El fantasma de Harlot (164 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Avanzábamos a baja velocidad para reducir la estela, y me quedé dormido mientras cruzábamos los estrechos canales de Coral Gables camino de la bahía de Biscayne. Cuando desperté, nos hallábamos en mar abierto y a lo lejos, a popa, se divisaban las luces de Miami; su brillo en el cielo tenía el mismo tono rosado del crepúsculo antes de que la tarde se entregue a la noche. A estribor, más débil que el brillo de la luna, se veía el resplandor de La Habana. Era una noche oscura, pero el cielo estaba despejado. Tuve tiempo de pensar que al día siguiente por la tarde ambas ciudades tal vez estuviesen ardiendo. ¿Asistiríamos al espectáculo desde la tierra o desde el mar?

—Eugenio nos guiará entre Cárdenas y Matanzas —dijo Butler—. Llegaremos a Cuba hacia las tres de la madrugada.

Asentí. Aún tenía sueño. Estaba atontado. Se me ocurrió que la muerte no debía encontrarme en ese estado de embotamiento.

—¿Quieres un poco de ron? —me ofreció Butler.

—Preferiría dormir —respondí.

—Hombre, yo estoy tenso. Y así estaré hasta que regresemos.

—No habría esperado menos de ti —dije, y volví a bajar, resentido contra Butler, ya que acababa de darme a entender que dormir antes del combate no era una virtud, sino un exceso de indulgencia. Puede que el carácter de Butler no fuese precisamente espléndido, pero su adrenalina era soberbia.

Los hombres se habían acostado como mejor habían podido: dos en una litera angosta, cuatro sobre la mesa, otros dos en el suelo; me uní a estos últimos. El suelo estaba húmedo, pero tibio de todos modos, y como los demás se encontraban en cubierta, había espacio para estirarse. Dormí en medio del chapoteo del agua en la sentina y el sonido del casco golpeando contra el mar agitado. La atmósfera estaba impregnada del olor fétido a ajo y sudor que emanaba de los hombres vestidos de negro. A la luz atenuada de una bombilla de diez vatios sobre el fregadero, vi cómo los cubanos se levantaban las capuchas negras, instintivamente mientras dormían para respirar más fácilmente; luego, al despertar, volvían a bajarlas. ¿Qué finalidad cumplían esas capuchas? ¿Buscaban con ellas proteger a su familia, o eran algo mágico? En este oscuro mar tropical donde la corriente del Golfo se unía al largo oleaje del Atlántico, la magia era sólo un aliado insignificante del comercio, pero a la costa meridional de Cuba los conjuros llegaban desde el Caribe. Pensé en el facsímil de las minas de cobre de Matahambre que habíamos construido en los Everglades. Allí, durante los últimos nueve meses, se habían adiestrado comandos de exiliados para trabajos de demolición. Se habían practicado simulacros de ataque, en cada uno de los cuales habíamos satisfecho el objetivo, que era dinamitar (en sentido figurado) el modelo, pero nunca habíamos volado las verdaderas minas. Durante el último ataque a las minas de Matahambre, ocho hombres desembarcaron después de la medianoche y fueron descubiertos por una patrulla de Castro. Seis de ellos lograron regresar a la costa a tiempo para ser evacuados. Ese fracaso ignominioso había sido nuestra incursión más exitosa contra Matahambre. Nunca pasamos de la costa.

Ahora nos enviaban a nosotros. Habíamos prescindido de una preparación minuciosa. Todo lo que haríamos sería reunimos con unos pocos cubanos que sabrían dónde ocultar las bengalas para la magia tecnológica que vendría después: una fuerza completa de invasión, la magnitud de cuyo poder sería inmensamente mayor que la santería. Medio dormido, meditaba.

Luego se me ocurrió que ésa bien podía ser la última vez que me quedase dormido, o al menos una de las últimas veces. Como nunca antes, se apoderó de mí un sentimiento de misterio, y comprendí que vivimos en dos estados de existencia, la vigilia y el sueño, que nos son proporcionados para la vida y para la muerte; éramos dos historias que vivían en una. En ese momento quise escribirle una larga carta a Kittredge rogándole que jamás abandonase su trabajo teórico, porque era profundo, sí, profundo, y al hacerlo, desperté; no dormí, después de todo, sino que me sumí en el detrito poético que barre el mercado de la mente cuando uno regresa de lo profundo, y me incorporé, listo para la acción, aunque todavía hubiese que esperar horas. Luego, aspiré hondo, me coloqué la capucha y subí a cubierta.

Butler estaba con el capitán en el puente. Yo conocía al hombre, Eugenio Martínez. Le había escrito a Kittredge acerca de él. Había hecho más salidas a Cuba que ningún otro barquero del sur de Florida; era un héroe con una historia triste, que ahora la mitad de JM/ OLA conocía. Quería traer a sus padres de La Habana, pero Harvey se lo había prohibido. Mientras yo subía por la escala, lo oí hablar.

—Esta misma noche un tipo me paró y me dijo: «Tengo puesta la capucha, así que tú no sabes quién soy, pero te conozco. Eres Rolando.» Yo le dije: «Si tan bien me conoces, entonces sabrás que soy Eugenio Martínez, y que me dicen Rolando». «Eso también lo sé, pero nos piden que te llamemos Rolando», respondió. «Y eso, ¿para qué sirve, cuando hasta el mismo DGI sabe que Rolando es Eugenio?», le dije. ¿Sabe, señor Castle...?

—Puedes llamarme Frank —dijo Dix.

—Muy bien, Frank, Frank Castle. Le diré Frank. El argumento que oigo del señor O'Brien, su jefe, ese hombre corpulento, es que a mis padres los conocen muy bien allá en Cuba, y que si trato de acercarme a ellos, mi captura sería cosa segura. Acepto la lógica de esta cuestión porque en parte soy español. Si uno tiene la bendición y la maldición de la sangre, su deber es obedecer las leyes de la lógica. Para la gente violenta que aborrece el caos, eso es una necesidad.

El discurso había sido tan bien expresado que supuse que Eugenio Martínez seguiría hablando. Me equivoqué. Sabía respetar el silencio. Nosotros también. Su silencio representaba tanta actividad mental como la palabra. Sobre el puente, nos balanceábamos al ritmo de las olas. El horizonte, como la aguja de una brújula, estaba condenado a alinearse. Debajo proseguía el mensaje continuo de los motores que trabajaban para nosotros. Entre las ráfagas de viento, podíamos percibir el silencio. Martínez había oído tantas noches aquel silencio, que bien podría haberle pertenecido. Tenía un rostro largo y triangular, una afilada nariz española y oscuros ojos hundidos en las órbitas que parecían preparados para absorber toda su experiencia. Supongo que había visto mucho, y pagado el precio que ello implica. Pensé que eran ojos atormentados. ¿Habría visto tantos fantasmas como cadáveres?

Todo esto es mucho percibir, de noche, bajo un cielo despejado sin luna, pero debo decir que, siguiendo la sugerencia de Butler, había bebido con él hacía un par de días, y ahora le rendía homenaje. Hasta mi padre, que no confiaba en absoluto en los cubanos, había dicho: «Dadme cien hombres como Eugenio Martínez y yo mismo me apoderaré de Cuba». De modo que me satisfacía estar con él en el puente, embargado por un sentimiento de culto al héroe tan grande como el de mis enfervorizados días de St. Matt's. No me habría sorprendido ver que detrás de nosotros se formaba en el cielo una conflagración de montañas llameantes, y esa inimaginable luz blanca que emana la nube en forma de hongo quemándonos los ojos. Tampoco me habría sorprendido si, a cien millas a estribor, La Habana se hubiera convertido en una torre de llamas. La realidad de la situación regresó sólo cuando flexioné las piernas como reacción al balanceo del barco. Me di cuenta de que debíamos de estar cerca de Cuba. Si bien no alcanzaba a ver tierra, los reflectores comunistas, llenos de agitación, proyectaban en la distancia su haz de luz como el relámpago cuando todavía no tiene la fuerza suficiente para lanzar un rayo desde el cielo.

Había estudiado el mapa y sabía que las lanchas neumáticas debían llegar a la playa, pero que la costa era irregular. Había manglares junto a arrecifes de coral. En cuanto nuestros hombres abordasen con su cargamento de bengalas y armas las lanchas neumáticas, recorreríamos unos cuantos kilómetros en dirección al sur hasta encontrar nuestra playa. Sin embargo, si llegaba a salir una lancha patrullera del manglar, tendríamos que dirigirnos hacia alguna ensenada lo suficientemente estrecha para que no pudieran seguirnos.

Cuanto más nos acercábamos a Cuba, más barcos veíamos. Cargueros y traineras pasaban a lo lejos. Un convoy de ocho navíos estadounidenses, al frente de los cuales iba un destructor, que seguramente había partido de Key West, navegaba hacia un destino en el este. ¿Se dirigirían hacia la línea de bloqueo? Nosotros viajábamos sin radiotransmisor, pero no me importaba mucho, pues mi interés por el mundo había disminuido. Lo que estábamos a punto de hacer empezaba a parecer todo lo que había que hacer. Durante la última hora, los prácticos habían estado inflando las lanchas neumáticas, revisando el equipo, sacando los fusiles de asalto de los armeros y apilando sobre la cubierta las cajas con las bengalas. Butler y yo nos manteníamos al margen, en parte como observadores de la Agencia, en parte como huéspedes de honor. Si hubiésemos medido la importancia de la empresa por nuestra utilidad, nuestra presencia habría resultado ciertamente disparatada. Conocí entonces el sabor físico del miedo, y no fue nada agradable. Un flujo de bilis me inundó con su gusto amargo la nariz y la garganta. Se me ocurrió que controlarme no sería nada sencillo.

—Tú y yo iremos en la misma lancha —dijo de repente Butler, con voz agradablemente ronca.

—De acuerdo.

—Tú serás mi pasajero.

No supe si sentirme aliviado o humillado.

—Estos hombres son muy hábiles.

—¿Los conoces?

—Me he adiestrado con un par de ellos. Si todo marcha bien, será una operación de rutina. Si sale mal, la instrucción no habrá servido de nada. Será el caos. Para los hombres de Castro más que para nosotros.

—Hablas como si dominases el tema.

—Estuve en la bahía de Cochinos.

—¿Qué?

—Extraoficialmente.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? Se encogió de hombros.

No tenía idea de si me estaba diciendo la verdad. Me pareció que podía ser cierto. Yo estaba enfadado. Pensaba que éramos dos inocentes que viajaban juntos hacia un destino incierto. Me veía como un payaso enviado al sacrificio. Sí, era mejor enfadarse que sentir miedo.

Pasé mis últimos treinta minutos en
La princesa
tratando de familiarizarme con la pistola automática checa que me habían dado. Tenía una recámara curva con treinta cartuchos de 9 mm, podía usarse como automática o semiautomática, y quizá, si fuera necesario, ser disparada desde la cadera. Pero ni horas de práctica podían garantizar esta manera de disparar.

Colocaron las lanchas neumáticas a un costado y comenzaron a cargarlas, apilando una caja impermeable sobre otra. Luego seguimos nosotros: seis hombres en cada lancha. Eugenio Martínez se acercó a la borda para despedirse. «Suerte», dijo en voz baja, y nos dimos la mano. Me sentí purificado; iniciaba mi viaje.

Este ánimo me duró tanto como pude mantener el equilibrio y sentarme. El oleaje era violento, y cabeceábamos demasiado para poder disfrutar de una iluminación espiritual. «Sigan en línea recta en dirección sur», dijo Martínez por fin. Nos aguardaría aproximadamente en ese mismo lugar dentro de veinte horas, es decir, la noche de ese mismo día, pues eran las tres de la madrugada. Si no aparecíamos, volvería durante la noche en intervalos de una hora.

La lancha tenía una brújula y un timón montados sobre un panel de madera contrachapada. Butler navegaba a una velocidad de diez nudos, la adecuada para que el sonido ahogado de nuestros dos tubos de escape se mezclara con el viento. Las olas estaban a nuestro favor. No sería fácil detectar la lancha desde lejos porque el oleaje se elevaba por encima de nuestro perfil. No hablábamos. Las palabras podían oírse con mayor claridad que el zumbido de un motor. Sin embargo, yo alcanzaba a oír otro motor, débil como la rompiente en la playa, y me di cuenta de que se trataba de una embarcación semejante a la nuestra. El aire de la noche era pesado. Avanzábamos lentamente, como rodeados de almohadas. La lancha iba tan cargada que casi no había espacio libre, y con cada ola entraba un poco de agua que sacábamos con envases plásticos de leche, cortados por la mitad y pintados de negro, atados por una soga a un aro en el fondo del bote. El ruido del achique se sumaba al silencioso anuncio de nuestra travesía.

La costa estaba cerca: una línea fosforescente sobre una playa angosta. ¿Estarían nuestros hombres esperándonos, o toparíamos con la milicia de Castro? El fondo de caucho de la lancha chirrió sobre la arena, y todos nos pusimos de pie; salté al agua somera, con los músculos tensos como un puño cerrado. Sin hacer el menor ruido, los seis empujamos la embarcación unos cinco o seis metros playa arriba, hasta llegar a la protección que nos ofrecía un árbol inclinado cuyas hojas rozaban el suelo. En medio del silencio de la noche, se oyó una calabaza que caía. Su impacto fue tan estridente como el chillido de un búho. De la maleza, más allá de la playa, provenía un enjambre de pequeños sonidos, un arrastrarse, un deslizarse, ilimitado, inextinguible; en ese matorral se escondía el molino mismo de la generación. A la vegetación cada vez más espesa, se unían ahora los sonidos de los insectos que la devoraban.

—Hubbard, te necesito —susurró Butler. Había quitado de la lancha el almohadón que usaba como asiento de piloto, y ahora lo desplegó: era una bolsa negra, larga. Metimos la cabeza debajo, encendimos una linterna y estudiamos el mapa —. Nos hemos desviado. Apenas medio kilómetro, pero ignoro si en dirección este u oeste.

Estudié el mapa. En el lugar donde debíamos haber desembarcado, había un arroyo que bajaba desde los bosques y dividía la playa en dos. Donde estábamos no había ningún arroyo.

—Bien —dije—, el arroyo corría de oeste a este.

—Lo sé —dijo—, pero tal vez me equivoqué al trazarlo.

Cuando desembarcábamos, vi una loma baja a unos cien metros hacia el oeste. Según las líneas topográficas de nuestro mapa, la loma debía de estar a un kilómetro al oeste del arroyo.

—Vayamos hacia el este —dije.

Bajo la bolsa negra, hablábamos separados por unos pocos centímetros. Sentí un deseo urgente de acabar con aquel diálogo. Sin embargo, Butler seguía estudiando el mapa como si quisiera rebatir mi conclusión.

—Quizá tengas razón —dijo, por fin, y salimos de debajo de la bolsa.

Ahora la cuestión era si enviar a un hombre hacia el este para hacer un reconocimiento de la playa y, en el mejor de los casos, localizar los guerrilleros que nos aguardaban, o meter otra vez la lancha en el agua y avanzar paralelos a la costa. Si yo hubiera estado al mando, habría enviado a un hombre. Llamaría menos la atención, y en caso de ser interceptado, los disparos nos servirían de advertencia. Sin embargo, Butler decidió volver al agua. El grupo que aguardaba por nosotros esperaba ver una lancha neumática, no un hombre a pie.

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