—¿Me está pidiendo que me acerque al sujeto y lo inyecte? —La aguja es tan fina que no causa dolor. No llama la atención, en absoluto.
Cubela nos miró con desprecio.
—Su regalo es un adminículo para una mujer. Ella mete la lengua en la boca del hombre y le clava la aguja en la espalda. Yo no usaré esas tácticas. Es vergonzoso eliminar al enemigo de esa manera. No se ataca a un cubano serio con un alfiler de sombrero. Sería el hazmerreír de todos. Y con razón. —Se puso de pie — . Aceptaré llevar el estuche que me entregue el señor Lima. Pero esto lo rechazo. —Estaba a punto de marcharse, pero se detuvo—. No. Lo aceptaré, después de todo.
Y se lo metió en el bolsillo superior de la cazadora.
Mi padre me sorprendió con su siguiente observación.
—¿Para usarla contra usted mismo? —preguntó.
Asintió.
—Si el gran esfuerzo fracasa, no deseo vivir para soportar las consecuencias inmediatas.
—Por supuesto —dijo Cal.
Cubela nos estrechó la mano, primero a Cal, luego a mí. Tenía la mano fría.
—¡Salud! —dijo y se marchó.
—Le entregaremos el estuche de billar en Varadero —dijo Cal—. Tiene una casa de verano sobre la playa, a trescientos metros de la casa que el sujeto, como lo llama él, ocupa durante las vacaciones. No me gusta admitirlo, pero tengo la esperanza puesta en este tipo. Podría traernos un regalo antes de Navidad. —Cal exhaló — . ¿Te importaría pagar la cuenta? Necesito caminar un poco. —Hizo una pausa—. De todos modos, debemos salir por separado.
—Muy bien —dije—. Te seguiré de regreso al hotel.
A través de la ventana del café, se veían las luces de la calle. La tarde de noviembre había caído hacía rato, y a las siete ya era noche cerrada.
No sabía exactamente cómo me sentía, claro que no se trataba de una situación en que resultara automático comprender las propias reacciones. Yo quería que Rolando Cubela matase a Fidel Castro; esperaba que Helms, Harlot y Cal no estuvieran simplemente tratando de provocar al DGI. No, quería que al final del camino aguardara una ejecución. No sentía hacia Castro el odio profundo que podían sentir Hunt o Harlot o Harvey o Helms o Allen Dulles, o Richard Bissell, o Richard Nixon, o incluso mi padre o Bobby Kennedy. No, había una parte en mí que pensaba en Castro como Fidel. Sin embargo, ansiaba la muerte de Fidel. Lamentaría esa muerte si teníamos éxito, la lamentaría como un cazador que se entristece por la esfumada inmanencia de la bestia muerta. Sí, uno disparaba contra los hermosos animales para sentirse más cerca de Dios; en tanto que criminales, podíamos aproximarnos al cosmos robando un pedazo de la Creación. Sí, yo entendía todo esto y quería que Cubela resultara un asesino eficaz y no un truco del DGI al que nosotros también usaríamos como truco superior. Un asesino exitoso equivalía a cien provocaciones.
Permanecí sentado, solo, hasta terminar el coñac, que no había tocado durante la conversación. De pronto vi que los obreros que estaban de pie ante la barra se reunían alrededor de la radio del café. Durante la última media hora había estado sonando música popular, pero ahora se oía la voz de un comentarista. No podía entender lo que decía. Sin embargo, había urgencia en el tono de su voz.
Al minuto siguiente, se me acercó el camarero.
—
Monsieur
—me dijo—,
vous-êtes américain?
—
Mais oui
.
Era un camarero cansado, de rostro grisáceo, tendría más de cincuenta años y su aspecto era totalmente común, pero en sus ojos había una honda compasión.
—
Monsieur, il y a des mauvaises nouvelles. Des nouvelles étonnants
. —Puso su mano suavemente sobre la mía—.
Votre president Kennedy a été frappé par un assassin à Dallas, Texas
.
—¿Está vivo? —pregunté—.
Est-il vivant?
El camarero respondió:
—
On ne sait rien de plus, monsieur, sauf qu'il y avait une grande bouleversement
.
The New Republic
, 7 de diciembre de 1963
por Jean Daniel
La Habana, 22 de noviembre de 1963
Era alrededor de la una y media, hora cubana. Estábamos almorzando en la sala de la modesta residencia veraniega que posee Fidel Castro en la magnífica playa de Varadero, a ciento veinte kilómetros de La Habana. Sonó el teléfono y un secretario con uniforme de guerrillero anunció que el señor Dorticós, presidente de la república de Cuba, debía hablar urgentemente con el primer ministro. Fidel levantó el auricular y oí que decía: «¿Cómo? ¿Un atentado?». Se volvió a nosotros y nos dijo que Kennedy había sido herido de bala en Dallas. Luego cogió nuevamente el auricular y exclamó en voz alta: «¿Herido? ¿Muy gravemente?».
Volvió a la mesa, se sentó, y repitió tres veces: «Es una mala noticia». Permaneció callado un momento, esperando otra llamada con más noticias. Mientras esperábamos, observó que en la sociedad estadounidense había una cantidad de lunáticos alarmantemente considerable, y que este hecho bien podía ser la obra de un demente o de un terrorista. ¿Quizás un vietnamita? ¿O un miembro del Ku Klux Klan? Llegó la segunda llamada: el presidente de los Estados Unidos seguía vivo. Había esperanza de salvarlo. La reacción inmediata de Fidel Castro fue: «Si lo salvan, ya ha ganado la reelección».
Pronunció estas palabras con satisfacción.
Ya eran casi las dos, nos levantamos de la mesa y nos situamos frente a una radio para oír la red de la NBC de Miami. A medida que llegaban las noticias, René Vallejo, su médico, las traducía para Fidel: Kennedy había sido herido en la cabeza; se perseguía al asesino; un policía había sido asesinado; por último, el anuncio fatal: el presidente Kennedy ha muerto. Fidel se puso de pie y me dijo: «Todo ha cambiado. Todo cambiará... Habrá que pensar todo de nuevo. Le diré una cosa: Kennedy al menos era un enemigo al que estábamos acostumbrados. Éste es un asunto serio, un asunto extremadamente serio».
Después del cuarto de hora de silencio observado en todas las emisoras estadounidenses, volvimos a sintonizar Miami; el silencio fue interrumpido para una nueva emisión del himno nacional. Oír ese himno en la casa de Fidel Castro, en medio de un círculo de rostros preocupados, resultó una experiencia muy extraña. «Ahora —dijo Fidel— tendrán que encontrar al asesino rápidamente, pero muy rápidamente, o de lo contrario tratarán de echarnos la culpa a nosotros.»
En el Palais Royal, la mujer que estaba de turno en el mostrador de entrada, lloraba. En mi habitación, el teléfono parecía una presencia más evidente que la cama, la ventana, la puerta, o yo mismo. Saqué de mi cartera un papelito doblado, y le di el número a la telefonista del hotel, quien me informó que la línea al exterior hacía media hora que se encontraba
accomblé
, pero que intentaría conectarme. En menos de un minuto, sonó el teléfono. La línea ya no estaba
accomblé
.
—Modene —dije—. Soy Harry.
—¿Quién?
—Harry Field. ¡Tom!
—Oh, Tom.
—Te llamo para decirte cuánto lo siento.
—¿Por lo de Jack? —Por lo de Jack.
—Está bien, Harry. Me tomé tres valiums apenas oí la noticia. Ahora me siento bien. Antes me había tomado otros tres valiums.
Mejor así. Jack era un hombre cansado. Solía sentir lástima por él, pero ahora creo que es mejor, porque yo también estoy cansada. Entiendo que necesitase tanto descansar.
—¿Cómo estás tú? —pregunté como si debiéramos empezar la conversación otra vez.
—Bien —dijo—, teniendo en cuenta las limitaciones de mi condición. Pero no sé si quieres que te hable de ello.
—Sí quiero —dije—. Pensé en ponerme en contacto contigo apenas oí la noticia sobre Jack.
—¿Sabes? Yo estaba acostada, mirando por la ventana. Hace un día magnífico hoy en Chicago. Es extraño que pase algo así en un día de sol.
Estuve a punto de preguntarle por Sam Giancana, y después de vacilar unos instantes se me ocurrió que no importaría demasiado lo que yo dijera, considerando todas las píldoras que había tomado.
—¿Cómo está Sam?
—Ya no lo veo más. Me manda un cheque todas las semanas, pero no lo veo. Se enfadó tanto conmigo que dejamos de dirigirnos la palabra. Creo que fue porque yo me cortaba el pelo cada vez más corto.
—¿Por qué lo hacías?
—No lo sé. Bien, sí que lo sé. Una amiga mía llamada Willie me dijo que el pelo largo absorbe demasiada energía de nuestro organismo. A mí me pareció que no podía permitirme el lujo de derrochar mi vitalidad. De modo que empecé a cortarme el pelo. Luego me lo afeité. Me parece más sencillo usar una peluca. Una peluca rubia. Me quedaría muy bien si no estuviera excedida de peso. Por otra parte, la semana que viene me harán una histerectomía.
—Modene...
—¿Tienes lágrimas en los ojos, Harry? Yo sí. Deberían incluirme en el libro Guinness. Derramar lágrimas después de seis valiums.
—Sí, tengo lágrimas en los ojos —respondí.
Era casi verdad. Sólo con que me esforzase un poco más, no tendría que decirle una nueva mentira.
—Fuiste tan amable conmigo, Harry. A veces pienso que tú y yo podríamos haber tenido una buena oportunidad, pero siempre estuvo ahí Jack. Quiero que te sientas bien, Harry. ¿Sabes? Nos conocimos demasiado tarde. Jack y yo éramos un par de desdichados. Ahora él ha muerto. No me impresiona. Yo sabía que no viviría mucho.
—¿Cómo lo sabías, Modene?
—Porque a mí tampoco me queda mucho. Está escrito en la palma de mi mano, y en mi carta astrológica. Lo siento en mi interior. Siempre supe que envejecería rápido, que tenía la mitad de tiempo para todo.
Se hizo una pausa. No se me ocurrió qué decir.
—Si alguna vez voy a Chicago, ¿quieres que te visite?
—No —respondió—. No quiero que me veas como estoy. Es demasiado tarde. Si no fuese demasiado tarde, tal vez podríamos vernos, Harry, pero ya es demasiado tarde. Se acerca el final del camino. Donde habitan las sombras. —Hizo una pausa—. ¿Sabes? Ahora me doy cuenta de que Jack ha muerto. Ese hombre maravilloso. Está muerto. Fuiste tan considerado en llamarme, Harry, y darme tus condolencias. Si no lo hubieses hecho, sería la única en saber que me he quedado viuda. En cierto sentido, es así. ¿No lo crees?
—Sí —respondí.
—Eres un buen hombre — dijo.
Y después de decir esas palabras, colgó.
The New Republic
, 7 de diciembre de 1963
por Jean Daniel
Alrededor de las tres de la tarde, Fidel Castro declaró que como no había nada que él pudiera hacer para alterar la tragedia, a pesar de ella debíamos aprovechar nuestro tiempo. Quería acompañarme a visitar una «granja del pueblo» donde había estado haciendo ciertos experimentos.
Fuimos en coche, con la radio encendida. La policía de Dallas estaba empeñada en la persecución del asesino. Según el locutor, se trata de un espía ruso. Cinco minutos después, se corrige: es un espía casado con una rusa. Fidel comenta: «¿No se lo dije? Pronto me tocará a mí». Pero aún no. La siguiente teoría era: el asesino es un desertor marxista. Luego se anunció que el asesino era un hombre joven, miembro del Comité Juego Limpio para Cuba; era un admirador de Fidel Castro. Fidel declaró: «Si tuviesen pruebas, dirían que es un agente, un cómplice, un asesino a sueldo. Dicen que es un admirador para que la gente asocie el nombre de Castro con la emoción provocada por el asesinato. Ese es un recurso publicitario. Terrible. Pero en mi opinión esto terminará pronto. En los Estados Unidos hay demasiadas políticas enfrentadas para que una sola logre imponerse sobre las demás demasiado tiempo».
Llegamos a la «granja del pueblo», donde los agricultores dieron la bienvenida a Fidel. En ese momento, un locutor anunció por la radio que ahora se sabía que el asesino era «un marxista pro castrista». Un comentarista seguía a otro. Sus observaciones iban ganando en emotividad y agresividad. Fidel se excusó. «Tendremos que dar por terminada la visita a la granja.» Nos dirigimos a Matanzas, donde podía telefonear al presidente Dorticós. En el camino hizo preguntas: «¿Quién es Lyndon Johnson? ¿Qué reputación tiene? ¿Cómo eran sus relaciones con Kennedy? ¿Con Kruschov? ¿Cuál era su posición frente a la invasión frustrada a Cuba?» Por último, la más importante: «¿Qué autoridad ejerce sobre la CIA?» Luego, abruptamente, consultó su reloj, vio que pasaría media hora antes de que llegáramos a Matanzas, y casi de inmediato, se quedó dormido.
12 de agosto de 1964
Querido Harry:
Creo que nunca pasó tanto tiempo sin que nos escribiéramos. Es curioso. Durante meses, no he sentido deseos de comunicarme por carta contigo, pero a menudo estuve a punto de coger el teléfono para hablarte. No pude. Después de tu bellísima declaración, ¿podía decirte «Hola, Harry», como si esa apasionada confesión tuya no existiera? Sin embargo, no podía decirte: «Siento lo mismo que tú». Porque no es así. Tu última carta llegó el lunes 25 de noviembre, mientras avanzaba el cortejo fúnebre de Jack Kennedy — ¡ay, tan lentamente!— por la avenida Pennsylvania hacia la catedral de San Mateo. Tu pobre carta. Cuando la leí, me encontraba sumida en el estado de ánimo más lúgubre de mi vida. Esa noche estaba convencida de que Lyndon Johnson será una calamidad para nuestro país, y supongo que tarde o temprano se cumplirá esta predicción, porque en mi opinión se parece a uno de los peores personajes de William Faulkner; posee la esencia misma de la familia Snopes.
Por lo tanto, no resulta extraño que me sintiera lúgubre. Perder a un hombre a quien se valora y ver que es remplazado por otro a quien uno desprecia da sentido a la áspera melancolía de la palabra. Al día siguiente, me di cuenta de que una condición tal de depresión no era sino una forma más de protección contra horrores verdaderos. Tu carta se convirtió en una monstruosidad. Pensé: «¿Y si estas horrendas especulaciones acerca de Marilyn Monroe que a Cal y a ti parecían encantaros fueran una contribución más al acto de Oswald?». Un clérigo que conozco dijo una vez que la sociedad de los Estados Unidos se mantenía unida por sanción divina. Todo lo que impedía que explotásemos y nos dividiéramos en las vastas partes incompletas y desorganizadas que somos, era la bendición de Dios. No sé si ya la hemos agotado. ¿Cuántas transgresiones se necesitan? Pensé en Allen y Hugh y ese espantoso juego suyo con Noel Field y los comunistas polacos, y después traté de meditar acerca de mi propio horror personal en Paraguay, que todavía no puedo confesar del todo, ni siquiera a mí misma. Me retorcí al pensar en el espantoso juego que Hugh quería que jugaras con Modene, y el asunto que os llevó a ti y a Cal a París. Ni siquiera deseo especular acerca de lo que podría haber sido. Sí, multiplica todos esos actos, y luego pregúntate cómo vivió tanto Jack, sobre todo si a la lista agregamos sus propias transgresiones. Por eso no me gustó que me dijeras que tu devoción por mí era absoluta y luego, una vez dicho eso, siguieras adelante. Te darás cuenta de que no reaccioné positivamente ante tu carta, pero esa noche sufrí por la parte que me toca como viuda, una parte misérrima, por cierto, pues si siempre pensé que me gustaba Jack Kennedy, la noche del día en que lo enterraron me di cuenta de que lo había amado con toda mi fiebre almidonada y casta, y que había sido una tonta insensible con respecto a mis motivos inmediatos. Por supuesto, la inocencia es la protección que tengo para que la locura de papá no penetre en mi sistema, y también para que la voluntad maniática de Hugh no tome posesión de mi útero. Más que a nadie, le eché la culpa a Hugh por la muerte de Jack Kennedy. Cerca estuve de volverme loca.