El Escriba del Faraón (13 page)

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Authors: César Vidal

Ajeprura Amenhotep había elegido para iniciar su campaña el mismo mes en que su padre había dado comienzo, treinta y tres años antes, a la primera de sus expediciones. Indudablemente, buscaba con ello crear un efecto de comparación entre la gente de
Jemet
y llevar a sus tropas a concebir sueños similares de gloria rutilante y sobrado botín. Sin embargo, tuvimos que esperar algunos días antes de poder ver al enemigo. Al principio, lo único que se abría a nuestro paso eran aldehuelas, pobres y pequeñas, en las que no sólo no se nos presentaba resistencia, sino que incluso era normal que hubiera media docena de soldados egipcios instalados como fuerzas de ocupación. No pude dejar de ver el temor que se dibujaba en los rostros de aquellos infelices. Destinados fuera de la tierra de
Jemet,
sabían que no eran queridos por la población sometida y que si se producía algún disturbio serían los primeros en caer. No era mejor el estado de los habitantes de los villorrios. Poseedores de escasos ganados —especialmente de repugnantes ovejas— y de magras cosechas, no veían con buenos ojos que un imperio extranjero esquilmara unos recursos de por sí reducidos. Sin embargo, escondían en su corazón el rencor que sentían hacia nosotros y procuraban presentarnos la mejor de las sonrisas.

Había comenzado ya el primer mes de la tercera estación cuando tuvimos nuestro primer combate. El malestar había comenzado a cundir entre nuestras filas. Llevábamos prácticamente un mes persiguiendo a un enemigo invisible y recibiendo del país que transitábamos sólo algunas uvas escuálidas y algunas tortas de pan seco. Los informes que paulatinamente recogíamos de las poblaciones que atravesábamos insistían en señalar que se había formado una gran coalición de reyes para venir a nuestro encuentro, pero lo cierto es que no lográbamos ni siquiera entablar contacto con una minúscula avanzadilla. A medida que transcurrían los días el temor a ser víctimas de una emboscada en terreno desfavorable fue creciendo hasta el punto de resultar sofocante. Nos habíamos desplazado muy al norte del país y si había que realizar un repliegue apresurado, la distancia hasta la tierra de
Jemet
podía convertirlo en una carnicería aliñada de desbandada. Fue entonces cuando nos encontramos por primera vez con el adversario.

Nos hallábamos cerca de un enclave llamado Shemesh-Edom cuando uno de los exploradores que precedía la marcha del ejército regresó dando voces y asegurando que estaba a la vista un contingente enemigo. Aquello levantó, como era de esperar, una enorme expectación en nuestras filas, expectación que no tardó en dejar paso a un estado de confusión. Lejos de tratarse de un ejército organizado, lo que apareció ante nosotros fue un grupo de una veintena de personas a caballo, aparentemente tranquilas y sin aspecto de buscar combate. Los oficiales transmitieron inmediatamente la orden de que no se persiguiera a aquel contingente, ya que podía tratarse de un ardid para llevarnos hasta un ejército mayor y bien atrincherado.

Pausadamente, iniciamos un avance, mientras el grupo de enemigos —excesivamente lento, me parecía a mí— seguía avanzando en nuestra dirección de manera aparentemente tranquila y confiada. Fue en esos momentos cuando la situación experimentó un vuelco. Altaneramente erguido en su carro de guerra, Ajeprura Amenhotep abandonó nuestras filas y se dirigió a galope tendido hacia el contingente presuntamente enemigo. Cuando se encontró a una altura prudencial, ordenó a su auriga que frenara el vehículo. Hasta entonces los jinetes que venían a nuestro encuentro no se habían detenido, sino que mantenían un paso suave, pero al ver como el carro de Ajeprura Amenhotep se paraba, optaron por comportarse de la misma manera y uno de ellos levantó las dos manos con las palmas extendidas hacia arriba.

Me pareció entender que aquello no había sido sino un gesto de buena voluntad, de rendición incluso, y respiré aliviado. Sin embargo, Ajeprura Amenhotep no lo interpretó de la misma manera. Pidió su arco al auriga, colocó una flecha en el mismo y antes de que pudieran darse cuenta sus compañeros, había atravesado con ella el pecho del hombre que alzaba los brazos. Fue tanta la sorpresa de los que con él iban que se quedaron paralizados. De hecho, lo estuvieron el tiempo suficiente para que Ajeprura Amenhotep, esta vez a galope tendido, derribara a otro jinete de un flechazo. Al contemplar este gesto, nuestro ejército se puso en marcha como un solo hombre. Como el pie aplasta a la hormiga, caímos sobre los supervivientes y los capturamos.

Los artistas a las órdenes de Ajeprura Amenhotep han presentado posteriormente este lamentable episodio como una gran victoria. Sin embargo, poco puede dudarse de su verdadera magnitud. Capturamos dieciocho personas y sólo dieciséis caballos, ya que nuestras impetuosas fuerzas optaron por golpear el pecho de los animales con sus lanzas antes de arremeter contra los jinetes. Para remate, como pude saber al interrogarlos, no se trataba de un grupo hostil, sino de los varones de una familia que regresaban a su aldea tras ofrecer sacrificios en un mísero santuario cercano. Al alzar los brazos sólo habían deseado manifestar que iban inermes, que nada debíamos temer de ellos, que ni siquiera llevaban armas salvo algún cuchillo largo. Seguramente hubieran regresado tranquilos a sus casas de no toparse con el dios Ajeprura Amenhotep, ansioso de combatir cuerpo a cuerpo y de obtener, finalmente, una victoria sobre los bárbaros. Por supuesto, nadie propuso deshacer el equívoco. Los que sólo horas antes eran felices campesinos que presentaban ofrendas a sus dioses, en estos momentos, eran muertos o esclavos que exhalarían el último aliento en la tierra de
Jemet.

Pocos días después, nuestro flamante ejército obtuvo una victoria muy similar a aquélla. Era el día veintiséis del primer mes de la tercera estación y acabábamos de cruzar el Orontes. Seguíamos empantanados en una búsqueda estéril de un enemigo que se ocultaba en un terreno que conocía y que debía de ir viendo con placer cómo nos adentrábamos en el mismo sin poder siquiera causar un mísero rasguño a sus fuerzas. De repente, alguien captó la presencia de algunos
setetyu —
no más de tres o cuatro— y dio la voz de alarma. Ajeprura Amenhotep no tardó en azuzar a su auriga y emprender la persecución. Mientras tanto los oficiales imploraban silenciosamente a los dioses para que no se tratara de una emboscada que acabara con el señor de
Jemet
y, de paso, con todos nosotros. Sin embargo, nada de lo temido sucedió. Ajeprura Amenhotep atravesó con una lanza a uno de los
setetyu, y
los soldados que le seguían, perdiendo el resuello por momentos, no tuvieron dificultad en caer sobre los otros y matarlos allí mismo. En total se dio muerte a tres o cuatro hombres, a los que no llegamos a interrogar, y capturamos dos caballos, un carro, una cota de malla y una aljaba llena de flechas. El resultado era claramente ridículo, pero se decidió inflarlo para animar a la tropa y para enviar a Egipto noticias alentadoras. Se afirmó —lo que era mentira— que el mismo Ajeprura Amenhotep había descubierto a los
setetyu
mientras oteaba en el horizonte y se ordenó celebrar una fiesta de acción de gracias en honor de Amón, ya que, al parecer, era este dios el que nos había dispensado la posibilidad de obtener una victoria tan clamorosa sobre nuestros enemigos.

Lo cierto, sin embargo, es que la tropa comenzaba a encontrarse muy descontenta. En cerca de un mes de campaña sólo sabían lo que era realizar marchas, acampar, limpiar y volver a realizar marchas, acampar y limpiar. Hasta el momento no habían podido practicar pillajes ni violaciones (los dos grandes alicientes de un conflicto bélico para la soldadesca) y aquí y allá empezaban a oírse voces quejumbrosas que, no sin razón, se preguntaban dónde estaba el ejército de un país que se suponía alzado en armas contra la tierra de
Jemet.
Aquel malestar pareció acallarse un poco cuando se les informó de que llegaríamos a Niy, un asentamiento supuestamente rebelde que podrían expugnar y saquear a placer.

Naturalmente, las convenciones de la guerra —y las necesidades de la propaganda— exigían que existiera un mínimo pretexto para entrar a saco en una población de la que sólo conocíamos el nombre. Ajeprura Amenhotep se brindó valientemente a proporcionar ese motivo. Se convino en que se acercaría a caballo hasta Niy y en la lengua de
Jemet —
no conocía otra— conminaría a la ciudad a rendirse. Cualquier respuesta —incluida la del silencio— se interpretaría como un insulto intolerable y, a continuación, nuestro ejército se precipitaría en masa contra el villorrio y lo arrasaría.

A los catorce días de nuestra victoria a orillas del Orontes, en el día diez del segundo mes de la tercera estación, avistamos la ciudad de Niy. Inicialmente todo transcurrió como se había planeado. Ajeprura Amenhotep se acercó hasta los muros de la ciudad —aunque a una distancia prudencial para evitar que una lanza o una flecha le obligara a ir al
ka
antes de tiempo— y montando uno de sus caballos comenzó a gritar un discurso insultante. Pero no pudo avanzar mucho en el desgranamiento del mismo.

Apenas había pronunciado media docena de frases humillantes cuando las puertas de la ciudad se abrieron y la gente, en actitud estudiadamente humilde y llevando presentes y flores, se dirigió hacia donde él estaba. Lo cierto es que iban tan inclinados y se postraron tan claramente nada más franquear los umbrales de la ciudad que ni un ciego hubiera podido confundirlos con enemigos. Apenas nos habíamos repuesto de esta sorpresa cuando alguien, desde el muro, frente al que estaba situado Ajeprura Amenhotep, gritó en un egipcio chapurreado:

—¡Larga vida a Ajeprura Amenhotep, señor de la tierra de
Jemet,
hijo de los dioses, nuestro soberano y rey! ¡Larga vida a su valiente y aguerrido ejército!

Pude observar que muchos de nuestros soldados torcían el gesto ante aquel despliegue de sumisa amabilidad. Con su astucia, los habitantes de Niy habían salvado sus vidas, y con su calculada generosidad consiguieron incluso proteger buena parte de sus haciendas.

Para nosotros, en cambio, los problemas subsistían. Nuestras tropas no conseguían saciar su sed de oro y mujeres, y además nuestros enemigos seguían sin aparecer, supuestamente forjando un arma templada con la que asestarnos un golpe terrible en el momento más conveniente para ellos. De momento no había botín, y en cuanto a la gloria, daba la sensación de pertenecer en exclusiva al señor de
Jemet,
que demostraba una habilidad especial para creársela a medida de su orgullo y vanidad.

Era obvio que, si se deseaba remediar esa situación, no podría seguir recurriéndose al pretexto de la provocación fingida, dada la manera en que había fracasado en Niy. A estas alturas, seguramente la voz habría corrido por la región y lo más seguro es que sólo nos encontráramos con ciudades sumisas y serviles. Si deseábamos fama y fortuna, antes de que nuestros cobardes adversarios presentaran batalla y mordieran el polvo frente a nosotros, resultaba obvio que debía golpearse primero y preguntar después. Por otra parte, y dado que el enemigo no se presentaba de momento, habría que buscar un contrincante al que robar aunque se encontrara entre las filas de nuestros propios amigos. Eso fue, finalmente, lo que hicimos.

8

A
penas habíamos perdido de vista a los habitantes de Niy cuando nos encaminamos hacia el enclave donde tendría lugar la primera victoria de envergadura que Ajeprura Amenhotep conseguiría en aquella segunda campaña contra los bárbaros. Nuestro destino era Ykati. Hoy en día apenas nadie sabe de la existencia de este sitio y tampoco era muy conocido en aquella época salvo por darse la circunstancia de que constituía un enclave aliado. Llegamos al mismo ya pasado el día veinte del segundo mes de la tercera estación. Hasta entonces habíamos visto villorrios inermes y sometidos, así como una población rendida voluntariamente, la astuta Niy. Ykati pertenecía, sin embargo, a una categoría superior. Se trataba de una ciudad aliada. La guarnición procedente de la tierra de
Jemet
que había en la misma no se limitaba a unos pocos soldados, sino que constituía un destacamento de cierta relevancia, destacamento que, según confesó su responsable, un tal Minhotep, estaba deseando la llegada del ejército de nuestro señor, antes de que los reyes del país marcharan sobre la ciudad.

Minhotep era, según recuerdo, un sujeto notable e incluso me atrevería a decir que excepcional. Le vi de lejos cuando salió con una patrulla a recibir a nuestro señor, y aquella misma noche coincidí con él en una cena de bienvenida. En general, no caía bien a los oficiales de nuestro ejército por razones que luego explicaré, pero a mí, a diferencia de ellos, me pareció un hombre con el que merecía la pena trabar amistad. No respondía, desde luego, al carácter típico del militarote destinado fuera de la tierra de
Jemet.
Educado y culto, no contemplaba con desprecio a los
aamu
y se alegró de conocer a alguien que, como yo, había estudiado algunas de sus lenguas. Según me comentó en un tono vivo y no exento de entusiasmo, en los años que llevaba en contacto con ellos había aprendido a apreciar sus virtudes, a disfrutar de sus tradiciones, e incluso —según me dijo bajando la voz— había tomado como concubina a una de sus mujeres. Con una sonrisa maliciosa me refirió que se trataba de una compañera sumisa, diferente al carácter de las que poblaban nuestra tierra, siempre ocupadas en acicalarse y gastar el dinero del marido. Seguramente la amaba, aunque no le había concedido la categoría de esposa para evitarse complicaciones con los mandos de
Jemet.

Mientras el vino de la tierra desataba su lengua, se atrevió —con la excusa de practicar conmigo el idioma de los indígenas— a susurrarme unas confidencias en un lenguaje extranjero incomprensible para cualquiera de los presentes que tuviera oídos indiscretos. Aquella medida ponía de manifiesto mucha prudencia por su parte porque, si yo hubiera sido indigno de su confianza, siempre habría podido alegar que no le había entendido bien y ninguno de los presentes hubiera podido testificar en su contra. A mí tal eventualidad no se me pasó en ningún momento por la cabeza. Todo lo contrario. Agradecía tanto la posibilidad de mantener una conversación inteligente con alguien tras varias semanas de marcha que, bajo ningún concepto, le hubiera delatado.

Según me refirió, Minhotep hacía tiempo que despreciaba la política que llevábamos a cabo entre estos pueblos. Consideraba que la codicia y altivez de que hacíamos gala nos enajenaba posibles amigos y que eso sólo contribuía a dificultar nuestra estancia en el país. En su opinión había que abogar por un entendimiento amistoso que beneficiara a ambas partes y que estrechara unos lazos forjados por intereses mutuos. Al parecer, ideas de este tipo eran la razón de que, en tiempos de Menjeperra Tutmosis, se le hubiera apartado del mando activo y destinado al extremo del universo, a Ykati. También ésa era la raíz del poco aprecio, por no decir abierto desdén, que le manifestaban los oficiales de la expedición. Debo decir que, en términos prácticos y pensaran lo que pensaran los demás, su trato con los naturales de aquella tierra había resultado beneficioso. Eso explicaba que mientras otras ciudades no habían tardado en apoyar la idea de la revuelta enviando soldados a formar parte del hasta ahora invisible ejército enemigo, Ykati, por el contrario, y con la excepción de dos o tres revoltosos, se mantuviera leal a nosotros.

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