El Escriba del Faraón (4 page)

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Authors: César Vidal

La entrada en aquel mundo significó mucho para mí. De hecho, fue creando un entorno sólido y seguro que me permitió sentirme tranquilo incluso en medio de situaciones cuyo efecto puede ser devastador para una persona normal. Eso fue, de hecho, lo que me aconteció cuando supe que Meresanj y Nehemawy, mis padres, habían ido al
ka.
Lo sentí, los lloré e incluso llevé luto por ellos durante unos días a la vez que dispensaba ofrendas a la diosa para que llegaran tranquilamente a
occidente.
Sin embargo, en muy poco tiempo asimilé su pérdida, puesto que, en realidad, ya hacía años que habían salido de mi vida y que mi existencia giraba en torno a otros sentires y quereres. Entre ellos, sin lugar a dudas, el primer lugar lo ocupaba Isis.

Lejos de ser alguien distante, a quien veía en el templo mientras me hallaba postrado o en la calle mientras la sacaban en procesión, la diosa pasó a convertirse en un ser cercano, que, en ocasiones, me pareció más próxima que muchas de las personas que pasaban por aquel templo. Isis, a la que todos llamaban
Weret-Hekau
y
Mut-Netjer,
es decir, la que cumplía las funciones de Señora y de Madre, porque efectivamente lo era, llegó a ser lo más importante de mi existencia.

Nufer, el sacerdote encargado de enseñarme cada rito y cada paso dado en honor de la divinidad, me contó, vez tras vez, la forma en que la diosa había dado inicio a todo lo bueno de que disponía el país de
Jeret,
desde la agricultura a la medicina, pasando por el matrimonio. Mi maestro en el sacerdocio era un ancianito menudo y delgado, amable y de buen color, que gustaba de explicarme todos y cada uno de los detalles de la existencia de Isis y los dioses relacionados con ella. A él debo muchos momentos de delicia y satisfacción, de emoción y religiosidad. Lloré cuando de sus labios brotó la descripción del asesinato de Osiris, el esposo de Isis, a manos del perverso Set, y me emocioné al escuchar los detalles del viaje de la diosa en busca de los despojos mortales de su divino marido. Como es sabido, al final todos fueron hallados con la excepción del falo, comido por el pez oxirrinco.

Nufer me enseñó asimismo cómo entender los gestos reflejados en las pinturas y en las esculturas, abriendo así un mundo nuevo e ignoto hasta entonces para mí. Le gustaba realizar aquella tarea obligándome a pensar, a discurrir, a reparar en algo que nunca había llamado mi atención.

—Nebi, existe un sentido en nuestra escritura más profundo del que has aprendido hasta ahora. De momento, sabes que determinados signos escritos se corresponden con determinadas palabras habladas, pero ¿te has parado a pensar por qué esos signos y no otros? ¿Has reflexionado alguna vez sobre la repetición de ciertas formas, de ciertos modelos en nuestras representaciones? Piensa, por ejemplo, en el
ieb,
el corazón. Su forma aparece en pectorales de nuestra diosa, en los jarros, en los amuletos, pero ¿por qué?

Yo balbuceaba algunas frases intentando encontrarle un sentido a todo y él fingía escucharme con interés por unos instantes, para, finalmente, afirmar que no estaba mal lo que decía pero que todo era mucho más profundo de lo que, al parecer, me imaginaba.

—El
ieb
es el asiento de la vida, de las emociones, de los sentimientos. Es el
ieb
lo que se pesa ante el tribunal de Osiris, es el
ieb
lo único que no se quita del interior de un cadáver antes de proceder a momificarlo... Precisamente por eso colocamos amuletos con forma de
ieb
entre las vendas de la momia, por eso lo relacionamos con Isis, por eso...

Y así podía continuar durante horas describiendo el significado del corazón y por qué era éste y no otro el símbolo utilizado en nuestra literatura, nuestros templos y nuestros palacios.

Sin embargo, a pesar de Nufer, a pesar del sosegado ritmo impuesto por nuestras tareas cotidianas, a veces, tenían lugar episodios que desmentían la suposición de que todo era plácido en aquella existencia. Recuerdo al respecto un incidente que resultó especialmente significativo. Estábamos en la estación de
ajet,
aunque no tengo claro si sucedió en el mes de
tot
o en el de
paopi.
Han pasado muchos años y mi memoria no retiene ya todos los detalles. Nos encontrábamos lavando la estatua de la diosa cuando uno de los sacerdotes, un hombre ya mayor, llamado Tjenur, descubrió una manchita pequeña en uno de sus brazos. Puede ser que la misma se debiera a algún insecto o quizá, debido a su tamaño, a algún animalejo que hubiera conseguido entrar en el santuario inadvertidamente. El gesto de fastidio que el sacerdote dejó que se dibujara en su rostro resultaba, por lo tanto, justificado, aunque desdijera algo de la solemnidad del lugar. Lo cierto es que empleábamos buena parte del día manteniéndolo todo pulcro y ordenado, y un inconveniente como aquél resultaba molesto. Sin embargo, lo que sucedió a continuación resultó desaforado. Irritado por aquella huella de suciedad, lanzó un escupitajo contra la imagen y pidió con voz airada un trapo. Cuando se lo acercaron, frotó con el mismo la mancha y, sin abandonar en momento alguno su gesto hosco, comenzó a quejarse por el trabajo que les daba lo que denominó «este maldito trozo de piedra». Sentí un escalofrío al ser testigo de aquel comportamiento. ¿Cómo podía Tjenur, un sacerdote consagrado, escupir en la imagen de la diosa? ¿Cómo se atrevía a llamarla «maldito trozo de piedra»? Ciertamente, éste era el material en que estaba labrada, pero se nos había enseñado que la divinidad moraba en ella de una manera inefable e incomprensible para el corazón humano y que desde la misma escuchaba con atención y clemencia nuestras plegarias.

Ninguno de los sacerdotes pareció darle excesiva importancia al episodio, pero Nufer se abalanzó sobre el blasfemo y lo sacó a empujones del recinto sagrado. Supe después que el asunto había llegado a oídos de Ptahmose y que Tjenur había recibido una merecida reprimenda, aunque no se le expulsó del templo ni se le aplicó ninguna medida severa de disciplina. En mí quedó en aquel entonces el interrogante acerca de cómo un hombre tan cercano a la diosa podía ser tan grosero y, a la vez, tan necio, puesto que se arriesgaba a recibir un castigo fulminante de la misma. Los acontecimientos, sin embargo, me harían olvidar pronto ese incidente.

Aquel año la crecida del
Hep-Ur
se reveló desastrosa. Lejos de regar suficientemente los campos para que dieran una cosecha abundante, actuó sobre ellos más como un castigo de los dioses que como una bendición suya. En lo más hondo de mi corazón llegué a preguntarme si no sería la manera en que Isis, nuestra Madre y Señora, manifestaba su repulsa por la manera ultrajante en que había sido tratada su imagen. Nufer no se atrevió a asentir totalmente a mi opinión, pero tampoco la rechazó por completo.

Los campesinos que habitaban en las aldehuelas cercanas al templo advirtieron en seguida que aquel año traería hambre y suplicaron a Ptahmose que sacara en procesión la imagen de la diosa para evitar una calamidad que ya se percibía como inevitable. Como siempre, el jefe de los sacerdotes accedió a los ruegos de aquella pobre gente, pero quiso dejar bien sentado que si la situación cambiaba, deberían manifestar su agradecimiento a la diosa y en el caso de que todo siguiera igual, tendrían que mostrar su resignación y conformidad extremando aún más si cabía su generosidad hacia el templo. Después, ante el grupo de campesinos que lloraba, gemía y se mesaba los cabellos frente a la perspectiva horrible del hambre e incluso la esclavitud por deudas, Ptahmose dio la orden de sacar del santuario en un día determinado la imagen de la diosa y de pasearla en procesión por la población cercana.

Así se hizo. Era demasiado ignorante aún para llevar el peso de la diosa sobre mi hombro y no pude, por lo tanto, disfrutar de ese privilegio que correspondió a otros. Como resulta habitual en este tipo de ceremonias, un grupo de sacerdotes levantaba la plataforma en que iba colocada la diosa y, a intervalos estudiados, se detenía mientras la gente salmodiaba y rezaba a la Madre y Señora. Los restantes sacerdotes, los aspirantes a serlo y los estudiantes de la
Per-anj,
presididos todos por Ptahmose, seguíamos a la divinidad.

—¡Madre nuestra, socórrenos! ¡Señora nuestra, apiádate de nosotros! —clamaba una multitud en la que pude ver el miedo y la desesperación tan presentes como la devoción.

—¡Intercede ante tu hijo Horus! ¡Vuelve tus ojos a nosotros! —chillaban impulsados por el espectro del hambre.

Abriéndonos paso con dificultad, cruzamos las miserables y polvorientas calles, procurando no caer desvanecidos por el aliento a ajo y cebolla de los que se acercaban a la imagen. En ellos latía la esperanza de que, tocándola, conseguirían una curación largamente anhelada o un favor especial como el de concebir y dar a luz hijos sanos. Cuando, finalmente, llegamos al lugar donde debía concluir la ceremonia, Ptahmose pronunció una predicación dirigida al pueblo. En términos generales, se trató de una larga exposición de los posibles pecados que podían haber provocado la cólera de los dioses, raíz real e indiscutible del comportamiento irregular del
Hep-Ur
aquel año. ¿Acaso no habían olvidado ser generosos con el templo? ¿Acaso no descuidaban muchas veces sus deberes espirituales? ¿Acaso no caían en la mentira, en la codicia de la mujer del prójimo, en el robo? ¿Cómo podían extrañarse de su situación presente? Con gestos firmes y palabras cortantes, el sacerdote jefe vapuleó a aquella masa durante un buen rato. Finalmente, sin embargo, dejó expresada la certeza de que aún se podía alimentar la esperanza en aquellos momentos:

—¡Hijos de la Madre y Señora! Vuestros actos del día de hoy han demostrado una vez más que la amáis como Soberana de vuestras vidas, que en ella habéis depositado vuestra confianza más absoluta, que en ella tenéis una fe, fuerte y segura, que no será defraudada. Seguid creyendo en vuestra Madre, porque una madre nunca desampara a sus hijos y no os desamparará a vosotros. Aquí en la tierra y luego cuando partáis al
ka,
ella es y será vuestra mejor valedora. Y ahora invoquémosla...

Cuando concluyó la ceremonia, aquella gente sencilla se retiró a sus casas, aunque algunos de los más desdichados nos siguieron de regreso al templo con la intención de adquirir algunos recipientes con el fluido sanador de la Madre. No habían sido curados al tocar la imagen, pero esperaban que ahora, bebiendo el agua con que se lavaba ésta, obtendrían la satisfacción de sus anhelos. Seguramente, aquella noche la gente del pueblo durmió mejor confiada en que las espigas se colmarían y los ganados parirían más, en que las mujeres no tendrían un mal parto y en que los niños crecerían robustos y bien alimentados. ¿Acaso no lo había dado a entender así Ptahmose, el sacerdote de la Madre y Señora? Ahora sólo quedaba esperar, con tranquilidad, los resultados de la devota procesión.

7

P
ero la diosa no escuchó a sus devotos hijos. Atribuí aquello a la conducta de Tjenur, el sacerdote blasfemo, pero cuando se lo comenté a Nufer, guardó silencio y no quiso expresar su opinión al respecto. Había contemplado los rostros de la gente y aunque, a mi edad, no podía llegar a entender del todo la magnitud de su preocupación, no conseguía borrar de mi corazón el recuerdo de la angustia que los embargaba mientras cruzábamos las calles de la aldea por donde habíamos llevado en procesión la venerada imagen. ¿Cómo era posible que nuestra Madre y Señora no los escuchara? ¿Acaso el pecado de un majadero como Tjenur podía recaer sobre tantos infelices, sobre sus familias y ganados? Finalmente, decidí comentar aquello con Amenmose.

—Nebi, hijo —me dijo con preocupación—, la actuación de los dioses no siempre es comprensible para los hombres. Quizá Tjenur sea el culpable de esto, pero ¿quién puede afirmarlo con seguridad? De en medio de esa multitud que tanta compasión te inspiró, ¿cuántos llevarán una vida que sea auténticamente buena? ¿Cuántos se acordarán de la diosa sólo cuando se avecinan problemas?

—Pero... —intenté argumentar.

—No, no, Nebi. No estoy diciendo que ésa sea la causa. Sólo pretendo que entiendas que nadie puede saber lo que los dioses van a hacer o por qué lo hacen y... y, por otra parte, debo aconsejarte que no hables de esto con nadie.

No pude evitar un gesto de extrañeza. ¿Qué quería darme a entender Amenmose?

—No me entiendas mal. Lo que deseo es que nadie te confunda con una persona descreída e impía. Guarda en tu corazón estas cosas sin compartirlas con nadie. La Madre acabará mostrándote todo.

Con aquella frase dio por terminada la conversación. Se levantó y desapareció de mi presencia. Ra descendía a bordo de
Meseket y
su luz rojiza producía curiosos juegos de colores en los muros rectos del silencioso templo. Por primera vez hasta entonces me percaté de su enorme solidez, de su carácter macizo y pétreo. En lugar de albergar a una poderosa divinidad, daban la impresión de constituir una fortaleza destinada a frustrar vigorosos asaltos.

Unos días después de la conversación con Amenmose pude ver de cerca las primeras consecuencias de la escasez. Unos recaudadores de impuestos de la
Per-a'a
pidieron albergue en el templo y Nufer me comunicó que se me había designado para ser una de las personas encargadas de servir la mesa mientras cenaban con Ptahmose. No pude oír la conversación en su totalidad debido al continuo movimiento de jarras, ollas y platos en el que me vi enredado, pero, aun así, logré captar la sustancia de lo que hablaron. El año había sido malo y en algunos lugares de la tierra de
Jemet
parecía inevitable que hiciera su aparición el hambre. Lo más sensato, quizá, sólo quizá, añadieron con prudencia los recaudadores, hubiera sido aplazar el pago de impuestos o incluso perdonarlos por este año. El señor de
Shemeu
y
Tamejeu
no hubiera sufrido en su nivel de vida regio y se habría contribuido a calmar un país que en algunas regiones se encontraba al borde de la desesperación. Sin embargo, lo cierto es que nuestro señor seguía necesitando imperiosamente bienes para llevar a cabo sus campañas contra los
aamu,
para alimentar y pagar al ejército y para sostener a toda la caterva de funcionarios que le parecían necesarios, incluyéndolos a ellos. Por tanto, los impuestos tendrían que ser cobrados, costase lo que costase. Ptahmose escuchó aquellas explicaciones en silencio sin dejar que su rostro revelase lo que sentía en su corazón. El templo tenía derecho a cobrar ciertas cantidades de algunos de los campesinos cercanos y, seguramente, no deseaba pillarse los dedos con una observación a destiempo. Terminada la cena, no entretuvo la sobremesa, sino que despidió a los recaudadores, arguyendo que el largo viaje los habría agotado y que lo que necesitaban realmente era descansar sus huesos.

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