Authors: Col Buchanan
Ya era entrada la tarde cuando llegó a su casa, del barrio norte de la ciudad, ubicado en la zona más alejada del Escudo que podía encontrarse. Aliviado por dejar atrás una nueva jornada laboral, bajó de la calesa y puso el pie en la calle delante de su casa justo cuando su cuñada Reese subía a su carreta.
«Qué cosas más extrañas ocurren», pensó Bahn, viendo la mano del destino, o de Dao, en aquella coincidencia, todavía con el recuerdo fresco de su hermano dándole vueltas en la cabeza.
Reese lo abrazó y le dio un beso en la mejilla mientras entraban en la pequeña vivienda de dos pisos. Era más espaciosa que el primer hogar que había compartido con Marlee encima de los baños públicos, aunque el espacio seguía siendo reducido. La casa estaba vacía, lo que en un principio sorprendió a Bahn hasta que recordó que su esposa y sus hijos habían ido ese día a visitar a la hermana de Marlee.
Bahn y Reese tomaron chee y charlaron en la terraza de la planta superior. No se habían visto desde la última visita de su cuñada a la ciudad.
—¿Dónde está Los? —preguntó Bahn por educación, pues se sentía en la obligación de interesarse por la última pareja de su cuñada aunque sólo fuera por mantener las formas.
Reese se limitó a encogerse de hombros. Bahn sabía que Los podía desaparecer durante días sin dar noticias de su paradero. Para jugar e ir de putas, colegía Bahn a partir del vago contacto que había mantenido con él. Los estaba en edad de alistarse, lo que significaba que hacía oídos sordos al llamamiento o bien había comprado con éxito su exención.
Era una vergüenza, discurría Bahn, pues sin duda volvería junto a Reese en cuanto se quedara sin blanca y no tuviera otro lugar adonde ir.
—Ya se acerca la fecha del bautizo de vuestra hija, ¿no? —inquirió Reese, forzando una sonrisa.
—Sí —respondió Bahn, intentando mantener una respiración superficial. Se había dado cuenta de que de ese modo su costado magullado no le dolía tanto.
—Estoy reservando algo de comida para la ceremonia. Algunas patatas para hacer pasteles y pimientos en aceite. Me temo que es todo lo que puedo reunir.
—Es un detalle —suspiró Bahn—, Marlee parece no creerme cuando le digo que no hay alimentos almacenados en ningún lugar aparte de los que se ven en el mercado.
Reese asintió con el gesto pensativo y la vista fija en su taza.
—Algo te preocupa, Reese —observó Bahn—. Sabes que siempre lo noto.
Su cuñada permaneció callada, pero él no se dio por vencido y, mientras rumiaba qué decir a continuación, de repente le asaltó la probable causa de su zozobra.
—Se trata de Nico, ¿verdad?
Apareció un temblor en los párpados de Reese, que desvió la mirada.
—Se ha ido.
—¿Se ha ido? ¿Qué quieres decir? ¿Adónde ha ido?
De nuevo ese gesto encogiendo los hombros, como si ya no hubiera remedio para nada.
—Se ha marchado de la ciudad. Ha aceptado un puesto como... aprendiz.
—¿Qué?
Sintió una repentina punzada de dolor en el costado. Se esforzó en ralentizar el ritmo de su respiración mientras aguardaba la respuesta de Reese. Era evidente que su cuñada quería añadir algo, pero vacilaba, hasta que al cabo pareció darse por vencida, como si lo que tenía que decir fuera algo demasiado ridículo para pronunciarlo en voz alta.
—¿Has tenido noticias de él? ¿Se encuentra bien?
Al parecer Reese no sabía nada.
Normalmente, Reese no tenía problema en hablarle con franqueza; entre ellos existía una especie de confianza mutua, de complicidad, que se había acrecentado desde que Colé, hermano mediano de Bahn y padre de Nico, los había abandonado, como si esa pérdida común les permitiera compartir otra serie de intimidades y preocupaciones. A menudo hablaban de Colé y se comentaban hasta el rumor más insignificante que cualquiera de los dos hubiera oído por boca de los veteranos que se cruzaban en su camino o que les hubiera llevado noticias. De acuerdo con la información más reciente, el rastro de Colé se perdía en Pathia, donde se rumoreaba que había sido ahorcado acusado de robar en la vía pública. Si bien también había quien afirmaba que se había convertido en cazador, que cruzaba las montañas y se adentraba en el mundo del Gran Silencio, donde permanecía durante meses errando solo por la selva. Debía de estar seriamente trastornado, pensaba a menudo Bahn, para abandonar a una mujer como aquélla e irse a vivir solo a la selva.
El dolor en el costado se le había extendido hasta la vejiga y sintió la necesidad imperiosa de aliviársela. Maldiciendo a su cuerpo por su particular sentido de la oportunidad, se disculpó y se levantó.
—¿Estás bien? —le preguntó Reese.
—Sí, sólo un par de costillas doloridas. —No quería mencionar los túneles, que inevitablemente evocarían el recuerdo de Colé.
Bahn bajó al piso inferior y enfiló hacia el retrete del patio trasero. Orinó sangre. Se levantó la túnica y la sujetó con los dientes para examinar los feos moratones del costado, también se palpó en busca de alguna costilla fracturada. Contento porque las halló intactas, se peinó el pelo hacia atrás, se alisó la túnica y emprendió el camino de vuelta arriba.
En cuanto estuvo de regreso en la terraza se preguntó si no habría sido un error dejar sola a su cuñada. Reese seguía sentada, con un brazo apoyado en la barandilla de madera y sujetando la taza de chee sobre el regazo con la mano del otro, pero ahora contemplaba con una mirada inquietante la calle y las hileras de árboles que la recorrían.
No pareció percatarse de que su cuñado volvía a sentarse con un cuidado extremo. Bahn habría catalogado aquel comportamiento en cualquier otra persona como una escena de autocompasión... pero no en Reese.
—¿En qué piensas? —le preguntó suavemente.
Reese se volvió a él. Algo de su sonrisa efímera parecía contener una disculpa. La taza de chee en su regazo parecía ahora haber caído en el olvido.
—Estaba pensando... sólo estaba pensando que Nico y Colé ya no están aquí.
Su voz tenía un tono quedo, contenido, que a Bahn le recordó los gritos apagados del hombre atrapado bajo tierra de aquella mañana, sin otra cosa para ver, sentir u oír que la oscuridad que lo envolvía.
Las hermanas de la pérdida y la añoranza
Las lunas gemelas brillaban en un cielo oscuro y salpicado de estrellas. Su luz de plenilunio —la de una, de un blanco matizado de gris, la de la otra, azul— obligaba a entornar los párpados. Surcaban el cielo siguiendo un curso que atravesaba parcialmente la Gran Rueda, el núcleo visible del universo, atenuando el brillo del vasto manto de luz de las estrellas. Sólo una vez al año las dos lunas se alzaban juntas en su fase de luna llena, anunciando el inicio del otoño. Quizá ése era el motivo del nombre que recibían: Hermanas de la Pérdida y la Añoranza.
Las dos figuras que ascendían la colina aparecían minúsculas e insignificantes bajo aquella bóveda celeste. La noche era lo suficientemente clara como para ver el terreno que se extendía delante de los caminantes, que andaban con la cabeza gacha, con la vista fija en sus pisadas y absortos en sus pensamientos. Por ello, casi supuso una sorpresa cuando se detuvieron ante la diminuta choza, que de repente emergió recortada contra la luz penumbrosa; el murmullo de la corriente del agua de fondo recordaba las crepitaciones de una hoguera lejana. Esa noche no había ningún fuego encendido en la pequeña cabaña salvo la llama de la lámpara que les daba la bienvenida y cuya lengua de luz amarillenta sobresalía del vano de la puerta. Sin vacilar, los visitantes se introdujeron en el interior de la choza.
El Vidente estaba sentado con las piernas cruzadas en una esterilla extendida en el suelo, con un libro abierto sobre el regazo que leía con los ojos entrecerrados tras unas gafas de gruesos cristales, mientras se rascaba distraídamente los picores causados por los piojos.
Pasaron unos minutos sin que diera muestras de haberse percatado de la presencia de los recién llegados. Nico empezaba a exasperarse, ansioso por que Ash se aclarara de una vez la garganta y reclamara la atención del anciano ermitaño.
El Vidente levantó al cabo la mirada en dirección a ellos, les sonrió y depositó cuidadosamente el libro sobre una pila de libros que se levantaba a su lado.
Ash hablaba y el anciano lo escuchaba atentamente y asentía, formulando de vez en cuando alguna pregunta. El Vidente hablaba con voz queda, respetuoso con el silencio de la noche que los envolvía. No parecía molesto por aquella intromisión a altas horas de la noche, más bien al contrario, parecía recibir con agrado la compañía. Era como si llevara toda la noche esperando la visita de un roshun.
Cuando la conversación entre él y Ash concluyó, el Vidente recogió de un rincón de la choza una caja hecha de astiles de plumas y la puso en el suelo frente a sí. Con sus dedos trémulos fue extrayendo objetos de la caja que Nico escrutaba según los colocaba sobre la esterilla.
Dispuestos en el suelo quedaron una plancha de pizarra, un trozo de tiza y un haz de lo que parecían tallos de carrizo seco de la longitud de un pie. Los objetos permanecieron intactos sobre la esterilla unos minutos mientras el Vidente realizaba una serie de respiraciones con una concentración extrema. Después, comenzó a mover las manos con una velocidad sorprendente para alguien de su edad. Arrojó el haz de carrizo contra la esterilla y rápidamente dividió en dos la montañita de tallos que se había formado. Recogió el montón de la derecha y, con unos movimientos que escapaban a los ojos, se pasó uno a uno los tallos de carrizo de una mano a otra, deteniéndose cada vez que se quedaba con cuatro tallos o menos en la mano derecha; entonces sujetaba esos tallos entre dos dedos y reiniciaba el proceso ya sin el carrizo que había separado del manojo inicial.
Una vez que tuvo tallos de carrizo entre los cinco dedos de la mano derecha se paró a contar cuántos sumaban. El número resultante parecía entrañar algún tipo de significado. Hizo una marca con la tiza en la pizarra —una simple raya— y dejó caer el carrizo sobre la esterilla para empezar de nuevo.
El proceso era largo y tedioso, de vez en cuando el Vidente dibujaba rayas de tiza en la pizarra, en unas ocasiones gruesas y en otras pequeños guiones, que, una detrás de otra, iban componiendo varias series. Nico perdió la noción del tiempo y ya se le cerraban los párpados cuando el Vidente pareció llegar al final de su tarea; en la pizarra había dibujadas seis líneas.
El anciano estudió los resultados, musitando algo para sus adentros.
—
Ken-yoma no-shido
—dijo, dirigiéndose a Ash.
El roshun asintió con el semblante serio.
El Vidente explicó sucintamente sus vaticinios. Cuando se interrumpió para examinar de nuevo la pizarra, Nico pidió en un susurro a su maestro que le tradujera las palabras del anciano.
Ash se sintió fastidiado por la demanda de Nico, pero un vistazo a los ojos exhaustos del muchacho bastó para ablandarlo un poco, al menos lo suficiente para ofrecerle un breve resumen.
—Le he preguntado cómo saldremos parados de esta
vendetta
. Me ha hablado de truenos y de un contratiempo, de cómo un suceso inesperado nos obligará a tomar una decisión trascendental. Ahora cállate; viene la parte crucial.
—Después de ese contratiempo se presentarán ante vosotros dos caminos —declaró el Vidente en una inesperada y perfecta lengua franca, mirando fijamente a Nico antes de depositar de nuevo sus ojos intensos en Ash—, Si seguís uno de ellos, fracasaréis en vuestro cometido, aunque con el honor intacto y todavía con un futuro por delante lleno de oportunidades... Si tomáis el otro, saldréis victoriosos, pero invadidos por la abyección y con un futuro aciago.
Ash meditó durante unos segundos los augurios expresados por el Vidente. Se aclaró la garganta.
—¿Eso es todo?
El ermitaño esbozó una sonrisa afable, pero no dijo nada.
Poco después, Nico y Ash hicieron una reverencia y enfilaron hacia la puerta de la choza. Nico ya le daba la espalda cuando oyó al anciano:
—¡Muchacho!
Nico se volvió. El Vidente se pasó la lengua por las encías y lo miró con los párpados entornados y trémulos.
—Tú no me has pedido ningún vaticinio. Esta noche tienes derecho a hacerlo.
—No sabría qué preguntarle.
El viejo ermitaño ladeó la cabeza.
—Tú no quieres embarcarte en esta aventura desquiciada.
Nico echó un vistazo buscando a Ash para comprobar si estaba escuchando, pero su maestro ya había abandonado la cabaña. Devolvió la mirada al Vidente, con la boca abierta pero sin decir nada.
—Temes no estar preparado para acompañar a tu maestro en esta vendetta. Sospechas que todavía eres demasiado inexperto.
Era cierto. Nico había pasado todo el día pugnando consigo mismo para conseguir enfrentarse a la idea de que a la mañana siguiente abandonaría aquel refugio recóndito que había empezado a sentir como un hogar. ¿Y para qué? Para atravesar el mar hasta la ciudad de Q'os, el corazón del Imperio, ni más ni menos que con el propósito de matar al hijo de la Santa Matriarca, cuando apenas era capaz de blandir una espada. ¡Por la dulce Eres! Sólo pensarlo le aceleraba el corazón.
—Así pues, ¿quieres escuchar mi consejo? —le preguntó el Vidente.
Nico se aclaró la garganta.
—Lo cierto es que no estoy muy seguro de creer en todas estas cosas de videntes y demás... Emplear sus dotes conmigo sería, por así decirlo, como malgastarlas.
—Has de saber una cosa, joven amigo mío: el germen de las cosas ya nos dice qué frutos podemos esperar de él.
Nico asintió, más por educación que por otra cosa.
—Cuando llegue el momento de que te separes de él, deberás seguir los dictados de tu corazón.
—¿Cómo?
El anciano sonrió y empezó a recoger la parafernalia diseminada sobre la esterilla delante de él.
Nico retrocedió lentamente hasta la puerta y salió de la choza. En el exterior reinaba la quietud de la noche, e incluso el rumor de la corriente del arroyo llegaba apagado hasta sus oídos. Ash permanecía junto al riachuelo, contemplando en silencio el agua que se estancaba y discurría entre las rocas.
Emprendieron juntos el camino de regreso al monasterio por la penumbra clareada.
—Un tipo extraño —comentó Nico.
Ash se volvió bruscamente a su aprendiz.
—Ese hombre merece todo tu respeto —le reprendió.