El fantasma de Harlot (160 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Sabrás que tenía una relación con Jack Kennedy. Posiblemente, con Bobby también. No puedo librarme de la sospecha de que amenazaba con decir lo que sabía acerca de uno o ambos muchachos, por lo que ellos deben de haber llegado a una decisión ejecutiva.

¿La hicieron matar? Aborrezco la idea. Un presidente de los Estados Unidos a menudo hace ciertas cosas que la historia juzgará más tarde como serios errores humanos. Después de todo, los presidentes están sueltos en medio de la corriente de alta energía de los acontecimientos mundiales. Pero matar a una mujer es otra cosa. Es anatema. Rechazo esa idea. Pero vuelve una y otra vez, y no me deja dormir. Odio a los hermanos Kennedy. La indecisión en la bahía de Cochinos fue una cosa, pero cercenar la vida de una hermosa mujer, ¡no! Trato de razonar. ¿Fueron ellos? Lo dudo. Pero creo que podrían haberlo hecho. ¿Estoy perdiendo la razón? En ese caso, puede deberse al clima de opinión que aquí reina entre los agentes. En Vietnam del Sur, Kennedy goza de cierta simpatía debido a su afición por los Boinas Verdes, pero aquí, en la tierra de MacArthur, puedes estar seguro de que no. En Tokyo, la gente de la Agencia no percibe una diferencia sustancial entre Kennedy y Castro (¡rojillo, rojillo!). La bahía de Cochinos les ha dejado un gusto amargo en la boca. De modo que no soy el único que tiene esta terrible sospecha. Se la oye en toda la comandancia del norte de Asia. Hijo, mi mente padece el equivalente de un tumor cerebral, y no mejoraré hasta haber resuelto este problema. Estoy examinando la muerte de Marilyn.

Te quiere,

SHERLOCK HALIFAX

Posdata: ¿Qué tal le va a Mangosta?

16

¡Marilyn Monroe asesinada! Pensé que todos tenemos derecho a sostener una tesis disparatada. De cualquier modo, no tenía ganas de escribirle a mi padre acerca de Mangosta. Durante meses le había estado enviando cartas a Kittredge, cuya primera línea representaba una variante de «Sé que últimamente no he dicho demasiado acerca del progreso de la operación, pero no hay mucho que informar».

Luego, aumentaba nuestras actividades en la medida en que me era posible.

Casi todas las noches, una o más de nuestras embarcaciones en Miami o los cayos, partía subrepticiamente a su cita en la costa cubana; en ocasiones, hasta veinte lanchas neumáticas se arriesgaban a hacer ese viaje de ida y vuelta. Harvey, expandiendo el concepto que tenía mi padre sobre los buques nodriza, adquirió varios yates con capacidad para transportar lanchas de buen tamaño para las acciones de desembarco. Contábamos incluso con dos patrulleras de la Armada, la
Rex
y la
Leda
, que cumplían la función de buques insignia. Cada vez que los veía en un muelle o un puerto deportivo, notaba que habían cambiado de color. La cubierta, antes de un verde pavo real, y el casco, pintado de aguamarina, ahora eran una combinación de rosa oscuro y blanco. Harvey estaba decidido a que los barcos de nuestra flota parecieran embarcaciones de paseo y no barcos de guerra; la artillería —cañones navales de 40 mm, ametralladoras calibre 50 y fusiles sin retroceso calibre 57— se guardaba bajo cubierta. Ambos buques insignia llevaban a estribor una grúa desmontable que, cuando estaba armada, podía bajar y subir nuestras lanchas neumáticas con motores fueraborda de ciento veinte caballos de potencia para las breves y rápidas incursiones en la costa. Harvey registró estas lanchas en Nicaragua, e hizo que figurasen como propiedad de corporaciones de papel relacionadas con compañías navieras cuyo dueño era Somoza. Mangosta Oceánica, una compañía con sede en uno de los escritorios de Zenith, pagaba los gastos de mantenimiento de las embarcaciones. Los salarios de la tripulación cubana provenían de una fábrica de conservas de Key West. Yo buscaba información para satisfacer la pasión de Kittredge por los detalles, pero las cartas que debía escribirle empezaban a gravitar en mi sistema nervioso. No hacía más que pensar en el desastre que supondría el que Harlot descubriese nuestra correspondencia. Sería horrendo, a menos que provocase el divorcio, en cuyo caso yo podría casarme con ella, pero ¿qué sucedería si otro agente se enteraba? En ese caso, Kittredge y yo podíamos seguir con nuestra correspondencia desde celdas de máxima seguridad. Si bien el riesgo mismo debe de haberle atraído, yo soportaba estas cartas como otra carga sobre el alma de Harry Hubbard, y me esforzaba por decirle cada vez más. Pues siempre había más.

Para mantener el control, Harvey había organizado cada nueva red en un racimo separado de células, y como le gustaba mantener cada célula aislada, acabamos teniendo puestos de espionaje que a menudo no desempeñaban más que una función. Por ejemplo, contábamos con un grupo de cuatro contables en el Ministerio de Hacienda de La Habana cuyas labores eran elegantes: habían logrado malversar suficientes fondos del gobierno para financiar una buena parte de nuestra operación en Cuba. Imaginaba a Castro ante su escritorio, buscando un papel especial entre una montaña de expedientes, sin encontrar jamás el documento que necesitaba porque uno de sus secretarios personales ya nos lo había pasado a nosotros. Cuba se erguía en mis sueños como un montón de estiércol. Me preguntaba cómo podía funcionar ese país; luego pensaba que en su caos residía su poder. Cuba vivía en medio de un desorden tal que nuestra contribución sólo formaba parte del montón. Era la única respuesta a cómo era posible que funcionara el DGI cuando nuestra Inteligencia se veía impotente para controlar a la mayoría de los cubanos de JM/OLA. En ocasiones, nuestros exiliados, al regresar a Miami después de una incursión exitosa, convocaban a una conferencia de Prensa, no autorizada, para jactarse de sus hazañas, y coronaban el acto con un desfile por la calle Ocho, en La Pequeña Habana. Harvey, furioso, los expulsaba sin pagarles, pero al cabo de un mes o dos se veía obligado a tomarlos de nuevo. Tratábamos de impedir que los cubanos de JM/OLA se relacionaran con los exiliados menos disciplinados. Aun así, muchas veces perdíamos a nuestros mejores hombres. Después de todo, desalentábamos la publicidad, en tanto que ellos la ansiaban. La buena publicidad, me decían, equivalía a «plátanos maduros», que en su argot significa algo así como «chochos calientes».

Me habría gustado escribirle a Kittredge acerca de Roselli, que estuvo muy activo durante la primavera y el verano, aunque no hacía más que embarcarse en empresas que quedaban en la nada. Las píldoras que le dimos llegaron a su contacto final, pero no fueron más allá. «Las condiciones son inapropiadas», se nos decía. Yo podía comprender el temor honesto de un camarero que tenía que vivir noche tras noche con la ansiedad de que Fidel pudiera, o no, llegar al restaurante a medianoche. Indudablemente, estos agentes terminaron desprendiéndose de las píldoras. ANCHOA, también conocido como CAVIAR, no iba a ninguna parte.

Algunas veces le escribía acerca de la guerra continua entre Lansdale y Harvey, pero eso terminaba siendo predecible. Harvey sólo tenía epítetos para Lansdale: «Genio juvenil típicamente americano», «cabeza de cacahuete», «Li'l Abner», eran los más corrientes. Lansdale, por su parte, también se quejaba.

—Es imposible —me decía— hacer que algo funcione con Bill Harvey. Si pido una estimación completa de algún proyecto serio, puedo considerarme afortunado si recibo un memorándum de una frase. Si le digo que quiero más, me responde: «General, no tengo la intención de transmitirle a usted cada uno de los detalles de esta operación». En una oportunidad, extendí los brazos encima del escritorio, miré a Harvey a los ojos y a punto estuve de estrangularlo con mis propias manos, y bien sabes que no soy un hombre violento. «Bill Harvey, entienda esto bien —le dije—; yo no soy el enemigo.» No sirvió de nada. De nada en absoluto. ¿Quieres saber cuál fue su reacción? Levantó una de sus rollizas piernas, se hizo a un lado y ventoseó delante de mí.

—¿Ventoseó? —lo interrumpí, como si se tratara de algo que necesitaba confirmación.

—Sí. Se tiró un pedo. Llenó el despacho de un olor atroz. Ningún villano shakesperiano podría haberme dado una muestra más clara de odio. ¡Qué persona horrible es Bill Harvey! Sacó el cuchillo que lleva atado al tobillo y empezó a limpiarse las uñas. Es intolerable.

A medida que Lansdale hablaba, yo asentía de tanto en tanto, para indicarle que estaba prestando atención. No dije nada. No sabía qué decir sin traicionar a Harvey, o a mí mismo, o sin parecer que simulaba comprenderlo. También me di cuenta, por último, que no esperaba que dijese nada. Si había comenzado mi trabajo como enlace creyendo que sería un principio de conexión, de pronto comprendí que no era más que un punto y coma instalado para mantener a los elementos en una especie de relación extendida, bien separados.

17

Miércoles 6 de septiembre de 1962

Querida Kittredge:

¿Has estado en Maine a finales de agosto? Yo me tomé dos semanas de vacaciones, hasta el Día del Trabajo. No lo hacía desde la primavera de 1960, cuando escalé el Katahdin en ocasión de la última nevada de mayo. Este año cometí el error de pasar el tiempo (cama y comida gratis) con mi madre en Southampton, y estuve a punto de casarme. (Una broma, querida mía.) De verdad, no sé quién me perseguía más, si las muchachas solteras a quienes mi madre tan bien les había hablado de mí, o sus jóvenes amigas casadas. El caso es que estuve a punto de estrangular a la dama responsable de mi existencia porque no creo que haya nadie en Southampton que no sepa ahora que pertenezco a la Agencia. Era nauseabundo, o lo habría sido si los emolumentos sexuales no hubieran acompañado ese conocimiento. Los miembros de la Agencia somos considerados en el mundo entero manipuladores malignos y siniestros de naciones aplastadas, etcétera, etcétera; sin embargo, esas señoritas pierden la cabeza no sólo porque un hombre no es totalmente impresentable, sino porque, a pesar de todo, es de la CIA. En esas dos semanas me di cuenta de que ya no necesito preocuparme por mi capital y los intereses que devenga. Mi madre es más rica de lo que está dispuesta a admitir, e inevitablemente el día que muera me dejará algún dinero. Por otra parte, tengo por delante al menos diez años para casarme con alguna heredera de ciertos medios. Si me hubiese interesado, podría haberme comprometido con alguna ricachona en estas dos semanas, pero, para mi sorpresa, descubrí que desprecio a la mayoría de los ricos. En medio de mi inocencia, me he dado cuenta de que no son más que narcisistas redomados.
Yo y mi dinero
parece ser la suma de sus relaciones internas. Alfa y Omega, ¡escoge tú cuál! ¡Peor aún! Los narcisistas acaudalados carecen del encanto que tienen los demás narcisistas. ¡Qué ironía! Estoy defendiendo a Occidente para proteger a Wall Street y las cuantiosas ganancias de estos energúmenos de Southampton. Quizá necesite un curso que me ponga al día acerca de los males del bolchevismo y el materialismo.
Encore, je blague
.

La verdad es que disfruté de mis vacaciones, pero estoy encantado de estar de regreso y ansioso por contarte acerca de una batalla campal que tuvo lugar a comienzos de agosto entre Harvey y Lansdale, llevada totalmente a cabo mediante memorandos. De hecho, pensé acerca de ella varias veces durante los días que pasé en Southampton, pues fue estrafalaria por el modo en que comenzó, y clásica por sus resultados.

Imagina otra reunión del grupo especial, Aumentado. En esta ocasión, se trata de una reunión lo suficientemente grande para volver a incluirme. No es necesario que te diga que están presentes algunos verdaderos jerarcas burocráticos: el general Maxwell Taylor, el general Lemnitzer, Robert McNamara.

Una vez más, soy un lacayo escolta. Me siento con mis dos maletines detrás de mi jefe, William Harvey (que representa a McCone), y la reunión, nuevamente sin la presencia de Bobby Kennedy, lentamente termina con Mangosta. Sin la presión de la intensa presencia de Bobby, los más importantes han acudido por mera formalidad. (La principal preocupación esta tarde de verano es no quedarse dormido.) Hemos soportado demasiados informes referentes a lo que se ha avanzado aquí y lo que se avanza allá, pero no hay indicios acerca de la etapa, media o final, en la que está Mangosta.

Harvey, por ejemplo, ofrece una sinopsis de una de nuestras mejores tareas de sabotaje. A principios de mes, un carguero cubano llamado
Streatham Hill
, en ruta a la Unión Soviética con un cargamento de ochocientos mil sacos de azúcar cubano, se vio obligado a recalar en San Juan de Puerto Rico, por averías. Harvey dijo, con su voz baja: «No sé por qué los cubanos no pueden mantener sus motores libres de arena». Ésta, Kittredge, es una broma típica del GEA. No obstante, debido a la somnolencia de la tarde, sólo hubo unas pocas sonrisas. Durante la escala obligada, algunos de nuestros agentes puertorriqueños bajo contrato lograron impregnar el cargamento con una sustancia no venenosa llamada bitrex, que convierte el gusto dulce en amargo.

—Los rusos recibirán ochocientos mil sacos de azúcar inutilizable —dijo Harvey.

Lansdale cometió el error de preguntar:

—¿Cómo pudo nuestra gente infiltrar cada uno de esos ochocientos mil sacos con bitrex?

—Los sacos no deben ser interpretados literalmente como el modo de envase —contestó Harvey con tono paciente—, sino como unidad de cantidad. El azúcar se transporta suelto en los compartimientos de la bodega. Digamos que alrededor de diez mil toneladas de azúcar fueron impregnadas de bitrex.

Robert McNamara, que había guardado silencio hasta ese momento, empezó a hablar. Era obvio que no había escuchado a ninguno de los dos hombres. McNamara es un potentado muy solemne del Departamento de Defensa, pero, según se me ha informado, y éste es el veredicto del
establishment
de Washington, es el más brillante y decidido de todos los funcionarios del gabinete. Tiene fama de poseer todas y cada una de las virtudes burocráticas.

Supongo que debe de ser verdad, pero en las reuniones del GE A es un pelmazo. Quizás ese día estaba distraído. Por cierto, rumiaba en voz alta, de un modo abiertamente burocrático, y logró sumirnos todavía más en la somnolencia. Sin embargo, me erguí, alerta, en la mitad de su discurso. Me pareció oír que, mientras recapitulaba, de manera deslucida, las virtudes y defectos de Mangosta, sugirió que se eliminara a Fidel Castro. Sin embargo, por lo que dijo después, no puedo estar seguro de que efectivamente lo haya dicho.

—Si bien no estamos a favor de que se proyecte esta opción alternativa en la capacidad potencial de Mangosta, aun así, puedo ver un sesgo viable en el resultado final, que, hablando estrictamente desde un punto de vista teórico, podría producir un cambio fundamental en la imperante situación política cubana. Por otra parte, las técnicas para la expresión subterránea de la alternativa que se acaba de citar podría estar insuficientemente desarrollada...

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