casas, acuchillaban a los que consideraban inútiles y obligaban a salir y quedarse al lado de la puerta, con las manos sobre la cabeza y al lado de sus escasas pertenencias, a aquellos que pensaban que podrían formar parte del botín. Existían órdenes terminantes de que este procedimiento no se retrasara en ningún caso a causa de alguna violación apresurada cometida por la soldadesca en el interior de alguna de las casuchas, pero sé que tal directriz se desobedeció más de una vez en Ykati. Finalmente, cuando toda la calleja había sido saqueada, se obligaba a los cautivos a salir del villorrio y alguien iba prendiendo fuego con una tea a lo que sólo unos momentos antes eran las moradas tranquilas de nuestros aliados.

Habían empezado a sonar los primeros gritos y a tomar vida los primeros incendios cuando vi salir de un corral cercano a un hombre que, seguramente, había ido a evacuar alguna necesidad. Venía deprisa, sin duda, asustado por el primer estrépito, pero cuando contempló a uno de nuestros soldados que estaba a mi lado, su inquietud pareció desaparecer e incluso esbozó una sonrisa. Seguramente debió de pensar que si los enemigos atacaban, nosotros los defenderíamos y aquello lo tranquilizó. Cuando el militar se dirigió hacia él y levantó su hacha para herirlo, en su rostro no se pintó el miedo, sino la confusión. Por un instante me miró interrogante y en sus ojos, antes de que se transformaran en una superficie vidriosa tras recibir el golpe fatal, me pareció ver todo lo que aquella gente leal nos había ofrecido y lo repugnante del pago que les proporcionábamos a cambio. El soldado que acababa de aplastar su cráneo comenzó entonces a registrar febrilmente el cadáver, pero ¿qué puede llevar encima un hombre que viene de vaciar el vientre? Con un gesto de desprecio, aquel héroe escupió sobre el pobre extranjero y tomó una de las callejas en busca de una perspectiva de botín más halagüeña.

Aquella acción pareció disparar un resorte en mi interior. Con pies inseguros, como si hubiera bebido en exceso, me aparté del lugar y anduve unos pasos hasta llegar a uno de los olivos situados a las afueras de Ykati. No era la visión de la sangre, ni el estado en que habían quedado esparcidos los sesos de aquel infeliz lo que había revuelto mi corazón. Se trataba más bien del horror a la vista de nuestra perfidia. Si la justicia dependía de seres como Sennu o como el mismo Ajeprura Amenhotep, ¿quién podría concebir la más mínima esperanza de recibir un trato equitativo? ¿Quién podría vivir confiado si sus propios amigos se comportaban como chacales del desierto, como buitres carroñeros? Me apoyé en el tronco retorcido del árbol y, sin poder evitarlo, comencé a vomitar.

9

L
evanté mi vista hacia Ykati y vi sólo el humo negro de las hogueras que la devoraban por todas partes. Algunos supervivientes salían con las manos sobre la cabeza, vigilados por nuestros soldados. Entre ellos había mujeres y niñas, y por las señas comprendí que algunas ya habían sido ultrajadas por la tropa. En ese momento, oí a lo lejos lo que me parecieron unos balidos. Ra había realizado buena parte de su camino de subida y tuve que colocarme la mano en la frente para evitar que sus rayos me deslumbraran. Efectivamente, eran unas cuantas ovejas guiadas quizá por media docena de personas.

—Pronto, ese pelotón, que se dirija hacia allí —oí que gritaba uno de los oficiales a la vez que señalaba el lugar del que venía el ruido provocado por los animales—; puede que se trate de refuerzos para estos traidores. Dejad a alguno vivo para interrogarlo. Que alguien vaya en busca del intérprete...

No les costó trabajo atraparlos. Sennu no tardó en ordenar que tanto ellos como yo fuéramos conducidos a la tienda de Ajeprura Amenhotep para proceder a un interrogatorio. Me bastó observarlos un instante para comprender que los infelices temblorosos que teníamos ante nuestros ojos no eran sino pobres pastores. De hecho, su único armamento se reducía a unos cuantos cayados ovejeros y a un par de cuchillos. Pero los jefes militares no iban a coincidir conmigo en esa opinión.

—Nebi —me dijo Ajeprura Amenhotep—, la captura de esta gente resulta esencial para el desarrollo futuro de la expedición. Quiero saber en primer lugar el pueblo a que pertenecen y por qué se habían acercado hasta aquí.

Formulé las preguntas lentamente y con cuidado especial en la pronunciación. Deseaba que me entendieran y que contestaran sin vacilación. Percibía que tanto Sennu como nuestro señor estaban sedientos de sangre y que no vacilarían en agarrarse a cualquier pretexto para continuar derramándola. Aunque los pastores estaban muy asustados, mi estrategia dio fruto y respondieron con claridad.

—Son gente de la tribu de Jatitana —traduje—. Se dirigían a Ykati a vender algunas de sus ovejas. Se enteraron ayer de que el señor de la
Per-a'a
había llegado a la ciudad y creyeron que su presencia garantizaba la seguridad de los habitantes del villorrio y la posibilidad de comerciar. En mi opinión, se trata de gente inofensiva que...

—Cuando quiera tu opinión te la pediré, intérprete —cortó Sennu.

—Estoy de acuerdo contigo, Sennu —terció Ajeprura Amenhotep, y luego, dirigiéndose a mí, ordenó:

—Diles que mi corazón, un corazón divino, siente que son espías que han venido a informarse del número de efectivos de nuestro ejército y que quiero saber dónde está acampada su tribu.

En ese momento supe que la suerte de aquellos hombres y la de sus familiares estaba echada. ¿Quién habría podido enfrentarse con las palabras de alguien que afirmaba pronunciarlas bajo una inspiración divina? ¿Quién osaría oponer al oráculo de un dios la simple opinión de su corazón? Entendí, callé y obedecí.

El miedo más profundo se pintó en el rostro de los pastores cuando les traduje las palabras de nuestro señor. Como un solo hombre se lanzaron a sus pies llorando y gimiendo. Habían comprendido que su final podía ser una muerte dolorosa y prolongada y, fuera como fuese, deseaban evitarla.

—¿Qué dicen estos perros? —me gritó Ajeprura Amenhotep, impaciente por lo que consideraba lentitud de su parte.

—Afirman que no son espías, mi señor, y suplican que no se les mate —contesté.

—Ajá —sonrió Sennu—, algo habrán hecho, sin duda, cuando temen por su vida. ¿Qué hay del emplazamiento de su tribu?

—Insisten en afirmar que son un pueblo pacífico, amigo nuestro...

—Intérprete, no nos hagas perder el tiempo —cortó Ajeprura Amenhotep—. ¿Han dicho dónde están acampados? ¿Lo han dicho? ¿Sí o no?

—Mi señor, afirman que os llevarán hasta su pueblo sin dilación, con la finalidad de que veáis que son leales vasallos vuestros.

Ajeprura Amenhotep dirigió una mirada a Sennu mientras se encajaba en la cabeza el
jepresh,
el yelmo azul que sólo se utilizaba en campaña.

—Sennu, deja un pequeño retén en Ykati para vigilar a los prisioneros y ordena al ejército que se disponga para entrar de nuevo en combate. Amón ha escuchado nuestras plegarias y ha colocado a nuestros enemigos en mis manos.

Iba a salir de la tienda cuando, repentinamente, se volvió hacia mí y dijo:

—Intérprete, ven conmigo. Necesito que traduzcas las indicaciones que estos bárbaros proporcionen. ¡Hoy mi espalda se disolverá en la sangre derramada de los jatitu!

Ni siquiera había conseguido memorizar su nombre, pero estaba dispuesto a proporcionar fama al suyo extirpándolos de la faz de la tierra...

No tardamos en dar con el campamento de los jatitana. En una hondonada, compuesto por un par de docenas de tiendas de piel, se hallaba el supuesto enemigo que tanto Sennu como Ajeprura Amenhotep deseaban aniquilar. Afortunadamente, no me ordenaron bajar hasta el lugar del combate, sino que me dejaron en una altura con media docena de soldados y los prisioneros a los que habían cargado de cadenas.

Como había temido, los jatitana no pasaban de ser pastores de ovejas que ni siquiera poseían el más mínimo aspecto de ejército organizado. Ni siquiera tuvieron tiempo de reaccionar cuando nuestros soldados irrumpieron sobre ellos matando indiscriminadamente a todo el que se cruzaba en su camino. En Ykati existió, al menos, un plan para matar, pero entre los jatitana Ajeprura Amenhotep se limitó a intentar calmar su sed de combate. Nunca privado de valor, fue el primero en bajar hasta la hondonada a galope tendido y también fue su espada la primera que se tiñó de sangre. Empero no todos murieron. Las mujeres y los niños fueron respetados en general en concepto de botín de guerra. Posteriormente, se decidiría asimismo no privar de la vida a los primeros pastores capturados para presentarlos en la tierra de
Jemet
como a caudillos de una temible tribu. Dejando a nuestras espaldas un rastro de sangre y cenizas, regresamos hasta Ykati. Lo que Ajeprura Amenhotep hizo entonces es algo que difícilmente podré olvidar jamás. Ordenó que se reuniera a un número de supervivientes escogidos al azar y que se les congregara a las puertas de la ciudad. Se trataba, naturalmente, de una cantidad reducida de personas, un miserable resto de entre los que no habían caído al filo de nuestras espadas. No sufrirían la esclavitud de las cadenas, pero iban a ser objeto de un escarnio humillante.

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