El fantasma de Harlot (163 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

—Señor presidente —dijo—, no tenemos opción. Es necesario que ordene un ataque aéreo. Cuanto más amplio, mejor.

Bien, a pesar de sus años, Acheson sigue siendo tan autoritario como el cardenal Richelieu. Fue Secretario de Estado durante los primeros años de la Guerra Fría, y las pocas inclinaciones liberales que pudiese haber tenido, desaparecieron tras su defensa de Alger Hiss. A pesar de su severo bigote canoso, Acheson sigue pareciendo un halcón.

—El problema puede analizarse de muchos modos —continuó diciendo Acheson—, pero sólo hay una respuesta correcta. Aniquilación de la capacidad misilística.

—Esa idea no me gusta —respondió Jack Kennedy—, y Bobby no hace más que repetir que un ataque de ese tipo recordará al de Pearl Harbour.

—No puedo creer que esté usted de acuerdo con él —dijo Acheson—. Los lugares comunes de Bobby son tontos. Pearl Harbour es una analogía totalmente disparatada. No es más que una etiqueta que sirve para esconderse detrás de ella. El deber de la presidencia es analizar problemas intolerables y proveer respuestas claras y apropiadas. Ante la vista del cielo, la angustia moral vale menos que el análisis hábil y disciplinado. Las lágrimas pueden ser el remedio de los confusos y los débiles.

Te aseguro, Harry, que Dean Acheson habla con esta clase de autoridad. No me gustaría ser un pajarito entre sus garras.

Esa misma tarde, sin embargo, la Comisión Ejecutiva (ahora bajo la presidencia de McNamara) resolvió enviar la siguiente propuesta al presidente: bloqueo naval e inspección de los barcos soviéticos que se aproximen a Cuba. Al día siguiente, Acheson se presentó nuevamente y dijo que había que reconsiderar el asunto; tratar con los rusos era una batalla de voluntades. Como la confrontación sería inevitable, perdería su fuerza si se la retrasaba. Un bloqueo implicaba un retraso. El secretario Dillon estaba de acuerdo. McCone también. El general Taylor les dijo que un ataque aéreo, para ser efectivo, debía ser rápido e imprevisto. Si querían estar preparados para el domingo por la mañana, debían decidirlo ese mismo jueves por la tarde. Si se elegía el lunes, la decisión no debía demorarse más de veinticuatro horas.

De haber estado yo en estas reuniones, no sé cómo habría reaccionado. Soy una paloma, supongo, pero siento una ira enorme hacia los soviéticos. Escuchando a Bobby me di cuenta de que es sabio y prudente. Y equilibrado. Esa misma tarde, ante el desprecio manifiesto de Acheson, le dijo a la Comisión Ejecutiva que el mundo vería un ataque aéreo como una traición. En ciento setenta y cinco años, dijo, nunca hemos sido esa clase de país. No es ésa nuestra tradición. Si bien es verdad que se impone una acción decisiva para hacer ver a los rusos que estamos hablando en serio, también debemos darles un margen de maniobra. Si están dispuestos a asumir que se han pasado de la raya, debemos permitirles que puedan retroceder. El bloqueo era lo mejor.

El discurso de Bobby ante la Comisión Ejecutiva resultó convincente. Sin embargo, dos días después, el sábado, el tema fue sometido nuevamente a debate. McNamara sostenía que un ataque aéreo mataría cientos, si no miles, de rusos estacionados en las bases misilísticas, y que en ese caso era imposible predecir la reacción de Kruschov. Por lo tanto, un ataque aéreo nos haría perder el control de la situación. Podría producirse una escalada, lo cual nos conduciría a una guerra total. Maxwell Taylor no estaba de acuerdo. Ésta era nuestra última oportunidad para destruir los misiles, dijo. Una vez que los rusos perdieran esa capacidad en Cuba ya no intentarían una escalada; nuestro poder nuclear es superior al de ellos. McGeorge Bundy y los jefes de personal apoyaron a Taylor.

El presidente no dio a conocer su decisión hasta ayer, domingo por la mañana. Eligió el bloqueo, y empezó a escribir el mensaje que pronunció esta noche ante el país. Sé que temía las repercusiones políticas. Hace semanas que los republicanos hablan a gritos acerca de los misiles de Cuba, y él lo reconoce ahora públicamente. De modo que el rédito político puede ser grande. Desde el punto de vista político, ordenar el ataque aéreo habría sido más ventajoso, pues los republicanos se habrían visto obligados a darle su apoyo.

Aun así, debemos esperar. Los barcos rusos tardarán algunos días en llegar a la zona de exclusión. Me siento tan emocionada que esta noche saqué a Christopher de la cama y abracé a ese ángel dormido con tanta fuerza que se despertó. «Tranquila, mamá —me dijo — . Todo saldrá bien.»

Tengo una terrible sensación de angustia, y te echo de menos, Harry. Eres alguien muy querido para mí. No hagas nada disparatado con personas como Dix Butler.

Recibe mi amor.

KITTREDGE

20

La tarde del miércoles 24 de octubre, me levanté de un taburete de un bar de la calle Ocho, recogí mi bolsa, y salí con Dix Butler a llamar un taxi. Nos dirigíamos al número 6312 de Riviera Drive. Las radios de todos los bares informaban en inglés o en español que dos barcos soviéticos habían llegado a cincuenta millas de la línea de bloqueo que la Armada de los Estados Unidos había establecido alrededor de la isla de Cuba.

Jamás he vivido días como el lunes, martes y miércoles pasados. Entre el personal jerárquico de la Casa Blanca, el Departamento de Estado, el Pentágono y Langley comenzaron a circular impresos indicando la ruta de evacuación a los refugios subterráneos de Virginia y Maryland. En JM/OLA a unos pocos nos dieron mapas del sur de Florida. Me enteré entonces que hacía dos años habíamos construido un refugio antiaéreo en los pantanos de los Everglades. Debo confesar que me pareció todo un logro, ya que en esa región hay muy poca tierra debajo de la cual no se encuentre agua a menos de un metro de profundidad. Un rumor que nos llegó desde Langley aseguraba que Bobby, según sus propias palabras, no iría a ningún refugio. «Si se llega a la evacuación, morirán sesenta millones de estadounidenses, e igual número de rusos. Yo me quedaré en Hickory Hill.»

Le transmití la historia a Dix Butler. «¿Cómo sabes que Bobby no tiene su propio refugio en Hickory Hill?», preguntó.

Esto se puede tomar como un ejemplo de los comentarios que circulaban en Zenith. Las reacciones emocionales se dispersaban en todas direcciones, como si se hubiese lanzado una piedra contra una bandada de pájaros. No me parecía justo que todos tuviésemos que morir tan pronto. La furia que experimentaba parecía quemarme el pecho; la tristeza hacía que me sintiese al borde del llanto; el cinismo, al revelarse, se tornaba ponzoñoso. Era difícil decir quién era ahora menos popular en JM/OLA, si Fidel Castro, los exiliados cubanos, o los hermanos K. Bill Harvey estaba convencido de que fracasaríamos otra vez. «Si no tenemos guerra, Kruschov se meará sobre Kennedy en la mesa de negociaciones.»

Dadas estas alternancias de júbilo y depresión, no resultaba extraño pensar que dentro de uno todavía era posible que existiera un poder oculto. Miami, suave como un cisne, violenta como un escorpión, yacía suspendida como una especie de Nirvana; nadie soportaba la espera. Harvey vociferaba, furioso como una caldera a punto de estallar; le costó muy poco trabajo a Dix Butler convencer al jefe de JM/OLA que debía darnos permiso para salir en una misión. Harvey apoyó la idea de improvisar unas cuantas misiones durante esa semana de emergencia.

Me llevó aparte.

—Hubbard —me dijo—, no sé si me importa un pimiento que regreses o no, pero si lo haces, y el mundo sigue existiendo, no quiero quedar con el culo al aire. De modo que no le dirás a Hugh Montague que vas. Si él se pone en contacto conmigo y me pregunta por ti, le diré que espontáneamente saliste con Dix Butler para ayudarlo en una misión, pero que no pienso castigarte, cosa que no haré a menos que cometas el error de decirle la verdad a Su Alteza. En ese caso, será tu palabra contra la mía, y te haré firmar un documento. Ya que quieres ir con Butler, redacta un memorándum, y fírmalo. Escribe: «Yo, Harrick Hubbard, acuso recibo del memorándum número 7.418.537, y obedeceré sus instrucciones».

—¿He visto yo el memorándum número 7.418.537?

—Ahora lo verás. —Lo leyó en voz alta—: «Se ordena a todo el personal de JM/OLA que mientras dure la crisis permanezca en estado de disponibilidad dentro de un radio de quince kilómetros de distancia de la base».

—Sí, señor —dije.

—En este momento distribuyo el 7.418.537. Estará sobre tu escritorio en diez minutos. Envía tu respuesta apenas lo recibas.

Lo hice. Me sentía extenuado. Se me ocurrió que era absolutamente libre, ya que en un par de días tal vez estuviese muerto. De modo que podía volver a mentirle a Hugh Montague. Después de todo, el Salvaje Bill nos estaba proporcionando un sentido de propósito. Nos embarcaríamos en la lancha de Eugenio Martínez,
La princesa
, con cajas de bengalas, y las llevaríamos a Cuba en lanchas neumáticas para entregarlas a una de las redes clandestinas de Harvey. Estas bengalas podrían ser usadas por el movimiento de resistencia cubano para iluminar la ruta de invasión de las fuerzas estadounidenses.

Para explicar mi estado de ánimo, baste decir que eso era todo lo que sabía acerca de nuestra misión. Esperando con tal pasividad, me pregunté si el bebé a punto de nacer, en el último día de su noveno mes en el útero, no siente también la triste y embriagante sensación de que todo lo que sabe sobre la existencia está a punto de perderse para siempre, porque se está embarcando en una empresa de alto riesgo. Era obvio que nadaba en un caldo de emotividad. Recuerdo que una vez en mi apartamento me detuve frente a un espejo de cuerpo entero y traté de establecer alguna relación entre estos sentimientos altamente indisciplinados y la severa expresión del joven alto y bien parecido que tenía delante de mí. Nunca me había sentido más distante de esa imagen. «¿Le ocurrirá lo mismo a las estrellas de cine?», recuerdo que pensé.

El miércoles por la tarde, temprano, Butler me condujo a uno de nuestros embarcaderos en Key Largo, y allí cargamos una lancha neumática de caucho negro, de cuatro metros de largo, con setecientos kilos de ladrillos y arena para simular el peso del equipo y los hombres que transportaríamos. Luego fuimos a los cayos más pequeños, entrando en los manglares con los motores fuera de borda zumbando apenas; después empujamos la lancha en las aguas someras durante la marea baja; a pesar de que levantábamos los motores cuando se hacía necesario, raspábamos el fondo. Cuando Butler quedó satisfecho, volvimos al muelle, transportamos un motor hasta un cobertizo, y allí, en un cuarto oscuro, con el motor montado dentro de un barril lleno de agua hasta la mitad, practicamos mantenimiento, desmontándolo y volviéndolo a montar. Hacía años, en la Granja, me había pasado todo un día haciendo lo mismo. En esa ocasión nos llevaron a una cala al sur de Norfolk, y nos dictaron un curso acelerado sobre este tipo de cosas. Ya había olvidado lo aprendido entonces. ¿Recordaría mañana lo que estaba aprendiendo ahora?

Volvimos a Miami al anochecer, fuimos a un bar, tomamos tres ponches «en honor», según Butler, «de las plantaciones que pronto devolveremos a sus propietarios de mierda». Brindamos por eso, y por Berlín (un brindis discreto) y «por Nirvana», dijo Butler, lo cual me sorprendió, porque hacía tiempo que esa palabra rondaba en mi mente. ¿Era, acaso, que ahora que el fin del mundo estaba cerca todos nos estábamos volviendo telepáticos? No parecía del todo ilógico. Suspiré, y el ponche me hizo rememorar la belleza del mar esa tarde en Key Largo, un luminoso mar verde pálido que despedía una iridiscencia aguamarina allí donde la plataforma descendía. Una miríada de pececillos plateados escoltó nuestra lancha hasta el manglar, donde se enhebraron entre las raíces acuáticas y desaparecieron de nuestra vista.

Entramos en el número 6312 de Riviera Drive, y en el vestuario nos pusimos zapatillas negras, tejanos negros, un jersey negro de cuello de cisne y una capucha negra con agujeros para los ojos y la boca. Hacía mucho calor. De perchas y barras colgaban los trajes de submarinista y las camisas floreadas de una docena de hombres, y de pronto empecé a entender por qué la vida de un verdugo debe de valer la pena, a pesar de sus sinsabores. Vestido completamente de negro, me pareció que aquel cuerpo no era el mío; parecía un acólito dispuesto a custodiar los dominios de la muerte. Fue entonces cuando me di cuenta de que en ese mismo momento comprendía a la Agencia; repentinamente, supe por qué estaba allí. Uno no debería pasarse la vida en los salones de una gran profesión sin descender por lo menos una vez a las cámaras del sótano. Una metáfora, es cierto, pero esa noche yo consumía metáforas de la misma manera que otros, poseídos por una ansiedad similar, podían masticar hechos concretos. La muerte no era más que la metáfora de una metáfora, así como la raíz cuadrada de menos uno era la raíz de mandrágora para guiarnos hacia ese otro mundo donde quizá no había raíces. No dejaba de pensar en los pececillos que nadaban alrededor de nuestra lancha antes de desaparecer en un bosque de follaje submarino de menos de cincuenta centímetros de profundidad.

El interior del 6312 de Riviera Drive estaba escasamente amueblado, pero es bien sabido que el ejemplo perfecto de una vivienda vacía es una casa franca. Pasamos por una sala con paredes recubiertas de madera oscura y traspusimos una arcada que nos condujo a un comedor donde había cuatro sillas españolas alrededor de una mesa de caoba. Pensé en la solemnidad de la vida española de clase media: la esposa sombría, los hijos serios, el padre culpable bajo el peso moral de una amante quejumbrosa y furiosa por la parsimonia que demuestra, incluso cuando se pone la ropa interior negra que él le ha comprado. Sí, debo de ser un servidor de la muerte cuando un cuarto vacío me ofrece la historia íntima de una familia desgraciada que jamás he visto. ¿Cuánto se habrían acercado ahora los barcos rusos a la línea de bloqueo?

Al fondo del comedor había una puerta que se abría a un porche acristalado que daba a un patio. En el extremo opuesto se hallaba el muelle. Un barco pesquero blanco, grande, inmanente como el mármol de un mausoleo, ascendía y descendía con el leve vaivén de la marea. Antes de subir a bordo tuve tiempo de pensar en la esposa muerta de Sam Giancana. Bajo la cubierta había diez hombres con capuchas negras sentados en literas; sólo unos cuantos alzaron la vista. El aire estaba cargado, aunque no viciado. El barco se sacudía desagradablemente.

Esperamos sin hablar. Los motores arrancaron. Pude sentir la vibración bajo los pies, y su intención me pareció más cercana a mi propósito de lo que podía estarlo yo mismo. Desde arriba, como si se tratara de los sonidos del material quirúrgico que nos llegan a través de la anestesia parcial, podía oír al capitán dando órdenes en español. Estábamos soltando amarras. Bajo cubierta, iluminados apenas por las luces de las casas de Miami, que entraban por los ojos de buey a lo largo del canal, nuestros motores sonaban tan vivos como gruñidos de bestias.

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