Read El fantasma de Harlot Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (181 page)

No incluiré más detalles, pues podrían repugnarte. Por otra parte, él me los ha enumerado tantas veces que he llegado a la perturbadora sospecha de que su argumento puede ser correcto. Lo nuevo es que ha cambiado su conclusión. Durante estos últimos quince meses, Halifax ha venido sospechando de Jack, lo que puede darte una idea de la animosidad reinante en la Agencia hacia nuestro presidente. Algunas veces, en mitad de la noche, me he preguntado: «¿Qué ocurriría si tuviese razón?».

Te diré que mientras Halifax me proporcionaba estos detalles clínicos, cortaba su filete con precisión, en bocados de medio centímetro que después de cubrir ligeramente con la salsa
au poivre
, se llevaba a la boca al estilo inglés, es decir, cogiendo el tenedor con la mano izquierda. Todo esto, sin dejar de exponer cuidadosamente los detalles de la autopsia. Haciéndose pasar por reportero, entrevistó al forense por teléfono, hazaña posible gracias a la ayuda de uno de sus amiguetes del
Washington Post
, quien lo autorizó a usar su nombre.

—Te diré que desde un primer principio tuve la seguridad de que tenían que ser los Kennedy. En realidad, quería que fuesen ellos. No me habría importado hacer trizas su Administración. —Mientras decía esto, su cara se había puesto tan roja que cualquiera podría haber supuesto que estaba masticando carne de alce—. Debo recordarte que con la bahía de Cochinos Kennedy le asestó un golpe a la CIA del cual tal vez nunca nos recuperemos. Nos vimos humillados. No, jamás le perdonaré a Jack Kennedy su indecisión. Por otra parte, soy un oficial de Inteligencia, y no me precipito en mis conclusiones. De modo que empecé a vislumbrar la posibilidad de que a los Kennedy no les hubiese asustado tanto la posibilidad de que Marilyn Monroe revelara sus pecadillos. Por Dios, Jack llegó a la presidencia con una cantidad de amoríos, grandes y pequeños, detrás de él. Sin embargo, los periódicos jamás hablaron de ello. Un hombre que se postula para un alto cargo es sacrosanto; mucho más si accede a la presidencia. Si Marilyn hubiera hecho públicos sus secretos, los Kennedy probablemente habrían respondido que ella era su amiga, una mujer muy talentosa, y que lamentaban que sufriese un derrumbamiento nervioso. Por lo tanto, ¿qué sentido tenía correr el riesgo de matarla? Había que aceptar el hecho de que la tesis original no era muy sólida.

»Luego me enteré, a través de uno de los contactos menos digeribles de Bill Harvey, que se remonta a los días de Maheu, que Jimmy Hoffa había conseguido introducir un micrófono en el dormitorio de Marilyn, e intervenido todos sus teléfonos. Al parecer, Hoffa tiene un compinche llamado Bernard Spindel, que es el rey de las escuchas telefónicas. Puedo asegurarte que es un poco más hábil que la gente de Las Vegas que trabajó para nosotros.

»Ese hecho reavivó mis sospechas. Porque si había un micrófono, era lógico que en la cama hubiera charla, lo cual, a su vez, era una prueba de que existía contacto carnal con la dama. Pero, una vez más, mi razón privó sobre la animosidad y la ira. Pensé que los medios de comunicación jamás permitirían que el poder de la presidencia se viera quebrantado por una acusación, por bien documentada que estuviera, y mucho menos por una cinta que reproducía las conversaciones de una actriz neurótica. Entonces tuve una idea. Tenía que ser Jimmy Hoffa el responsable del asesinato calculado, a sangre fría, de Marilyn Monroe. Nadie en el universo odiaba más a Bobby Kennedy que Jimmy Hoffa. Como Marilyn contaba con al menos cinco especialistas en condiciones de recetarle píldoras, más otros veinte cuyos nombres desconozco, Hoffa encontró la manera de convencer a uno de esos médicos, sin duda ofreciéndole algo a cambio, de que aceptara el arreglo. Hoffa tenía una cantidad de detectives privados que podían darle la información requerida.

»
Voilà
! El médico elegido por Hoffa visitó a Marilyn y le inyectó la dosis letal. Como todo el mundo sabía que era una persona inestable, el público creería que se había suicidado. Los periódicos lo anunciarían con grandes titulares. Sin embargo, cuarenta y ocho horas después, cuando resultara evidente que algo no encajaba, la Prensa empezaría a insinuar que había gato encerrado. Para el fin de la semana, la acumulación de evidencias sugeriría claramente que la dosis le había sido inyectada, es decir, que había sido asesinada.

—¿No crees que en ese caso el nombre de los Kennedy aparecería en los titulares?

—No. Pero recuerda que varios miles de personas en Washington, Los Angeles y Nueva York ya habían oído el rumor de que Marilyn tenía aventuras tanto con Jack como con Bobby. ¿Puedes imaginar los chismes después de su muerte? Apuesto a que Hoffa se imaginó que medio país vería que no sólo había sido asesinada, sino que ciertas personas intentaban hacer pasar su muerte por un suicidio. Hoffa habría logrado iniciar una campaña de rumores contra los Kennedy. Haz la prueba de ganar unas elecciones con una úlcera como ésa.

—Entonces, ¿por qué todos piensan todavía que se trató de suicidio? —pregunté.

—Porque Hoffa se equivocó en los cálculos. Se anticipó a todos los detalles, excepto a uno. Desde que ascendió a la presidencia, Jack ha cautivado a los jefes de Policía de todas las ciudades importantes que ha visitado. Les hace creer que una vez que las elecciones de 1964 hayan pasado a la historia, J. Edgar Hoover será forzado a renunciar. El policía número uno de cada ciudad importante empieza a pensar que podría ser el siguiente jefe del FBI. Creo que cuando el jefe de Los Angeles vio que la evidencia del caso de Marilyn indicaba un crimen, hizo todo lo posible para que fuese declarado suicidio. ¿Acaso iba a permitir que se vapuleara el nombre de los Kennedy y así perder toda oportunidad de convertirse en el sucesor del Buda? Ciertamente, Hoffa menospreció a los Kennedy.

Fue un almuerzo increíble, Kittredge. Antes de que terminara, entraron un hombre y una mujer, dos de los ingleses más altos, delgados y elegantes que he visto en mi vida. La mujer llevaba un diminuto caniche blanco, y cuando el jefe de comedor los saludó, ella se lo entregó. «Por favor, Romain, ¿serías tan amable de cuidar de
Bouffant
?», le dijo con ese acento inglés tan natural que es imposible de adquirir, ni siquiera casándote con una inglesa. Y Romain, un camarero arrogante hasta ese momento, colocó a la bestezuela sobre la alfombra sagrada del Tour d'Argent y empezó a hablarle en una variante francesa de balbuceo infantil: «Hola,
Bouffie
. ¿Cómo estás, perrito delicioso?». Luego se puso de pie, le indicó a un camarero que se encargase de la criatura (durante las dos horas siguientes, al parecer), y escoltó al vizconde y a la vizcondesa, o lo que fueren, a su mesa junto a la ventana sobre el Sena. «¿No te gustaría intimar con ella?», me preguntó Halifax con un susurro. Sin duda, se había olvidado de sus lapsus eréctiles.

Te he escrito esta larga carta con el placer que siento al hablar contigo. En unos pocos minutos Halifax, cuya habitación está en el mismo pasillo que la mía, llamará a mi puerta y nos dirigiremos al encuentro de nuestro hombre. Ojalá pudiera contarte más. Lo haré, por cierto, algún día.

Me siento dichoso. Cuánto te amo. Mi amor eleva mi alma por encima del horror, la aventura y la sorpresa.

Devotamente,

HARRY

36

Cubela, que vestía una cazadora beige y pantalones marrones, entró en el Bistró de la Mairie acompañado por un hombre de chaqueta naval azul, pantalones grises de franela y gafas con montura de concha (LIMA), que nos saludó con una inclinación de cabeza y se fue. Excepto por tres obreros de pie ante la barra, cerca de la entrada, teníamos todo el local para nosotros solos: suelo oscuro, paredes oscuras, mesas redondas y un camarero desinteresado.

Cubela caminó hacia nosotros como un peso pesado que entra en el ring. Mi padre lo había descrito como alto, pero era más corpulento de lo que había imaginado, con un bigote tupido, poderoso y pesimista. Habría sido apuesto si no hubiera tenido la cara abotagada por la bebida.

—Señor Scott —dijo Cubela dirigiéndose a mi padre.

—Señor general —replicó de inmediato Cal—, le presento al señor Edgar.

Yo saludé con la cabeza. Cubela se sentó con gracia solemne. Se decidió por un Armagnac. No dijimos nada hasta que el camarero lo trajo; entonces, Cubela tomó un sorbo y con fuerte acento español, preguntó:


Il n'y a ríen de mieux?

El camarero respondió que era la marca de Armagnac que se servía allí. Cubela asintió con desagrado, y le indicó que se retirara.

—¿Ha traído la carta? —preguntó. Cal asintió—. Me gustaría verla, señor Scott.

Su inglés era superior a su francés.

La carta era breve, pero la habíamos compuesto con extremo cuidado. Uno de los expertos de VAMPIRO había falsificado la letra en un papel de carta que llevaba el sello del Fiscal General estampado en relieve.

20 de noviembre de 1963

El propósito de la presente es dar seguridad al portador de la misma de que, en reconocimiento a sus esfuerzos exitosos por producir un cambio notable e irreversible en el actual gobierno de Cuba, el poder del presente cargo y todas las lealtades colaterales concurrentes pondrán a su disposición su apoyo pleno para sostener sus altos intereses políticos.

ROBERT F. KENNEDY

Cubela leyó la nota, sacó un diccionario inglés de bolsillo, consultó el significado de varias palabras, y frunció el entrecejo.

—Esta carta no responde al entendimiento al que llegamos en nuestra última reunión, señor Scott.

—Yo diría que responde a sus peticiones específicas, señor general. Fíjese tan sólo en el significado de «cambio irreversible».

—Sí —dijo Cubela—, eso se refiere a la mitad del entendimiento fundamental, pero ¿dónde dice que el hermano mayor del signatario se sienta bien dispuesto hacia mí?

Cal cogió la carta y leyó en voz alta:

—«El poder del presente cargo y todas las lealtades colaterales concurrentes...» Creo que encontrará que es una clara referencia al hermano.

—Es muy abstracto. En efecto, usted me está pidiendo que acepte sus palabras como sinceras.

—Del mismo modo que nosotros aceptamos sus promesas —replicó Cal.

Cubela mostró su desagrado ante esta respuesta.

—Confíe en mí, o no, usted volverá a su hogar en Washington. Sin embargo, si yo confío en usted, deberé arriesgar la vida.

Sacó del bolsillo una lupa, y el recorte de una revista. Vi que era una muestra de la letra de Robert Kennedy.

Durante varios minutos, Cubela comparó la letra de la carta con la muestra impresa en la revista.

—Bien —dijo por fin, y clavó la mirada en nosotros—. Le haré una pregunta, señor Scott. Como bien sabe, en cierta ocasión disparé contra un hombre en un club nocturno. De hecho, lo asesiné.

—Creía que detestaba esa palabra.

—Así es. Y ahora —dijo en español— le explicaré por qué. No se debe a alguna debilidad de mi sistema nervioso o a que podrían hacerme recordar la expresión del rostro del moribundo por lo que soy incapaz de soportar la enunciación de tales sílabas. No. Eso es lo que afirmarían mis detractores, pero le aseguro a usted que si lo hicieran faltarían a la verdad. Soy un hombre tranquilo, que posee pundonor. Tengo una honda capacidad resolutiva. Me veo como el futuro comandante de esa trágica isla que es mi nación. Es por ese motivo que detesto esa palabra. El asesino no sólo destruye a su víctima, sino a esa parte de sí que contiene sus mayores ambiciones. ¿Pueden pedirme que crea que el presidente de los Estados Unidos y su hermano están dispuestos a apoyar la carrera política de un hombre a quien, en la intimidad de sus reuniones, consideran un matón mercenario medio loco?

—En tiempos de tumultos —dijo Cal—, su pasado importará menos que su heroísmo. Son las acciones heroicas de los próximos meses las que resaltarán a los ojos del público.

—¿Está diciendo que en tales circunstancias sus patrocinadores estarían dispuestos a aceptarme?

—Eso es precisamente lo que estoy diciendo.

—No —dijo suspirando—. Usted está diciendo que en la cima de la montaña no hay garantías.

Cal guardó silencio. Después de un rato, volvió a hablar.

—Como hombre inteligente que es, sabrá que es imposible ejercer un control absoluto sobre el clima político.

—Sí —dijo Cubela—, debo estar preparado para correr riesgos. Necesariamente. Sí, estoy preparado —dijo, y exhaló con tanta fuerza que me di cuenta de que estaba preparado para asesinar en ese mismo instante—. Ahora, ocupémonos del equipo.

—El telescopio está listo —afirmó mi padre.

—Supongo que se refiere usted al rifle que he descrito, con un alcance y precisión de quinientos metros, equipado con una mira telescópica Baush & Lomb con un aumento de dos veces y media.

Ante estas palabras, la reacción de mi padre fue tamborilear con los dedos sobre la mesa. Luego extendió el brazo, cogió la mano de Cubela, y asintió sin decir una palabra.

—Aceptaré su recomendación acerca de las precauciones —dijo Cubela—. ¿Puedo preguntarle ahora acerca de la entrega?

—El señor Lima hará la entrega en su lugar.

—Me gusta el señor Lima —dijo Cubela.

—Me agrada saberlo —dijo Cal.

—El telescopio, ¿entrará en un maletín?

—No —respondió Cal—, pero ¿juega usted al billar?

—Sí.

—En ese caso, se lo entregaremos en un estuche para transportar tacos de billar. Por supuesto, el tipo de tacos que se dividen en dos piezas.

—Excelente —dijo Cubela—. ¿Y el otro detalle?

—Sí —dijo Cal—. La pieza de equipo sofisticado. La sorpresa. La tengo aquí conmigo.

—¿Puedo verla?

Cal sacó un bolígrafo de su chaqueta de tweed y apretó el botón. Apareció una aguja hipodérmica. Volvió a apretar el botón y un hilo de líquido brotó de la aguja, como la lengua de una lagartija.

—Es sólo agua —dijo Cal—, pero este bolígrafo ha sido diseñado para ser usado con el reactivo común...

Sacó una tarjeta de su bolsillo y la extendió sobre la mesa. Decía: Blackleaf 40.

—¿Dónde puedo conseguirlo? —preguntó Cubela.

—En cualquier droguería. Es un reactivo común que se usa para insectos.

—¿De todo tamaño? Cal volvió a asentir. —Muy eficaz.

Cubela cogió el bolígrafo y apretó el botón varias veces hasta que se acabó el agua.

—Es un juguete —dijo con cierta petulancia.

—No —respondió Cal—. Es un instrumento sofisticado. La aguja es tan fina que no se siente cuando penetra en la piel.

Other books

Echoes From the Mist by Cooper, Blayne
Letters to a Sister by Constance Babington Smith
Shadowstorm by Kemp, Paul S.
The Glass Prince by Sandra Bard
A Bookmarked Death by Judi Culbertson