Read El Escriba del Faraón Online
Authors: César Vidal
—Tú, sujeta a este necio por las manos, y tú, hazlo por los pies —ordenó a los dos críos, mientras les apuntaba autoritariamente con el índice de su mano derecha—. Os advierto que si se mueve, seréis vosotros los que recibiréis por partida doble su castigo.
Los dos se abalanzaron sobre las extremidades del niño que yacía en el suelo y se aferraron a ellas como el pescador que sujeta las fauces del cocodrilo para que no se abran y le devore. Sudaban y resoplaban, intentando no perder a su compañero, convertido circunstancialmente en presa y garantía de que, a su vez, no serían sancionados. Éste debía de imaginarse ya por entonces lo peor porque había empezado a sollozar bajito como si temiera que el llanto le acarreara mayores desgracias.
—Y vosotros —dijo Amenmose mirándonos a todos—, estad bien atentos. Vais a saber de primera mano lo que significa ser desobediente y recibir la disciplina exigida para esos casos.
A continuación sacó de debajo de su brazo la varilla de madera y cortó el aire con ella dos o tres veces como para asegurarse de que estaba bien templada. Luego, con paso decidido, se acercó al joven tumbado, le desató el taparrabos y dejó al descubierto sus nalgas. A continuación respiró hondo, tomó fuerzas y comenzó a descargar varazos sobre el trasero del niño de manera rítmica y sincopada, a la vez que contaba los golpes. No había en su rostro el menor asomo de ira ni tampoco la sensación de estar disfrutando con aquello. Era más bien el gesto, impersonal y seguro, del que sabe que hace lo que debe. Después del primer golpe, el niño comenzó a berrear de una manera terrible. Moqueaba y babeaba, mientras de su boca salían gritos que aseguraban que no haría aquello nunca más. Quizá deberíamos haber sentido compasión por él, pero tan noble sentimiento quedó más que cegado ante la visión de las tiras finas y rojizas que el azote iba entrecruzando en las posaderas del infeliz. Cuando llegó a los diez golpes, Amenmose se detuvo. Recuperó el resuello, metió la suave panza y se volvió a dirigir al muchacho al que acababa de castigar.
—Es tu primera vez y seguramente tendrás bastante con esto. Levántate y vuelve con tus amigos. —Y dirigiéndose a los niños que habían sujetado a su compañero, añadió—: Vosotros también.
El niño larguirucho se alzó del suelo como pudo, intentando a la vez sonarse los mocos, taparse las vergüenzas y secarse los ojos, todo ello sin dar ocasión para un nuevo castigo por su retraso. Cuando lo vi pasar a mi lado, sentí pena de él y supe que si Amenmose no se había detenido ante él, que era el más alto y el más fuerte, tampoco lo haría con ninguno de nosotros.
—Debéis saber que a partir de hoy estaréis completamente sometidos a mis órdenes. Yo os enseñaré a escribir y a descifrar lo que otros escribieron. De mí aprenderéis cómo medir los campos después de la crecida del
Hep-Ur
y cómo calcular el trigo que los campesinos deben entregar a la
Per-anj.
En suma, todo lo que es necesario y práctico para servir a vuestros semejantes. Pero debéis recordar en todo momento lo siguiente: os trataré siempre con justicia y sólo cosecharéis aquello que antes hayáis sembrado. Ahora os acompañaré a vuestro lugar de descanso...
A
unque severo, Amenmose hizo honor a su palabra en los meses siguientes. Debo decir que, en general, se trataba de un hombre justo y razonable que, en ocasiones, hasta se permitía bromear con nosotros y, muy excepcionalmente, participar en nuestros juegos. Había tres cosas, sin embargo, que no podía soportar: la haraganería, la mentira y la falta de respeto. En el grupo en el que yo estaba pocas veces tuvo que enfrentarse a ninguno de esos terribles defectos. Tras golpear al larguirucho —luego supe que se llamaba Hepu y que era hijo de un soldado y una mujer de
Wawat—,
nadie se atrevió a interrumpir una sola de sus explicaciones. Pero lo cierto es que bebíamos de las mismas no sólo por temor, sino también porque sabíamos que nuestra vida dependía de ellas.
Recuerdo que dos niños de nuestro grupo no llegaron a terminar sus estudios con Amenmose. No eran malos ni holgazanes, sino simplemente torpes. Inicialmente nuestro maestro intentó estimularlos con la vara, pero pronto comprendió que no se trataba de falta de voluntad, sino de capacidad. Finalmente, optó por enviar recado a sus familiares para que vinieran a recogerlos. Aquello nos causó mucha pena —y más a mí, que había llegado a intimar bastante con uno de ellos llamado Rasha— pero, sin duda, resultaba inevitable. Cierto como que Ra asciende todos los días al cielo a bordo de
Mandet
resulta que no toda la gente sirve para estos menesteres, y cuando se permite que todos accedan a ellos la única consecuencia es que la enseñanza se dispensa con menor rigor y profundidad y, finalmente, todos salen perjudicados. Amenmose lo lamentó, pero, según nos dijo, siempre tuvo claro que no podía sacrificar a todos sus alumnos por dos muchachos a los que los dioses no habían dado más inteligencia.
Hacerme con el arte de escribir no representó dificultad especial para mí. Antes de que la estación de
shemu
diera paso a la de
ajet,
sabía trazar con cierta destreza algunos de los rasgos esenciales de nuestra lengua en su forma escrita. Como luego sabría al estudiar otras, nuestra manera de escribir no se limita a dar un valor a cada parte de un sonido, sino que se vale de signos que, en ocasiones, expresan ya de por sí ideas completas. Amenmose se percató pronto de mi habilidad y en pocos meses decidió ir dándome fragmentos de obras literarias para que intentara leerlas y progresara así en la medida de mis capacidades. Aquello, que sólo podía beneficiarme, por otro lado, me permitió recibir un trato más benévolo en otras áreas.
Y es que, si la lectura y la escritura fueron para mí más una diversión que un aprendizaje, no puedo decir lo mismo de la resolución de problemas. Huelga decir que tanto la supervivencia de
Jemet
como el funcionamiento de la
Per-a'a
o la realización de las grandes construcciones exige dominar a la perfección estos trabajos, pero aquello no me estimulaba lo más mínimo a la hora de conseguir comprenderlos mejor. Cuando tenía que trazar los signos para las unidades, las decenas, las centenas, los millares, las decenas de millar, las centenas de millar o el millón, no eran pocas las veces que perdía la cuenta y dejaba alguno sin escribir. Por ejemplo, todos saben que la cifra nueve mil se escribe con nueve signos de millar. Pues bien, no era raro que yo escribiera ocho o diez. Trazar con el cálamo, por ejemplo, la palabra «escriba» no representaba la menor dificultad. Era simplemente cuestión de memoria y de cierta habilidad, una habilidad de la que no carecí nunca. Pero escribir novecientos noventa y nueve exigía veintisiete dibujos diferentes y no era raro que alguno se me pasara por alto.
Sumar y restar, pese a las dificultades indicadas, tampoco me costó grandes problemas, pero, de nuevo, multiplicar y dividir se convirtieron para mí en operaciones resbaladizas de cuyo resultado no estaba seguro casi nunca. Eran tantas las cantidades que había que ir duplicando y tantos los pasos donde podía tropezar que raro era que no lo hiciera en alguno. Por supuesto, y partiendo de esa base, los problemas
aha
no eran un terreno en el que yo destacara. Aún más. En aquellos momentos no entendía cuál podía ser la utilidad de responder a preguntas del tipo: «Una cantidad, si se le añade la cuarta parte, resulta quince, ¿qué cantidad es?», o del estilo de «¿cómo dividir 100 en dos partes para que la raíz cuadrada de una de ellas sea los 3/4 de la otra?».
Por las mañanas, tenía que dedicarme a temas áridos como el cálculo de la superficie del círculo (sí, aún recuerdo que el procedimiento consistía en sustraer 1/9 del diámetro y en calcular la superficie del cuadrado correspondiente) o el del saco que contiene oro, plata y plomo, comprado en 84 lingotes, del que había que calcular el valor de cada metal. En más de una ocasión Amenmose debía haberme golpeado con su vara, pero siempre encontraba algún camino —generalmente, una pregunta de historia o de literatura— para compensar mi error y no tener que recurrir a la disciplina.
Además era consciente de mi comportamiento por las tardes. Mientras mis compañeros se entregaban a los juegos, yo me dedicaba a repasar y memorizar signo tras signo de los que componen nuestra lengua escrita e incluso a escribir cosas relacionadas con los sucesos del día, con aventuras imaginarias fraguadas en mi mente o con las costumbres de los sacerdotes o los animales. Cuando, una tarde, recibiendo la brisa que venía del
Hep-Ur,
Amenmose descubrió aquellos trazos escritos con inseguridad y entusiasmo, no tardó en sumirse en su lectura. Aquí y allí me hizo alguna observación. Con gesto duro me señaló que el grafismo empleado no era el correcto o que la construcción de la frase dejaba mucho que desear. En los días siguientes descubrí su mirada, que se posaba sobre mí a hurtadillas. Finalmente, una tarde, se franqueó conmigo.
—Nebi, he estado pensando en lo que te vi escribir el otro día... —comenzó a decirme con gesto meditabundo, mientras se rascaba la barbilla pulcramente rasurada.
Contuve el aliento esperándome lo peor. Por aquellos días había sido devuelto a casa uno de los compañeros a los que me referí antes y temí que ése pudiera ser también mi destino. A juzgar por lo que me había ido indicando Amenmose, mi forma de escribir dejaba mucho que desear…
—... todo lo que habías trazado era muy imperfecto. Aquello estaba cargado de errores y equivocaciones...
Sentí que se me formaba un nudo en la garganta y que apenas podía contener las lágrimas. Si me expulsaban, ¿qué podría decirles a mis padres? Para ellos significaba un gran honor, un incalculable privilegio el poder tenerme allí estudiando...
—... leyendo todo aquello me hice aún más a la idea de que debes estar más atento en clase, pero, aun así...
Hizo una pausa y frunció los labios como si no encontrara las palabras exactas para expresar lo que quería.
—... aun así, reconozco que en ti existe un talento especial. Verás, Nebi, durante años he enseñado a muchos niños. En general, eran buenos muchachos que luego han servido con dignidad en diferentes posiciones. Algunos incluso han llegado a desempeñar altos cargos, pero pocos, muy pocos, poseían talento.
Me sentí tentado de pedirle que se expresara mejor, pero la inseguridad atenazó mis labios como si se tratara de un cerrojo.
—El talento es algo que no puede encontrarse en los
aamu,
ni tampoco en la gente de
Wawat.
El pobre Hepu, por ejemplo, sigue estudiando porque no es del todo torpe y además su padre es un bravo soldado a las órdenes de la
Per-a'a,
pero ya te habrás percatado de que no es precisamente un niño inteligente. Tampoco quisiera que creyeras que se trata de algo común o siquiera medianamente extendido entre los que hemos nacido en la tierra de
Jemet.
No, Nebi, no. En realidad, el talento sólo se encuentra en algunos hombres a los que los dioses han bendecido de una manera especial y... creo que tú, Nebi, eres uno de ellos.
Me quedé petrificado al escuchar aquello. En el interior de mi corazón el desconcierto había sucedido al temor y en esos momentos no sabía a ciencia cierta ni qué pensar ni qué decir.
—En lo que tú escribiste se puede percibir una inteligencia que va más allá de lo normal. Ya sé que no eres muy bueno calculando las dimensiones de un campo o la manera en que habría que medir distancias, pero, créeme, para hacer eso no hay que ser especialmente inteligente. Mas escribir, imaginar, narrar como tú lo haces... hijo mío, eso pueden hacerlo muy pocos. Sin duda, posees ese don y no puedes desaprovecharlo convirtiéndote en un mero funcionario, en un hombre mediocre a las órdenes de hombres mediocres. Por otro lado, debes gratitud a la diosa que te ha hecho así...
Amenmose hizo una nueva pausa, e intuí que estaba a punto de decir algo que resultaría decisivo para mi vida.
—Nebi, piensa bien antes de darme una respuesta. De ello depende ciertamente tu futuro... ¿Te gustaría ser sacerdote de la diosa y ahondar en los misterios de la divinidad? ¿Te gustaría escribir, una vez que supieras hacerlo correctamente, claro está, como ocupación principal? ¿Te gustaría aprender otras lenguas y hablar con hombres de tierras lejanas como hablas conmigo?
En el suave aleteo de las ventanas de su nariz percibí una emoción contenida, una inquietud especial, desconocida hasta entonces para mí. Pero al mismo tiempo supe, con una certeza que pocas veces he sentido después, que la propuesta de aquel hombre estaba encaminando mi vida por un sendero que me atraía y que alguien sobrehumano estaba abriendo seguramente para mí. Respiré hondo, le miré un instante a los ojos y contesté de manera afirmativa.
A
ún sigo sin saber qué dijo Amenmose a sus superiores después de la conversación que sostuvo conmigo, pero, fuera lo que fuese, el jefe de los sacerdotes, Ptahmose, aceptó las propuestas de mi maestro. De hecho, aunque seguí recibiendo enseñanza junto con mis compañeros, pronto se me hizo objeto de una deferencia especial. Y, poco a poco, a medida que iban pasando los años, mi vida fue estando más relacionada con los otros sacerdotes y con los aspirantes a serlo que con los jóvenes de mi edad. Con el transcurso del tiempo, llegué a diferenciar sin dificultad a los
sem,
relacionados con la momificación, de los
hemka,
encargados de los ritos funerarios, o de los
hemneter,
destinados al servicio del templo. Descubrí asimismo que entre ellos había diferencias considerables y que mientras algunos llegaban a ostentar el honorable cargo de
jeri-heb
en la misma
Per-a'a,
otros acababan encasillados en la condición de
web,
como siervos de un templo secundario en un destino que en poco o nada se diferenciaba del destierro. Lejos de ser un camino de sabiduría y aventura, como pensé la tarde de mi conversación con Amenmose, el sacerdocio no pasaba en buen número de casos de la rutina y del aburrimiento en la distancia. Sólo los muy capaces o los muy influyentes podían esperar otra cosa. No pertenecía yo a los segundos y, por tanto, sólo me quedaba la esperanza de esforzarme lo suficiente como para encontrarme entre los primeros.
Durante aquellos años me vi inmerso en una disciplina aún más rígida y agobiante que la que había conocido en los primeros meses de mi estancia en la
Per-anj.
Debía levantarme antes del alba y, a continuación, unido a otros sacerdotes y a los aspirantes, vestir, incensar y ungir con aceite la estatua de la diosa. Al mediodía ayudaba a echar agua de purificación a las fuentes sagradas del santuario y, por la noche, participaba en el ofrecimiento de dones a la divinidad.