El fantasma de Harlot (121 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

No será necesario referirnos a esto durante mi día en Miami. Sólo quería que lo supieses. Aprovechemos la oportunidad para reanudar nuestra relación.

Cariñosamente,

CAL

Mis expectativas estaban puestas en pasar el día con Modene, y ante la perspectiva de la visita de mi padre, llegué incluso a pensar en presentársela, pero deseché la idea porque: 1) temía que él me la robase, y 2) me alegraba que Cal me dedicase tanto tiempo: parecía único en nuestros anales.

Modene resolvió mi problema al comunicarme que ese domingo debía trabajar, de modo que pude ir a esperarlo al aeropuerto. Su tez, siempre grisácea, estaba bronceada; durante la primera hora habló poco. Aunque sólo eran las diez de la mañana, quería ir directamente a la playa.

—Necesito correr un poco —dijo— para quitarme del estómago los calambres que me produce el trabajo.

Asentí, sombrío.

—¿Qué quieres hacer? —pregunté, sabiendo que me obligaría a correr con él.

Siempre lo hacía. Desde que yo tenía catorce años, siempre me hacía correr cuando él lo hacía, e invariablemente me ganaba. En ocasiones se me ocurría que el acontecimiento más importante en la vida de mi padre había tenido lugar en 1929, mucho antes de que empezase a trabajar para la OSS o la Agencia, cuando había recibido el premio de la Associated Press como defensa izquierdo en el campeonato de fútbol de segunda división. Por supuesto, nunca se perdonaba no haber logrado jugar en primera, pero así era mi padre.

Yo me había hecho amigo de uno de los guardianes de la piscina del Fontainebleau, de modo que llevé a Cal allí. Nos cambiamos en el vestuario vacío —yo había tomado la precaución de llevar dos bañadores— y nos dirigimos a la playa para la carrera.

No pude por menos que bendecir a Modene. Si bien entre sus encantadoras contradicciones mantenía a toda costa su gusto por las uñas largas, también era buena para los deportes. Si le enseñaba a navegar o le mostraba cómo mejorar su tenis, aprendía en seguida; por su parte, me había ayudado a perfeccionar mi estilo para lanzarme del trampolín y nadar con mayor velocidad. Cuando el tiempo lo permitía, insistía en que corriéramos por la playa. A pesar de que había dormido poco y, como siempre, estaba todavía bajo los efectos del exceso de alcohol, me sentía bastante preparado para competir con mi padre, de cincuenta y tres años. Experimenté alivio y tristeza a la vez al notar que su cintura había crecido un par de centímetros.

«No nos esforzaremos —dijo—. Trotaremos un rato.» De modo que partimos hacia el norte por la interminable extensión de arena de Miami Beach, amplia y compacta y ya demasiado caliente. A nuestra izquierda, se elevaban las torres de los grandes hoteles, blancas, brillantes, monumentales, monótonas. El cielo parecía girar a causa del calor. Pronto sentí una presión alrededor del cráneo, como señal de protesta por el trato inhumano a que estaba sometiendo a mi cuerpo. Trotamos, el uno junto al otro, durante un kilómetro y medio. Mi padre jadeaba, aunque no se avergonzaba por ello; el sudor trazaba líneas sobre el poderoso tórax velludo. Yo corría a la par de él, decidido, por fin, a vencerlo. La presencia invisible de Modene me daba fuerzas.

Dimos la vuelta después de correr unos dos kilómetros, ambos cansados y jadeantes, siempre a la par, pero ahora sin hablar. Ya no me preguntaba si había practicado pesca de altura, ni mencionaba el atún de casi cuatrocientos kilos que había pescado en Key West ocho años atrás. No, ahora los dos guardábamos silencio, y la playa empezaba a parecerme la cuesta más empinada que jamás hubiese trepado, mientras el cielo se tornaba tan inestable como para un borracho la pista de baile. Sabía que correríamos hasta que uno de los dos cayese rendido al suelo, o hasta que regresásemos al Fontainebleau, y como ni él ni yo estábamos dispuestos a abandonar, seguíamos trotando el uno junto al otro por la interminable extensión de arena. Ninguno de los dos se atrevía a tomar la delantera. Adelantarse siquiera tres pasos habría equivalido al colapso. Cuando llegamos a la larga curva del Fontainebleau, a tres hoteles de distancia, luego a dos, luego a uno, ambos hicimos el gran esfuerzo final, es decir, cada uno removió la arena e incrementó levemente la velocidad. El mundo entero pareció volverse negro cuando por fin conseguí adelantarme cinco metros y tocar la valla del paseo entablado en el punto en que habíamos comenzado.

Nos paseamos por la playa unos quince minutos antes de sentirnos listos para nadar. Cuando salimos del agua, aún sin hablar de la carrera, mi padre empezó a pelear conmigo. Aunque lo hacía con las manos abiertas y supuestamente en broma, no era en modo alguno un contrincante fácil. Torpe, nada ortodoxo, rápido para su peso, no sabía medir la fuerza de los golpes. Yo había aprendido lo suficiente en la Granja y era bastante rápido, de modo que podía evitar la mayor parte de ellos. Cuando conseguía asestarme uno con la mano abierta, mis dientes castañeteaban, y si cometía el error de devolverle un golpe, comenzaba a lanzarme derechazos. Como era un boxeador lento y anticuado, no me costaba demasiado advertir cuándo venía un golpe, pero estar alerta resultaba crucial, ya que sabía cómo imprimir la mayor fuerza posible a sus puñetazos. Cada una de las derechas que conseguía evitar pasaban a mi lado como un tren de carga. Tuve que conformarme con lanzar golpecitos contra su plexo solar hasta que —feliz sorpresa— levantó los brazos y me estrechó entre ellos. «Muchacho, has aprendido a boxear. Te quiero», dijo, sinceramente feliz.

Terminamos echando un pulso en una de las mesas del paseo entablado. Eso era
pro forma
. Siempre ganaba con la mano derecha. Ningún familiar, amigo o miembro de la Agencia (al menos eso contaba la leyenda), lo había vencido jamás. A veces me preguntaba qué pasaría si se enfrentaba a Dix Butler.

En esta ocasión me ganó con ambas manos. Volvimos a hacerlo, y me ganó sin problemas con la derecha, aunque con la izquierda le llevó un poco más de tiempo. La tercera vez conseguí empatar con la izquierda, de modo que regresamos y ambos nos alegramos. «Estoy orgulloso de ti», me dijo.

Al borde del agotamiento y de una lipotimia a causa del calor, volvimos a meternos en el mar para nadar tranquilamente. Después nos vestimos, volvimos a mi coche de la Compañía —no me atreví a mostrarle el descapotable blanco que había alquilado con los intereses de los bonos de Bangor— y nos dirigimos a los cayos. Cuando llegamos a Islamorada empezamos a sentir hambre. En un restaurante especializado en pescado desde cuya terraza se veía tanto el golfo como el Atlántico, comimos cangrejos y bebimos cerveza. Me di cuenta de que las cuatro horas que habíamos pasado juntos eran, a la vez, una prueba de reclutamiento de personal y una averiguación del estado físico de su hijo mayor, hasta entonces, el tercero en el orden de su cariño. No dejábamos de mirarnos y de sonreírnos, de darnos palmadas en el hombro, de beber cerveza y de hundir el tenedor de dos dientes en la carne de cangrejo, que luego cubríamos de mayonesa. Por Dios, nos queríamos.

—Esta maldita Agencia ha hecho por ti tanto como yo —dijo.

—No, señor —respondí—. Mi padre, Cal Hubbard, no es ningún imbécil.

De pronto, ambos recordamos al mismo tiempo la vez que me rompí la pierna. Nos miramos, radiantes como exploradores que han cruzado un continente juntos y comparten el espectáculo de un mar nunca antes avistado.

—Rick, necesito un asistente en esta parte del mundo —dijo—, y creo que eres la persona indicada. Esperaba que fueses tú, y ahora creo que estoy seguro.

—Yo también lo creo —dije, mientras pensaba en Modene. Nunca la había amado tanto. Sabía acerca de ella más que nadie en la Agencia, y al mismo tiempo todo lo que sabía era que la adoraba. Me había dado una fortaleza que nunca antes había tenido — . Dame un trabajo duro y lo cumpliré.

—Éste es muy duro —dijo—. Ante todo, es totalmente confidencial y secreto. Eso para empezar. Me gusta todo de ti, salvo una cosa.

—Cuál.

—Tu amistad con Hugh Montague.

No pude fingir sorpresa, pero todo lo que dije fue:

—No sé si actualmente somos tan buenos amigos.

—Entonces, ¿por qué almorzasteis juntos en Harvey's?

—Necesitaba su ayuda para los exiliados. —Le expliqué la situación. Los ojos de mi padre me miraban con dureza, de la misma forma que cuando boxeábamos. Lamentaba que nuestro espléndido comienzo hubiese derivado en eso, y deploraba doblemente la inteligencia colateral provista por un simple chisme de Washington, pero conocía lo suficientemente bien a mi padre para saber que esperaba una promesa de mi parte—. No le diré a Hugh Montague nada de lo que me confíes, ni siquiera haré la menor alusión.

Me dio la mano de esa manera tan suya que hacía que uno se conmoviera hasta los huesos.

—Muy bien —dijo—. Te informaré acerca de Hugh. Es un gran hombre, pero actualmente estoy muy preocupado por él. No tengo pruebas, pero creo que Allen se siente igual. No hace falta que te diga que Bissell no soporta a Hugh Montague. Son dos gallos de pelea. El problema es que Hugh sabe demasiado acerca de todo lo que pasa. Por Dios, está sentado en cada una de las encrucijadas de la Compañía. Y todo por culpa de Allen. Desde el comienzo, Allen quería que uno de nosotros se mantuviese directamente bajo sus órdenes y separado de los demás para vigilarlo todo. De esa manera, Allen se protegería contra su propia burocracia. En consecuencia, Hugh está por encima de las normas de seguridad, lo que le permite inmiscuirse en todo. Su feudo se ha convertido en una maldita telaraña, un imperio dentro del imperio. Y está decididamente en contra de la operación contra Cuba.

—Bien, estoy a favor de esa operación.

—Mejor para ti.

Estaba considerando la conveniencia de informar a mi padre acerca del trabajo que Hugh me había encomendado, pero decidí no hacerlo. Un nuevo instinto, increíblemente alerta, me decía que trabajara con Hugh y con Cal al mismo tiempo, cada uno en su enclave. Sería la primera vez en mi vida que podría ocupar el asiento del conductor. Si bien la perspectiva no dejaba de asustarme, confieso que también me sentía enamorado de las posibilidades infinitas de mi ser. No, no me había desmayado.

—De hecho —dijo Cal—, me opongo de tal manera a la actitud de Hugh en este sentido, que cuando Allen me pidió que me ocupase de una misión muy especial, le respondí que lo haría con la condición de que Hugh Montague no fuera informado. Allen me lo prometió.

Asentí.

—La línea de comunicación —continuó Cal— va de Allen a Bissell, y de éste a mí. Ahora llegará a ti. Tengo un oficial de caso que trabaja en Nueva York y Washington, pero ahora necesito otro en Miami. Te agregaré al equipo. Circunscrito.

—Sí, señor.

Observó un barco pesquero que corcoveaba en el canal entre dos cayos distantes.

—Rick, debes saber que respeto mucho esta operación. No he estado tan preocupado desde los catorce años, cuando iba a jugar mi primer partido de fútbol en St. Matthew's y era el jugador más joven en la historia del colegio. Sí, me despierto en mitad de la noche y te aseguro que me falta el aire. Porque también debes saber que lo esencial de la operación Cuba es que Allen ha decidido que Fidel Castro debe ser eliminado.

Me pregunté si se habría olvidado de mi conversación por el teléfono seguro.

—Aquí hace tiempo que se rumorea eso.

—Sí —dijo Cali—, tú tratas con cubanos. Cualquier posibilidad, por macabra, extravagante o sensacional que sea, para ellos es un chisme cotidiano. Pero ningún cubano en su sano juicio cree que sea posible cortarle la cabeza a Castro. Sin embargo, nosotros estamos en condiciones de hacerlo. Podemos hacerlo, y lo haremos.

—¿Y qué hay de Toto Bárbaro?

—De momento, no le hagas caso. Es por pura curiosidad que quiere acercarse a mí. Piensa en él como en un agente doble. Es muy posible que lo sea.

—Sí, señor. —Hice una pausa—. ¿Hay una agenda?

—Castro debe ser eliminado a principios de noviembre.

—¿Antes de las elecciones?

Me miró.

—Exactamente.

—¿Puedo preguntarte hasta qué nivel se sabe esto?

Sacudió la cabeza.

—Hijo, lleva toda una vida entender a la Agencia. Pero hay algo que debes aprender. Todos chismorreamos más de lo que deberíamos, y muchas veces decimos algo para ver cómo reacciona alguien en particular. Sólo que hay ciertas preguntas que no deben hacerse. La verdadera segundad depende de una llave, una llave simple. A menos que se te diga dónde se inició un proyecto, no busques su origen. No intentes conocerlo. Porque, en el fondo, lo que ocurre es que no confiamos en nosotros mismos. De modo que no quiero saber si esto se inició en el presidente Eisenhower, o en Richard Milhous Nixon, o en el mismo Allen. Según la información que poseo, tengo razones para pensar que Allen no ha sido el inductor, y puedo asegurar que tampoco lo es Bissell. Él prefiere recibir una orden y ocuparse de la filigrana. Muy bien, uno dice, si hablan de noviembre, el inductor debe de ser Nixon. Después de todo, es el funcionario a cargo de Cuba, y si Castro cae y tenemos a los cubanos luchando en las montañas, es lógico que gane las elecciones. Pero no preguntamos nada. Porque podría ser Eisenhower. Cuando Patrice Lumumba estuvo en Washington el mes pasado, el Departamento de Estado lo trató como si fuese el dueño de África. Convencieron a Ike de que lo alojara en Blair House, con la esperanza de impresionarlo, ya que estaría acampando a la sombra de la Casa Blanca, pero Lumumba es un revolucionario, y no se mostró impresionado. El y su gente fumaban marihuana todo el tiempo, y dejaron colillas aplastadas sobre el sello del Departamento de Estado en los ceniceros. Luego Lumumba tuvo el descaro de preguntarle al Departamento de Estado si podían proporcionarle una prostituta blanca, preferentemente rubia. Quería compañía blanca en Blair House. Según se comenta, Eisenhower dijo: «Castro y Lumumba provienen del agujero negro de Calcuta. ¿Nadie puede hacer nada con esta gente?» —Se encogió de hombros—. Quizá fue todo lo que necesitó Nixon para lanzar nuestra operación contra Castro, pero Allen sólo me autorizó a hablar con Bissell, quien, sucintamente, me informó que se había tomado la decisión de trabajar con figuras del hampa que han perdido sus casinos en La Habana. Los mejores candidatos para el trabajo serían pistoleros poderosos con inversiones en Cuba. Nadie, fuera de nuestro círculo, podría sospechar que no trabajaban para otra cosa que su propio provecho. «Muy bien, completa las filas», me dijo Bissell. «¿No podrían darnos un indicio de cómo empezar?», pregunté. «Eso es responsabilidad tuya. Conoces a mucha gente», fue su respuesta. «Desde luego, pero ¿cuántos servirán?» Los siguientes dos días fueron terribles, Rick. He pasado tanto tiempo en el Lejano Oriente que puedo encontrar un mecánico en Hong Kong especialista en arrancar lentamente las uñas de los pies, pero la triste verdad es que carezco de contactos con el hampa de los Estados Unidos, y no sabía por dónde empezar. No conocía a los americanos como debía. Llegué a pensar, y si repites esto te desheredo, en llamar a mi vieja amiga Lillian Hellman. Hace unos años tuvo una relación con Frank Costello de la que está muy orgullosa, y pensé que quizá me podía presentar al viejo tigre de los gángsters. Afortunadamente, hice unas averiguaciones. Costello ya no es lo que era. Entonces me llamó Bissell y me entregó la tarta. «Debes trabajar con Bob Maheu», me dijo. Bien, eso es otra cosa. «Supongo que lo encontrarás en Miami», agregó. Solía ser del FBI, y ahora es el hombre de confianza de Howard Hughes. También ha trabajado para nosotros. Hace unos años, en el Lejano Oriente, cooperó conmigo y es un tipo increíble. —Se contempló las palmas de las manos durante un momento — . Así están las cosas. Jerárquicamente, tengo toda la responsabilidad; operativamente, estoy entre bambalinas y espero los informes de Maheu. No es una situación que me agrade demasiado, por instinto. ¿Quién fue el inductor? Quizás Howard Hughes, quizá Nixon. Pero no me hace feliz. Diablos, pidamos la cuenta y volvamos.

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