—Toto, usted se adecúa a esa descripción.
—No me ofendo. Lo que Fidel no tiene es una comprensión de las formas razonables de la corrupción. Y Guevara menos. Ninguno de los dos entiende la naturaleza fluvial de la corrupción.
—¿Fluvial?
—Como un río. ¡Ribereña! ¡Escúcheme! Me opongo al saqueo voraz. La avaricia excesiva no debe ser recompensada. Pero la corrupción compasiva, es otra cosa. Los que detentan cargos de responsabilidad, deben aceptar regalos. Una corriente modesta contribuye a arrastrar la suciedad al mismo tiempo que dilucida las seducciones de la luz. Fidel es un hombre incapaz de comprender el valor de la corrupción. Hay oscuridad en su corazón. Sus errores de juicio son enormes. Podría enumerarle todos los estafadores, timadores y chantajistas de su país.
—¿Gángsters?
—Sí. Figuras prominentes. No le perdonan a Castro el que les haya arrebatado sus casinos. Un error monumental. Fidel ha enfurecido a esas personas. No se corta la fuente de riqueza de un hombre a menos que se esté dispuesto a matarlo.
Hacía más de dos horas que comíamos y bebíamos. Tenía la cara roja y parecía fatigado. Cada vez que daba una calada a su cigarro, yo entreveía los grandes fuelles mutilados de sus pulmones. Su aliento parecía tener su propio cauce fluvial que recorrer.
Seguía hablando. Los camareros permanecían de pie al fondo del salón. Era tarde. Pero Bárbaro los llamó para otro golpe. Sentí un desasosiego mayor al que la situación parecía justificar.
—A nosotros los cubanos nos gusta decir que al atardecer las aguas del puerto de La Habana revelan todos los colores de la cola del pavo real. Ver para creer. Aquí, en su bahía de Biscayne, hay asomos de ese esplendor tropical. Pero sus aguas miran hacia el este, por eso no revelan la magia de nuestro universo cubano, tan lleno de colores, de luces celestiales e infernales. En las aguas de ese puerto, los cubanos podemos ver reflejados nuestros matices emocionales. Tomamos conciencia de lo que nuestra existencia tiene de noble y de mancillado; vemos lo esplendente, lo luminoso, lo sórdido, lo traicionero. Contemplamos los colores mismos del odio. En cada crepúsculo sobre La Habana vemos todas las transiciones elementales. —De pronto se incorporó—. Estoy mareado —dijo. Lo miré sorprendido, pues jamás hubiese esperado esas palabras. Buscó un pastillero, lo abrió, no encontró lo que buscaba entre una docena de píldoras con la mitad de los colores de las aguas crepusculares de La Habana y trazando un círculo con el brazo me indicó que la comida había terminado y que debía llamar al camarero para pagar la cuenta—. Vámonos de aquí.
Con paso tambaleante, aunque más perentorio que nunca, me cogió del brazo como si me guiase, cuando en realidad se colgaba de mi cuerpo en busca de apoyo. Salimos del restaurante y nos dirigimos a mi coche. Dada la hora, era el único en el aparcamiento.
—Lléveme a mi motel.
Vivía en un motel no lejos del mío. Mientras conducía, esperaba que se desmoronara. Cuando me detuve ante un semáforo, me indicó que siguiese.
—Está usted teniendo un ataque al corazón —dije.
—Sí.
—Vayamos a un hospital.
—Demasiado lejos. —Tosió—. Mi medicina es suficiente.
Antes de que llegáramos a su habitación, estaba tan mojado como un caballo que ha trabajado duro. En algún momento del viaje debió de haber pensado que se moría.
—¡Ay, hermano! —exclamó, y se golpeó la cabeza contra mi hombro.
Una vez en su habitación, se desmoronó sobre la cama, levantó el índice y el pulgar para indicar el tamaño de una botella, ciertamente pequeña, y dijo:
—Nitroglicerina.
El mayor temor que tuve en ese momento fue que, al abrir el botiquín, no hallase la botellita, pero, afortunadamente, en seguida di con ella. Había siete frasquitos, de distintos tamaños y colores, con sendas etiquetas, una de las cuales rezaba «Nitroglicerina». Sobre el estante de vidrio, los frasquitos parecían piezas de ajedrez en la última fila de un tablero.
No pude creer lo que a continuación sucedió. Se puso dos pildoritas blancas debajo de la lengua, se excusó, cerró la puerta del cuarto de baño, y después de vomitar varias veces, salió lo suficientemente recuperado para abrir una botella de vino añejo e insistir en otro golpe. Bebió el primer trago con otra píldora de nitroglicerina.
—Uno de estos días moriré de un ataque al corazón —dijo—, y será debido a mi glotonería. Esta glotonería, ha sido el sustituto obvio de la voracidad prodigiosa a la que me entregué cuando era presidente del Senado.
—¡Olé! —exclamé, y levanté la copa.
—Uno de estos días —repitió—, moriré de un ataque al corazón. Entonces, usted pedirá una autopsia.
—¿Por qué?
—Para ver si no fui envenenado.
Traté de sonreír cortésmente. Estaba sintiendo el viejo imperativo de los Hubbard: «Nunca reacciones rápidamente ante una declaración extravagante».
—Bien —respondí—, ¿no podría ser más específico?
—Moriré de un ataque al corazón —insistió—. Una autopsia puede determinar si fue provocado por razones químicas, o no.
Suspiré. Dadas las circunstancias, lo que dije debe de haberle sonado algo extraño, pero no quería prometer algo que luego no pudiese cumplir.
—Sólo la Policía —dije—, o sus parientes, Toto, pueden requerir una autopsia. No creo que esté incluido en ninguna de esas categorías.
—En este momento, usted está físicamente más cerca de mí que mi propio hijo. Y, por cierto, está en una posición más elevada que la Policía. De hecho, puede ordenarles lo que se debe hacer.
—Ni siquiera puedo salvarme de una multa de tráfico.
—No es necesario que reconozca ante mí que pertenece a la CIA, pero, por favor, no se sienta en la obligación de seguir negándolo. No voy a molestarlo más de lo necesario. Sin embargo, hay algo crucial. Es imprescindible enviar un mensaje arriba. —Alzó un dedo—. A nuestro padre —dijo. Por un momento pensé que se refería al Padre de todos, pero luego agregó, torciendo los labios de una manera extraña—: Nuestro padre, que es su padre.
—Usted ni siquiera lo conoce —dije.
—Conozco su posición. Es crucial que su padre y yo hablemos.
Por fin me di cuenta de las excelentes razones de Faustino Bárbaro para buscar mi compañía. Si bien yo no podía decir que sintiera demasiado afecto por él, aun así me noté traicionado.
—No lo pondré en contacto con él a menos que sepa más.
—Es concerniente a su bienestar.
—¿Está usted en condiciones de proteger el bienestar de mi padre?
—He hablado con dos hombres. Malos tipos. Sostienen que trabajan para él.
—¿Quiénes son ellos? Podía sentir su miedo.
—Ellos son desahuciados —dijo por fin.
—¿Gente pobre? ¿Cubanos?
—No. Estadounidenses. Ricos. —Parecía desdichado—. ¡Piense! No es difícil.
—¿Castro les expropió los casinos? —pregunté.
Asintió.
—Empecemos de nuevo —dije—. El grupo al que represento tiene contactos con muchas clases de personas. No veo ningún elemento extraño en lo que usted me dice.
—Eso se debe a que usted no considera una conclusión que anticipará lo definitivo. Lo último.
En ese momento, mi alarma creció enormemente, como si un vehículo con una sirena escandalosa acabara de aparecer en la esquina. Se me ocurrió que en la habitación de Faustino Bárbaro podía haber micrófonos ocultos. La conversación podía ser una provocación.
—Le aseguro —dije— que es imposible que mi padre esté relacionado con tal proyecto, de modo que es absurdo seguir hablando sobre el tema.
No sé qué pudo haberme traicionado, pues pronuncié aquellas palabras con tono claro y sorprendentemente convincente, al menos para mí, pero Bárbaro se apoyó sobre el respaldo de su silla y señaló una de las lámparas con un dedo lánguido, como diciendo «¿Quién sabe dónde han instalado esas cosas?», al tiempo que me dedicaba un guiño lento y descarado.
—En ese caso—dijo—, quizá no tenga usted que llamar a papá, después de todo.
Estaba tan contento como si supiera que finalmente lo haría.
Esa noche, dormí. Cinco minutos después de llegar al Royal Palms, la bebida, mezclada con los acontecimientos de la noche, me golpeó como una maza.
Cuando desperté, la aflicción me embargaba. Seguía bajo los efectos del alcohol cuando la respuesta de Harlot a mi anterior informe llegó a Zenith. Eran las diez y media de la mañana. Afortunadamente, estaba dispuesto para recibirla, a pesar del estado en que me encontraba.
SERIE: J/38, 761, 709
RUTA: LÍNEA/ZENITH-ABIERTA
A: ROBERT CHARLES
DE: VALIENTE 10:28, 12 DE JULIO, 1960
TEMA: BAZAR DE BABILONIA
Debo decir que si tus babilonios hubiesen sido de las islas Kwakiutl, no me habrían resultado más extraños. ¿Adicciones a una plétora de dones orales? Siempre he considerado lo oral dentro de lo verbal. Según mi experiencia, las personas responsables sólo se permiten una desviación de la brújula de la progenie, es decir, la antiquísima práctica de la sodomía. Allí es posible obtener un poder conmemorativo a expensas de la polución temporal. (Vieja ecuación agrícola.) Obviamente, tus babilonios habitan en otra tierra. Siempre pensé que un batido de fresa era un don oral. Sigue adelante con tu colaboración, espléndida en otro sentido. Que todo prospere en el henil.
Cuando el hombre de los párpados arrugados ingrese en la gran mansión blanca, ¿decorarán los salones con fardos de heno para la dama del henil?
VALIENTE
Me quedé sentado ante mi escritorio una media hora. Tenía miedo de moverme. Al lívido paisaje de mi mente se sumaba ahora la inamovible imagen de Kittredge arrodillada ante las priápicas conmemoraciones de Hugh Montague. No sabía si enfadarme, preocuparme por la condición mental de Hugh, u obligarme a reconocer que acababa de hacerme una broma, según la concepción que tenía mi jefe de lo que constituía una broma.
Me esperaba un día de duro trabajo, seguido por la carga adicional de DESCUIDADO.
Decidí hacer caso omiso del mensaje de Harlot. De lo contrario, tendría que vivir con la idea de que mi jefe estaba haciendo equilibrio sobre un peligroso trampolín. Sí, Hugh Montague, mi guía hacia la fortaleza, el espíritu, Cristo, la gracia, la dedicación, el dueño del extraño arte de la Inteligencia, era al mismo tiempo un devoto de lo priápico.
Además, estaba furioso. ¡La prodigalidad sexual de la vida de Modene! En comparación, mi pasado parecía insignificante. ¿Qué había tenido yo, excepto putas uruguayas, además de la sórdida relación con Sally Porringer? La descripción de Sinatra hecha por Modene («dulce, activo, terrenal») penetró en mí como un estilete. Había una pregunta que no me atrevía a hacerme a mí mismo. ¿Podría ser yo un amante mejor? La respuesta tenía que ser negativa. ¡Debido a las sinapsis de los Hubbard!
Durante los minutos que siguieron, estudié atentamente lo que me rodeaba. Era un procedimiento que empleaba a menudo para recuperar la concentración. Si no he descrito ninguno de los despachos en que he trabajado todos estos años, es porque no ha habido necesidad. Las paredes siempre son blancas, casi blancas, amarillas, de un tono tostado o verde pálido. Los muebles son de metal y color gris cañonera. Las sillas son blancas, marrones, grises o negras, con un asiento acolchado, y giran desde el escritorio hasta la mesita de la máquina de escribir. La silla del visitante es de plástico: amarilla, roja, anaranjada o negra. El suelo, cuando no es de linóleo gris, luce un alfombrado verde o marrón. La variedad de retratos y/o fotografías debe ser limitada, si bien no existe reglamentación al respecto. De haber tenido una buena instantánea de Modene, no la habría puesto sobre mi escritorio. Se habría notado más que un frasco de ketchup. Tenía un mapa del sur de Florida en una pared, un mapa de Cuba en la otra, y sobre el tabique divisorio un almanaque con doce fotos de los puertos de Maine. Tenía una papelera de color verde oscuro, una mesita de roble con un cenicero, un espejo cerca de la puerta, una librería de metal de cuatro estantes y una pequeña caja de seguridad, de hierro. Además de las luces fluorescentes en el techo, sobre el escritorio había una lámpara. En todos los lugares a los que fui, me tocó trabajar en un lugar igual a ese, y aún no llegaba el momento de que contara con un despacho propio. En Zenith, un espacio del tamaño de un desván contenía ocho cubículos como el mío.
En ocasiones pensaba que el propósito de tales instalaciones era hacer que la mente siguiera funcionando cuando el cerebro estaba a punto de estallar. Mis tabiques grises me miraban como una pizarra en la cual se ha borrado lo escrito muchas veces.
Volví a mi trabajo. Hasta la noche no le envié una respuesta a Montague.
SERIAL: J/38, 762, 554
RUTA: LÍNEA/VAMPIRO-DESVÍO ESPECIAL
A: VAMPIRO-A
DE: FIELD 23:41, 12 DE JULIO, 1960
TEMA: DESCUIDADO
Habiendo tomado nota de sus reacciones, intentaré ser más sucinto.
Los días 4, 5, 8, 11 y 14 de marzo, IOTA llama a BARBA AZUL desde Concord, New Hampshire; Harrisburg, Pennsylvania; Indianápolis y Detroit. Rosas rojas, de tallo largo, en ramos de dieciocho, son enviadas diariamente. Las conversaciones se refieren con entusiasmo al siguiente encuentro.
Pero el 17 de marzo se produce un cambio de tono. Una llamada, de IOTA a BARBA AZUL, es recibida en el hotel Willard de Washington. La transcripción, mucho me temo, resulta algo confusa.
IOTA: ¿Te ha llamado Frank?
BARBA AZUL: Últimamente, no.
IOTA: Anoche traté de llamarte a Miami Beach.
BARBA AZUL: Qué pena. Había salido.
IOTA: Espero que con un buen amigo.
BARBA AZUL: Con una compañera de trabajo.
IOTA:
(confuso)
BARBA AZUL:
(confuso)
IOTA:
(confuso)
BARBA AZUL:
(confuso)
IOTA: Sí, por supuesto. ¿Por qué no quieres ir al estreno del espectáculo de Frank en el Fontainebleau?
BARBA AZUL: Me hacía ilusión.
IOTA: ¿Cuánto tiempo estará Frank en Miami?
BARBA AZUL: Diez días.
IOTA: Excelente oportunidad para verlo.
BARBA AZUL:
(confuso)
IOTA: ¿Qué te parece encontrarte conmigo en el Waldorf el 26? ¿Puedes arreglar las cosas de modo de tener libre esa fecha?
BARBA AZUL: Por supuesto. Pero...
IOTA: ¿Sí?