El Extraño (35 page)

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Authors: Col Buchanan

Nico notó que el hilo de la red se deshilachaba entre sus dientes. Tiró con fuerza con su mano libre y rasgó otro tramo de la red, y luego otro, y, de repente, se precipitó por el agujero que acababa de abrir y se estrelló de espaldas contra el suelo.

Aléas se volvió inmediatamente, todavía con la red entre las manos, y observó, más con una expresión de divertida curiosidad que de sorpresa en el rostro, cómo se levantaba Nico a trompicones. Pero Nico le borró la sonrisa de los labios con un gancho de derecha. Aléas se tambaleó tratando de mantener el equilibrio y Nico le propinó una patada tan certera en la entrepierna que él mismo se estremeció con la brusquedad del impacto.

Aléas se puso blanco y se sentó con un cuidado extremo, resoplando y agarrándose la entrepierna.

—¡Santo cielo! —rezongó entre dientes—, ¿Era absolutamente necesario?

—Estas son las decisiones que nos vemos obligados a tomar en este lamentable mundo. Bueno, ¿por dónde íbamos?

—Llegarán en cualquier momento —observó Kosh, pasando la vasija de calabaza a Ash.

—¿Crees en serio que puede ganar? —inquirió Osho, sin apartar la mirada de la entrada al patio.

Kosh se encogió de hombros.

—Siempre has dicho que nunca puede darse por segura una victoria, ni siquiera cuando se logra.

La respuesta de Kosh provocó la risa de Osho y alentó las esperanzas de Ash.

—Si tu chico gana —dijo Baracha, también con los ojos fijos en la entrada y dándose golpecitos en la pierna con nerviosismo—, prometo tragarme la lengua.

—Por favor —repuso Kosh—, preferiría que no lo hicieras.

En un rincón del patio, el hilito de agua del reloj caía ruidosamente en su cómputo del tiempo. Ash se sorprendió de sentir en el estómago el cosquilleo propio de quien está a la expectativa. Quizá sólo se había contagiado levemente de la tensión de Baracha, o quizá, después de todo, realmente le importaba derrotar al Alhazií en sus jueguecitos.

Por lo menos, el muchacho sacaría algo de provecho. Una victoria ante los ojos de todos ayudaría a su adaptación y alimentaría su confianza en sí.

—Ya llegan —anunció Kosh el instante previo a que los aprendices aparecieran por el túnel del patio.

Algunos roshuns se pusieron en pie o emergieron del interior del monasterio dando voces.

—¡Aja!—exclamó Kosh—, Llegan juntos. ¡Y mirad, llevan las capturas entre ambos!

«Pero ¿qué es esto?», se preguntó Ash, desdibujando su gesto adusto con una sonrisa.

Baracha se cruzó de brazos, con las mandíbulas tiesas de cabo a rabo, como si verdaderamente estuviera tragándose la lengua.

Los dos muchachos llegaban cubiertos de mugre y sudor. Se detuvieron delante de los roshuns; en sus ojos podía leerse que habían puesto el punto final a aquel asunto independientemente de lo que tuviera que decir nadie al respecto. Al unísono arrojaron hacia sus maestros la red y las truchas muertas.

—Ya es suficiente —musitó Aléas, dirigiéndose a Baracha.

El hombretón alhazií inclinó la cabeza.

Los roshuns se apelotonaron alrededor de los aprendices y Kosh les felicitó con una palmada en la espalda. Aléas pasó sonriente el brazo por el hombro de Nico.

Osho fue el primero en advertir la llegada del Vidente. Ash se volvió a su prior cuando lo vio adelantándose un par de pasos con la mirada fija en la entrada, donde el anciano ermitaño aguardaba al sol.

El silencio se extendió entre el resto de los roshuns cuando repararon en su presencia. Osho y Ash se separaron del grupo y enfilaron hacia el Vidente.

—Algo va mal —observó Aléas, tirando de Nico.


Ken-dai
—dijo el anciano, dirigiéndose a Osho; el repentino silencio dio volumen a su voz queda.


Ken-dai
—respondió Osho.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nico en un susurro.

Pero entonces el Vidente añadió:

—Ramaji kana su.

Aléas inclinó la cabeza sobre el oído de Nico.

—Dice que ha tenido un sueño —le tradujo.

—San-ari san-re, su shido matasha.

—Y que cree que el mundo no debe seguir girando sin que lo conozcamos.

—An roshuntan-su... Antón, Kylos shi-Baso... tí an-yilicho. ¡Na-ga-su!

Aléas dejó salir un largo suspiro, al igual que todos los roshuns congregados a su alrededor. En medio del silencio musitó:

—Nuestros camaradas roshuns, los tres que fueron enviados para matar al hijo de la matriarca... han sido asesinados en Q'os.

—An Baso li naga-san, noji an-yilicho.

—Baso prefirió suicidarse a la vieja usanza antes que caer en manos de los sacerdotes.

No se movía una hoja en el vasto patio. Los roshuns aguardaban expectantes a que el Vidente continuara, pero al parecer no tenía nada que añadir.

—Hirakana. San-sri Dao, su budos
—dijo al fin, frotándose una vez las manos. Luego giró sobre los talones y se marchó; sus protuberantes orejas se sacudían mientras desaparecía por la puerta del patio.

—Eso es todo. Id con Dao, hermanos.

Todas las miradas se volvieron a Osho. Nico reparó en los puños apretados del anciano prior, si bien la expresión de su rostro era de absoluta calma.

El silencio se prolongó entre los roshuns congregados, que esperaban que su líder se dirigiera a ellos... con algún tipo de discurso, quizá, o con unas palabras para honrar la memoria de los camaradas muertos. Sin embargo, Osho no dijo nada. Poco a poco, el silencio fue tornándose en un vacío que pedía a gritos que lo llenaran.

Las manos del prior y sus dedos pálidos apretados con tensión seguían siendo el objeto de la atención de Nico. La atmósfera de inquietud fue en aumento y los roshuns más jóvenes se revolvieron con nerviosismo.

Ash inició el movimiento de dar un paso adelante. Baracha se percató de ello e inmediatamente lo secundó. Sus voces se confundieron.

—Iré yo —declaró Ash.

—Y yo —dijo Baracha.

Ambos se miraron con una evidente expresión de sorpresa.

A su espalda, Nico y Aléas los secundaron.

Capítulo 17

La guerra subterránea

Mahn pasó buena parte del día bajo tierra.

El general Creed lo había enviado al laberinto de túneles y cámaras que se extendía a través de la tierra y los escombros de los cimientos de la muralla exterior —la muralla de Kharnost—, donde los zapadores y el Cuerpo Especial trabajaban a destajo para impedir que el enemigo socavara el Escudo. Sus instrucciones habían sido de lo más simples: una evaluación independiente del estado de los hombres allí destinados.

«Parecen fantasmas», concluyó Bahn tras la primera hora en aquellas penumbrosas y frías galerías subterráneas donde se trabajaba duro y a veces se luchaba.

Los zapadores presentaban un aspecto harapiento y roñoso. La mayoría eran criminales que habían conmutado sus condenas por el aquel trabajo; aunque también servían voluntarios, buena parte de ellos antiguos mineros y trabajadores cualificados. Cualquier fragmento de su piel limpia de mugre resplandecía con una palidez enfermiza a la mortecina luz oscilante de las linternas. Cavaban en la tierra, transportaban escombros y apuntalaban techumbres con vigas alquitranadas en el silencio abyecto de un ataúd. Las jornadas de trabajo de los esclavos eran inhumanas y agotadoras, y se les concedía poco tiempo para dormir. Trabajaban en turnos de once horas, medio día —que en los túneles daba la sensación de ser el doble de tiempo—, tras las cuales salían a la superficie, se embebían de aire fresco y se frotaban los ojos bañados por el sol abrasador como quien regresa de la muerte.

El Cuerpo Especial era un mundo aparte. Sus miembros eran enjutos, tenían un aspecto feroz, embutidos en sus compactos coseletes de piel negros, y sus rostros solían estar surcados por cicatrices—. Se repartían en pelotones y ocupaban minúsculas cámaras con las dimensiones justas para acogerlos, donde jugaban a las cartas, remendaban su equipo o simplemente esperaban —con los ojos apagados por el aburrimiento— una repentina señal de alarma. Acostumbraban a llevar perros: animales fuertes y con la cara chata criados expresamente para las batidas subterráneas y con tantas cicatrices como sus amos. Éstos también iban enfundados en unos sencillos coseletes de piel y permanecían con las correas atadas a unos postes; de vez en cuando sacudían las orejas como reacción a los ladridos distantes de otros perros sepultados en los túneles. El aire allí abajo era viciado y apestaba a rancio. La escasa luz obligaba a mantener la vista continuamente forzada y la presión del silencio palpitaba en los oídos, como preludiando un acontecimiento terrible.

Era la primera vez que Bahn visitaba los túneles. Como la mayoría de los soldados corrientes, se congratulaba de evitarlos y escuchaba los relatos de las batallas bajo tierra con una mezcla de horror por lo que pasaban aquellos hombres y de alivio por no encontrarse entre los destinados allí abajo. No podía evitar pensar en su hermano y en cómo debía haber matado el tiempo en aquellas galerías, sumido en el tedio más absoluto, durante sus turnos como voluntario del Cuerpo Especial, consciente de que en cualquier momento podía sonar la alarma que lo reclamaba para acometer una batalla desesperada y sórdida en algún túnel de una oscuridad impenetrable, no más alto ni más ancho que él mismo. Su hermano Colé había pasado dos años encerrado en aquellas galerías, hasta que había sucumbido a la tensión permanente con la que se cohabitaba ahí abajo y había desertado del ejército y abandonado a su familia y todo lo demás. Nunca había hablado de sus vivencias bajo tierra, ni siquiera con Bahn.

Bahn llegó al extremo de un túnel con el techo tan bajo que tuvo que agacharse para esquivar las vigas combadas y putrefactas. El túnel se prolongaba varios cientos de metros serpenteando bajo tierra, iluminado por unas linternas tan alejadas unas de otras que las luces que emitían nunca se solapaban; con una puerta maciza al final de cada tramo que un miembro del Cuerpo Especial se encargaba de abrir y cerrar a su paso, y con un suelo de tierra apisonada en declive que volvía a empinarse hasta los cimientos de la muralla Kharnost y luego continuaba hacia tierra de nadie.

En el extremo del túnel, con esa sensación de presión sobre la cabeza, como de un cielo de tierra, Bahn fue guiado hasta un taburete de madera en los confines fantasmagóricos de un puesto de escucha, una sala en la que apenas cabían el par de camastros, el escritorio, el balde para defecar y los dos miembros sudorosos del Cuerpo Especial apostados ahí. Se sentó un tanto titubeante y apretó la oreja contra la boca de un dispositivo cónico que semejaba el cuerno de un toro, a su vez pegado a una sólida pared de tierra.

En el silencioso abismo de aquella sala, Bahn escuchó los alaridos apagados y frenéticos de un hombre.

—Imagino que será un zapador enemigo —señaló uno de los miembros del Cuerpo Especial—. Atrapado en un derrumbamiento.

Bahn levantó la mirada y reparó en la sonrisa del soldado.

—También debe de ser un novato, de lo contrario no gritaría de esa manera.

Su compañero alzó los ojos del trozo de madera que estaba tallando sentado.

—Siempre llevan una campanilla encima, de modo que si quedan atrapados, desatan el badajo y la hacen sonar para pedir ayuda. Así consumen menos oxígeno que gritando. —Apoyó la cabeza contra la pared—. Este, sin embargo, está sufriendo un ataque de pánico.

Bahn dejó a ambos en su lúgubre habitáculo y se marchó. Durante el viaje de vuelta, montado en la misma carreta de ruedas diminutas que se deslizaba por unos raíles metálicos tirado por una mula enana, se oyó la señal de alarma. Se encontraban en una encrucijada de túneles y por la galería de su izquierda llegaba el sonido de las campanas lo suficientemente alto como para asustar a la mula.

—Vamos, ya está —dijo el conductor, dirigiéndose al animal atemorizado en un intento de aplacarlo justo en el mismo momento en que un destacamento del Cuerpo Especial aparecía a la carrera, por la puerta del tramo que acababan de dejar atrás con los cuerpos encogidos y armados de dagas de empuje. La mula respingó inquieta y sacudió los cascos de las patas delanteras en el aire. La imposibilidad de liberarse de los arneses sólo acrecentó su pavor.

El conductor se inclinó hacia ella con los brazos extendidos para calmarla, chasqueando la lengua y hablándole con dulzura.

La mula le enseñó los dientes, puso los ojos en blanco, y empezó a cargar contra la pared, con arneses y todo, empotrándose contra ella, provocando con sus acometidas unos ruidos sordos como los de un puño poderoso aporreando el suelo. Bahn se bajó del vagón y acudió a echar una mano. Era evidente que tenían que apaciguar al animal antes de que se rompiera el cuello.

Pero el cuerpo del conductor le impedía acercarse, de modo que retrocedió, rodeó el vagón y enfiló por el otro lado del túnel. Se protegió la cara con una mano. Junto a él, la mula soltaba coces que astillaban la madera de la carreta y de paso sus propios cascos.

«Por aquí no conseguiremos nada —dijo para sí—. Hay que llegar hasta la cabeza.»

Bahn dio un salto hacia delante aprovechando que la mula había bajado las patas, pero el animal lo vio acercarse y lanzó una coz que lo alcanzó de lleno en un costado y lo dejó sin aire. Bahn salió rodando por el suelo y sintió cómo se le clavaban los raíles de hierro en la espalda. Permaneció tumbado, tratando desesperadamente de respirar.

No había forma de calmar al animal, y al cabo, el conductor, con el semblante adusto, tuvo que rebanarle la garganta con su cuchillo.

«Loco misericordioso», pensó Bahn tiempo después, todavía con la mano apoyada contra su costado maltrecho y apretando el paso de sus zancadas hacia los haces de los rayos del sol que descendían por el pozo de entrada al túnel como los dedos de la mano de un dios benévolo...

«Aquí perdió la cabeza mi hermano.»

Todavía presa de la agitación, Bahn no se sentía en condiciones de emprender la ascensión al ministerio y redactar inmediatamente su informe. Después de todo, su jornada ya había acabado, de modo que resolvió postergar el informe hasta la mañana siguiente, detuvo una calesa de dos ruedas que vio pasar y le dio las señas de su casa al conductor mientras se encaramaba al angosto asiento y contemplaba maravillado el cielo esplendoroso que se desplegaba sobre su cabeza.

Las calles bullían con el habitual ajetreo de tráfico y tenderetes. La calesa serpenteaba entre la multitud con cierta dificultad, al trote lento del conductor, que tenía que dar voces para que le despejaran el paso. Enfilaron por el barrio del Barbero y pasaron por las calles que habían visto crecer al Bahn adolescente, por entonces un distrito humilde pero de vecinos muy unidos, con peluquerías, pequeños comercios y ruinosos edificios residenciales; sin embargo, ahora sus calles estaban ocupadas en su mayoría por los carritos de los mendigos y por prostitutas que chismorreaban, algo que antes del inicio de la guerra era impensable encontrarse a plena luz del día. Según las rebasaba subido a la calesa, a Bahn se le iban los ojos detrás de las chicas de la calle, cuya vestimenta apenas ocultaba un centímetro de su anatomía.

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