Authors: Col Buchanan
Inmediatamente pareció arrepentirse de su arrebato e intentó añadir algo, una disculpa quizá. Sin embargo, no dio con las palabras adecuadas, de modo que devolvió la vista al frente y siguió caminando.
Ambos descendieron con parsimonia y enfrascados en sus pensamientos la ladera alumbrada por las Hermanas de la Pérdida y la Añoranza. Más abajo, las luces cálidas y acogedoras que despedían las ventanas del monasterio destacaban en medio del bosque de hojas plateadas.
El diplomático
El primer día de otoño, ya próximo el cincuentenario de la subida al poder de los seguidores de Mann, bajo un aguacero atronador cuyas gotas se estrellaban contra el suelo como un chaparrón de esquirlas de cristal, un hombre emergió apresuradamente de la entrada cubierta y penumbrosa del Templo de los Suspiros, cubriéndose la cabeza rasurada con la capucha, y avanzó con rapidez por los tablones del puente de madera. Su túnica sacerdotal blanca se sacudía a su espalda impelida por el viento que ella misma levantaba y el estrépito de sus pisadas se confundía con el bullicio de las aguas turbulentas que discurrían por el foso que se extendía debajo.
El sujeto no se detuvo cuando rebasó a los acólitos enmascarados de servicio que se guarecían en la garita de la entrada del puente. Tampoco levantó la vista del suelo cuando sus pies lo llevaron por las calles desiertas del distrito que se extendía alrededor del templo. La picazón continuaba ensañándose con él, así que se rascaba constantemente los brazos y la cara. Se cruzó con un par de colegas sacerdotes que marchaban con la cabeza sepultada bajo la capucha y agachada en señal de sumisión a los elementos. El agua borbollaba en la superficie sin reflejo de los charcos y un gato encogido en el umbral de una puerta contemplaba en silencio la calle.
A la espalda del hombre, cada vez más lejana, la figura imponente del Templo de los Suspiros se levantaba como un ser vivo entre las cortinas de lluvia, con los costados sembrados de tal cantidad de púas que parecía la coraza de un erizo. Una torre que más que una torre semejaba una enorme columna retorcida levantada con pilares estriados y torrecillas envueltas y pandeadas por aparejos de piedra. El joven sacerdote sentía su presencia detrás de él, como un gigantesco centinela que lo vigilaba. Eso le rebajaba aún más el ánimo: esa sensación de confusión con la que había despertado la mañana de su vigésimo cuarto cumpleaños.
Según se alejaba del templo, las calles aparecían más concurridas. Delante de él se levantaba una algarabía de alaridos y gritos como procedentes de una exhibición de animales salvajes. La lluvia había amainado y ahora una llovizna persistente acompañaba al sacerdote cuando entró en la amplia plaza conocida como plaza de la Libertad, una explanada abierta con tres de sus cuatro costados delimitados por lejanos edificios de mármol, detrás de los cuales sobresalían torres secundarias: pálidas agujas en parte veladas por el manto de lluvia.
La adversa meteorología apenas había amilanado a la vasta multitud de devotos ya congregados en la plaza anticipándose al próximo festival de Augere el Mann, para el que todavía faltaba casi un mes. La mayoría eran peregrinos llegados de todos los rincones del Imperio, en un número mayor del habitual dado que este año el Augere celebraba el quincuagésimo aniversario del gobierno de Mann. Entre ellos había hombres y mujeres en igual número, extranjeros que habían abrazado fervorosamente la religión de Mann pese a que muchos compatriotas suyos seguían renegando de ella y llamando a la insurrección. Todos iban ataviados con la vestimenta común para los devotos legos: una túnica de un vivo color rojo prácticamente hasta los pies. En la parte frontal de las prendas empapadas lucían la prueba de su conversión: la huella blanca de una mano abierta, descascarillada por el paso del tiempo, de tal modo que ahora no era más que un montón de manchas de color rosa.
A pesar de llevar varios años viviendo en la ciudad, el joven sacerdote Ché todavía no se había habituado a ver y oír a aquellas masas de devotos. Enfiló chapoteando por las losas de piedra del pavimento de la plaza, oteando en derredor desde el refugio de los pliegues de su capucha.
Algunos peregrinos correteaban enloquecidos por la plaza vociferando en lenguas desconocidas para él; otros escuchaban, con un brillo en los ojos, los sermones incendiarios que declamaban los sacerdotes encaramados a estrados protegidos por doseles, desde donde gritaban y gesticulaban con fervor a las multitudes, que respondían a sus palabras con gestos de asentimiento o con vítores. Otros se clavaban pinchos en el rostro sangrante, o desfilaban con el cuero cabelludo envuelto en llamas, o copulaban tirados en el suelo, o simplemente deambulaban por la plaza como turistas aturdidos, boquiabiertos ante el espectáculo que se desplegaba a su alrededor.
Ché bordeó una enorme muralla de nuevos conversos que prácticamente se extendía de un lado al otro de la plaza: diez mil personas permanecían de pie frente al Templo de los Susurros envuelto en el manto de lluvia, todos ellos vestidos con túnicas rojas todavía lisas y salmodiando ininterrumpidamente con los brazos alzados. En sus rostro seguía brillando el fervor que los había empujado hasta la sagrada Q'os para el ritual de conversión.
Todos ellos se arrodillaron al unísono sobre las losas; el roce de las diez mil túnicas sonó como el murmullo de una racha de viento. Inclinaron la cabeza hasta el suelo y volvieron a levantarse, únicamente para repetir el ritual. El joven sacerdote rebasó las filas de los conversos que esperaban su turno calados hasta los huesos para que un sacerdote ordenado de Q'os les estampara la mano cubierta de pintura blanca en el pecho. Ni siquiera entonces Ché aminoró el paso; los peregrinos se apartaban para despejarle el camino en cuanto reparaban en su túnica blanca. Pasó por debajo de las piernas abiertas de una estatua que chorreaba agua y que representaba a Sasheen, la Santa Matriarca, sentada a horcajadas sobre un zel rampante, y otra de Nihilis, patriarca fundador de la orden con una expresión adusta y ancestral en su rostro de bronce.
Hacia el rincón oriental de la plaza, el gentío empezaba a ser más disperso y los peregrinos se mezclaban con los ciudadanos de a pie que se dirigían a sus quehaceres cotidianos. Ya se habían montado los habituales carritos de venta ambulante, con sus sencillos toldos combados, bajo los cuales los vendedores ofrecían tazas de papel con chee caliente, cuencos con comida e impermeables hechos un fardo. Otros vendían recuerdos a la intemperie: baratijas de latón que representaban a Sasheen, Mokabi o Nihilis. Todos ellos observaban sin interés alguno las prácticas que se desarrollaban a su alrededor, y de vez en cuando lanzaban una mirada furtiva a los reguladores vestidos de paisano desplegados por parejas alrededor de la multitud y que no perdían detalle de todo lo que acontecía.
Una pareja de guardias, a lomos de zels y con las ballestas sin encordar apoyadas en el regazo, se detuvo para ceder el paso a Ché, que no se molestó en agradecérselo. El joven sacerdote salió de la plaza por el este, por la calle Dubusi, enseguida giró a la izquierda y rápidamente a la derecha, atajando por callejuelas secundarias; el bullicio de las multitudes se atenuaba a cada paso que se alejaba de la plaza. Sus sentidos se pusieron en alerta en busca de algún indicio de que estuvieran siguiéndolo.
Cuando llegó a las inmediaciones de uno de los pequeños campanarios, su túnica blanca empapada había adquirido un matiz gris por la lluvia constante. La tela se le pegaba a los brazos y las piernas y traslucía sus músculos duros y nervudos. Todavía le picaba horrores la cara, así que se detuvo antes de poner el pie en el puente de acceso a la pequeña torre, se quitó la capucha de la cabeza y contempló el cielo gris; hizo unos movimientos de rotación con el cuello y se concedió un minuto para disfrutar de la lluvia relajante. Luego escupió el agua acre acumulada en la boca y se limpió la lluvia de los ojos.
Una bandada de murciélagos descendía lentamente trazando círculos en el cielo. Eran más grandes que los que Ché estaba acostumbrado a ver sobrevolando la ciudad y que eran utilizados en labores de vigilancia o como mensajeros entre los distintos templos. Imaginó que debía de tratarse de los nuevos murciélagos de batalla que el Imperio había estado desarrollando durante los últimos años, supuestamente lo suficientemente resistentes como para transportar ordenanzas hasta el campo de batalla. Sus sospechas se confirmaron cuando la bandada viró abruptamente y sobrevoló la plaza de la Libertad: un desfile aéreo que pretendía deslumbrar a los peregrinos con las inagotables innovaciones de Mann.
Ché se adentró en el puente con paso lento. Al llegar a la entrada de la torre se detuvo junto a una maciza puerta metálica con una rejilla incrustada a la altura de la cabeza; estaba demasiado oscuro para ver los ojos que sabía que lo observaban desde el otro lado. Se deslizó el postigo de una ventanita a la altura de su cintura y apareció un hueco negro que lo invitaba a presentarse. Ché se rascó el cuello de nuevo antes de introducir las dos manos en el hueco.
Una sucesión de golpetazos metálicos reveló la manipulación de los numerosos cerrojos de la puerta. El joven sacerdote recogió las manos y se abrió un portillo en la puerta mayor. La abertura era intencionadamente estrecha y baja para obligar al visitante a entrar inclinado y de costado; puesto que Ché ya era de corta estatura no tuvo que agacharse.
«Todo obstáculo es una bendición», pensó con sequedad. Ni siquiera allí, en el corazón del Sacro Imperio de Mann, encontraba extraño recordar ese viejo dicho roshun.
A esas horas en el Templo Sentiate reinaba la quietud. Su planta baja circular estaba sumida en una penumbra que debía de ser la habitual, pues no había ventanas y la única iluminación procedía de un puñado de lámparas de gas que chisporroteaban dispuestas a lo largo de los muros curvilíneos. Los dos acólitos de guardia observaron a Ché desde detrás de sus máscaras mientras éste se secaba la cabeza rapada como haría un perro y se escurría la túnica empapada.
—Está lloviendo —explicó en un tono que sonó a disculpa.
Los centinelas se preguntaron si no sería un imbécil, uno de esos privilegiados sacerdotes jóvenes que a veces se zafaban de las redes de los examinadores por medio del dinero y de la influencia familiar.
La cabeza del más alto de ellos se cernió sobre Ché como si fuera otra torre más desde donde lo vigilaban.
—Aquí sólo servimos a las castas más altas —dijo el guardia—. Exponed el motivo de vuestra presencia.
Ché arrugó el ceño.
—Me temo que básicamente es éste...
Los acólitos sólo tuvieron tiempo para poner los ojos como platos antes de que los dos puñales de empuje se hundieran en sus gargantas; se agitaron con convulsiones, con los pies pegados al suelo. Ché extrajo las dos hojas simultáneamente al tiempo que daba un paso lateral para evitar los chorros de sangre cuya dirección y trayectoria conocía de antemano. Bordeó el charco de sangre que se expandía por el suelo escudriñando en derredor en busca de testigos. Cuando devolvió la vista a los guardias, éstos hincaban las rodillas en el suelo de piedra; uno se desplomó de costado con el cuerpo encogido mientras el otro caía de culo y luego se derrumbaba de espaldas contra el suelo.
Ché no sintió nada.
Obró con rapidez a la hora de arrastrar los cuerpos para ocultarlos detrás de la estatua de una celebridad del Imperio: el archigeneral Mokabi. Ya retirado, descubrió Ché cuando se tomó un momento para examinar la hornacina que la albergaba. Los charcos de sangre podrían delatar lo ocurrido, pero en medio de aquella penumbra eso sólo sucedería si alguien los pisaba por casualidad, de modo que pudo despreocuparse de ellos, ya que la tarea que lo había conducido al templo no le ocuparía demasiado tiempo.
Se agachó envuelto por la oscuridad y se valió de un cuchillo para despojar a uno de los acólitos de su túnica; de ella hizo un fardo que se colocó bajo el brazo.
La escalera norte consistía en una simple serie de peldaños fijados al espigón. Ché subió siete pisos por ella, actuando con naturalidad, como si realmente estuviera en su ambiente, y a ninguna de las personas con las que se cruzó se le ocurrió darle el alto.
Cuando llegó a la séptima planta de la torre, se detuvo ante un rellano que daba paso a una estancia amplia y fastuosa de mármol rosa, con una fuente en el centro rodeada de macetas con plantas. La fragancia embriagadora de los narcóticos del placer que flotaba en la atmósfera de la cámara producía un cosquilleo en la nariz. Tres eunucos con la cabeza afeitada y algo rellenitos estaban arrellanados en el borde de la fuente, ataviados con túnicas holgadas y armados de dagas. De vez en cuando se salpicaban agua unos a otros y lanzaban una mirada fugaz entre risitas tontas a una pareja de sacerdotes sentados en el borde opuesto de la fuente, el uno con el semblante rebosante de entusiasmo, el otro, de profundo aburrimiento. Del otro lado de las oscilantes colgaduras rojas de seda de una puerta en arco más allá de los sacerdotes, con mosaicos con escenas sensuales, llegaba el ruido de risas masculinas y femeninas mezcladas con la música de flautas y el tenue y monótono tamtan de tambores.
Ché, todavía vacilante en el borde del descansillo, echó un vistazo por el hueco de la escalera hacia el piso inferior y se rascó mecánicamente el brazo mientras rumiaba rápidamente sus opciones.
Descendió a la planta de abajo, al parecer vacía, aunque se oían los ronquidos constantes de varias personas.
Ché se sintió atraído por una ventana que arrojaba una luz pálida sobre el espacio penumbroso que se extendía ante él; la abrió hacia dentro y sacó la cabeza a la lluvia.
Miró hacia arriba y comprobó que sus sospechas se cumplían: una fachada de hormigón prácticamente vertical, salpicada de salientes ornamentales demasiado separados entre sí como para trepar por ellos. La siguiente ventana se encontraba cuatro pisos más arriba.
Ché se afanó. Lo primero que hizo fue ponerse unos finísimos guantes de piel, luego extrajo un tarro de arcilla de la bandolera donde guardaba su equipo que llevaba colgada bajo la túnica sacerdotal. El tarro estaba cerrado con un grueso tapón de cera y tenía una correa atada a un alambre que daba varias vueltas alrededor del cuello del recipiente. Retiró el tapón de cera y el hedor a grasa animal y algas le asaltó las fosas nasales; comprobó con satisfacción que el contenido blanco y cremoso no se había solidificado. Se colgó la correa con el alambre del cuello, de modo que el tarro le quedó colgando a la altura de la cadera, y sacudió el fardo hecho con la túnica que había arrebatado al acólito, para desplegarlo. Empezó a cortar la tela a tiras con un cuchillo que extrajo de la bota. Sólo en una ocasión echó un vistazo atrás para examinar la cámara, y ni siquiera entonces interrumpió su tarea.