El fantasma de Harlot (177 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

Cal y Harlot habían pasado extractos selectos del material a varios funcionarios de Langley; el FBI tenía montones de informes de la ONU que podían ser revelados cuando a Hoover le viniera en gana, y JM/OLA y los líderes exiliados cubanos recibían informes de todas las fuentes, de modo que me pareció que los únicos que no estaban al tanto eran Rusk y John McCone. Algunas mañanas llegaban al despacho de Cal cuatro o cinco memorandos de distintos departamentos de Langley en que se nos llamaba la atención acerca de la aproximación de Attwood a Cuba; todos estaban basados en rumores que Cal y yo habíamos diseminado subrepticiamente el día anterior.

Hunt me invitó a almorzar en la cafetería de oficiales de Langley para fulminarme con lo que acababa de oír.

—Siempre supe que no se podía confiar en Jack, pero ésta es una traición infame. ¿No le puede informar tu padre a Dick Helms?

—Puede intentarlo —respondí.

—Si Cal no puede hacerlo por la vía directa, yo mismo podría intentar hablar con él.

—Bien, no es necesario pedir favores. Cal puede hacerlo.

—Saluda de mi parte a tu padre. ¿Está de buen ánimo?

—¿Hoy? De muy buen ánimo.

Era verdad. El día anterior, 24 de octubre, por la tarde, John McCone, escoltado por Richard Helms, Hugh Montague y el consejero Hubbard, lograron convencer a Bobby Kennedy y al Grupo Especial de que autorizaran trece operaciones importantes de sabotaje, a un promedio de una por semana, entre noviembre de 1963 y enero de 1964. Una central eléctrica, una refinería de petróleo y un molino azucarero estaban entre los blancos seleccionados. «La sincronización es satisfactoria —declaró Cal—. No se podrá establecer nada. A Castro le saldrá una úlcera. ¡Hijo de puta! ¡Jugando con misiles rusos! Yo mismo me inmolaría, Rick, a la manera de los kamikazes, si con una sola granada de mano pudiera hacer volar a Fidel, Raúl y el
Che
Guevara.»

Lo decía en serio. A medida que envejecía, mi padre echaba pequeños brotes que prometían crecer, y si bien uno podía darse cuenta de sus manías, era imposible reírse de él. No le tenía miedo a la muerte. Pensaba que era un abrazo que podía resultar mejor si uno conseguía llevarse a un enemigo consigo.

Ese era el aspecto más sobresaliente de mi padre, pero todo león tiene su fantasma. Se ponía tan delicado como una anciana ante cualquier rumor de intriga del enemigo. El 25 de octubre, al día siguiente de que fuesen autorizados los trece ataques, y apenas unos veinte minutos después de regresar de mi almuerzo con Hunt, encontré a Cal de pésimo humor. El día anterior, aproximadamente a la misma hora en que él defendía su posición ante el Grupo Especial, el presidente Kennedy concedía una entrevista de media hora a un respetado periodista francés llamado Jean Daniel. La entrevista había sido concertada por Attwood. El francés se dirigía a La Habana, y en el Despacho Oval no había micrófonos. No obstante, nos llegó un informe del FBI sobre una conversación que tuvo lugar en la ONU la noche del 24 de octubre:

Attwood le informó al embajador Stevenson que, si bien Jean Daniel declaró que era un periodista profesional y que no repetiría su conversación con el presidente Kennedy, encontró dicha conversación «muy estimulante» y sostuvo que podía ser «propicia para el logro de una respuesta productiva por parte de Fidel Castro».

—Sí —dijo Cal—, puedes imaginártelo. Jack le presenta a Jean Daniel a la señora Kennedy. Después de todo, nuestra Primera Dama cautivó a París. No puede permitirse que un periodista importante de Francia se vuelva a su casa sin conocerla. Luego Jack le dice a Jean que él no se opone al colectivismo
per se
, sino al hecho de que los soviéticos abusan de él. Probablemente le dice que puede encontrar la manera de convivir con su vecina Cuba. Jack Kennedy tiene la habilidad de que una diferencia mayor parezca un malentendido familiar.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Después de pasar un tiempo viendo a las víboras de Washington en sus ritos de apareamiento, es sorprendente cuánto llega a saber uno.

Que nadie diga que mi padre carece de poderes de adivinación. Cincuenta días después de la entrevista entre Jean Daniel y Jack Kennedy, se publicó el informe del periodista sobre la reunión.

De
The New Republic

14 de diciembre de 1963

El jueves 24 de octubre el presidente Kennedy me recibió en la Casa Blanca... Cuando pasábamos por el pequeño despacho donde trabajaba su secretaria, vimos a la señora Kennedy dirigiéndose a un jardín privado de la Casa Blanca. El presidente la llamó para presentármela.

Washington atravesaba por un veranillo de San Martín. Hacía calor, y tanto el presidente como su esposa vestían ropa liviana, lo que hacía resaltar la impresión de juventud, encanto y sencillez que contrastaba de manera sorprendente con la solemnidad del venerable recinto. Después de que la señora Kennedy se hubiese retirado, el presidente me invitó a sentarme en el sofá semicircular ubicado en el medio de su despacho. Él se sentó en una mecedora frente al sofá. La entrevista duró unos veinticinco minutos, y sólo fue interrumpida por una breve llamada telefónica.

Mis notas son muy específicas y dejaré hablar al presidente: «Me gustaría hablarle de Cuba...». John Kennedy desplegó entonces toda su fuerza persuasiva. Acompañaba cada oración con ese gesto lacónico y mecánico que se ha hecho famoso.

«Le diré esto: creo que no hay país en el mundo... donde la colonización económica, la explotación y la humillación, fueran peores que en Cuba, en parte debido a la política de mi país durante el régimen de Batista. En mi opinión fuimos nosotros quienes creamos, alentamos y fabricamos el movimiento de Castro sin darnos cuenta de ello. Creo que la acumulación de tantos errores ha puesto en peligro a toda América Latina. Este es uno de los problemas más importantes de la política exterior estadounidense. Puedo asegurarle que comprendo a los cubanos y apruebo la proclamación hecha por Fidel Castro en Sierra Maestra, cuando con toda justificación pidió justicia y se mostró ansioso por liberar Cuba de la corrupción. Iré más lejos: hasta cierto punto, es como si Batista fuera la encarnación de una suma de pecados cometidos por los Estados Unidos. Ahora debemos pagar por esos pecados. Con respecto al régimen de Batista, estoy de acuerdo con los primeros revolucionarios cubanos. Eso está perfectamente claro.»

Después de un silencio durante el cual él se dio cuenta de mi sorpresa y de mi interés, el presidente prosiguió: «Pero también está claro que el problema ha dejado de ser cubano para convertirse en internacional, es decir, un problema soviético. Yo soy el presidente de los Estados Unidos y no un sociólogo; soy el presidente de una nación libre que tiene ciertas responsabilidades ante el Mundo Libre. Sé que Castro traicionó las promesas hechas en Sierra Maestra, y que ha acordado en convertirse en un agente soviético en América Latina. Sé que por su culpa —ya sea por su voluntad de independencia, su locura, o el comunismo— el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear en octubre de 1962. Los rusos lo entendieron muy bien, al menos después de nuestra reacción; pero en lo que a Fidel Castro se refiere, debo decir que no sé si él se da cuenta de ello, o si le importa». Una sonrisa. Luego: «Usted podrá decírmelo cuando regrese. De todos modos, las naciones de América Latina no conseguirán justicia y progreso de esa manera, es decir, mediante la subversión comunista. No lo lograrán remplazando la opresión económica por la dictadura marxista, como lo denunció el mismo Castro hace unos años. Ahora, los Estados Unidos tienen la posibilidad de hacer tanto bien en América Latina como mal hicieron en el pasado. Diría, incluso, que sólo nosotros tenemos esa posibilidad, siempre que el comunismo no se apodere de ella».

El señor Kennedy se puso de pie para indicar de esta manera que la entrevista había llegado a su fin...

32

A finales de octubre, mi padre hizo un viaje de tres días a París, pero sólo a su regreso me enteré de que se había reunido con Rolando Cubela.

Ese mismo mes, Cubela había informado a LIMA, su oficial de caso en Brasil, que estaba a punto de trasladarse a París para llevar adelante una misión que consideraba más adecuada para su cargo como «segundo funcionario dentro de la División Exterior del Ministerio del Interior». Si bien este título confirmaba nuestra convicción de que tenía vínculos estrechos con el DGI, esto no negaba la posibilidad de que también estuviera listo a dirigir su fusil de francotirador contra Fidel Castro.

Sin embargo, concertar la cita con Cubela en París no resultó fácil. Insistió en que estuviera presente Bobby Kennedy. Según anunció Cubela, su intención era llegar a ser el próximo líder de Cuba, y quería estar seguro de que contaría con el apoyo político de los Kennedy.

Si bien no existía ninguna probabilidad de pedirle a Bobby que fuera —¡por Dios, podía ser una trampa!—, tampoco existía inclinación alguna por informarle. No hacía falta ir con Bobby para reunirse con Cubela. El verdadero problema era a quién enviar a París como representante personal del Fiscal General. Cal se ofreció.

Perfecto. Nadie podría argumentar que Cal carecía de fundamento para hacerse pasar por amigo íntimo de los Kennedy.

Luego se decidió que no se debía avisar a la estación de París. Por el contrario. Sería más efectivo que LIMA viajara desde San Pablo a París. Entonces podría llevar a Cubela al indescriptible café que Cal había escogido, ubicado en lo más profundo del Distrito Doce. «Me gusta el sector para esta clase de reunión —dijo Cal—. Tiene un montón de bistres donde uno jamás toparía con un conocido.» Sí, una simple reunión informal sería preferible a alertar a la estación de París que el oficial superior HALIFAX estaba en camino para ver a un hombre que podía llegar a ser un problema y que tal vez fuese armado. «La estación —dijo Cal— tomaría una serie de precauciones sobre la base de que Cubela podría escaparse.»

Mi padre viajó a París el 28 de octubre, y regresó el 30. Durante la reunión del 29, Cubela se emborrachó en una hora. Sólo aceptaría a este representante personal del Fiscal General, le dijo a mi padre, porque sabía que el hermano del presidente era un hombre muy ocupado. En su siguiente reunión, sin embargo, quería recibir una carta manuscrita del Fiscal General. Debía contener la promesa personal del señor Robert Kennedy de que el gobierno de los Estados Unidos apoyaría plenamente la candidatura presidencial de Rolando Cubela en las primeras elecciones libres que tuvieran lugar en Cuba. «Por otra parte —agregó Cubela—, si yo no tengo éxito, no me deberán nada, excepto mis gastos, que pueden ser considerables.»

—¿Qué aspecto tiene? —pregunté.

—El que podría esperarse —respondió Cal—. Supongo que a las mujeres debe de parecerles atractivo. Es alto, tiene bigote negro y bolsas debajo de los ojos; probablemente toma cocaína, y sería un verdadero dolor de estómago tener que soportarlo más de una noche.

Me sentí frustrado. La descripción de mi padre no era muy gráfica.

—¿Habló de alguna otra cosa que no fueran sus perspectivas políticas? —pregunté.

—Entramos en detalles sustanciales. En mi próximo viaje quiere que le entregue armas más sofisticadas. Se explayó acerca de nuestros «éxitos técnicos». Yo no sabía a qué se refería, de modo que decidí ir al grano: «¿Está hablando de la capacidad de asesinar?», le pregunté. Se puso furioso. «No vuelva a mencionar esa palabra en mi presencia», exclamó. Por Dios, estábamos virtualmente solos en el café, pero de todos modos alzaba la voz. Tuve que ponerle una mano sobre el hombro. Aunque pareció molestarle, se tranquilizó lo suficiente para susurrar: «¡Se dice eliminar! Se elimina un problema, eso es todo». Supongo que me equivoqué al ser tan explícito, pero quería asegurarme. Se estaba volviendo impreciso y megalómano. Un fuerte bebedor. Por supuesto, no todos los asesinos deben someterse a una prueba de alcoholemia. John Wilkes Booth es el mejor ejemplo de ello.

—No estás muy feliz con Rolando Cubela, ¿verdad?

—Es un miserable. Sin embargo, Hugh y Dick Helms están de acuerdo en que es todo lo que tenemos. —Cal asintió—. Ya lo verás. He decidido que me acompañes en el próximo viaje.

—No puedo decir que no esté complacido.

—En el primero prefería ir solo. Estaba algo asustado, te lo confieso. Si algo salía mal, no quería que te vieses involucrado. Me gusta medir mi parte de culpa.

¿Se trataba de una forma amable de no decirme que otros se habían opuesto a que yo fuera? Era nada más que otra pregunta, y habíamos llegado al punto en que quizá no habría respuestas. Mi padre no iba a confesarme que, por una preponderancia de evidencias, era posible que Cubela fuera un agente doble, y Helms y Harlot podrían estar considerando la posibilidad precisamente para hacerle saber a Fidel que la Agencia no sólo estaba dispuesta a matarlo, sino que, además, un representante personal de los Kennedy desempeñaría un papel importante en la trama. En lo más frío de mi corazón, no dejaba de sentir admiración: Castro desconfiaría más aún de las ofertas de paz. ¿Empezaba a entender cómo funcionaba el juego? No podía dejar de sentir cierta desapasionada felicidad por estar tan distante de mí mismo. Como le ocurría a Harlot, esa sutil distancia podía llegar a convertirse en el instrumento de mi voluntad.

Por otra parte, la ofensiva de paz continuaba sus esfuerzos. Un informe del FBI revelaba que el 31 de octubre el doctor Vallejo le había dicho a Lisa Howard que alertara a Attwood para que estuviese listo a volar a La Habana en un avión privado. En palabras de Vallejo, Fidel mismo lo enviaría. Sin embargo, existía la posibilidad de que Vallejo estuviera dando rienda suelta a una de sus esperanzas no autorizadas, pues ese mismo 31 de octubre Castro mostró ante las cámaras de la televisión cubana a los dos comandos capturados en el ataque que habíamos despachado inmediatamente después del huracán, hacía tres semanas. Bajo los focos, esos exiliados cubanos revelaron el nombre del oficial de caso (Dix Butler fue inmortalizado como Frank Castle), y también la dirección del 6312 de Riviera Drive; además, describieron nuestro depósito de armas de JM/OLA. Castro debió de haber anticipado una gran reacción en los medios de comunicación de los Estados Unidos, pero la Agencia se apresuró a señalar que los comandos habían sufrido un lavado de cerebro. El episodio no recibió una atención especial de parte de los medios. Como era previsible, Castro se enfadó: «La Prensa de los Estados Unidos se niega a informar acerca de estos ataques, incluso cuando se enfrenta a la evidencia de que pueden ser fácilmente comprobados. Pueden ver que en esta Prensa libre de la que tanto se jactan, los servicios cablegráficos de noticias y la CIA actúan en forma conjunta, elaborando y desarrollando la misma mentira con el fin de disfrazar la verdad».

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