El fantasma de Harlot (166 page)

Read El fantasma de Harlot Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El área escogida por Martínez para que exploráramos contenía, en un radio de cuatro kilómetros y medio, cinco cayos y cuatro pequeños atolones. Metódicamente, bajío tras bajío, con los motores fueraborda bien altos, recorrimos cada lugar palmo a palmo, encallando en la arena y el barro, retrocediendo para volver a encallar. Nuestra proa de goma, torcida por las raíces sumergidas, volvía a tomar su forma cuando quedábamos libres; el fondo rozaba los bancos de arena. Éramos como ciegos tratando de avanzar en el interior de una cueva. Resultaba curioso. Cuanto más nos internábamos para explorar cada bajío, más lejana parecía la guardia costera de Castro. Empecé a sentir que nos estábamos infiltrando dentro de un organismo. Enjambres de insectos nos daban la bienvenida en cada laguna. Mis ojos veían un espectro de diferenciaciones en la oscuridad, hasta que aborrecí el delgado haz de luz de la linterna sobre la carta, porque me privaba, durante un momento, de mi visión. De pronto me di cuenta de que sentía hacia Butler algo parecido al afecto. Él me había obligado a tomar parte en aquella aventura, y valía la pena. ¡Y cuánto! Entrar en esa maraña de pantanos, vegetación salvaje y agua, era como explorar cada caverna de mi ser donde se escondía el humillante miedo. Y proseguimos nuestra búsqueda.

Había pocas aberturas en los cayos de los manglares, y muchas entradas daban a pantanos sin huellas, pero teníamos la esperanza de encontrar a nuestra gente en algún bajío. Eso pensábamos, y al final de cada posibilidad, uno de nosotros, como un pájaro lúgubre, exclamaba: «¡Parangón!».

Al cabo de tres horas, cuando la proximidad del alba se adivinaba en el horizonte oímos una voz de hombre que nos respondía: «¡Incompetente!».

Finalmente lo encontramos. Una voz débil. Estaba acostado, con un pie cubierto de sangre seca, sobre el suelo de goma de su lancha averiada. Había chocado contra un arrecife de coral, había logrado llegar hasta ese arroyo y, al arrastrar la lancha, se había lastimado el pie.

¿Dónde estaban los otros?

Muertos, dijo. Capturados. Una emboscada. Cayeron todos, y sólo él y su amigo pudieron huir.

¿Dónde estaba su amigo?

Muerto. Una lancha patrullera los había perseguido. Su amigo fue alcanzado por una ráfaga de ametralladora y cayó al agua.

—Una jodida mentira —me susurró Butler al oído—. Arrojó al muerto por la borda para que la lancha fuese más rápido.

—Nada encaja en la historia —dije yo.

Así era. Con el pretexto de examinar la sangre que manaba de la bota, usé la linterna para estudiarle la cara. Tenía barba y bigote, rostro delgado y cetrino: el aspecto de un hombre en quien no se podía confiar. Otra versión fracasada del hijo de Dios.

¿Importaba ahora lo que había hecho o dejado de hacer? A menos que hubiera huido en la lancha mientras los demás caían en la emboscada, su verdadera historia, por mucho que encubriera su cobardía, probablemente fuese verdad en un sentido: los otros ya no estaban. Por cierto, tenía todo el aspecto de un hombre que ha perdido a los que están a su alrededor.

Había una pregunta más: la lancha patrullera que lo había perseguido hasta esa estrecha ensenada, ¿estaba todavía dando vueltas alrededor del cayo?

Encontramos la respuesta. Acabábamos de emerger del pantano cuando un yate con un reflector en la proa surgió de detrás de un promontorio bajo y se acercó a nosotros.

¡Qué ruido hacía la ametralladora! ¡Qué enceguecedora era la luz! Las balas golpeaban el agua, primero a estribor, luego a babor, porque nos inclinábamos de un lado al otro. ¿A cuántos metros estaríamos de la lancha? ¿A doscientos? ¿Tal vez menos?

Recuerdo que no sentí miedo de morir. La adrenalina mantenía la plegaria a raya. Estaba enormemente excitado. Y asombrado. La muerte era un gran templo y estábamos ante el portal de entrada. La luz de la boca de la ametralladora parecía tan lívida como una chispa de alto voltaje atravesando el espacio. El cielo parecía saltar, ¿o era nuestra lancha? Las estrellas hacían piruetas, como fuegos artificiales. Recuerdo que lancé un alarido prodigioso. Butler les lanzó una maldición a nuestros perseguidores. De tanto en tanto se ponía de pie para buscar un ángulo más alto de fuego, luego se agachaba y hacía virar la embarcación. Cada vez que se incorporaba, la ametralladora disparaba a su cabeza, pero las balas pasaban de largo. Como ya no pegaban en el agua a la izquierda o derecha de la lancha, el hombre que manejaba el arma perdía puntería, y Butler giraba en un ángulo más pronunciado para poder evitarlo durante unos cuantos segundos. En una oportunidad el reflector dejó de iluminarnos, y en la oscuridad doblamos por un cayo y entramos en un atolón que ya habíamos recorrido y que sabíamos que era lo suficientemente hondo para dejarnos pasar. La lancha patrullera tuvo que detenerse. Poseído por la furia, hizo sonar su sirena, cuyo sonido atravesó la oscuridad como si la invasión a Cuba ya hubiese empezado. Butler se reía tan fuerte que parecía sollozar. «Dondequiera que vayas, los polis son todos iguales», dijo.

Al otro lado del arrecife encontramos un canal, aumentamos la velocidad y nos dirigimos al punto de reunión. A un kilómetro de distancia, hacia el este, nuestros perseguidores registraban la costa con su reflector. Le di un puñetazo a Butler en el brazo. Era inevitable. No había nadie peor que él. «Hijo de puta —le dije—, eres tan puro como la mierda.» Nunca había pronunciado una frase tan obscena. Se perdió en el tumulto. El ruido de los motores impidió que me oyese.

21

30 de octubre de 1962

Querida Kittredge:

En el transcurso de estos últimos diez días todos hemos vivido experiencias excepcionales. Yo todavía estoy tratando de relacionar las diferentes crisis con los rusos, y, por supuesto, espero oír lo que tú tengas que agregar a todo esto. Debo decirte que una vez más tus poderes psíquicos me han impresionado. En tu última carta —por momentos me parece que hace un año que la recibí— decías: «No hagas nada disparatado con personas como Dix Butler».

Pero lo hice, y no lo lamento, y te escribiría acerca de nuestra aventura en los pantanos, si no estuviese tan agotado. Baste decir que después de dos viajes en una lancha neumática a través de territorio cubano, logramos regresar a nuestra nave insignia,
La princesa
. Ahora quiero contarte acerca de su capitán, un hombre extraordinario llamado Eugenio Martínez.

El viaje de regreso fue sombrío. Perdimos a cinco hombres y Eugenio quería quedarse a fin de buscarlos al día siguiente, pero recibimos por radio un mensaje de Harvey. Le «ordenaba» a Martínez que regresase. Según él, se trataba de una emergencia.

Martínez obedeció la orden, aunque se oponía a sus convicciones. Se sumió en la depresión más palpable. Fue una gran pérdida. Redes completas han sido aniquiladas en La Habana, pero nuestras misiones marinas generalmente no sufren más que alguna baja ocasional. Pusimos proa a Miami y bebimos mucho ron para resistir las sacudidas del barco. Martínez nos contó una historia ciertamente tenebrosa que quiero compartir contigo. Me sirvió para comprender por qué reacciona ante la depresión como si fuese su adversario. Se siente culpable por no regresar en busca de los cuatro hombres desaparecidos.

La historia que contó se refiere a un viejo amigo suyo llamado Cubela, Rolando Cubela. Según el retrato que nos hizo Martínez, Cubela fue un líder estudiantil a comienzos de los años cincuenta, cuando había una docena de muchachos como él en la universidad de La Habana dispuestos a derrocar a Batista. Fidel Castro resultó ser quien emergió del crisol, pero hubo otros. Cubela era uno de ellos. Rolando Cubela de Cuba. Suena como un jefe, ¿no? Martínez no dio detalles acerca de su aspecto, y yo no me atreví a interrumpirlo, ya que Eugenio habla con una seriedad que impone solemnidad en quienes lo escuchan, pero sí recibí la fuerte impresión de que Cubela era un hombre de físico poderoso, bien parecido y de gran presencia (no muy distinto de Castro, ¿verdad?). Según Martínez, Cubela se ha convertido en una de las personas más allegadas a Castro.

Pero vayamos por partes. Allá por 1956, Martínez y Cubela pertenecían a un grupo estudiantil que creía en el asesinato calculado de los funcionarios del gobierno de Batista. Muchos de estos funcionarios eran verdaderos sádicos, pero el concepto de Martínez-Cubela no era atacar a los peores monstruos, ya que éstos creaban una enorme animosidad contra el régimen. Había que eliminar a los funcionarios más decentes a fin de sembrar la confusión. El objetivo seleccionado, por lo tanto, fue el jefe de la Inteligencia militar, un caballero llamado Blanco Rico, que no sólo se oponía a la tortura, sino que tenía la reputación de ser cortés con los cautivos. Cubela fue el elegido para apretar el gatillo. No logré comprender la política del grupo; puede que se tratase de una suerte de anarcosindicalismo con raíces en la clase media. Cubela, por ejemplo, estudiaba medicina. (¡Ah, estos cubanos!) Una noche de octubre de 1956, cuando Castro ya estaba en Sierra Maestra, Cubela se dirigió a un club nocturno de La Habana, llamado Montmartre (en homenaje a Toulouse-Lautrec), buscó a Blanco Rico —sabía que estaba allí— y le disparó un tiro en la cabeza.

—Rico murió —dijo Martínez—, pero antes tuvo tiempo de mirar a Cubela a los ojos, y sonreír. Me han descrito esa sonrisa cien veces. Una sonrisa generosa. «Amigo mío, has cometido un grave error, pero te perdono, aunque no creo que mi fantasma te perdone.» Fueron sus últimas palabras. Cubela, por supuesto, no perdió tiempo. Corrió a un coche que lo estaba esperando, se dirigió a un lugar para ocultarse, y en una semana lo entramos de contrabando en Miami. Me uní a Rolando a los pocos días. La Habana ya no era un lugar tranquilo para nuestra gente. Con la muerte de Rico, la policía de Batista empezó a recorrer la ciudad, matando a diestro y siniestro.

»Uno de los de nuestro grupo provenía de una familia que tenía dinero en Miami. Su apellido era Alemán. Era dueño del estadio de Miami y de un motel barato. Allí vivimos. En su motel, Las Palmeras Reales.

En este punto interrumpí a Martínez.

—Las Palmeras Reales —dije— es el motel donde me alojé cuando vine a Miami por primera vez.

—Robert Charles, ésa puede ser la razón por la que cuento esta historia —respondió, pasándome la botella de ron—. Salud.

Bebimos. Martínez siguió hablando, pero no transcribiré sus palabras. Me doy cuenta de que me resulta imposible transmitir el tono con que fueron dichas. Y, por supuesto, mejoro su inglés. Permíteme que te ofrezca un resumen, y cuando recuerde una expresión típica de él, la repetiré. Al parecer, los propietarios de Las Palmeras Reales alojaban gratis a una cantidad de los revolucionarios de esa época, y Cubela y Martínez compartieron una habitación allí. Cubela era considerado un héroe, pero Blanco Rico dominaba sus sueños. «Blanco Rico sigue sonriendo —le dijo Cubela a Martínez—. Y esa sonrisa me penetra tan hondo que se me está formando un cáncer en los intestinos.»

Sin embargo, Cubela se recuperó. Rico desapareció de sus sueños. Decidió volver a Cuba y luchar con Castro en la Sierra Escambray. Como éste era otro frente, separado del de la Sierra Maestra, Castro, contento de contar con un hombre del calibre de Cubela, le dio el rango de comandante, el más alto en su ejército. Cubela y los suyos entraron en La Habana tres días antes de que Castro completase su marcha triunfal a través de Cuba. Comandaba la fuerza que ocupó el palacio presidencial.

Durante meses viajó por La Habana en un gran sedán descapotable. Una noche de borrachera, «incapaz de distinguir claramente entre la felicidad y la arrogancia de un maniático, mató a una joven con su coche». Esa muerte le trajo otra vez el fantasma de Blanco Rico. Al poco tiempo, Cubela consultó a un psiquiatra, quien, a su vez (trabajaba para otro grupo revolucionario), trató de convencerlo de que la única manera de hacer descansar al fantasma de Blanco Rico era asesinar a Fidel Castro. «En Cuba —dijo Martínez—, hasta nuestros psiquiatras son
pistoleros

Kittredge, no he querido interrumpir esta historia para referirme a las circunstancias en que fue contada, pero estábamos en el puente de
La princesa
. Los aparejos de la plataforma crujían con cada movimiento del barco. Como Martínez había aguardado el día entero en el golfo de México con la esperanza de que Harvey anulara su orden de regresar y de ese modo pudiésemos volver por los hombres que faltaban, ya había anochecido antes de que pusiésemos proa hacia el norte. Por lo tanto, oímos la historia de noche. En esas aguas no resulta difícil ver fantasmas. Mientras escuchaba, se me ocurrió pensar en nuestro famoso espectro de la Custodia, Augustus Farr, quien realizó sus actos de piratería en el Caribe, de modo que lo sentí cerca de mí. Claro que hacía cuarenta y ocho horas que no dormía.

Martínez concluyó su historia un tanto abruptamente. Al parecer, Cubela le dijo: «¿Sabes? Un día mataré a Fidel Castro».

Nunca entenderé a los cubanos. Cubela ocupa ahora un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y hace tiempo que no ve a su viejo amigo Martínez. Éste, sin embargo, está convencido de que Cubela terminará con la vida de Fidel.

Regresamos a Miami para enterarnos de que los días de Harvey aquí están contados. Según me han dicho, la semana pasada, mientras los barcos rusos se acercaban a la línea de bloqueo, envió sesenta hombres a Cuba en distintas operaciones, a pesar de que Bobby Kennedy había dado orden de suspender los ataques.

Bien, Harvey es de la vieja escuela, de los que aceptan un desafío y lo doblan. Su odio por los Kennedy (te he atormentado poco con eso) se ha magnificado tanto estos últimos seis meses que empieza a verlos como la raíz de todos los males. Ojalá pudiera creer que no es más que una aberración especial, pero, de hecho, circula por JM/OLA una bilis envenenada como reacción ante la crisis de los misiles. Nuestros cubanos se sienten traicionados, y nuestro personal comparte su opinión. Se dice que fuimos demasiado blandos con Castro y con Kruschov. Como sabrás, la idea de asesinar a Castro no es nueva; los cubanos de Miami hablan de ello a diario. La broma generalizada es: «¿Cuándo tendrá lugar la eliminación?». «¿De quién? ¿De Fidel?» «No —es la respuesta—, de Jack.»

Sólo una pequeña parte del personal de JM/OLA piensa así. Al igual que otras ramas de la Agencia, nosotros también tenemos nuestra proporción de becarios del Medio Oeste, con sus mujeres, hijos y triciclos en el jardín. El estado de ánimo es verdaderamente desagradable. Mucha gente dice que estaba preparada para ir a la guerra la semana pasada (sobre todo ahora, que no tienen que hacerlo), pero conozco la intensidad de sus sentimientos. Mi modesta experiencia de combate (tuvimos que eludir el fuego de las ametralladoras) me permite decir que resultó estimulante. Sin embargo, muchas noches despierto enfadado, y quiero devolver los disparos. Si yo me siento con este ánimo guerrero, puedes estar segura de que hay otros que están furiosos.

Other books

In Tasmania by Nicholas Shakespeare
The Birth House by Ami McKay
Stephen King's N. by Marc Guggenheim, Stephen King, Alex Maleev
The Beast of the Camargue by Xavier-Marie Bonnot
Mockingbird by Kathryn Erskine
The Absence of Mercy by John Burley
Three to Get Deadly by Janet Evanovich
Tackled by the Girl Next Door by Susan Scott Shelley, Veronica Forand
A Girl Called Fearless by Catherine Linka